Capítulo LXXIII

La promesa

Era, en efecto, Morrel, quien desde la víspera ya no vivía. Con ese instinto particular de los enamorados y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de esa llegada de la señora de Saint-Méran y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría mucho a su amor por Valentine.

Como vamos a ver, sus presentimientos se habían realizado, y no era una simple inquietud lo que le llevaba tan asustado y tembloroso a la verja de los castaños.

Pero Valentine no había sido advertida de la espera de Morrel, no era la hora en la que solía venir de ordinario, y fue el puro azar o, si lo preferimos, una hermosa sintonía lo que la condujo al jardín. Cuando apareció, Morrel la llamó; ella corrió a la verja.

—¡Usted, a esta hora! —dijo.

—Sí, mi pobre amiga —respondió Morrel—, vengo a buscar noticias, pero también a traer malas noticias.

—Esta es la casa de las desgracias —dijo Valentine—, hable, Maximilien. Pero de verdad que la suma de desgracias es ya suficiente.

—Querida Valentine —dijo Morrel, intentando reponerse de su propia emoción para hablar adecuadamente—, escúcheme bien, se lo ruego, pues todo lo que voy a decirle es muy importante. ¿Cuándo cuenta usted casarse?

—Escuche —dijo a su vez Valentine—, yo no quiero ocultarle nada, Maximilien. Esta mañana han hablado de mi matrimonio, y mi abuela, con la que yo contaba como un apoyo seguro que no me faltaría, no solamente se ha declarado a favor de ese matrimonio, sino que lo desea hasta el punto de que sólo lo retrasa la llegada del señor d’Épinay, y que al día siguiente de su llegada se firmará el contrato.

Un penoso suspiro abrió el pecho del joven, y miró triste y ampliamente a la joven.

—¡Ay! —repuso en voz baja—. Es espantoso oír a la mujer que uno ama: «El momento de su suplicio está fijado: tendrá lugar dentro de algunas horas; pero poco importa, tiene que ser así, y por mi parte, no manifestaré ninguna oposición». Pues bien, puesto que usted dice que sólo se espera la llegada del señor d’Épinay para firmar el contrato, puesto que usted será suya al día siguiente de su llegada, será mañana cuando usted se comprometa al señor d’Épinay, pues ha llegado a París esta misma mañana.

Valentine dio un grito.

—Yo estaba en casa del conde de Montecristo hace una hora —dijo Morrel—; estábamos charlando, él del dolor de la casa de usted, y yo, de su dolor, Valentine, cuando de repente llegó un coche al patio. Escuche, hasta ahora yo no creía en los presentimientos, Valentine, pero ahora no tengo más remedio que creer en ellos. Al oír ese coche, me estremecí, enseguida oí pasos en la escalera. Los sonoros pasos del Comendador no espantaron más a don Juan que lo que me espantaron esos pasos a mí mismo. Finalmente se abrió la puerta, Albert de Morcerf entró el primero, y yo iba a dudar de mí mismo, iba a creer que me habían engañado mis propios presentimientos, cuando detrás de él veo a otro joven, y que el conde exclama: «¡Ah! ¡El señor barón Franz d’Épinay!». Me fue necesario el acopio de todas mis fuerzas y de todo el valor de mi corazón para contenerme. Quizá palidecí, quizá temblé, pero lo que es seguro es que permanecí con la sonrisa en los labios. Pero cinco minutos después, salí sin haber oído ni una sola palabra de lo que se dijo en esos cinco minutos; estaba anonadado.

—¡Pobre Maximilien! —murmuró Valentine.

—Aquí estoy, Valentine. Veamos, ahora, respóndame como a un hombre a quien la respuesta de usted va a darle la muerte o la vida. ¿Qué cuenta hacer usted?

Valentine bajó la cabeza; estaba hundida.

—Escuche —prosiguió Morrel—, no es la primera vez que piensa en que esta situación iba a producirse: es grave, es importante, es suprema. No creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril: eso es bueno para los que quieren sufrir a gusto y beber sus lágrimas a placer. Hay gente así, y sin duda Dios se lo tendrá en cuenta en el cielo por su resignación en la tierra, pero quien tiene la voluntad de luchar no pierde un tiempo precioso y entrega inmediatamente a la suerte el golpe recibido. ¿Tiene la voluntad de luchar contra la mala suerte, Valentine? Dígamelo, pues eso es lo que le vengo a preguntar.

Valentine temblaba y miraba a Morrel con ojos asustados. Esa idea de oponer resistencia a su padre, a su abuela, a toda su familia, en fin, ni siquiera se le había ocurrido.

—¿Qué me dice, Maximilien? —preguntó Valentine—. ¿A qué llama lucha? ¡Oh! Diga más bien sacrilegio. ¡Cómo! Yo lucharía contra la orden de mi padre, contra el deseo de mi abuela moribunda, ¡es imposible!

Morrel hizo un movimiento.

—Usted tiene un corazón demasiado noble como para no comprenderme, y me comprende usted tan bien, querido Maximilien, que le he reducido al silencio. ¡Luchar, yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo todas mis fuerzas para luchar contra mí misma y para beber mis lágrimas, como usted dice. En cuanto a afligir a mi padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi abuela, ¡nunca!

—Tiene razón —dijo flemáticamente Morrel.

—¡De qué manera me dice eso, Dios mío! —exclamó Valentine herida.

—Le digo eso como hombre que la admira, señorita —repuso Maximilien.

—¡Señorita! —exclamó Valentine—, ¡señorita! ¡Oh! ¡El egoísta! Me ve desesperada y finge no comprender.

—Se equivoca, la comprendo perfectamente, al contrario. Usted no quiere contrariar al señor de Villefort, usted no quiere desobedecer a la marquesa, y mañana firmará el contrato que la unirá a su marido.

—Pero, ¡Dios mío! ¿Es que puedo hacer otra cosa?

—No tiene que preguntarme a mí, señorita, pues soy un mal juez en esta causa, y mi egoísmo me cegará —respondió Morrel, cuya voz sorda y los puños apretados anunciaban una creciente exasperación.

—¿Qué me hubiera propuesto, Morrel, si yo estuviera dispuesta a aceptar su proposición? Veamos, respóndame. No se trata de decir que hago mal, tiene que darme un consejo.

—¿Me está diciendo eso seriamente, Valentine? ¿Tengo que dárselo yo, ese consejo? Dígamelo.

—Claro que sí, querido Maximilien, pues si es bueno, ese consejo, lo seguiré; usted bien sabe que me entrego a sus deseos.

—Valentine —dijo Morrel acabando de apartar una madera de la empalizada, ya algo separada—, deme su mano como prueba de que me perdona mi ira; es que estoy trastornado, mire, y desde hace una hora se me vienen a la cabeza las ideas más insensatas. ¡Oh! ¡Si rechaza usted mi consejo…!

—Sí, ¿qué consejo?

—Mire, Valentine.

La joven elevó los ojos al cielo suspirando.

—Soy libre —prosiguió Maximilien—, soy lo bastante rico para los dos; le juro que será mi esposa antes de que mis labios se posen en su frente.

—Me hace temblar —dijo la joven.

—Sígame —continuó Morrel—; la llevaré a casa de mi hermana, que es digna de ser también su hermana; nos embarcaremos hacia Argel, a Inglaterra o a América, si es que no prefiere retirarnos juntos en provincias, donde esperaríamos a volver a París, cuando nuestros amigos hubieran vencido la resistencia de su familia de usted.

Valentina meneó la cabeza.

—Me lo esperaba, Maximilien —dijo—, es el consejo de un loco, y yo sería más loca que usted si no le detuviera al instante con una sola palabra: imposible, Morrel, imposible.

—¿Entonces se echará en manos de la suerte, venga como venga, sin ni siquiera intentar combatirla? —dijo Morrel entristecido.

