Capítulo LXXXV
El viaje
Montecristo dio un grito de alegría al ver a los dos jóvenes juntos.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—. Y bien, espero que todo haya acabado, que todo se haya esclarecido, que todo se haya arreglado.
—Sí —dijo Beauchamp—, rumores absurdos que caen por sí solos, y que ahora, si se iniciasen de nuevo, me tendrían por el primer antagonista. Así pues, no hablemos más del asunto.
—Albert le dirá que es el consejo que yo le di —repuso el conde—. Mire —añadió—, además, me encuentran terminando la más execrable mañana que jamás haya pasado, creo.
—¿Qué hace? —dijo Albert—. ¿Pone en orden sus papeles, me parece?
—Mis papeles, ¡gracias a Dios, no! En mis papeles siempre hay un orden maravilloso, dado que no tengo papeles; estos son los del señor Cavalcanti.
—¿Del señor Cavalcanti? —preguntó Beauchamp.
—¡Eh! Sí, ¿no sabe usted que es un joven al que lanza el conde? —dijo Morcerf.
—No, no, entendámonos bien —respondió Montecristo—, yo no lanzo a nadie, y al señor Cavalcanti menos que a ningún otro.
—Y que va a casarse con la señorita Danglars en mi sitio y lugar; lo que —continuó Albert intentando una sonrisa—, como no puede usted dudar, mi querido Beauchamp, me afecta cruelmente.
—¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita Danglars? —preguntó Beauchamp.
—¡Ah, vaya! ¿Pero es que viene usted del fin del mundo? —dijo Montecristo—. Usted, un periodista, el marido de la diosa Fama[1]. ¡En todo París no habla de otra cosa!
—¿Y es usted, conde, el que ha urdido esa alianza? —preguntó Beauchamp.
—¿Yo? ¡Oh! Silencio, señor noticiero, ¡no vaya a ir diciendo por ahí semejantes cosas! ¡Yo, Dios mío! ¿Urdir una alianza? No, usted no me conoce; yo me he opuesto con todas mis fuerzas, me he negado a participar en la pedida de la novia.
—¡Ah! Entiendo —dijo Beauchamp—; ¿a causa de nuestro amigo Albert?
—¿Por mi causa? —dijo el joven—. ¡Oh! ¡No, por Dios! El conde me hará justicia atestiguando que yo siempre le pedí, por el contrario, que me ayudase a romper ese proyecto, que felizmente se ha roto. El conde pretende que no es a él a quien debo agradecérselo: de acuerdo, como los antiguos, levantaré un altar al Deo ignoto.
—Escuche —dijo Montecristo—, esto tiene tan poco que ver conmigo, que mis relaciones con el suegro y con el joven se han enfriado; la señorita Eugénie es la única, ya que me parece que no siente ninguna profunda vocación por el matrimonio, al ver hasta qué punto yo estaba poco dispuesto a hacerle renunciar a su querida libertad, es la única, digo, en conservar su afecto por mí.
—¿Y dice usted que ese matrimonio está a punto de llevarse a cabo?
—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de todo lo que yo he podido decir. Yo, yo no conozco a ese joven, se dice que es rico y de buena familia, pero para mí esas cosas son fáciles de decir. Yo le he repetido todo esto, hasta la saciedad, al señor Danglars; pero él está encaprichado con su luqués. He llegado incluso a comunicarle lo que para mí es más grave aún: que ese joven fue robado estando aún con la nodriza, robado por unos gitanos o perdido por su preceptor, no lo sé muy bien. Pero lo que sí sé es que su padre lo perdió de vista durante más de diez años; lo que hizo en esos diez años de vida errante, sólo Dios lo sabe. Y bien, nada de todo eso ha funcionado. Me han encargado que escriba al mayor, que le pida los papeles, y esos papeles están aquí; se los envío pero, como Pilatos, lavándome las manos.
—¿Y la señorita D’Armilly —preguntó Beauchamp—, qué cara le ha puesto a usted, que le quitaba a su alumna?
—¡Hombre! No lo sé muy bien; pero parece que sale para Italia. La señora Danglars me habló de ella y me pidió algunas cartas de recomendación para los impresarii; yo le di una nota para el director del teatro Valle, que me debe algunos favores. Pero, ¿qué le pasa, Albert? Parece algo triste; ¿es que al final, sin saberlo, va a estar usted enamorado de la señorita Danglars, por ejemplo?
