Capítulo XLVII

El tiro de caballos tordos

El barón, seguido del conde, atravesó una larga fila de salas, notables por su cargada suntuosidad y su fastuoso mal gusto, y llegó hasta el gabinete privado de la señora Danglars, pequeña estancia octogonal con paredes de satén rosa recubierto de muselina de Indias; los sillones eran de vieja madera dorada y antiguas tapicerías; por encima de las puertas había escenas pastoriles del estilo de Boucher; finalmente, dos bonitos pasteles en medallón, en armonía con el resto del mobiliario, hacían de esta pequeña habitación la única del palacete que tuviera un cierto carácter; es cierto que había escapado del plan general determinado entre el señor Danglars y su arquitecto, una de las más altas y más eminentes celebridades de Europa, y que su decoración dependía exclusivamente de la baronesa y de Lucien Debray. Además, el señor Danglars, gran admirador de la Antigüedad, tal como la entendía el Directorio, despreciaba mucho ese pequeño reducto, en el que, por lo demás, apenas si era admitido, salvo a condición de que excusara su presencia trayendo a alguien; no era, pues, en realidad Danglars quien presentaba, sino que por el contrario era él el presentado, y era bien o mal recibido según que el rostro del visitante fuese agradable o desagradable a la baronesa.

La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y seis años, estaba al piano, pequeña obra maestra de marquetería, mientras que Lucien Debray, sentado a una mesa de costura, hojeaba un álbum.

Lucien había tenido tiempo de contar a la baronesa muchas cosas relativas al conde, antes de que este llegase. Sabemos qué impresión había causado Montecristo entre los comensales en el almuerzo en casa de Albert; esa impresión, por muy poco impresionable que fuera, no se había borrado aún en Debray, y los datos que había proporcionado a la baronesa sobre el conde la evidenciaban. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por antiguos detalles que le había aportado Morcerf, y los nuevos, aportados por Lucien, había llegado al colmo. Así, ese arreglo del piano y del álbum no era más que una de esas pequeñas estratagemas del gran mundo, con la ayuda de las cuales se ocultan las más fuertes precauciones. La baronesa recibió, en consecuencia, al señor Danglars con una sonrisa, lo que, por su parte, no era nada habitual. En cuanto al conde, recibió, a cambio de su saludo, una ceremoniosa pero al mismo tiempo gentil reverencia.

Lucien, por su parte, intercambió con el conde un saludo medio amistoso, y con Danglars un gesto de intimidad.

—Señora baronesa —dijo Danglars—, permítame que le presente al señor conde de Montecristo, enviado por mis corresponsales de Roma con las más apremiantes recomendaciones; no tengo más que una palabra que decir y es que va a ser en un instante el preferido de todas nuestras bellas damas: viene a París con la intención de quedarse un año y de gastarse seis millones durante ese año; eso promete una serie de bailes, de almuerzos, de cenas, en las que espero que el señor conde no nos olvidará más de lo que nosotros le olvidemos en nuestras pequeñas fiestas.

Aunque la presentación fuera bastante groseramente aduladora, es, en general, una cosa tan rara que un hombre venga a París para gastar en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars echó al conde una mirada que no estaba desprovista de cierto interés.

—¿Y ha venido usted, señor…? —preguntó la baronesa.

—Ayer por la mañana, señora.

—¿Y por lo que me han dicho, usted viene, según su costumbre, del otro extremo del mundo?

—De Cádiz, esta vez, señora, pura y simplemente.

—¡Oh! Llega usted en una época espantosa. París es detestable en verano; no hay ni bailes, ni reuniones, ni fiestas. La Ópera italiana está en Londres, la Ópera francesa, en cualquier parte, excepto en París; y en cuanto al Teatro Francés usted sabe que no está en ningún sitio. Así que, como toda distracción, no nos quedan sino algunas desgraciadas carreras en el Champ-de-Mars y en Satory. ¿Hará correr usted algunos caballos, señor conde?

—Yo, señora —dijo Montecristo—, haré todo lo que se hace en París, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me asesore convenientemente sobre las costumbres francesas.

—¿Le gustan a usted los caballos, señor conde?

—He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, ya sabe usted, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la belleza de las mujeres.

