Capítulo XLVIII

Ideología

Si el conde de Montecristo hubiera vivido desde hace tiempo en el mundo parisino, hubiera apreciado en todo su valor la gestión que llevaba a cabo el señor de Villefort para con él.

Bien situado en la corte, ya fuera el rey reinante de la rama primogénita o de la rama benjamina; o el ministro gobernante doctrinario, liberal o conservador; considerado hábil por todos, como se considera generalmente hábiles a los hombres que nunca han sufrido fracasos políticos; odiado por muchos, pero cálidamente protegido por algunos, y, sin embargo, sin ser amado por nadie, el señor de Villefort disfrutaba de una de esas altas posiciones de la magistratura, y se mantenía en esa altura como un Harlay o como un Molé[1]. Su salón, regenerado con una mujer joven y con una hija de su primer matrimonio, de apenas dieciocho años, no por ello dejaba de ser uno de esos salones severos de París en los que se observa el culto de las tradiciones y la religión de rigor. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios gubernamentales, un desprecio profundo por las teorías y por los teóricos, el profundo odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública exhibidos por el señor de Villefort.

El señor de Villefort no era solamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y deferencia, le hacían respetable en la nueva, y sabía tantas cosas que no sólo le trataban con miramientos siempre, sino que incluso a veces hasta le consultaban. Quizá no hubiera sido así si hubieran podido desprenderse del señor de Villefort, pero, como esos señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esa fortaleza era su cargo de fiscal del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente, y que no hubiera dejado para hacerse elegir diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.

En general, el señor de Villefort hacía o devolvía pocas visitas. Su mujer visitaba por él: era algo de recibo en ese gran mundo, que lo que se le disculpaba al magistrado por sus numerosas ocupaciones, no era en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: haz como si te estimaras a ti mismo y te estimarán, axioma cien veces más útil en nuestra sociedad que el de los griegos: conócete a ti mismo, reemplazado en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.

Para sus amigos, el señor de Villefort era un protector poderoso; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado; para los indiferentes era la estatua de la ley hecha hombre. Difícil de abordar, fisonomía impasible, mirada apagada y mate, o insolentemente aguda y escrutadora, tal era el hombre cuyo pedestal había sido construido, y luego cimentado, por cuatro revoluciones hábilmente superpuestas una sobre otra.

El señor de Villefort tenía fama de ser el hombre menos curioso y menos banal de Francia; daba un baile al año en el que no aparecía más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos de los que el rey asistía a los suyos; nunca se le veía ni en los teatros ni en los conciertos ni en ningún lugar público; algunas veces, pero raramente, jugaba una partida de whist, y entonces se ocupaban de buscarle jugadores dignos de él: podía ser algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente, o, en fin, alguna duquesa viuda de alto rango.

Así era el hombre cuyo coche acababa de detenerse ante la puerta de Montecristo.

El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el momento en el que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía en el mapa un itinerario de San Petersburgo a China.

El fiscal del rey entró con el mismo paso grave y acompasado con el que entraba en la sala del tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre que vimos antaño de sustituto en Marsella. La naturaleza, consecuente con sus principios, no había cambiado para él el curso que debía seguir. De delgado, había pasado a ser escuálido; de pálido, a amarillo; sus ojos hundidos eran cavernas, y sus gafas de patillas de oro, al posarse sobre la órbita de los ojos, parecían formar parte del rostro; excepto su corbata blanca, el resto de su indumentaria era totalmente negra, y ese color fúnebre sólo se cortaba con una ligera cinta roja que pasaba imperceptiblemente por la botonadura y que parecía una línea de sangre trazada al pincel.

Por muy dueño de sí que fuera Montecristo, examinó con visible curiosidad, al devolverle el saludo, al magistrado que, desafiante por costumbre y poco crédulo sobre todo de las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero —era así como llamaban ya a Montecristo— a un buscavidas que viene a explotar un nuevo teatro de operaciones, o a un malhechor quebrantando el destierro, más que a un príncipe de la Santa Sede o a un sultán de Las mil y una noches.