—No, que yo sepa —dijo Albert sonriendo tristemente.
Beauchamp se puso a contemplar los cuadros.
—Pues, en fin —continuó Montecristo—, no está usted en su estado normal. Veamos, ¿qué le ocurre? Dígame.
—Tengo migraña —dijo Albert.
—Pues bien, mi querido vizconde —dijo Montecristo, en ese caso tengo un remedio infalible, y se lo propongo, remedio que me ha servido cada vez que he sufrido alguna contrariedad.
—¿Y cuál es ese remedio? —preguntó el joven.
—Viajar.
—¿De verdad? —dijo Albert.
—Sí, mire; como en este momento estoy excesivamente contrariado, me voy de viaje. ¿Quiere usted venir conmigo?
—¡Usted contrariado, conde! —dijo Beauchamp—. ¿Y por qué?
—¡Pardiez! Usted puede hablar tranquilamente; ¡ya me gustaría verle en una instrucción que tuviera lugar en su propia casa!
—¡Una instrucción! ¿Qué instrucción?
—¡Eh! Pues la que el señor de Villefort lleva a cabo contra mi amable asesino, una especie de bribón huido de presidio, por lo que parece.
—¡Ah! Es cierto —dijo Beauchamp—, ya leí el asunto en los periódicos. ¿Quién era ese Caderousse?
—Pues bien…, parece que era un provenzal. El señor de Villefort ya había oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars recuerda haberle visto. De ello resulta que el señor fiscal se toma la causa que instruye muy a pecho, y que por lo que parece ha interesado en el más alto grado al prefecto de policía, y gracias a ese interés, del que les estoy muy agradecido, me envían aquí desde hace quince días a todos los bandidos que uno puede agenciarse en París y alrededores, con el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse; de todo ello resulta que, en tres meses, si esto continúa, no habrá ni un solo ladrón, ni un solo asesino, en este hermoso reino de Francia que no se conozca, al dedillo, el plano de mi casa; así que tomo el partido de dejarles la casa por entero, y me voy tan lejos como pueda. Venga conmigo, vizconde, le llevo.
—Con mucho gusto.
—Entonces, ¿de acuerdo?
—Sí, pero, ¿adónde vamos?
—Ya se lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por muy orgulloso que uno sea, se siente humilde y pequeño. Me gusta esa sumisión, a mí, de quien se dice que soy el amo del universo, como Augusto.
—¿Pero, adónde va, al fin?
—Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino, lo ve; siendo muy niño me he visto acunado en los brazos del viejo océano y en el seno de la hermosa Anfitrite, he jugado con el manto verde de uno y el celeste vestido de la otra; amo el mar como se ama a una amante, y cuando hace mucho tiempo que no lo veo, lo echo de menos.
—¡Entonces, vayamos, conde, vayamos!
—¿Al mar?
—Sí.
—¿Acepta, entonces?
—Acepto.
—Y bien, vizconde, esta tarde en el patio habrá un briska de viaje, en la que uno puede tenderse como en una cama; el coche estará enganchado con cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, cabemos cuatro fácilmente, ¿quiere usted venir con nosotros? ¡Le llevo!
—Gracias, pero acabo de llegar del mar.
—¡Cómo! ¿Acaba de llegar del mar?
—Sí, poco más o menos. Acabo de hacer un viajecito por las islas Borroneas.
—¡Qué importa! Venga de todos modos —dijo Albert.
—No, querido Morcerf, debe comprender que si rechazo la oferta, es que me es totalmente imposible. Además, es importante —añadió bajando la voz— que me quede en París, aunque sólo sea para vigilar lo que se cuece en el periódico.
—¡Ah! Es un buen amigo, un excelente amigo —dijo Albert—; sí, tiene usted razón, vele, vigile, Beauchamp, y trate de descubrir al enemigo, al causante de que esa noticia viera la luz.
Albert y Beauchamp se separaron; su último apretón de manos encerraba todo el sentido que sus labios no podían expresar ante un extraño.
—¡Excelente muchacho, este Beauchamp! —dijo Montecristo cuando se marchó el periodista—. ¿No es así, Albert?