—¡Ah! Señor conde —dijo la baronesa—, debería usted haber tenido la galantería de poner a las mujeres en primer lugar.

—Ya ve, señora, que tenía yo razón cuando hace un momento deseaba un preceptor que pudiera guiarme en las costumbres francesas.

En ese momento la doncella favorita de la señora baronesa Danglars entró y, acercándose a su señora, le susurró algunas palabras al oído.

La señora Danglars palideció.

—¡Imposible! —dijo.

—Sin embargo, es la exacta realidad, señora —respondió la doncella.

La señora Danglars se volvió hacia su marido.

—¿Es cierto eso, señor?

—¿Qué, señora? —preguntó Danglars visiblemente agitado.

—Lo que me dice la doncella.

—¿Y qué le dice?

—Me dice que en el momento en el que mi cochero ha ido a enganchar mis caballos a mi coche, no estaban en las cuadras; ¿qué significa eso, le pregunto?

—Señora —dijo Danglars—, escúcheme.

—¡Oh! Le escucho, señor, pues tengo mucha curiosidad por saber lo que va usted a decirme; estos señores serán los jueces entre nosotros, y voy a comenzar por decirles lo que pasa. Señores —continuó la baronesa—, el señor barón Danglars tiene diez caballos en la cuadra; entre esos diez caballos, hay dos que son míos, dos caballos estupendos, los más hermosos caballos de París; usted los conoce, señor Debray, ¡mis dos caballos tordos! Pues bien, en el momento en el que la señora de Villefort me pide prestado el coche prometido para ir mañana al Bois, ¡he ahí que los dos caballos ya no están! El señor Danglars habrá encontrado el modo de ganar con ellos algunos miles de francos, y los habrá vendido. ¡Oh! ¡Esa raza maldita, Dios mío! ¡Esa raza de especuladores!

—Señora —respondió Danglars—, los caballos eran demasiado briosos, apenas tenían cuatro años, temía por usted terriblemente.

—¡Eh! Señor —dijo la baronesa—, usted sabe mejor que nadie que desde hace un mes tengo a mi servicio al mejor cochero de París, a no ser que lo haya usted vendido también con los caballos.

—Querida amiga, le encontraré otros iguales, más hermosos incluso, si los hay; pero caballos más mansos, más tranquilos, y que no me hagan temer tanto por usted.

La baronesa se encogió de hombros con un gesto del más profundo desprecio.

Danglars pareció no darse cuenta de ese gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo:

—De verdad que lamento no haberle conocido antes, señor conde —dijo—; ¿está usted poniendo su casa?

—Pues sí —dijo el conde.

—Yo se los habría propuesto. Imagine que los he dado por nada; pero como le he dicho quería deshacerme de ellos: son caballos para un joven.

—Señor —dijo el conde—, se lo agradezco; esta misma mañana he comprado unos bastante buenos, y no caros. Mire, mire, señor Debray, usted entiende de caballos, creo.

Mientras que Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.

—Imagine, señora —le dijo en voz baja—, que vinieron a ofrecerme un precio exorbitante por esos caballos. No sé quién es el loco que quiere arruinarse que me ha enviado a su intendente, pero el hecho es que he ganado con ellos dieciséis mil francos; no se enfade, señora, le daré cuatro mil y dos mil a Eugénie.

La señora Danglars dejó caer sobre su marido una mirada aplastante.

—¡Oh! ¡Dios Santo! —exclamó Debray.

—¿Qué ocurre? —preguntó la baronesa.

—Pues no me equivoco, son sus caballos, baronesa, sus propios caballos enganchados al coche del conde.

—¡Mis caballos tordos! —exclamó la señora Danglars.

Y fue corriendo a la ventana.

—En efecto, son los míos —dijo.

Danglars estaba estupefacto.

—¿Es posible? —dijo Montecristo simulando asombro.

—¡Es increíble! —murmuró el banquero.

La baronesa dijo dos palabras al oído de Debray, que a su vez se acercó a Montecristo.

—La baronesa me pregunta por cuánto le ha vendido su marido el tiro de caballos.

—Pues no lo sé muy bien —dijo el conde—, es una sorpresa que me tenía guardada mi intendente, y… creo que han costado… unos treinta mil francos.

