Capítulo LXXXIX

La noche

El señor de Montecristo esperó, según su costumbre, a que Duprez cantara su famoso Suivez-moi!, y solamente entonces se levantó y salió.

En la puerta, Morrel se despidió de él renovando la promesa de estar en su casa, con Emmanuel, al día siguiente a las siete de la mañana. Después, el conde se subió a su cupé, tranquilo y sonriente. Cinco minutos después estaba en su casa. Ahora bien, tendríamos que no conocer al conde para dejarnos engañar por esa expresión con la que dijo a Alí al entrar:

—Alí, ¡mis pistolas de culata de marfil!

Alí trajo el estuche a su amo, y este se puso a examinar las armas con la meticulosidad natural para un hombre que va a confiar su vida a un poco de hierro y plomo. Eran unas pistolas especiales que Montecristo había encargado para el tiro al blanco en sus aposentos. Un resorte bastaba para disparar la bala, y desde la habitación contigua nadie podría dudar de que el conde, como se dice en términos de tiro, se dedicaba a probar la puntería.

Encajaba el arma en la mano, buscaba el punto de mira sobre una placa en la pared que le servía de diana, cuando se abrió la puerta del gabinete y Baptistin entró.

Pero, antes de que pudiera abrir la boca, el conde vio en la puerta, que se había quedado abierta, a una mujer cubierta con un velo, de pie, en la penumbra de la sala contigua y que había seguido a Baptistin.

La mujer había visto al conde con la pistola en la mano, vio, además, sobre una mesa, dos espadas, y entró precipitadamente.

Baptistin consultó a su amo con la mirada. El conde le hizo un gesto y Baptistin salió cerrando la puerta tras de sí.

—¿Quién es usted, señora? —dijo el conde a la dama del velo.

La desconocida echó una mirada por todo alrededor para asegurarse de que estaban solos, después, inclinándose como para arrodillarse, y juntando las manos con desesperación:

—Edmond —dijo—, ¡no matarás a mi hijo!

El conde dio un paso atrás, emitió un leve grito y dejó caer el arma que tenía en la mano.

—¿Qué nombre ha pronunciado, señora de Morcerf? —dijo.

—¡El suyo! —dijo echando hacia atrás el velo—. Sólo el suyo, que tal vez soy la única que no lo ha olvidado, Edmond; no es la señora de Morcerf la que está aquí, es Mercedes.

—Mercedes está muerta, señora —dijo Montecristo—, ya no conozco a nadie con ese nombre.

—Mercedes vive, señor, y Mercedes recuerda, pues es la única que le reconoció al verle, por su voz, Edmond, sólo por el sonido de su voz; y desde entonces sigue sus pasos, le vigila, le teme, y no ha necesitado buscar la mano que asestaba el golpe al señor de Morcerf.

—A Fernand, quiere usted decir, señora —repuso Montecristo con amarga ironía—; ya que estamos recordando nombres, recordémoslos todos.

Y Montecristo pronunció el nombre de Fernand con tal expresión de odio que Mercedes sintió un escalofrío de terror recorrer todo su cuerpo.

—¡Ya ve, Edmond que no me he equivocado! —exclamó Mercedes—. Y que tengo razón en decirle: ¡No toque a mi hijo!

—¿Y quién le dijo, señora, que deseo algún mal a su hijo?

—¡Nadie, Dios mío! Pero una madre ve siempre más allá. Adiviné todo; le seguí a la Ópera y, oculta en un palco de platea, vi toda la escena.

—Entonces, si usted vio todo, señora, vería que el hijo de Fernand me insultó públicamente —dijo Montecristo con una calma terrible.

—¡Oh! ¡Piedad!

—Vería —continuó el conde— que me hubiera arrojado el guante a la cara, si uno de sus amigos no le hubiera sujetado el brazo.

—Escúcheme. Mi hijo también le ha descubierto; le atribuye a usted todas las desgracias que recaen en su padre.

—Señora —dijo Montecristo—, usted se confunde: no son desgracias, es el castigo. No soy yo quien golpea al señor de Morcerf, es la Providencia que le castiga.

—¿Y por qué sustituye usted a la Providencia? —exclamó Mercedes—. ¿Por qué recuerda usted cuando la Providencia olvida? ¿Qué le importan a usted, Edmond, Janina y su visir? ¿Qué daño le ha causado a usted Fernand Mondego traicionando a Alí-Tebelin?

—O sea, señora —respondió Montecristo—, que todo esto es un asunto entre el capitán franco y la hija de Vasiliki. En nada tiene que ver conmigo, tiene razón, y si juré vengarme, no es del capitán franco, ni del conde de Morcerf: es del pescador Fernand, marido de la catalana Mercedes.