—Sí, sí, un gran corazón, se lo aseguro; le quiero con toda mi alma. Pero, ahora que estamos solos, aunque casi me da igual, ¿adónde vamos?
—A Normandía, si le parece bien.
—De maravilla. Estaremos totalmente en el campo, ¿no? ¿Nada de reuniones, nada de vecinos?
—Estaremos frente a frente con caballos para montar, perros para cazar y una barca para pescar, eso es todo.
—Es lo que necesito; voy a avisar a mi madre, y estaré a sus órdenes.
—Pero —dijo Montecristo—, ¿se lo permitirán?
—¿Qué?
—Ir a Normandía.
—¿A mí? ¿Es que no soy libre?
—De ir adonde quiera, solo, ya lo sé, puesto que le conocí en Italia.
—¿Y entonces?
—Pues ir con el hombre a quien llaman el conde de Montecristo.
—Tiene usted poca memoria, conde.
—¿Cómo es eso?
—¿No le he dicho toda la simpatía que mi madre siente por usted?
—A menudo la mujer cambia, dijo Francisco I; la mujer es una ola, dijo Shakespeare; uno, era un gran rey; el otro, un gran poeta, y cada uno de ellos debía conocer a la mujer.
—Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer; es una mujer.
—¿Permite usted a un pobre extranjero que no conozca todas las sutilezas de su lengua?
—Quiero decir que mi madre es avara con sus sentimientos, pero una vez que los ha otorgado, es para siempre.
—¡Ah, de verdad! —dijo suspirando Montecristo—. ¿Y usted cree que me ha hecho el honor de otorgarme un sentimiento distinto a la más perfecta indiferencia?
—¡Escuche! Ya se lo he dicho y se lo repito —repuso Morcerf—, tiene que ser usted realmente un hombre bien extraño, y extrañamente superior.
—¡Oh!
—Sí, pues mi madre se ha dejado llevar, no diré por la curiosidad, sino por el interés que usted inspira. Cuando estamos solos, no hablamos más que de usted.
—¿Y ella le ha dicho que desconfíe de este Manfredo?
—Al contrario, me dice: «Morcerf, creo que el conde es de natural noble; trata de que te aprecie».
Montecristo desvió la mirada y suspiró.
—¡Ah! ¿De verdad? —dijo.
—De manera que, ya ve, en lugar de oponerse a mi viaje —continuó Albert—, lo aprobará con todo su corazón, puesto que forma parte de las recomendaciones que me hace a diario.
—Vaya, entonces —dijo Montecristo—; hasta esta tarde. Venga aquí a las cinco; llegaremos allá sobre la medianoche o la una de la madrugada.
—¡Cómo! ¿A Tréport…?
—A Tréport o alrededores.
—¿Sólo ocho horas para hacer cuarenta leguas?
—Y aún es mucho —dijo Montecristo.
—Decididamente es usted el hombre de los prodigios, y llegará, no sólo a adelantar al ferrocarril, lo que no es muy difícil, en Francia sobre todo, sino a ir más deprisa que el telégrafo.
—Sí, pero mientras tanto, vizconde, como necesitaremos siete u ocho horas para llegar allá, sea puntual.
—Esté tranquilo, no tengo nada que hacer hasta las cinco, sino prepararme.
—¿Entonces, a las cinco?
—A las cinco.
Albert salió. Montecristo, tras un gesto de despedida sonriendo, se quedó un instante pensativo y como absorto en una profunda meditación.
Finalmente, pasándose la mano por la frente, como para apartar sus reflexiones, fue al timbre y llamó dos veces.
Al instante, Bertuccio entró.
—Maese Bertuccio —dijo—, no es mañana, no es pasado mañana, como pensé en un principio, será esta tarde cuando salga hacia Normandía; de aquí en cinco horas, es más del tiempo que necesita; hará que avisen a los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcerf me acompaña. ¡Vamos!
Bertuccio obedeció y un criado corrió a Pontoise para anunciar que la silla de posta pasaría a las seis en punto. El palafrenero de Pontoise envió al relevo siguiente un correo urgente, con la orden de que avisaran al siguiente; así, seis horas después, todos los relevos disponibles en la ruta estaban avisados.
Antes de marchar, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje, le dijo adónde iba y puso toda la servidumbre de la casa a sus órdenes.