—¡Oh! ¡Aunque tuviese que morir!

—Y bien, Valentine —repuso Maximilien—, le repetiré que tiene usted razón. En efecto, soy yo el loco, y eso me demuestra que la pasión ciega los espíritus más justos. Gracias, entonces, a usted, que razona sin pasión. De acuerdo, ya lo entiendo; mañana usted estará irrevocablemente prometida al señor Franz d’Épinay, no por esa formalidad de teatro inventada para el desenlace de las obras de comedia, y que se llama la firma del contrato, sino por su propia voluntad.

—¡Otra vez me desespera, Maximilien! —dijo Valentine—. ¡Otra vez vuelve a retorcer el puñal en la llaga! ¿Qué haría usted, diga, si su hermana escuchara un consejo como el que acaba de darme?

—Señorita —repuso Morrel con una amarga sonrisa—, yo soy un egoísta, usted lo dijo, y en mi calidad de egoísta no pienso lo que harían los demás en mi posición, sino en lo que cuento hacer yo mismo. Pienso que la conozco desde hace un año, que, desde que la conozco, puse todas mis posibilidades de ser feliz en su amor; que llegó un día en el que usted me dijo que también me amaba; que desde ese día toda mi suerte de futuro estaba en poseerla: era mi vida. Ahora ya no pienso en nada más; solamente me digo que la suerte me ha dado la espalda, que creí haber ganado el cielo y que lo he perdido. Eso sucede todos los días, que un jugador pierde no solamente lo que tiene, sino también lo que no tiene.

Morrel pronunció estas palabras en perfecta calma; Valentine le miró un instante con sus grandes ojos escrutadores, intentando que no penetraran los de Morrel hasta la turbación que daba vueltas ya en el fondo de su corazón.

—Pero, bueno, ¿qué va usted a hacer? —preguntó Valentine.

—Voy a tener el honor de decirle adiós, señorita, poniendo por testigo a Dios, que oye mis palabras y que lee en el fondo de mi corazón, de que le deseo una vida lo suficientemente tranquila y dichosa, y lo suficientemente llena como para que no le quede sitio para mi recuerdo.

—¡Oh! —murmuró Valentine.

—¡Adiós, Valentine, adiós! —dijo Morrel con una inclinación.

—¿Adónde va? —gritó la joven alargando la mano a través de la verja y agarrando a Maximilien por la chaqueta, comprendiendo por su agitación interior que la calma de su amado no podía ser real—; ¿adónde va?

—Voy a ocuparme de no causar un nuevo problema a su familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados y entregados que se encuentren en mi situación.

—Antes de dejarme, ¡dígame lo que va a hacer, Maximilien!

El joven sonrió con tristeza.

—¡Oh! ¡Hable, hable! —dijo Valentine—. ¡Se lo ruego!

—¿Es que ha cambiado su resolución, Valentine?

—No puede cambiar, ¡desgraciado! ¡Usted bien lo sabe! —exclamó la joven.

—¡Entonces, adiós, Valentine!

Valentine se puso a mover la verja con una fuerza de la que nadie la hubiera creído capaz; y como Morrel se alejaba, Valentine pasó las dos manos a través de la reja, juntándolas y retorciendo los brazos:

—¿Qué va usted a hacer? ¡Quiero saberlo! —exclamó—. ¿Adónde va?

—¡Oh! Tranquila —dijo Maximilien deteniéndose a tres pasos de la puerta—; mi intención no es hacer a ningún otro hombre responsable de los rigores que la suerte me guarda. Cualquier otro la amenazaría con ir a buscar al señor Franz, provocarle, batirse en duelo con él; todo eso sería insensato. ¿Qué tiene que ver Franz en todo esto? Me vio esta mañana por primera vez, ya habrá olvidado que me vio; ni siquiera sabía que yo existía cuando por los acuerdos hechos entre las dos familias decidieron que serían ustedes el uno del otro. Así que yo no tengo nada que ver con el señor Franz, y le juro a usted que no la emprenderé con él.

—¿Con quién la emprenderá, entonces? ¿Conmigo?

—¿Con usted, Valentine? ¡Oh! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada; la mujer a la que se ama, es santa.

—¿Contra usted mismo, entonces, desgraciado?

—Soy yo el culpable, ¿no es cierto? —dijo Morrel.

—Maximilien —dijo Valentine—, Maximilien, venga aquí, ¡quiero que venga aquí!

Maximilien se acercó con su dulce sonrisa y, si no fuera por su palidez, se hubiera dicho que se encontraba en su estado normal.

—Escúcheme, querida mía, mi adorada Valentine —dijo con su voz melodiosa y grave—, las personas como nosotros, que nunca han formulado un pensamiento que les hiciera sonrojarse delante del mundo, delante de sus padres o delante de Dios, las personas como nosotros pueden leer en el corazón del uno en el otro como en un libro abierto. Yo nunca he hecho comedias, no soy ningún héroe melancólico, yo no me hago ni el Manfredo ni el Antony[1], pero sin palabras, sin protestas, sin juramentos, puse mi vida en usted; usted me falta, y tiene usted razón para obrar así, se lo digo y se lo repito, pero, en fin, usted me falta y mi vida está perdida. En cuanto usted se aleje de mí, Valentine, me quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz junto a su marido; su marido sólo es mi cuñado, es decir, un hombre unido a mí por las convenciones sociales; nadie me necesita, pues, sobre la tierra, mi existencia se ha hecho inútil. Esto es lo que haré: esperaré hasta el último segundo a que usted se case, pues no quiero perder ni la sombra de una de esas oportunidades inesperadas que nos reserva a veces el azar, puesto que, finalmente, hasta el señor Franz d’Épinay puede morir, o un rayo puede caer sobre el altar en el momento de la ceremonia, cualquier cosa parece creíble a un condenado a muerte, y para él los milagros entran en la categoría de lo posible, cuando se trata de la salvación de su vida. Esperaré, pues —digo—, hasta el último momento, y en cuanto mi desgracia sea cierta, sin remedio, sin esperanza, escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de Policía para comunicarles mi intención, y en un rincón del bosque, en alguna cuneta, a la orilla de un río, me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy el hijo del hombre más honrado que nunca haya existido en Francia.

Un convulsivo temblor agitó los miembros de Valentine; soltó la verja que tenía cogida con las dos manos, sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

El joven se quedó delante de ella, sombrío y resuelto.

—¡Oh! ¡Por piedad!, ¡por piedad! —dijo ella—. Tiene que vivir, ¿no?

—No, por mi honor —dijo Maximilien—; ¿pero, a usted qué le importa? Usted habrá cumplido con su deber, su conciencia quedará tranquila.

Valentine cayó de rodillas, apretándose el corazón, que se le rompía.

—Maximilien —dijo—, Maximilien, amigo mío, mi hermano sobre la tierra, mi verdadero esposo en el cielo, te lo suplico, haz como yo, vive con el dolor: tal vez un día podamos estar juntos.

—¡Adiós, Valentine! —repitió Morrel.

—¡Dios mío! —dijo Valentine elevando sus manos al cielo con una expresión sublime—, ya lo ves, Dios mío, he hecho todo lo posible por seguir siendo una hija sumisa: he rogado, suplicado, implorado; pero no has escuchado ni mis ruegos, ni mis súplicas, ni mi llanto. Pues bien —continuó la joven secándose las lágrimas y recuperando su firmeza—, pues bien, no quiero morir de remordimientos, prefiero morir de vergüenza. Usted vivirá, Maximilien, yo no seré de nadie más que de usted. ¿A qué hora? ¿En qué momento? ¿Es ahora mismo? Hable, ordene: estoy dispuesta.

Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, se acercó otra vez, y pálido de alegría, con el corazón henchido, tendiendo las manos a Valentine, a través de la verja:

—Valentine —dijo—, querida amiga, no es así como tiene que hablarme, o si no, más le vale dejarme morir. ¿Por qué iba a deberle mi vida con violencia, si usted me ama como yo la amo? Me fuerza usted a vivir por humanidad, eso es todo; en ese caso, prefiero morir.

—De verdad —murmuró Valentine—, ¿quién me ama en el mundo? Él. ¿Quién me ha consolado en todo mi dolor? Él. ¿En quién reposan mis esperanzas, en quién se apoya mi vista perdida, en quién reposa mi corazón sangrante? En él, en él, siempre en él. Y bien, es cierto que tienes razón, Maximilien, te seguiré, dejaré mi casa paterna, dejaré todo. ¡Oh, qué ingrata soy! —exclamó Valentine sollozando—. ¡Todo…! ¡Hasta a mi abuelo, a quien olvidaba!

—No —dijo Maximilien—, no le dejarás. El señor Noirtier pareció sentir simpatía por mí, dijiste; pues bien, antes de huir le contarás todo; estarás ante Dios bajo los auspicios de su consentimiento; después, en cuanto estemos casados, tu abuelo vendrá con nosotros; en lugar de una nieta, tendrá dos nietos. Tú me has dicho cómo te habla y cómo le respondes, aprenderé esa conmovedora lengua de signos, ve, Valentine. ¡Oh! ¡Te lo juro, en lugar de la desesperación que nos espera, es la felicidad lo que te prometo!

—¡Oh! Mira, Maximilien, mira el poder que ejerces sobre mí, casi me haces creer lo que me dices, y sin embargo, lo que dices es insensato, pues mi padre me maldecirá, pues le conozco, su corazón es inflexible, jamás me perdonará. Pero, escúcheme, Maximilien, si con astucia, con ruegos o por accidente, ¿yo qué sé?, si por cualquier medio puedo retrasar el matrimonio, usted me esperará, ¿no?

—Sí, se lo juro, ¿como usted jura que ese espantoso matrimonio no se llevará a cabo, y que aunque la arrastren ante el magistrado, ante el sacerdote, usted dirá no?

—Te lo juro, Maximilien, por lo más sagrado que hay en el mundo, ¡por mi madre!

—Esperemos, entonces —dijo Morrel.

—Sí, esperemos —repuso Valentine, que respiraba ante esas palabras—; hay tantas cosas que pueden salvar a dos seres desgraciados como nosotros.

—Confío en usted, Valentine —dijo Morrel—, todo lo que usted haga estará bien hecho; solamente que si pasan por encima de sus súplicas, si su padre y si la señora de Saint-Méran exigen que el señor Franz d’Épinay sea llamado mañana a firmar el contrato…

—Entonces tiene usted mi palabra, Morrel.

—En lugar de firmar…

—Vengo a reunirme con usted y huimos; pero hasta entonces, no tentemos a Dios, Morrel; dejemos de vernos: es un milagro, es fruto de la Providencia que hasta ahora no nos hayan descubierto; si nos descubrieran, si se supiera cómo nos vemos, no nos quedaría ningún recurso.

—Tiene razón, Valentine; pero cómo sabré…

—Por el notario, el señor Deschamps.

—Le conozco.

—Y por mí misma. Le escribiré, créamelo. ¡Dios mío! ¡Ese matrimonio, Maximilien, me es tan odioso como a usted!

—¡Bien!, ¡bien! Gracias, mi Valentine adorada —repuso Morrel—. Entonces, todo está dicho, una vez que sepa la hora, vengo aquí, usted pasará este muro en mis brazos, le será fácil; un coche nos esperará a la puerta del recinto, subiremos en él y la llevaré a casa de mi hermana; allí, de incógnito, si le conviene, o a la luz del día, si usted quiere, tendremos conciencia de nuestra fuerza y de nuestra voluntad, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se defiende más que con suspiros.

—De acuerdo —dijo Valentine—; y a mi vez yo le digo: Maximilien, lo que usted haga, estará bien hecho.

—¡Oh!

—Y bien, ¿está usted satisfecho de su mujer? —dijo tristemente la joven.

—Mi adorada Valentine, es poco decir simplemente sí.

—Diga entonces que siempre.

Valentine se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la reja, y sus palabras se deslizaban con su aliento perfumado hasta los labios de Morrel, que pegaba su boca desde el otro lado de la fría e inexorable verja.

—Hasta luego —dijo Valentine, desprendiéndose de esa dicha—, ¡hasta luego!

—¿Tendré una carta suya?

—Sí.

—¡Gracias, mi querida esposa! ¡Hasta luego!

Se oyó el sonido de un beso inocente y perdido, y Valentine desapareció bajo los tilos.

Morrel escuchó los últimos ruidos de su vestido rozando el verdor del cenador, de sus pies haciendo crujir la arena, elevó los ojos al cielo con una inefable sonrisa para agradecer al cielo el haberle permitido amar de esa manera, y despareció él también.

El joven regresó a su casa, y esperó durante el resto de la tarde y durante todo el día siguiente sin recibir nada. Finalmente, al siguiente día, hacia las diez de la mañana, cuando se encaminaba a casa del señor Deschamps, notario, recibió por correo una pequeña nota que reconoció como de Valentine, aunque nunca había visto su escritura.

La nota contenía estos términos:

Lágrimas, súplicas, ruegos, no han causado ningún resultado ayer; durante dos horas, estuve en la iglesia de Saint Philippe-du-Roule, y durante dos horas rogué a Dios desde el fondo de mi alma; Dios es insensible, como los hombres, y la firma del contrato está fijada para esta noche a las nueve.

No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel, y esa palabra está comprometida, y ese corazón es de usted.

Así pues, esta noche, a las nueve menos cuarto en la verja.

Su esposa,

Valentine de Villefort.

PD: Mi pobre abuela está cada vez peor; ayer su exaltación se transformó en delirio; hoy su delirio raya casi la locura.

¿Me amará usted tanto, Morrel? ¿No es así? ¿Tanto como para que olvide que la habré abandonado en ese estado?

Creo que ocultan al abuelo Noirtier que la firma del contrato va a tener lugar esta noche.

Morrel no se limitó a las informaciones recibidas de Valentine; fue a casa del notario, quien le confirmó la noticia de que la firma del contrato era para las nueve de la noche.

Después pasó a casa de Montecristo; allí, de nuevo, supo más: Franz había venido anunciarle esa solemnidad; por su parte, la señora de Villefort había escrito al conde para rogarle que la disculpara si no le invitaba, pero la muerte del señor de Saint-Méran y el estado en el que se encontraba su viuda extendían sobre esa reunión un velo de tristeza con el que no quería ensombrecer la frente del conde, a quien deseaba toda clase de felicidad.

La víspera, Franz había sido presentado a la señora de Saint-Méran, que había dejado la cama para esa presentación y que se había vuelto a acostar enseguida.

Morrel, es fácil comprenderlo, estaba en un estado de agitación que no podía escapar a la siempre aguda mirada del conde; además, Montecristo estaba con él más afectuoso que nunca; tan afectuoso que en dos o tres ocasiones Maximilien estuvo a punto de decirle todo. Pero recordó la promesa formal hecha a Valentine y su secreto quedó en el fondo de su corazón.

El joven releyó veinte veces, a lo largo del día, la carta de Valentine. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que leía la carta, Maximilien se renovaba a sí mismo el juramento de hacer feliz a Valentine. En efecto, ¡cómo no va a tener una gran autoridad ante él una joven que toma una resolución así! ¡Qué entrega no merece de parte de la persona por quien ella sacrifica todo! ¡Cómo no va a ser realmente para su amado el primero y el más digno objeto de su devoción! Es a la vez reina y mujer, y no hay alma suficiente para agradecérselo ni para amarla.

Morrel pensaba con una agitación inaudita en ese momento en el que Valentine llegara diciendo:

«Aquí estoy, Maximilien; tómeme.»