Debray fue a llevar la respuesta a la baronesa.

Danglars estaba tan pálido y tan desconcertado que el conde pareció sentir piedad por él.

—Vea —le dijo— lo ingratas que son las mujeres: esa prevención por parte de usted no ha impresionado ni un instante a la baronesa; ingrata no es la palabra, es alocada lo que debería decir. Pero, qué quiere usted, uno siempre ama lo que nos daña, además, lo mejor, señor barón, es dejar que hagan lo que se les pase por la cabeza; así, si se la rompen, ¡palabra de honor!, sólo podrán echarse la culpa a sí mismas.

Danglars no dijo nada, preveía en un futuro próximo una escena desastrosa; ya el ceño de la señora baronesa se fruncía, y como el de Júpiter Olímpico presagiaba tormenta; Debray, que la veía crecer, pretextó un asunto y marchó. Montecristo, que no quería estropear la posición conquistada quedándose más tiempo, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su esposa.

«¡Bueno!», pensó Montecristo al retirarse; «ya he llegado a donde quería ir; ahora tengo en mis manos la paz de un hogar, y quiero ganarme con el mismo golpe el corazón del señor y el de la señora; ¡qué dicha! Pero», añadió, «en todo esto, no he sido presentado a la señorita Eugénie Danglars, a quien me hubiera gustado mucho conocer. En fin», repuso con esa sonrisa que le era tan particular, «henos aquí, en París, y tenemos todo el tiempo ante nosotros… ¡será para más tarde!…».

Y con esa reflexión, el señor conde subió al coche y regresó a su casa.

Dos horas después, la señora Danglars recibió una carta encantadora del conde de Montecristo, en la que le declaraba que, no queriendo iniciar su debut en el mundo parisino desesperando a una hermosa dama, le suplicaba que aceptase sus caballos.

Tenían los mismos arneses que llevaban por la mañana, pero en el centro de cada roseta que llevaban en las orejeras, el conde había hecho coser un diamante.

Danglars también tuvo su carta.

El conde le pedía permiso para regalar a la baronesa su capricho de millonario, rogándole le excusara por sus modales orientales con los que había acompañado la devolución de los caballos.

A lo largo de la velada, Montecristo salió para Auteuil, acompañado de Alí.

Al día siguiente, en la casa de Auteuil, hacia las tres, Alí, llamado con un solo timbrazo, entró en el gabinete del conde.

—Alí —le dijo—, ¿me has hablado a menudo de tu destreza en echar el lazo?

Alí afirmó con un gesto y se incorporó con orgullo.

—¡Bien!… De modo que, con el lazo, ¿pararías a un buey?

Alí afirmó con la cabeza.

—¿A un tigre?

Alí hizo el mismo gesto.

—¿A un león?

Alí hizo el gesto de echar el lazo, e imitó un rugido ahogado.

—Bien, comprendo —dijo Montecristo—; ¿cazaste al león?

Orgullosamente Alí afirmó con la cabeza.

—¿Pero detendrías en su carrera a dos caballos?

Alí sonrió.

—Pues bien, escucha —dijo Montecristo—. Enseguida pasará un coche tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Aunque tengas que tirarte debajo, tienes que detener ese coche delante de mi puerta.

Alí bajó a la calle y trazó una línea en el suelo delante de la casa; después, subió y mostró la línea al conde, que le había seguido con la mirada.

El conde le dio unos toquecitos en el hombro: era su manera de dar las gracias a Alí. Después, el nubio se fue a fumar su chibuquí sentado sobre un mojón que formaba la esquina de la casa con la calle, mientras que Montecristo entraba en su casa sin preocuparse de nada.

Sin embargo, sobre las cinco, es decir, la hora en la que el conde esperaba el coche, se le vio con algunos imperceptibles signos de una ligera impaciencia: se paseaba arriba y abajo en una sala que daba a la calle, escuchando a intervalos, y de vez en cuando acercándose a la ventana, por la que se veía a Alí echando bocanadas de humo con una regularidad que indicaba que el nubio estaba concentrado en esa importante ocupación.

De repente se oyó el ruido de un carruaje lejano, pero que se iba acercando con la velocidad del rayo; después, apareció una calesa, cuyo cochero intentaba inútilmente retener a los caballos que avanzaban furiosos, erguidos, saltando con un ímpetu desbocado.