—¡Ah! Señor —exclamó la condesa—, ¡qué terrible venganza por una falta que la fatalidad me hizo cometer! Puesto que la culpable soy yo, Edmond, si tiene que vengarse de alguien, es de mí, que me faltó la fuerza contra su ausencia y mi soledad.

—¿Pero, por qué estaba yo ausente? —exclamó Montecristo—. ¿Y por qué estaba usted sola?

—Porque le detuvieron, Edmond, porque estaba preso.

—¿Y por qué me detuvieron? ¿Por qué estaba preso?

—Lo ignoro —dijo Mercedes.

—Sí, usted lo ignora, señora, o al menos eso espero. Pues bien, yo se lo diré. Fui arrestado, estuve preso, porque bajo el cenador de La Réserve, la víspera misma del día en el que íbamos a casarnos, un hombre, llamado Danglars, escribió una carta que el pescador Fernand se encargó, por su propia mano, de echar al correo.

Y Montecristo, yendo a su secreter, abrió un cajón del que sacó un papel, ya descolorido, y cuya tinta se había vuelto del color de la herrumbre, que mostró a Mercedes.

Era la carta de Danglars al fiscal que, el día en el que pagó doscientos mil francos al señor de Boville, el conde de Montecristo, disfrazado de mandatario de la casa Thomson y French, sustrajo del expediente de Edmond Dantès.

Mercedes leyó con espanto las líneas siguientes:

El señor procurador del rey queda prevenido, por un amigo del trono y de la religión, que el llamado Edmond Dantès, segundo del navío el Pharaon, que ha llegado esta mañana de Esmirna, después de haber tocado los puertos de Nápoles y de Portoferraio, ha sido encargado, por Murat, de llevar una carta al usurpador; y a su vez el usurpador le ha entregado una carta para el comité bonapartista de París.

Se obtendrá la prueba de su crimen arrestándole, pues, o la lleva consigo o la tiene en casa de su padre, o en la cabina a bordo del Pharaon.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Mercedes pasándose la mano por la frente sudorosa—. Y esa carta…

—La compré por doscientos mil francos, señora —dijo Montecristo—; pero es barata ahora, puesto que me permite disculparme ante usted.

—¿Y el resultado de esta carta?

—Usted lo conoce, señora; el resultado fue mi detención; pero lo que usted no sabe, señora, es el tiempo que duró esa detención. Lo que usted no sabe es que estuve catorce años a un cuarto de legua de usted, en un calabozo del castillo de If. Lo que usted no sabe es que cada día de esos catorce años renové el voto de venganza que me hice el primer día, aunque sin embargo ignoraba que se hubiese casado usted con Fernand, mi denunciante, y que mi padre hubiera muerto, ¡y muerto de hambre!

—¡Justo Dios! —exclamó Mercedes tambaleante.

—Eso es lo que supe al salir de prisión, catorce años después de haber entrado, y esto es lo que hizo que, sobre Mercedes viva, y sobre mi padre muerto, jurara vengarme de Fernand, y… que esta es mi venganza.

—¿Y está seguro de que el desgraciado Fernand hizo eso?

—Por mi alma, señora, lo hizo, como se lo he contado. Además, no es mucho más odioso que, ¡siendo francés de adopción, se pasara a los ingleses! ¡Español de nacimiento, combatiera contra los españoles! ¡Asalariado de Alí, traicionara y asesinara a Alí! Frente a tales cosas, ¿qué era la carta que acaba de ver? Una broma galante que debe perdonar, lo confieso y lo comprendo, que debe perdonar la mujer que se casó con ese hombre, pero que no perdona el amado con quien debía casarse. Pues bien, los franceses no se vengaron del traidor, los españoles no fusilaron al traidor, Alí, yaciendo en su tumba, dejó impune al traidor; pero yo, traicionado, asesinado, yaciendo también en una tumba, salí de esa tumba por la gracia de Dios, y le debo a Dios esta venganza; Él me envía para eso, y aquí estoy.

La pobre mujer dejó caer la cabeza entre las manos; las piernas se le plegaban y cayó de rodillas.

—¡Perdone, Edmond —dijo—, perdone, a quien todavía le ama!

La dignidad de la esposa detuvo el impulso de la amante y de la madre. Inclinó la frente hasta tocar casi el suelo.

El conde fue hacia ella y la levantó.

Entonces, sentada en un sillón, pudo, a través de sus lágrimas, contemplar el rostro de hombre adulto de Montecristo, en el que el dolor y el odio imprimían aún un carácter amenazante.

—¡Que no aplaste a esa raza maldita! —murmuró—. ¡Que desobedezca a Dios que me ha llamado para llevar a cabo su castigo! ¡Imposible, señora, imposible!