Había organizado toda esa huida; dos escaleras de mano ocultas entre la alfalfa del recinto; un cabriolé, que llevaría al mismo Maximilien, esperaba; ningún criado, ninguna luz; al doblar la primera esquina encendería las linternas, pues, por un exceso de precauciones, tampoco era cosa de caer en manos de la policía.

De vez en cuando, le recorrían escalofríos por todo el cuerpo; pensaba en el momento en el que, desde lo alto del muro, protegería la bajada de Valentine, y en el que sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos a la mujer a quien sólo había estrechado la mano, y besado la punta de sus dedos.

Pero cuando llegó la tarde, cuando Morrel sintió que se acercaba la hora, sintió la necesidad de estar solo; le hervía la sangre, las simples cuestiones, la sola voz de un amigo le hubiese irritado; se encerró en su casa, intentando leer, pero su mirada se deslizaba por las páginas sin comprender nada, y acabó por tirar el libro, para volver a dibujar, por segunda vez, su plan, sus escalas de mano y su huerto cercado.

Finalmente se acercó la hora.

Nunca el hombre enamorado ha dejado a los relojes recorrer apaciblemente su camino; Morrel atormentó tanto los suyos, que acabaron por marcar las ocho y media a las seis. Se dijo entonces que ya era hora de partir, que a las nueve era efectivamente la hora de la firma del contrato, pero que, según toda probabilidad, Valentine no esperaría esa firma inútil; en consecuencia, Morrel, después de salir de la calle de Mesley a las ocho y media de su reloj, entraba en el huerto cuando sonaban las ocho en el reloj de Saint-Philippe-du-Roule.

Ocultó caballo y cabriolé detrás de una casucha en ruinas donde solía esconderse.

Poco a poco iba anocheciendo, y el verdor del jardín se fue transformando en espesas masas de un negro opaco.

Entonces, Morrel salió de su escondite y vino a mirar, con el corazón palpitante, por el agujero de la empalizada de la verja: aún no había nadie.

Sonaron las ocho y media.

Pasó una media hora esperando; Morrel se paseaba a lo largo y a lo ancho, después, a intervalos cada vez más cortos, venía a aplicar el ojo entre las maderas. El jardín se oscurecía cada vez más, pero en la oscuridad buscaba en vano un vestido blanco; en el silencio, intentaba escuchar inútilmente el ruido de los pasos.

La casa que se veía a través de la masa de árboles quedaba en la sombra, y no presentaba ninguno de los signos de una casa que se abriera para un acontecimiento tan importante como es la firma de un contrato matrimonial.

Morrel consultó su reloj que señalaba las diez menos cuarto, pero casi enseguida el mismo sonido del reloj de la torre, que ya se había dejado oír dos o tres veces, rectificó el error del reloj de bolsillo de Morrel, y dio las nueve y media.

Se trataba ya de media hora de retraso de la hora fijada por Valentine, que había dicho a las nueve, más bien antes de las nueve que después.

Fue el momento más terrible para el corazón del joven, sobre el que cada segundo caía como un martillo de plomo.

El más débil ruido de hojas, el menor silbido del viento, atraía su oído y le llenaba de sudor la frente; entonces, todo tembloroso, se agarraba a la escalera y, para no perder el tiempo, ponía ya el pie en el primer escalón.

En medio de la alternancia entre temor y esperanza, en medio de esas profundas contracciones y expansiones de su corazón, sonaron las diez en el reloj de la iglesia.

—¡Oh! —murmuró Maximilien con terror—. Es imposible que la firma de un contrato dure tanto tiempo, a menos que haya acontecimientos imprevistos; he sopesado todas las posibilidades; calculado el tiempo que duran todas las formalidades; seguro que ha ocurrido algo.

Y entonces, tan pronto se paseaba con agitación delante de la verja, como volvía a apoyar su ardiente frente sobre el hierro helado. ¿Valentine se habría desmayado después del contrato, o Valentine se habría visto impedida en su huida? Eran las dos únicas hipótesis que el joven podía formularse; y ambas eran desesperantes.

La idea con la que se quedó fue que, en medio de la huida, le habrían fallado hasta las fuerzas a la pobre Valentine, y habría caído desvanecida en medio del jardín.

—¡Oh! Si es así —exclamó subiendo a lo alto de la escalera—, la perderé, ¡y por mi culpa!

El demonio que le había insuflado ese pensamiento ya no le abandonó y zumbaba en su oído con esa persistencia que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante, por la fuerza del razonamiento, se conviertan en convicciones. Sus ojos, que buscaban penetrar la creciente oscuridad, creían ver un objeto yacente bajo la sombra del sendero. Morrel se aventuró incluso a llamar, y le pareció que el viento traía hasta él un quejido inarticulado.

Finalmente habían dado las diez y media; era imposible quedarse más tiempo, cualquier cosa era posible; las sienes de Maximilien latían con fuerza, se le nublaban los ojos; franqueó el muro y saltó al otro lado.

Ya estaba en casa de Villefort, acababa de entrar con escalo; pensó en las consecuencias que podía tener una acción así, pero no había llegado hasta allí para echarse atrás.

En un instante había cruzado casi toda la masa boscosa. Desde donde estaba, se veía la casa.

Entonces Morrel se aseguró de una cosa que ya había sospechado cuando observaba por entre los árboles; y era que en lugar de las luces que esperaba que brillasen en cada ventana, como es natural en un día de ceremonia, no vio más que la masa gris y velada además por un gran telón de sombra que proyectaba una inmensa nube ocultando la luna.

Una luz circulaba de vez en cuando, como perdida, y pasaba por delante de las tres ventanas del primer piso. Esas tres ventanas eran las de los aposentos de la señora de Saint-Méran.

Otra luz se mantenía inmóvil detrás de las cortinas rojas. Esas cortinas eran las del dormitorio de la señora de Villefort.

Morrel adivinó todo eso. Tantas veces, para seguir a Valentine en pensamiento a cualquier hora del día, tantas veces, decimos, se había hecho mentalmente el plano de esa casa que, sin haberla visto, la conocía.

El joven se sentía aún más asustado de esa oscuridad y de ese silencio de lo que lo había estado antes por la ausencia de Valentine.

Trastornado, loco de dolor, decidido a enfrentarse a todo para ver a Valentine y asegurarse de la desgracia que presentía, cualquiera que fuera, Morrel llegó al linde de la masa de árboles, y se disponía a atravesar lo más rápidamente el césped, completamente descubierto, cuando el sonido de voces, aún bastante alejado, pero que el viento traía, llegó hasta él.

Al oírlo dio un paso atrás, estando ya como estaba casi fuera de la masa boscosa, y se quedó allí, permaneciendo inmóvil y sin hacer ruido, oculto por la oscuridad.

Ya había tomado una resolución: si era Valentine sola, la llamaría al pasar; si Valentine estuviera acompañada, al menos la vería y se aseguraría de que no le había ocurrido nada malo; si eran desconocidos, cogería al vuelo algunas palabras de su conversación y llegaría a comprender el misterio de lo que estaba pasando, incomprensible hasta ahora.

Entonces la luna salió de la nube que la ocultaba y, en la puerta que daba a la escalinata, Morrel vio a Villefort, seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los peldaños y avanzaron hacia la arboleda. No habían dado cuatro pasos, cuando Morrel reconoció que el hombre vestido de negro era el doctor d’Avrigny.

El joven, al verles venir hacia él, reculó maquinalmente hasta encontrarse con el tronco de un sicomoro que era el centro de la masa boscosa; allí, se vio forzado a detenerse.

Enseguida los pasos de los dos paseantes dejaron de pisar sobre la arena.