En la calesa, una joven señora y un niño de siete a ocho años que, abrazados, por el excesivo terror que les atenazaba, habían perdido la fuerza de gritar; hubiera bastado una piedra bajo la rueda, o un árbol que se enganchara, para romper por completo el coche, que crujía. El coche iba por el centro de la calzada, y en la calle se oían gritos de terror de los transeúntes que le veían acercarse.

De repente, Alí deja su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve con triple vuelta las patas delanteras del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia de la impulsión; pero, al cabo de esos tres o cuatro pasos, el caballo encadenado se abate, cae sobre la vara rompiéndola y paraliza los esfuerzos del caballo que queda en pie para continuar la carrera. El cochero aprovecha ese instante de respiro para apearse de un salto; pero ya Alí había agarrado los ollares del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente al lado de su compañero.

Todo eso ocurrió en el tiempo que necesita una bala para llegar a su objetivo.

Sin embargo, fue suficiente para que, de la casa de enfrente del lugar donde había ocurrido el accidente, un hombre saliera corriendo seguido de algunos de sus sirvientes. En ese momento el cochero abre la portezuela, saca de la calesa a la dama, que con una mano se agarra al asiento mientras que con la otra aprieta contra su pecho a su hijo desvanecido. Montecristo lleva a los dos al salón y los deja sobre un canapé:

—No tema nada, señora —dijo—; está a salvo.

La mujer volvió en sí, y como respuesta le mostró a su hijo, con una mirada más elocuente que cualquier plegaria.

En efecto, el niño seguía desvanecido.

—Sí, señora, lo comprendo —dijo el conde examinando al niño—; pero, esté tranquila, no le sucede nada malo, es el miedo el que lo ha dejado en ese estado.

—¡Oh! Señor —exclamó la madre—, ¿no me dirá usted eso para tranquilizarme? ¡Mire qué pálido está! ¡Mi niño, mi pobre niño! ¡Mi Édouard! ¡Contesta a tu madre! ¡Ay! ¡Señor! Llame a un médico. ¡Mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!

Montecristo hizo un gesto con la mano para calmar a la madre en llanto y, abriendo un cofre, sacó de él un frasco de cristal de Bohemia, incrustado en oro, que contenía un licor rojo como la sangre y del que dejó caer una sola gota entre los labios del niño.

El niño, aunque seguía pálido, abrió enseguida los ojos.

Al verle, la alegría de la madre llegaba casi al delirio.

—¿Dónde estoy? —dijo la señora—. ¿A quién debo tanta dicha después de esta prueba tan cruel?

—Está usted, señora —respondió Montecristo—, en casa del hombre más feliz del mundo por haberle ahorrado a usted un disgusto así.

—¡Oh! ¡Maldita curiosidad! —dijo la dama—. Todo París hablaba de los magníficos caballos de la señora Danglars, y tuve la loca idea de probarlos.

—¡Cómo! —exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida—. ¿Esos caballos son los de la baronesa?

—Sí, señor, ¿la conoce?

—¿La señora Danglars?… Tengo ese honor, y mi alegría es doble al verla a usted a salvo del peligro que le han hecho correr esos caballos; pues ese peligro debía habérmelo atribuido a mí: yo había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció lamentarlo tanto que se los envié ayer rogándole que los aceptara.

—¿Entonces es usted el conde de Montecristo, del que Herminie me habló tanto ayer?

—Sí, señora —dijo el conde.

—Yo, señor, yo soy la señora Héloïse de Villefort.

El conde saludó como quien oye un nombre totalmente desconocido.

—¡Oh! ¡Cuán agradecido se mostrará el señor de Villefort! —repuso Héloïse—, pues, en fin, le deberá la vida de nosotros dos; usted le ha devuelto a su mujer y a su hijo. Seguramente, sin su generoso sirviente, este querido hijo y yo misma estaríamos muertos.

—¡Ay! ¡Señora! Tiemblo aún del peligro que han corrido ustedes dos.

—¡Oh! Espero que me permita recompensar dignamente el sacrificio de este hombre.