—Edmond —dijo la pobre madre, intentando todos los medios posibles—, ¡Dios mío! Si yo le llamo Edmond, ¿por qué no me llama Mercedes?

—Mercedes —repitió Montecristo—, ¡Mercedes! ¡Pues bien! Tiene razón, me resulta dulce aún pronunciar ese nombre, y esta es la primera vez, desde hace mucho tiempo, que suena con tanta claridad al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes! Su nombre, lo he pronunciado con los suspiros de la melancolía, con los gemidos del dolor, con la rabia de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, acurrucado sobre la paja de mi calabozo; lo he pronunciado devorado por el calor, rodando sobre las losas de mi prisión. Mercedes, tengo que vengarme, pues durante catorce años he sufrido, durante catorce años he llorado, durante catorce años he maldecido; ahora se lo digo, Mercedes, tengo que vengarme.

Y el conde, temiendo ceder a los ruegos de la mujer a la que tanto había amado, apelaba a sus recuerdos para que le ayudasen a conservar su odio.

—¡Vénguese, Edmond! —exclamó la pobre madre—. Pero vénguese de los culpables; vénguese en él, en mí, ¡pero no se vengue en mi hijo!

—En el Libro Sagrado está escrito —respondió Montecristo—: «los pecados de los padres recaerán en los hijos hasta la tercera o la cuarta generación». Puesto que Dios dictó esas palabras suyas al profeta, ¿por qué iba a ser yo mejor que Dios?

—Porque Dios es dueño del tiempo y de la eternidad, dos cosas que escapan a los hombres.

Montecristo dio un suspiro que parecía más un rugido, y se mesaba sus hermosos cabellos con ambas manos.

—Edmond —continuó Mercedes, con los brazos extendidos hacia el conde—, Edmond, desde que te conozco he adorado tu nombre, he respetado tu recuerdo. Edmond, amigo mío, no me fuerces a empañar esa imagen noble y pura reflejada sin cesar en el espejo de mi corazón. Edmond, si supieras todas las plegarias que he dirigido a Dios por ti, mientras te esperé vivo, y después, cuando te creí muerto, sí muerto, ¡ay de mí! Veía tu cadáver sepultado en el fondo de alguna torre sombría; veía tu cuerpo arrojado al fondo de uno de esos abismos a los que los carceleros arrojan a los presos muertos, ¡y lloraba! ¡Yo! ¿Qué podía hacer yo por ti, Edmond, sino rezar y llorar? Escúchame; durante diez años he soñado cada noche lo mismo. Decían que quisiste huir, que ocupaste el lugar de un preso muerto, que te deslizaste en su sudario, y que entonces lanzaron el supuesto cadáver desde lo alto del castillo de If; y que solamente el grito que diste al caer rompiéndote entre las rocas desveló a los enterradores, convertidos así en verdugos, la sustitución hecha. Y bien, Edmond, te juro por la cabeza de este hijo por el que te imploro, Edmond, te juro que durante diez años, cada noche, veía a unos hombres balanceando un bulto informe y desconocido en lo alto de una roca; durante diez años, y noche a noche, oía un grito terrible que me despertaba temblando y helada. Y yo también, Edmond, ¡oh!, créeme, yo también, por muy criminal que haya sido, yo también he sufrido mucho.

—¿Has sentido morir a un padre en tu ausencia? —exclamó Montecristo hundiendo las manos en los cabellos—. ¿Has visto a la mujer amada tender la mano a tu rival, mientras el amado agonizaba en el fondo del abismo…?

—No —interrumpió Mercedes—; ¡pero he visto al hombre que amaba, dispuesto a ser el asesino de mi hijo!

Mercedes pronunció esas palabras con un dolor tan punzante, en un tono tan desesperado que, al oírlas, un sollozo desgarró la garganta del conde.

El león estaba domado; el vengador estaba vencido.

—¿Qué es lo que me pides? —dijo—. ¿Que tu hijo viva? Pues bien, ¡vivirá!

Mercedes dio un grito que hizo brotar dos lágrimas de los ojos de Montecristo, pero esas dos lágrimas desaparecieron casi enseguida, pues sin duda Dios envió a algún ángel para recogerlas, tan preciadas eran a ojos del Señor, como las más ricas perlas de Guzarate y de Ophir.

—¡Oh! —exclamó Mercedes, cogiendo la mano del conde y llevándosela a los labios—. ¡Oh! Gracias, gracias, Edmond! Así es como te he soñado siempre, así es como siempre te he amado. ¡Oh! Ahora puedo decirlo.

—Sobre todo —respondió Montecristo—, porque el pobre Edmond no tendrá mucho tiempo para seguir siendo amado. El muerto va a volver a su tumba, el fantasma va a volver a la oscuridad.

—¿Pero, qué dices, Edmond?