—¡Ah! Querido doctor —dijo el fiscal—, parece que el Cielo se declara decididamente contra mi casa. ¡Qué muerte más horrible! ¡Qué golpe del destino! No intente consolarme; ¡ay! La herida es demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta!

Un sudor frío heló la frente del joven y le hizo castañear los dientes. ¿Quién había muerto, pues, en esa casa que Villefort mismo consideraba maldita?

—Mi querido señor de Villefort —respondió el médico en un tono que redobló el terror del joven—, no le he traído hasta aquí para consolarle, sino muy al contrario.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el fiscal aterrado.

—Quiero decir que tras la desgracia que acaba de sucedernos, hay otra quizá más grave aún.

—¡Oh! ¡Dios mío! —murmuró Villefort juntando las manos—. ¿Qué va usted a decirme?

—¿Estamos realmente solos, querido amigo?

—¡Oh! Sí, totalmente solos; ¿pero, qué significan todas esas precauciones?

—Significan que tengo una confidencia terrible que hacerle —dijo el doctor—, sentémonos.

Villefort vino a caer, más que sentarse, sobre un banco. El doctor se quedó de pie, y le puso una mano en el hombro. Morrel, helado por el espanto, se sujetaba con una mano la frente y con la otra comprimía su corazón, temiendo que llegaran a oírse sus latidos.

«¡Muerta!, ¡muerta!», se repetía en su pensamiento con la voz del corazón.

Y él mismo se sentía morir.

—Hable, doctor, le escucho —dijo Villefort—; golpee, estoy preparado para todo.

—La señora de Saint-Méran era bastante mayor, sin duda, pero gozaba de una salud excelente.

Morrel respiró por primera vez desde hacía diez minutos.

—El disgusto la ha matado —dijo Villefort—; sí, ¡el disgusto, doctor! ¡La costumbre de vivir desde hacía cuarenta años sin separarse del marqués…!

—No es el disgusto, mi querido Villefort —dijo el doctor—. El disgusto puede matar, aunque en casos raros, pero no mata en un día, no mata en una hora, no mata en diez minutos.

Villefort no dijo nada; solamente levantó la cabeza que hasta entonces había mantenido mirando al suelo, y miró al doctor con ojos asustados.

—¿Estuvo usted presente en su agonía? —preguntó d’Avrigny.

—Claro —respondió el fiscal—, usted me dijo en voz baja que no me alejara.

—¿Observó usted los síntomas del mal del que sucumbió la señora de Saint-Méran?

—Ciertamente; la señora de Saint-Méran tuvo tres ataques sucesivos, con algunos minutos de intervalo los unos de los otros, y cada vez con un intervalo menor y más grave. Cuando usted llegó, ya desde hacía algunos minutos la señora de Saint-Méran estaba jadeante; tuvo entonces una crisis que yo tomé por un simple ataque de nervios, pero no empecé a asustarme realmente hasta que la vi incorporarse en la cama, con los miembros y el cuello rígidos. Entonces al mirarle a usted, comprendí que la cosa era más grave de lo que creía. Pasada la crisis, busqué la mirada de usted, pero no la encontré. Usted le tomaba el pulso, contaba los latidos, y apareció la segunda crisis, antes de que usted pudiera darse la vuelta hacia mí. Esa segunda crisis fue más terrible que la primera: los mismos movimientos nerviosos se reproducían, y la boca se le contrajo, volviéndose violácea.

»En la tercera crisis, expiró.

»Desde el primer ataque reconocí el tétanos; usted confirmó esa opinión.

—Sí, delante de todo el mundo —repuso el doctor—; pero ahora estamos solos.

—¿Pero, qué va usted a decirme, Dios mío?

—Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales son absolutamente los mismos.

El señor de Villefort se puso en pie; después, tras un instante de inmovilidad y de silencio, cayó de nuevo sobre el banco:

—¡Oh, Dios mío! Doctor —dijo—, piense bien en lo que me está diciendo.

Morrel no sabía si estaba soñando o estaba despierto.

—Escuche —dijo el doctor—, conozco la importancia de mi declaración y el carácter del hombre a quien se la hago.

—¿Habla usted al magistrado o al amigo? —preguntó Villefort.

—Al amigo, solamente al amigo, en este momento; el conjunto de los síntomas del tétanos y de los síntomas del envenenamiento es tan idéntico que, si tuviera que firmar lo que digo, le declaro que lo dudaría. Además, se lo repito, ahora no me dirijo al magistrado sino al amigo. Pues bien, como amigo le digo: durante los tres cuartos de hora que duró, estudié bien la agonía, las convulsiones y la muerte de la señora de Saint-Méran; pues bien, tengo la convicción, no solamente de que la señora de Saint-Méran murió envenenada, sino que diría más, diría qué veneno la ha matado.

—¡Señor!, ¡señor!

—Todo está claro, veamos: somnolencia interrumpida por crisis nerviosas, sobreexcitación cerebral, torpeza de los sentidos. La señora de Saint-Méran sucumbió a una fuerte dosis de brucina o de estricnina, que le han administrado, por azar, sin duda, o por error, tal vez.

Villefort cogió la mano del doctor.

—¡Oh! ¡Es imposible! —dijo—. ¡Pero, estoy soñando, Dios mío! ¡Es espantoso oír cosas así viniendo de un hombre como usted! ¡En nombre del cielo, se lo suplico, querido doctor, dígame que puede equivocarse!

—Sin duda, sin duda que puedo, pero…

—¿Pero…?

—Pues que no lo creo.

—Doctor, tenga piedad de mí; desde hace algunos días me suceden cosas inauditas, hasta el punto de que creo que me estoy volviendo loco.

—¿Algún otro médico ha visitado a la señora de Saint-Méran?

—Nadie.

—¿Han enviado a buscar a casa de algún farmacéutico alguna receta que yo no haya visto?

—Ninguna.

—¿La señora de Saint-Méran tenía enemigos?

—No le conozco ninguno.

—¿Alguien tenía interés en su muerte?

—No, no, ¡Dios mío! No; mi hija es su única heredera, sólo Valentine… ¡Oh! Si un pensamiento así pudiera ocurrírseme, me apuñalaría para castigar a mi corazón por haber abrigado en un solo instante un pensamiento así.

—¡Oh! —exclamó a su vez el señor d’Avrigny—. Querido amigo, Dios no quiera que yo acuse a alguien, sólo hablo de un accidente, entiéndame bien, de un error. Pero, accidente o error, el hecho es que todo esto me lo digo por lo bajo a mi conciencia, pero se lo digo a usted en voz alta. Infórmese.

—¿Pero con quién? ¿Cómo? ¿De qué?

—Veamos: Barrois, el viejo criado, ¿no se habría equivocado y no habría dado a la señora de Saint-Méran alguna poción preparada para su amo?

—¡Para mi padre!

—Sí.

—¿Pero cómo una poción preparada para el señor Noirtier puede envenenar a la señora de Saint-Méran?

—Nada más sencillo; usted sabe que para ciertas enfermedades el veneno se convierte en un remedio: la parálisis es una de esas enfermedades. Hace más o menos tres meses, después de emplear de todo para devolverle la facultad de la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar un último remedio; desde hace tres meses, digo, le trato con brucina; así, en la última poción que le receté, constaba de seis centígramos; seis centígramos sin acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los que, por otra parte, está acostumbrado a través de sucesivas dosis; seis centígramos bastan para matar a cualquier otro persona.

—Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre los aposentos del señor Noirtier y los de la señora de Saint-Méran, y Barrois nunca ha entrado donde mi suegra. Finalmente, se lo digo, doctor, aunque yo sepa que es usted el hombre más hábil y sobre todo el más concienzudo del mundo, aunque en cualquier circunstancia su palabra sea para mí una llama que me guía igual a la luz del sol, ¡pues bien, doctor!, ¡pues bien! Necesito, a pesar de esa convicción, apoyarme en este axioma: errare humanum est.