Albert fue puntual. El viaje, sombrío al principio, se iluminó enseguida fruto del efecto físico de la velocidad. Morcerf, no tenía ni idea de una velocidad semejante.
—En efecto —dijo Montecristo—, con la posta de ustedes, que hace dos leguas a la hora, con esa ley estúpida que prohíbe a un viajero adelantar a otro sin pedirle permiso, y que hace que un viajero enfermo o taciturno tenga el derecho a encadenar tras él a viajeros alegres y sanos, no hay locomoción posible; yo, yo evito ese inconveniente viajando con mi propio postillón y con mis propios caballos, ¿no es así, Alí?
Y el conde, sacando la cabeza por la ventanilla, emitía pequeños gritos de excitación que daban alas a los caballos: ya no corrían, volaban. El coche circulaba como un trueno sobre ese camino real, y todo el mundo se paraba para ver pasar a ese meteoro ardiente. Alí, repitiendo el grito, sonreía, mostrando sus dientes blancos, aferrando con sus robustas manos las riendas llenas de espuma, aguijoneando a los caballos, cuyas hermosas crines se abrían al viento; Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su rostro negro, sus ojos ardientes, su albornoz de nieve, parecía, en medio del polvo que levantaba, el genio del siroco y el dios del huracán.
—He ahí —dijo Morcerf— una voluptuosidad que desconocía: la voluptuosidad de la velocidad.
Y los últimos nubarrones de su frente se disipaban, como si el aire que surcaba se los llevase consigo.
—¿Pero, en dónde demonios encuentra usted caballos así? —preguntó Albert—. ¿Es que se los crían expresamente para usted?
—Justamente —dijo el conde—. Hace seis años encontré en Hungría un reputado semental, famoso por su velocidad; lo compré no sé por cuánto: fue Bertuccio quien se encargó de pagar. En el mismo año tuvo treinta y dos hijos. Es toda esa progenitura del mismo padre a la que vamos a pasar revista, son todos iguales, negros, sin una sola mancha, excepto una estrella en la frente, pues a este privilegiado del acaballadero le hemos escogido sus yeguas, como los pachás escogen a sus favoritas.
—¡Es admirable…! Pero, dígame, conde, ¿qué hace usted con todos esos caballos?
—Ya lo ve; viajo con ellos.
—¿Pero, usted no estará viajando siempre?
—Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá, y pretende que sacará de ganancia por ellos treinta o cuarenta mil francos.
—¡Pero no habrá rey en Europa lo bastante rico como para comprarlos!
—Entonces los venderá a algún simple visir de Oriente, que vaciará su tesoro para pagarlos y que llenará de nuevo su tesoro administrando bastonazos en la planta de los pies de sus súbditos.
—Conde, ¿quiere que le diga una cosa que se me ha ocurrido?
—Dígala.
—Pues que, después de usted, el señor Bertuccio debe ser el hombre más rico de Europa.
—Pues bien, se equivoca usted, vizconde. Estoy seguro de que si vacía los bolsillos de Bertuccio, no encontraría usted más de cuatro perras.
—¿Y eso por qué? —preguntó el joven—. Pues es un fenómeno, ese Bertuccio. ¡Ah! Mi querido conde, no quiera llevarme tan lejos en la magia, o no volveré a creerle nada, se lo advierto.
—Nada de magia conmigo, Albert; cifras y razonamiento, eso es todo. Ahora bien, escuche este dilema: un intendente roba, ¿pero, por qué roba?
—¡Hombre! Porque está en su naturaleza, me parece —dijo Albert—; roba por robar.
—Pues bien, no, se equivoca: roba porque tiene mujer, hijos, deseos ambiciosos para él y para su familia; roba sobre todo porque no está seguro de cuándo tendrá que dejar a su amo, y antes quiere forjarse un porvenir. Pues bien, el señor Bertuccio está solo en el mundo; gasta de mi bolsa sin rendirme cuentas, y está seguro de que nunca me dejará.
—¿Y eso por qué?
—Porque no encontraré otro mejor que él.
—Usted cae en un círculo vicioso, el de las probabilidades.
—¡Oh! No, no; yo estoy en el círculo de las certezas. El buen sirviente, para mí, es aquel sobre el que tengo derecho de vida o de muerte.
—¿Y usted tiene derecho sobre la vida o la muerte de Bertuccio? —preguntó Albert.