—Digo que puesto que lo ordenas, Mercedes, tengo que morir.

—¡Morir! ¿Y quién ha dicho eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde te vienen esas ideas de muerte?

—No supondrás que, ultrajado públicamente, frente a toda una sala, en presencia de tus amigos y de los amigos de tu hijo, provocado por un muchacho que va a vanagloriarse de mi perdón como de una victoria, no supondrás, digo, que yo tenga ni un instante el deseo de vivir. Lo que más he amado, después de a ti, es a mí mismo, es decir, a mi dignidad, es decir, a esta fuerza que me hace superior del resto de los hombres; esta fuerza, era mi vida. Con una palabra, tú la has roto, y yo muero.

—Pero no habrá ningún duelo, Edmond, puesto que tú perdonas.

—Lo habrá, señora —dijo solemnemente Montecristo—; sólo que, en lugar de la sangre de tu hijo que la tierra bebería, será mi sangre la corra.

Mercedes dio un grito desgarrador y se lanzó hacia Montecristo; pero, de repente, se detuvo.

—Edmond —dijo—, hay un Dios por encima de nosotros, puesto que estás vivo, puesto que te he vuelto a ver, confío en Él desde lo más profundo de mi corazón. Esperando esa ayuda divina, me apoyo en tu palabra. Has dicho que mi hijo viviría, y vivirá, ¿no es eso?

—Vivirá, sí, señora —dijo Montecristo, asombrado de que, sin más exclamaciones, sin ninguna otra sorpresa, Mercedes hubiera aceptado el heroico sacrificio que él le ofrecía.

Mercedes dio la mano al conde.

—Edmond —dijo, mientras sus ojos se le llenaban de lágrimas mirándole—, ¡qué hermoso es por tu parte, qué grande lo que acabas de hacer, qué sublime apiadarse de una pobre mujer que se te ofrecía, con todas las probabilidades en contra de sus esperanzas! ¡Ay! He envejecido más por el sufrimiento que por la edad, y ni siquiera puedo hacer que mi Edmond recuerde, por una sonrisa, por una mirada, a aquella Mercedes a quien antaño contemplaba durante horas. ¡Ah! ¡Créeme Edmond, te lo he dicho, yo también, yo también he sufrido tanto…! Y te lo repito, es muy triste ver pasar la vida sin recordar una sola alegría, sin guardar ni una sola esperanza; pero, ahora, todo esto prueba que no todo está acabado en el mundo. ¡No! Todo no está acabado, lo siento así, por lo que me queda aún en el corazón. ¡Oh! Te lo repito, Edmond, ¡es hermoso, es grande, es sublime perdonar como acabas de hacerlo!

—Dices eso, Mercedes; ¿pero qué dirías si supieras toda la extensión del sacrificio que hago por ti? Imagina que el Gran Hacedor, el Maestro Supremo, después de haber creado el mundo, después de haber fertilizado el caos, se hubiera parado tras un tercio de su creación para evitar las lágrimas de un ángel, lágrimas que nuestros crímenes le harían derramar un día de sus ojos inmortales; suponga que tras haberlo preparado todo, amasado todo, fecundado todo, en el momento de admirar su obra, Dios hubiera apagado el sol y hubiera enviado al mundo, de una patada, hacia la noche eterna, entonces, podrás hacerte una idea, o tal vez no, no, ni aún así podrías hacerte una idea de todo lo que pierdo al perder la vida en este momento.

Mercedes observó al conde con una mirada que describía a la vez su asombro, su admiración y su agradecimiento.

Montecristo apoyó la frente en sus manos ardientes, como si su frente no pudiera, ella sola, soportar el peso de sus pensamientos.

—Edmond —continuó Mercedes—, sólo me queda una cosa que decirte.

El conde sonrió con amargura.

—Edmond —continuó—, verás que si mi frente palidece, que si mis ojos están apagados, que si mi belleza está ajada, que si Mercedes, en fin, no se parece en nada a la de antes por su rostro, sin embargo sigue teniendo el mismo corazón… ¡Adiós, Edmond…! Ya no tengo nada que pedirle al Cielo… Te he vuelto a ver tan noble y tan grande como antes. ¡Adiós, Edmond…! ¡Adiós y gracias!

Pero el conde no respondió.

Mercedes abrió la puerta del gabinete, y desapareció antes de que el conde saliera de esa dolorosa y profunda meditación en la que le había sumido la pérdida de su venganza.

Daba la una en el reloj de los Invalides, cuando el carruaje que llevaba a la señora de Morcerf, rodando sobre el pavimento de los Champs-Elysées, hizo levantar la vista al conde de Montecristo.

—¡Insensato de mí! —se dijo—. ¿Por qué no me arranqué el corazón el día en que decidí vengarme?