—Señora —respondió Montecristo—, no me adule a Alí, se lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas; son costumbres que no quiero que adquiera. Alí es mi esclavo; al salvarles la vida me sirve a mí, y es su deber servirme.

—Pero ha arriesgado su vida —dijo la señora de Villefort, a quien ese tono del amo le imponía de una manera singular.

—Pero soy yo quien le salvó a él la vida, señora —respondió Montecristo—; en consecuencia, su vida me pertenece.

La señora de Villefort se calló; quizá reflexionaba sobre ese hombre que, desde el principio, causaba una impresión tan profunda en las almas.

Durante ese instante de silencio, el conde pudo considerar a su gusto a ese niño que su madre cubría de besos. Era pequeño, frágil, blanco de piel como los niños pelirrojos y, sin embargo, un bosque de cabellos negros, rebeldes a cualquier rizo, le cubría la frente abombada, y cayéndole sobre los hombros y encuadrándole el rostro, redoblaban la viveza de sus ojos llenos de solapada malicia y juvenil maldad; su boca, a la que apenas le había vuelto el color, era de finos labios pero de ancha abertura; los rasgos de ese niño de ocho años le hacían aparentar al menos doce. Su primer movimiento fue para apartarse bruscamente de los brazos de su madre e ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco del elixir; después, enseguida, sin pedir permiso a nadie y como niño acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos, se puso a abrir los frasquitos.

—No toque eso, amigo —se apresuró a decir el conde—, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos sino también al respirarlos.

La señora de Villefort palideció y detuvo con el brazo a su hijo que atrajo hacia ella; pero, calmado su temor, la madre echó una rápida pero expresiva mirada al cofre que el conde captó al vuelo.

En ese momento Alí entró.

La señora de Villefort tuvo un gesto de alegría, y atrajo al niño más cerca de ella aún:

—Édouard —dijo—, ves a este buen sirviente; ha sido muy valiente, pues expuso su vida para detener a los caballos que nos arrastraban a nosotros y al coche que iba a romperse. Dale las gracias, pues probablemente sin él, a esta hora, estaríamos muertos los dos.

El niño hizo una mueca y volvió la cabeza desdeñosamente.

—Es demasiado feo —dijo.

El conde sonrió como si el niño acabara de satisfacer una de sus esperanzas; en cuanto a la señora de Villefort, reprendió a su hijo con una moderación que, ciertamente, no hubiera sido del gusto de Jean-Jacques Rousseau, si el pequeño Édouard se hubiese llamado Émile[1].

—Ves —dijo en árabe el conde a Alí—, esta dama ruega a su hijo que te dé las gracias por haberles salvado la vida, y el niño responde que eres demasiado feo.

Alí volvió un instante su inteligente cabeza y miró al niño sin ninguna expresión aparente, pero un simple temblor de las ventanas de su nariz indicó a Montecristo que el árabe acababa de sentirse herido en su corazón.

—Señor —preguntó la señora Villefort poniéndose en pie para retirarse—, ¿es esta su residencia habitual?

—No, señora —respondió el conde—, es una especie de residencia de paso que he comprado. Vivo en la avenida de los Champs-Elysées, n.º 30. Pero ya veo que se ha repuesto usted totalmente y que desea retirarse. Acabo de ordenar que enganchen de nuevo esos caballos a mi coche, y Alí, este muchacho tan feo —dijo sonriendo al niño—, tendrá el honor de conducirles a su casa de usted, mientras que su cochero se queda aquí para arreglar la calesa. En cuanto termine esa tarea, le engancharemos mis propios caballos para llevarla directamente a casa de la señora Danglars.

—Pero —dijo la señora de Villefort—, con los mismos caballos no me atrevería a viajar de nuevo.

—¡Oh! Va usted a ver, señora —dijo Montecristo—, que bajo la mano de Alí los caballos son mansos como corderos.

En efecto, Alí se había acercado a los caballos, que se habían puesto en pie con mucho esfuerzo. El nubio llevaba en la mano una pequeña esponja empapada en vinagre aromático; frotó con ella los ollares y las sienes de los caballos cubiertos de sudor y de espuma, y casi enseguida se pusieron a resoplar ruidosamente y a temblar por todo su cuerpo durante algunos segundos.