—Sí —respondió fríamente el conde.
Hay palabras que cierran una conversación como lo haría una puerta de hierro. El sí del conde era una de ellas.
El resto del viaje transcurrió con la misma rapidez; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos, hicieron sus cuarenta y ocho leguas en ocho horas.
Llegaron en medio de la noche a la puerta de un hermoso jardín. El portero estaba en pie, y mantenía abierta la verja. El palafrenero del último relevo le había avisado.
Eran las dos y media de la madrugada. Llevaron a Morcerf a sus aposentos. Allí le esperaba un baño y una cena. El criado que había hecho el camino en el asiento trasero del coche estaba a sus órdenes; Baptistin, que iba en el asiento de delante, estaba a las órdenes del conde.
Albert tomó un baño, cenó y se acostó. Toda la noche se sintió acunado por el melancólico sonido de las olas. Al levantarse, se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una pequeña terraza, frente al mar, es decir, frente a la inmensidad, y por detrás, unos hermosos jardines que daban a un pequeño bosque.
En una cala de cierta extensión se balanceaba una pequeña corbeta de obra viva estrecha, de esbelta arboladura y en la verga cangrejo, el pabellón de armas de Montecristo, formado por una montaña de oro sobre un mar celeste, con cruz de gules en el tercio superior, lo que bien podía hacer alusión al nombre recordando el Calvario, cuyo monte la pasión de Nuestro Señor hizo más preciado que el oro, y cuya infamante cruz con su sangre divina hizo santa, más que a cualquier recuerdo personal de sufrimiento y de regeneración enterrado en la noche del pasado misterioso de este hombre. Alrededor de la goleta había varios quechemarines pertenecientes a pescadores de los pueblos vecinos y que parecían humildes súbditos esperando órdenes de su reina.
Allí, como en todos los lugares donde se alojaba Montecristo, aunque sólo fuera para pasar dos días, la vida estaba organizada con el más alto grado de confortabilidad; así pues, en el mismo instante, la vida resultaba fácil.
Albert halló en su antecámara dos fusiles y todos los utensilios necesarios para un cazador; una sala más alta, situada en la planta baja, estaba consagrada a todos los ingeniosos instrumentos que usan los ingleses, que son grandes pescadores, porque son pacientes y ociosos, instrumentos que, sin embargo, no han adoptado los rutinarios pescadores de Francia.
Toda la jornada transcurrió en esos ejercicios diversos, en los que, además, Montecristo sobresalía: cazaron una docena de faisanes en el bosque, pescaron otras tantas truchas en los riachuelos, cenaron en un quiosco que daba al mar, y les sirvieron el té en la biblioteca.
Hacia el atardecer del tercer día, Albert, roto de fatiga por esa vida que, sin embargo, parecía ser un juego para Montecristo, dormitaba junto a la ventana mientras que el conde, acompañado por su arquitecto, dibujaba el plano de un invernadero que quería montar en la finca, cuando el ruido de un caballo pisoteando las piedras del camino hizo levantar la cabeza del joven; miró por la ventana y, con una sorpresa de lo más desagradable, vio en el patio a su ayuda de cámara, que no le había acompañado en el viaje para molestar menos a Montecristo.
—¡Florentin aquí! —exclamó levantándose de un salto del sillón—. ¿Es que mi madre está enferma?
Y se precipitó hacia la puerta de la sala.
Montecristo le siguió con los ojos, y le vio abordar al criado que, aún sin aliento, sacó de su bolso un pequeño paquete lacrado. El paquete contenía un periódico y una carta.
—¿De quién es la carta? —preguntó rápidamente Albert.
—Del señor Beauchamp —respondió Florentin.
—¿Entonces es Beauchamp quien le envía?
—Sí, señor. Me mandó llamar a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, me dijo que cogiera un caballo de posta, y me hizo prometer que no me detuviera hasta encontrar al señor; he hecho el camino en quince horas.
Albert abrió la carta temblando; al leer las primeras líneas dio un grito y cogió el periódico con un visible temblor.
De repente, se le oscurecieron los ojos, las piernas se le doblaron y a punto de caer se apoyó en Florentin, que le dio el brazo para sostenerle.