—Señor —dijo Villefort con ese tono chillón afectado de los magistrados en sus circunloquios oratorios, y del que no quieren o no pueden desprenderse en la conversación—, señor, el destacado servicio que usted prestó ayer a mi mujer y a mi hijo me obligan al deber de agradecérselo. Vengo, pues, a cumplir con ese deber y a expresarle todo mi reconocimiento.

Y al pronunciar estas palabras, el magistrado, la mirada severa del magistrado, no había perdido nada de su arrogancia habitual. Las palabras que acababa de decir habían sido articuladas con su voz de fiscal, con esa rigidez inflexible de cuello y hombros que hacía decir a sus aduladores, y que nosotros repetimos, que era la viva estatua de la ley.

—Señor —repuso el conde a su vez con una frialdad glacial—, me siento muy feliz de haber podido devolver un hijo a su madre, pues se dice que el sentimiento de la maternidad es el más santo de todos, y esa dicha le dispensaba a usted de cumplir con un deber, cuya ejecución me honra sin duda, pues sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero que, por muy preciado que sea, no vale, sin embargo para mí, tanto como la satisfacción interior.

Villefort, asombrado de esa salida que no se esperaba, se sobresaltó como un soldado que siente el golpe que recibe bajo la armadura de la que va cubierto, y un pliegue de sus desdeñosos labios indicó que desde el principio no consideraba al conde de Montecristo como un gentilhombre bien civilizado.

Echó una mirada por todo alrededor como para colgar en algún sitio la conversación caída y que parecía haberse roto al caer.

Vio el mapa que consultaba Montecristo en el momento en el que él entraba, y repuso:

—¿Estudia usted geografía, señor? Es un estudio muy provechoso, sobre todo para usted que, por lo que me aseguran, ha visto tantos países como hay grabados en ese atlas.

—Sí, señor —respondió el conde—, quise hacer sobre la especie humana, tomada en su conjunto, lo que usted practica cada día sobre las excepciones, es decir, un estudio fisiológico. Pensé que me sería más fácil bajar después del todo a la parte, más que de la parte al todo. Es un axioma algebraico que ordena que se proceda de lo conocido a lo desconocido, y no de lo desconocido a lo conocido… pero, siéntese, señor, se lo ruego.

Y Montecristo indicó con la mano al fiscal del rey un sillón que este se vio obligado a acercar él mismo, mientras que el conde solo tenía que dejarse caer sobre el que tenía apoyada la rodilla cuando el procurador del rey entró. De esta manera el conde se encontró medio dando la vuelta a su visitante, dando la espalda a la ventana y el codo apoyado en el mapa, que era por el momento objeto de la conversación, conversación que tomaba, como había ocurrido en casa de Morcerf y en casa de Danglars, un giro totalmente análogo, si no a la situación, sí al menos a los personajes.

—¡Ah! Filosofa usted —repuso Villefort después de un instante de silencio, durante el cual, como un atleta que se las ve con un rudo adversario, había hecho acopio de fuerzas—. Y bien, señor, ¡palabra de honor!, si yo no tuviera nada que hacer como usted, buscaría una ocupación menos triste.

—Es cierto, señor —repuso Montecristo—, el hombre es una fea oruga para quien lo estudia al microscopio solar. Pero, dice usted, creo, que yo no tenía nada que hacer. Veamos, ¿por casualidad, cree usted que tiene algo que hacer, usted, señor? O para hablar más claramente, ¿cree usted que lo que usted hace merece la pena de llamarse hacer algo?

El asombro de Villefort se duplicó con este segundo golpe tan rudamente asestado por ese extraño adversario; hacía mucho tiempo que el magistrado no había oído decir una paradoja de tal fuerza, o más bien, para hablar más exactamente, era la primera vez que la oía.

El fiscal del rey se puso manos a la obra para responder.