Después, en medio de un gran gentío que se había formado delante de la casa, atraído por los destrozos de la calesa y el ruido del suceso, Alí ordenó enganchar los caballos al cupé del conde, recogió las riendas, subió al pescante y, con gran asombro de los asistentes que habían visto esos caballos desbocados como un huracán, tuvo que utilizar vigorosamente el látigo para hacerles partir, y ni siquiera pudo conseguir de los famosos caballos tordos, ahora alelados, petrificados, muertos, más que un trote tan poco seguro y lánguido que la señora de Villefort necesitó casi dos horas para llegar al Faubourg Saint-Honoré, donde vivía.

Una vez en casa, y apaciguadas las primeras emociones familiares, escribió la nota siguiente a la señora de Danglars:

Querida Herminie:

Acabo de ser salvada, junto con mi hijo, por ese mismo conde de Montecristo del que tanto hablamos ayer tarde, y a quien no sospechaba en absoluto que pudiese ver hoy. Ayer me habló usted de él con tal entusiasmo que no pude evitar burlarme un poco con toda la fuerza de mi pequeño ingenio, pero, hoy, encuentro ese entusiasmo muy por debajo del hombre que lo inspiraba. Sus caballos de usted se desbocaron en el Ranelagh como si se hubieran vuelto locos, y probablemente mi pobre Édouard y yo fuéramos a ser aplastados contra el primer árbol del camino o el primer mojón del pueblo, cuando un árabe, un negro, un nubio, un hombre de color, en fin, al servicio del conde, detuvo, tras una señal del conde, creo, el ímpetu de los caballos, corriendo el riesgo de ser atropellado él mismo, y fue un milagro que realmente no lo fuera. Entonces el conde acudió corriendo en nuestra ayuda, nos llevó a su casa, a Édouard y a mí, y allí finalmente volvió en sí a mi hijo. En su propio coche nos trajeron a casa; la calesa se la devolverán a usted mañana. Encontrará usted sus caballos debilitados por el accidente; están como anonadados, se diría que no pueden perdonarse a sí mismos el haberse dejado domar por un hombre. El conde me encargó que le dijera a usted que dos días de descanso en una buena cama de paja, y cebada por todo alimento, les pondrán de nuevo en un estado tan floreciente, lo que quiere decir, tan terrorífico, como ayer.

¡Adiós! No le doy las gracias por el paseo, y cuando pienso en ello, es, sin embargo, ingratitud guardarle rencor por los caprichos de sus caballos tordos, pues es gracias a uno de esos caprichos a los que debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece, aparte de los millones de los que disponga, un problema tan curioso y tan interesante que cuento con estudiarlo cueste lo que cueste, aunque tuviese que recomenzar un paseo por el Bois con sus mismos caballos tordos.

Édouard aguantó el accidente con un milagroso valor. Se desmayó, pero no dio ni un solo grito antes, ni echó una lágrima después. Dirá usted que como siempre me ciega mi amor de madre, pero este pobre cuerpecito, tan frágil y tan delicado, encierra un alma de hierro.

Nuestra querida Valentine habla maravillas de su querida Eugénie; yo, le abrazo con todo mi corazón.

HÉLOÏSE DE VILLEFORT.

P.D.: Haga que nos encontremos en casa de usted, de la manera que sea, con ese conde de Montecristo; quiero verle a toda costa. Por lo demás, acabo de conseguir del señor de Villefort que vaya a hacerle una visita; espero que él se la devuelva.

Durante la velada, el accidente de Auteuil fue el tema de todas las conversaciones: Albert lo contaba a su madre, Château-Renaud en el Jockey-Club, Debray en el salón del ministro; incluso el mismo Beauchamp tuvo con el conde la galantería de incluir en su periódico un suceso de veinte líneas que colocó al noble extranjero como héroe ante todas las damas de la aristocracia.

Mucha gente fue a inscribirse en casa de la señora de Villefort a fin de obtener el derecho a hacerle una visita de vez en cuando y oír de su propia boca todos los detalles de su pintoresca aventura.

En cuanto al señor de Villefort, como había dicho Héloïse, escogió un traje negro, guantes blancos y a su mejor lacayo y subió a su carroza que vino, aquella misma tarde, a detenerse a la puerta del número 30 de la casa de los Champs-Elysées.