—¡Pobre joven! —murmuró Montecristo, en voz tan baja que apenas si él mismo pudo oír las propias palabras de compasión que pronunciaba—. Por algo se dice que los pecados de los padres recaen en los hijos hasta la tercera o la cuarta generación.
Mientras tanto, Albert se había repuesto y, según iba leyendo, se sacudió el cabello que le caía sobre la frente empapada de sudor y, arrugando la carta y el periódico:
—Florentin —dijo—, ¿su caballo está en condiciones de retomar el camino a París?
—Es un mal caballejo de posta cojo.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaba la casa cuando usted la dejó?
—Bastante tranquila, pero al volver de casa del señor Beauchamp, encontré a la señora llorando; me llamó para saber cuándo regresaría usted. Entonces le dije que yo venía a buscarle de parte del señor Beauchamp. Su primer impulso fue extender el brazo como para detenerme, pero después de un instante de reflexión:
—Sí, vaya, Florentin, vaya a buscarle —dijo—, que vuelva.
—¡Sí, madre, sí —dijo Albert—, ya voy, estate tranquila, y maldición al infame…! Pero, antes que nada, tengo que marcharme.
Volvió a la estancia donde estaba Montecristo.
No era el mismo hombre; cinco minutos habían bastado para que se operase en Albert esa triste metamorfosis; había salido tal como era y volvía con la voz alterada, el rostro surcado de rubores febriles, los ojos echando chispas bajo unos párpados de venas azules, y el andar titubeante como si estuviera ebrio.
—Conde —dijo—, gracias por su estupenda hospitalidad, de la que hubiera querido disfrutar más tiempo, pero tengo que regresar a París.
—¿Pues, qué ha ocurrido?
—Una gran desgracia; pero permítame marchar, se trata de algo más valioso que mi vida. Nada de preguntas, conde, se lo suplico, ¡sólo necesito un caballo!
—Mis caballerizas están a su servicio, vizconde —dijo Montecristo—; pero se va a matar de cansancio a caballo; coja una calesa, un cupé, u otro coche.
—No, tardaría más, y además, necesito ese cansancio que usted teme que sufra; me hará bien.
Albert dio algunos pasos dando vueltas como si le hubiera alcanzado un disparo y fue a caer sobre una silla, cerca de la puerta.
Montecristo no vio esa segunda debilidad; había ido a la ventana y gritaba:
—Alí, un caballo para el señor de Morcerf, ¡que se den prisa! ¡Es urgente!
Esas palabras devolvieron la fuerza a Albert; salió disparado de la habitación, el conde le siguió.
—¡Gracias! —murmuró el joven montando a la carrera—. Usted vuelva tan pronto como pueda, Florentin. ¿Hay alguna contraseña para que me den el caballo en el relevo?
—Ninguna, salvo que entregue el que monta; al instante le ensillarán el otro.
Albert iba a salir, pero se detuvo.
—Mi marcha quizá le parezca extraña, insensata —dijo el joven—. Usted no comprende cómo unas líneas escritas en un periódico pueden llevar a un hombre a la desesperación; y bien —añadió, tirándole el periódico—; lea esto, pero no hasta que me haya ido; no quiero que vea mi sonrojo.
Y mientras que el conde recogía el periódico, clavó las espuelas que acababa de poner en las botas, en el vientre del caballo, que, asombrado de que hubiera un jinete que creyera necesario estimularle de esa manera, partió como una flecha.
El conde siguió con la mirada al joven, con un sentimiento de infinita compasión, y sólo cuando hubo desaparecido completamente de su vista, echó una mirada al periódico y leyó lo que sigue:
El oficial francés al servicio de Alí, pachá de Janina, del que hablaba hace tres semanas el periódico L’impartial, y que no solamente entregó los castillos de Janina, sino que además vendió a su benefactor a los turcos, se llamaba en efecto en aquella época Fernand, como escribía nuestro honorable colega; pero después, añadió a su nombre de pila un título de nobleza y un nombre de territorio.
Hoy se llama señor conde de Morcerf, y forma parte de la Cámara de los Pares.
Así pues, ese terrible secreto que Beauchamp había enterrado con tanta generosidad, reaparecía como un fantasma armado, y otro periódico, cruelmente informado, había publicado, a los dos días de la salida de Albert hacia Normandía, las pocas líneas que por poco vuelven loco al desgraciado joven.