—Escuche, Villefort —dijo el doctor—, ¿hay algún colega mío en el que usted tenga tanta confianza como conmigo?

—¿Por qué dice eso? ¿Adónde quiere ir a parar?

—Llámele, yo le diré lo que he visto, lo que he observado, haremos la autopsia.

—¿Y encontrarán restos del veneno?

—No, no del veneno, yo no he dicho eso, sino que constataremos la exasperación del sistema nervioso, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y le diremos: querido Villefort, si es por negligencia lo que ha ocurrido, vigile a sus sirvientes; si es por odio, vigile a sus enemigos.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué me propone, d’Avrigny? —respondió Villefort abatido—. En el momento en el que hubiera alguien en el secreto que no fuera usted, se haría necesaria una investigación, y una investigación en mi casa, ¡imposible! Sin embargo —continuó el fiscal, corrigiéndose y mirando al médico con inquietud—, sin embargo, si usted quiere, si usted lo exige, lo haré. En efecto, quizá deba dar una respuesta a este asunto; mi carácter me invita a ello. Pero, doctor, me ve lleno de tristeza; ¡introducir en mi casa tanto escándalo después de tanto dolor! ¡Oh! Mi mujer y mi hija morirían; y yo, yo, doctor, usted lo sabe, un hombre no llega donde yo estoy, un hombre no es fiscal durante veinticinco años sin haber amasado buen número de enemigos; los míos son numerosos. Si se propala este asunto, será para ellos un triunfo que les hará saltar de alegría, y yo, yo me cubriré de vergüenza. Doctor, perdone estas ideas mundanas. Si fuera usted un sacerdote, no me atrevería a decirle esto, pero usted es un hombre, usted conoce a los hombres; doctor, doctor, usted no me ha dicho nada, ¿no es eso?

—Mi querido señor de Villefort —respondió el doctor conmovido—, mi primer deber es el deber de humanidad. Yo hubiera salvado a la señora de Saint-Méran si la ciencia hubiera podido hacerlo, pero está muerta, y me debo a los vivos. Envolvamos en lo más profundo de nuestros corazones este secreto terrible. Permitiré, si la mirada de alguien se abre sobre esto, permitiré que el silencio que voy a guardar se me impute a mi ignorancia. Sin embargo, señor, siga buscando, busque activamente, pues quizá esto no se detenga aquí… Y cuando haya encontrado al culpable, si lo encuentra, soy yo quien le dirá: «¡Usted es magistrado, haga lo que quiera!».

—¡Oh! ¡Gracias, gracias, doctor! —dijo Villefort con una alegría indecible—. Nunca he tenido mejor amigo que usted.

Y como si temiera que el doctor d’Avrigny se retractara de esa concesión, se levantó y llevó al doctor hacia la casa.

Ambos se alejaron.

Morrel, como si necesitara respirar, sacó la cabeza del bosquecillo, y la luna iluminó ese rostro pálido que se hubiera podido tomar por el rostro de un fantasma.

«Dios me protege de una manera manifiesta, pero terrible», se dijo. «Pero Valentine, ¡mi pobre amiga! ¿Resistirá a tanto dolor?»

Diciéndose estas palabras miraba alternativamente a la ventana de las cortinas rojas y a las tres ventanas con cortinas blancas.

La luz había casi desaparecido de la ventana de las cortinas rojas. Sin duda la señora de Villefort acababa de apagar la lámpara, y sólo quedaba la lamparilla que enviaba su reflejo a los cristales.

En el extremo del edificio, por el contrario, vio que se abría una de las tres ventanas de cortinas blancas. Una vela colocada en la chimenea despedía algunos rayos de su pálida luz, y una sombra vino por un instante a acodarse en el balcón.

Morrel se estremeció; le pareció oír un sollozo.

No era raro que esta alma, de ordinario tan valiente y tan fuerte, ahora turbada y exaltada por las dos pasiones más fuertes de entre las pasiones humanas, el amor y el miedo, no era raro, decimos, que se hubiera debilitado hasta el punto de sufrir supersticiosas alucinaciones.

Aunque fuera imposible, escondido como estaba, que Valentine le viese, creyó que le llamaba la sombra de la ventana; su espíritu turbado se lo decía, su corazón ardiente se lo repetía. Este doble error se transformaba en una realidad irresistible, y por uno de esos incomprensibles impulsos de la juventud, saltó fuera de su escondite y en dos zancadas, a riesgo de que le vieran, a riesgo de asustar a Valentine, a riesgo de dar la alerta por algún grito involuntario que se le escapase a la joven, cruzó ese césped que la luna transformaba en un espacio ancho y blanco como un lago y, alcanzando la fila de naranjos que se extendía delante de la casa, llegó a las gradas de la escalinata, las subió rápidamente y empujó la puerta que se abrió sin resistencia delante de él.

Valentine no le había visto; sus ojos elevados al cielo seguían una nube de plata deslizándose en el azul, y cuya forma era la de una sombra que subía al cielo; su espíritu poético y exaltado le decía que era el alma de su abuela.

Mientras tanto, Morrel había atravesado la antecámara y había llegado a la rampa de la escalera; las alfombras que cubrían los peldaños ensordecían sus pasos; además, Morrel había llegado a tal estado de exaltación que ni siquiera la presencia del señor de Villefort le hubiese asustado. Si el señor de Villefort se hubiera presentado, su resolución ya estaba tomada: se acercaría a él, le confesaría todo, rogándole que le disculpara y que aprobara ese amor que le unía a su hija, a su propia hija; Morrel estaba loco.

Menos mal que no se encontró con nadie.

Fue sobre todo en este momento cuando le sirvió el conocimiento que, a través de Valentine, tenía de la casa; llegó sin accidente a lo alto de la escalera, y como llegado allí se estuviera orientando, un sollozo, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que tenía que seguir; se dio la vuelta, una puerta entreabierta dejaba ver el reflejo de una luz y el sonido de la voz sollozante. Empujó la puerta y entró.

En el fondo de la contralcoba, bajo una sábana blanca que le cubría la cabeza y dibujaba la forma de su cuerpo, yacía la muerta, más espantosa aún a ojos de Morrel después de la revelación del secreto, del que, por azar, se había hecho conocedor.

Al lado de la cama, de rodillas frente a una butaca, con la cabeza apoyada en el asiento, entre los cojines, Valentine, temblorosa y agitada por los sollozos, extendía sus manos, juntas y rectas, por encima de la cabeza, que no se la veía, apoyada como estaba en el sillón.

Se había apartado de la ventana abierta y rezaba en voz alta con gemidos que hubiesen conmovido el corazón más insensible; la oración escapaba de sus labios, rápida, incoherente, ininteligible, de tanto dolor como agarrotaba su garganta.

La luna, deslizándose a través de la abertura de las persianas, hacía palidecer el resplandor de la vela y azulaba con sus tintes fúnebres ese cuadro de desolación.

Morrel no pudo resistir ese espectáculo; no era de una piedad ejemplar, no era fácilmente impresionable, pero ver a Valentine sufriendo, llorando, retorciéndose las manos, era algo que no podía soportar en silencio. Suspiró, murmuró su nombre, y esa cabeza anegada en llanto y amoratada sobre el terciopelo de la butaca, como una cabeza de la María Magdalena de Correggio, se incorporó y permaneció girada hacia él.

Valentine le vio y no se asombró demasiado. No hay emociones intermedias en un corazón roto por un dolor supremo.

Morrel tendió la mano a su amiga. Valentine, por toda excusa por no haber ido a encontrarse con él, le mostró el cadáver yacente bajo la sábana fúnebre y volvió a deshacerse en sollozos.

Ni uno ni otro osaban hablar en esa habitación. Ambos dudaban en romper ese silencio que parecía ordenar la Muerte, en pie en algún rincón, y con el dedo en los labios.

Finalmente Valentine dijo:

—Amigo, ¿cómo es que está usted aquí? ¡Ay! Le daría la bienvenida si no fuera porque la Muerte fue quien le abrió la puerta de esta casa.

—Valentine —dijo Morel con voz temblorosa y las manos juntas—, yo estaba en la verja desde las ocho y media; no la veía venir, me llené de inquietud, salté el muro, entré en el jardín; entonces unas voces hablaban del fatal desenlace…

—¿Qué voces? —dijo Valentine.

Morrel se estremeció, pues toda la conversación del doctor y del señor de Villefort se le vino a la mente, y a través de la sábana creía ver esos brazos retorcidos, ese cuello rígido, esos labios violáceos.

—Las voces de los criados —dijo—, lo indicaban.

—Pero venir hasta aquí es perdernos, amigo mío —dijo Valentine, sin temor y sin ira.

—Perdóneme —respondió Morrel en el mismo tono—, me retiraré.

—No —dijo Valentine—, le encontrarían, quédese.

—¿Pero si viene alguien?

La joven movió la cabeza.

—Nadie vendrá —dijo—, esté tranquilo, ella es nuestra salvaguardia.

Y señaló la forma del cadáver moldeado por la sábana.

—¿Pero qué ocurrió con el señor d’Épinay? Dígame, se lo suplico —repuso Morrel.

—El señor Franz llegó para la firma del contrato en el momento en que mi abuela rendía su último suspiro.

—¡Ay! —dijo Morrel con un sentimiento de alegría egoísta, pues pensó para sí que esta muerte retrasaría indefinidamente el matrimonio de Valentine.

—Pero lo que duplica mi dolor —continuó la joven, como si ese sentimiento debiera sentir al instante su castigo—, es que mi pobre y querida abuela, al morir, ordenó que concluyese la ceremonia del matrimonio lo antes posible; ella, también, ¡Dios mío!, creyendo que me protegía, ella también obraba contra mí.

—¡Escuche! —dijo Morrel.

Los jóvenes se quedaron en silencio.

Se oyó la puerta que se abrió y unos pasos resonaron en el parqué del corredor y en los peldaños de la escalera.

—Es mi padre que sale de su gabinete —dijo Valentine.

—Y que acompaña al doctor —añadió Morrel.

—¿Cómo sabe que es el doctor? —preguntó Valentine asombrada.

—Lo presumo —dijo Morrel.

Valentine miró al joven.

Mientras tanto, se oyó que cerraban la puerta de la calle. Villefort fue además a cerrar con llave la puerta del jardín y subió de nuevo la escalera.

Una vez en la antecámara se detuvo un instante, como si dudara en volver a su habitación o a la habitación de la señora de Saint-Méran. Morrel se ocultó tras una tapicería. Valentine no hizo un solo movimiento; se diría que un dolor supremo la colocaba por encima de los temores ordinarios.

El señor de Villefort entró en su gabinete.

—Ahora —dijo Valentine—, usted ya no puede salir ni por la puerta de la calle ni por la del jardín.

Morrel miró a la joven con asombro.

—Ahora —dijo ella—, no hay más que una salida permitida y segura, es la de los aposentos de mi abuelo.

Se levantó.

—Venga conmigo —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Maximilien.

—Donde mi abuelo.

—¿Yo, en casa del señor Noirtier?

—Sí.

—¿Eso piensa, Valentine?

—Y desde hace tiempo. No me queda más que este amigo en el mundo, y ambos le necesitamos…, venga.

—Cuidado, Valentine —dijo Morrel, dudando en hacer lo que decía la muchacha—; cuidado, se me ha caído la venda de los ojos; al venir aquí, cometí un acto de locura. ¿Está usted en sus cabales, querida amiga?

—Sí —dijo Valentine—, no tengo ningún escrúpulo, sino el dejar solos los restos de mi pobre abuela, que yo me encargué de velar.

—Valentine —dijo Morrel—, la muerte es sagrada por sí misma.

—Sí —respondió la joven—; además, no tardaremos mucho, venga.

Valentine atravesó el corredor y bajó una pequeña escalera que conducía a los aposentos del señor Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Una vez en el rellano de los aposentos, encontraron al viejo criado.

—Barrois —dijo Valentine—, cierre la puerta y no deje entrar a nadie.

Ella pasó delante.

Noirtier, todavía en el sillón, atento al menor ruido, informado por su viejo sirviente de todo lo que ocurría, fijaba ávidas miradas a la entrada de la habitación; vio a Valentine, y sus ojos brillaron.

Había en los andares y en la actitud de la joven algo grave y solemne que llamó la atención del anciano. Así que, además de brillante, su mirada se hizo interrogativa.

—Querido abuelo —dijo rápidamente—, escúchame bien; sabes que abuelita Saint-Méran ha muerto hace una hora, y que ahora, excepto tú, no me queda nadie en el mundo.

Una expresión de infinita ternura pasó por los ojos del anciano.

—Así que sólo a ti, ¿no es cierto?, debo confiar mis penas y mis esperanzas.

El paralítico hizo el gesto afirmativo.

Valentine cogió de la mano a Maximilien.

—Entonces —dijo ella—, observa bien a este señor.

El anciano fijó su ojo escrutador y ligeramente asombrado en Morrel.

—Es el señor Maximilien Morrel —dijo ella—, el hijo de ese honrado comerciante de Marsella, del que sin duda habrás oído hablar.

—Sí —hizo el viejo.

—Es un apellido irreprochable, que Maximilien hará glorioso, pues, con treinta años, es capitán de espahís y oficial de la Legión de Honor.

El anciano indicó que lo recordaba.

—Y bien, abuelito —dijo Valentine poniéndose de rodillas delante del anciano y señalando a Maximilien con una mano—, ¡le quiero y sólo seré suya! Si me obligan a casarme con otro, me dejaré morir o me mataré.

Los ojos del paralítico expresaban todo un mundo de pensamientos tumultuosos.

—Te gusta el señor Maximilien Morrel, ¿no es así, abuelito? —preguntó la joven.

—Sí —indicó el anciano inmóvil.

—¿Y tú puedes protegernos, a nosotros que somos también tus hijos, contra la voluntad de mi padre?

Noirtier fijó su mirada inteligente sobre Morrel, como para decirle:

—Eso depende.

Maximilien comprendió.

—Señorita —dijo—, usted tiene un deber sagrado que cumplir en la habitación de su abuela; ¿quiere permitirme el honor de charlar un instante con el señor Noirtier?

—Sí, sí, eso es —indicó el ojo del anciano.

Después, miró a Valentine con inquietud.

—¿Qué cómo hará para entenderte, quieres decir, abuelo?

—Sí.

—¡Oh! Tranquilo; hemos hablando tanto de ti, que él sabe cómo te hablo yo.

Después, dirigiéndose a Maximilien con una adorable sonrisa, aunque esa sonrisa fuera velada por una profunda tristeza, añadió:

—Maximilien sabe todo lo que yo sé.

Valentine se puso de pie, acercó un asiento para Morrel, volvió a decir a Barrois que no dejase entrar a nadie, y después de besar con ternura a su abuelo y decir tristemente adiós a Morrel, se marchó.

Entonces Morrel, para probar a Noirtier que tenía la confianza de Valentine y que conocía bien todos sus secretos, cogió el diccionario, la pluma, el papel, y colocó todo sobre una mesa en la que había una lámpara.

—Pero, en primer lugar —dijo Morrel—, permítame, señor, contarle quién soy, cómo amo a la señorita Valentine, y cuáles son mis intenciones con ella.

—Escucho —indicó Noirtier.

Era un espectáculo bastante impresionante ver que ese anciano, inútil fardo en apariencia, se había convertido en el único protector, el único apoyo, el único juez de los dos jóvenes enamorados, hermosos, fuertes y entrando en la vida.

Su rostro, impreso de una nobleza y de una austeridad notables, imponía a Morrel, quien comenzó su relato temblando.

Contó, entonces, cómo había conocido, cómo había amado a Valentine, y cómo Valentine, en su aislamiento y en su desgracia, había acogido el ofrecimiento de su devoción hacia ella. Le dijo cuáles eran su nacimiento, su posición y su fortuna; y más de una vez, cuando interrogaba la mirada del paralítico, esa mirada le respondía:

—Está bien, continúe.

—Ahora —dijo Morrel, cuando terminó esa primera parte de su relato— que le he dicho, señor, mi amor y mis esperanzas, ¿debo decirle nuestros proyectos?

—Sí —indicó Noirtier.

—Pues bien, esto es lo que hemos decidido.

Y entonces contó todo a Noirtier: cómo un cabriolé les esperaba en el huerto, cómo contaba llevarse a Valentine, que la conduciría a casa de su hermana, se casaría con ella, y que en una respetuosa espera, confiarían en el perdón del señor de Villefort.

—No —dijo Noirtier.

—¿No? —repuso Morrel—. ¿No es así como hay que obrar?

—No.

—¿Así que este proyecto no tiene su consentimiento?

—No.

—Pues bien, hay otro modo —dijo Morrel.

La mirada interrogativa del anciano preguntó: «¿Qué modo?».

—Iré —continuó Maximilien—, iré a encontrarme con el señor Franz d’Épinay, me alegro poder decirle esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me comportaré con él de manera que se vea forzado a obrar como un caballero.

La mirada de Noirtier seguía interrogando.

—¿Lo que haré?

—Sí.

—Haré lo siguiente: iré a verle, como le decía, le contaré los lazos que me unen a la señorita Valentine; si es un hombre delicado, demostrará su delicadeza renunciando él mismo a la mano de su prometida, y habrá adquirido mi amistad y mi devoción por él hasta la muerte; si se niega, llevado ya por interés o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que forzaría a la mujer que amo, que Valentine me ama y que no puede amar a nadie más que a mí, me batiré en duelo con él, dándole todas las ventajas, y le mataré o me matará. Si le mato, no se casará con Valentine; si me mata él, estoy seguro de que Valentine no se casará tampoco con él.

Noirtier observaba con un placer indecible esta noble y sincera fisonomía sobre la que se dibujaban todos los sentimientos que expresaba su lengua, añadiendo por la expresión de ese hermoso rostro todo lo que el color añade a un dibujo sólido y verdadero.

Sin embargo, cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidamente, lo que era, ya sabemos, su manera de decir no.

—¿No? —dijo Morrel—. ¿Así que usted desaprueba mi segundo proyecto como desaprobó el primero?

—Sí, lo desapruebo —vino a indicar el anciano.

—Pero, ¿qué hacer entonces, señor? —preguntó Morrel—. Las últimas palabras de la señora de Saint-Méran han sido para que el matrimonio de su nieta no se hiciera esperar: ¿debo dejar que las cosas sigan su curso?

Noirtier se quedó inmóvil.

—Sí, ya entiendo; debo esperar.

—Sí.

—Pero cualquier retraso nos perderá, señor —repuso el joven—. Sola, Valentine está sin fuerzas, y la obligarán como a un niño. He entrado aquí milagrosamente para saber lo que ocurre; he sido admitido milagrosamente delante de usted: no puedo esperar razonablemente a que se repita esta misma suerte. Créame, no hay más que uno de esos dos métodos que le he propuesto, perdone la vanidad de mi juventud; dígame cual de los dos prefiere; ¿autoriza usted a la señorita Valentine a que confíe en mi honor?

—No.

—¿Prefiere usted que yo vaya a hablar al señor d’Épinay?

—No.

—Pero, ¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá la ayuda que esperamos del cielo?

El viejo sonrió con la mirada, como tenía la costumbre de hacer cuando le hablaban del cielo. Seguía quedando un poco de ateísmo en las ideas del viejo jacobino.

—¿Del azar?

—No.

—¿De usted?

—Sí.

—¿De usted?

—Sí —repitió el anciano.

—¿Comprende usted lo que le pregunto, señor? Disculpe mi insistencia, pues en esa respuesta me va la vida: ¿nuestra salvación nos vendrá de usted?

—Sí.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

—¿Responde usted de ello?

—Sí.

Había en la mirada que daba esa afirmación una firmeza tal, que no había modo de dudar ni de su voluntad, ni de su capacidad de llevarlo a cabo.

—¡Oh! Gracias, señor, ¡cien veces gracias! Pero, ¿cómo, a menos que un milagro del Señor le devuelva la palabra, el gesto, el movimiento, cómo podrá usted, encadenado a ese sillón, usted, mudo e inmóvil, cómo podrá oponerse a ese matrimonio?

Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña la de esos ojos, en un rostro inmóvil.

—¿Así que debo esperar? —preguntó el joven.

—Sí.

—¿Pero, el contrato?

La misma sonrisa desapareció.

—¿Quiere usted decirme que el contrato no se firmará?

—Sí —dijo Noirtier.

—¡O sea que el contrato ni siquiera se firmará! —exclamó Morrel—. ¡Oh! ¡Discúlpeme, señor! Cuando se anuncia una gran dicha, a uno le está permitido dudar; ¿el contrato no se firmará?

—No —dijo el paralítico.

A pesar de toda esa seguridad del anciano, Morrel seguía dudando. Esa promesa de un viejo impotente era tan extraña, que en lugar de venir de una fuerza de la voluntad podía emanar de un debilitamiento de los órganos; ¿no es natural que el insensato que ignora su locura pretenda realizar algo por encima de sus posibilidades? El débil habla de fardos que levanta; el tímido, de gigantes a los que se enfrenta; el pobre, de tesoros que maneja; el más humilde campesino, a cuenta de su orgullo, se proclama Júpiter.

Fuera porque Noirtier hubiera comprendido la indecisión del joven; fuera porque a la docilidad demostrada no añadiera completamente la fe, le miró con fijeza.

—¿Qué quiere usted, señor? —preguntó Morrel—. ¿Que renueve mi promesa de no hacer nada?

La mirada de Noirtier se quedó fija y firme, como para decir que una promesa no le bastaba; después, la mirada pasó del rostro a la mano.

—¿Quiere usted que lo jure, señor? —preguntó Maximilien.

—Sí —indicó el paralítico con la misma solemnidad—, lo quiero.

Morrel comprendió que el paralítico daba una gran importancia a ese juramento.

El joven extendió la mano.

—Por mi honor —dijo— juro esperar a lo que usted decida para obrar contra el señor d’Épinay.

—Bien —indicaron los ojos del anciano.

—Ahora, señor —preguntó Morrel—, ¿ordena usted que me retire?

—Sí.

—¿Sin volver a ver a la señorita Valentine?

—Sí

Morrel indicó que estaba dispuesto a obedecer.

—Ahora —continuó Morrel—, permítame, señor, que su nieto le bese, como hace un momento lo hizo su nieta.

No había manera de equivocarse ante la expresión de los ojos de Noirtier.

El joven posó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo lugar en el que la joven había posado los suyos.

Después, saludó por segunda vez al anciano y salió.

En la puerta estaba el viejo sirviente, prevenido por Valentine; este esperaba a Morrel y le guió por los recodos de un corredor oscuro que conducía a una pequeña puerta que daba al jardín.

Una vez allí Morrel llegó a la verja, apoyándose en el cenador, alcanzó en un instante lo alto del muro, y por la escala, en un segundo, estuvo en el huerto de alfalfa, donde seguía esperándole su cabriolé.

Se subió al coche y roto por tantas emociones, pero con el corazón más libre, llegó hacia medianoche a la calle Meslay, se tumbó en la cama y durmió como si estuviera inmerso en una profunda embriaguez.