—Señor —dijo—, usted es extranjero, usted mismo ha dicho, creo, que una parte de su vida ha transcurrido en países orientales; usted no sabe de qué modo la justicia humana, expeditiva en esos bárbaros lugares, ha alcanzado entre nosotros modos prudentes y acompasados.

—Claro que sí, señor, claro que sí; es el pede poena claudo antiguo[2]. Sé todo eso, pues, de lo que me he ocupado, es sobre todo de la justicia en todos los países, del procedimiento criminal de todas las naciones y lo he comparado con la justicia natural; y debo decirlo, señor, que es aún esa ley de los pueblos primitivos, es decir, la ley del talión, donde he encontrado a la justicia más acorde con el corazón de Dios.

—Si adoptáramos esta ley, señor —dijo el fiscal— simplificaría mucho nuestros códigos y, en consecuencia, nuestros magistrados, como usted decía hace un momento, no tendrían gran cosa que hacer.

—Eso quizá llegue a ser así —dijo Montecristo—; usted sabe que los inventos humanos van de lo compuesto a lo simple, y que lo simple es siempre la perfección.

—Pero mientras tanto, señor —dijo el magistrado—, nuestros códigos existen, con artículos contradictorios a veces, sacados de las costumbres galas, de las leyes romanas, de los usos de los francos; ahora bien, el conocimiento de todas esas leyes, convendrá usted conmigo, no se adquiere sin esfuerzo, es necesario un largo estudio para adquirir esos conocimientos, y un gran esfuerzo mental para que esos conocimientos, una vez adquiridos, no se olviden.

—Soy de la misma opinión, señor, pero todo lo que usted sabe en relación con ese código francés, yo lo sé, no solamente en relación con ese código, sino en relación con los códigos de todas las naciones: las leyes inglesas, turcas, japonesas, hindúes, me son tan familiares como las leyes francesas; así que yo tenía razón en decir que relativamente —usted que sabe que todo es relativo, señor—, que relativamente, después de todo lo que yo he hecho, usted tiene bien poco que hacer, y que relativamente, después de todo lo que yo he aprendido, a usted le falta todavía mucho que aprender.

—¿Pero con qué finalidad ha aprendido usted todo eso? —repuso Villefort asombrado.

Montecristo sonrió.

—Bien, señor —dijo—; veo que a pesar de la reputación que tiene usted de hombre superior, usted ve todo desde el punto de vista material y vulgar de la sociedad, comenzando por el hombre y terminando en el hombre, es decir, desde el punto de vista más restringido y más estrecho que le haya sido dado abarcar a la inteligencia humana.

—Explíquese, señor —dijo Villefort cada vez más asombrado—, no le entiendo a usted… muy bien.

—Digo, señor, que, con los ojos fijos en la organización social de las naciones, usted no ve más que los resortes de la maquinaria, y no al obrero sublime que la hace funcionar; digo que usted no reconoce delante de usted, ni a su alrededor, más que a los titulares de los puestos cuyos diplomas han sido firmados por ministros o por un rey, y no a los hombres que Dios ha puesto por encima de esos titulares, por encima de ministros y de reyes, dándoles una misión que cumplir en lugar de un puesto que cubrir; digo que esos escapan a su corto punto de vista. Es propio de la debilidad humana en organismos débiles e incompletos. Tobías tomaba al ángel que venía a devolverle la vista por un joven normal. Las naciones tomaban a Atila, que venía a aplastarlos, por un conquistador igual a otros conquistadores, y fue necesario que ambos revelasen su misión celestial para que les reconociesen; fue necesario que uno dijera: «Yo soy el ángel del Señor»; y el otro: «Yo soy el martillo de Dios», para que la esencia divina de ambos fuese revelada.

—Entonces —dijo Villefort, cada vez más asombrado y creyendo hablar con un iluminado o un loco—, ¿usted se ve como uno de esos seres extraordinarios que acaba de citar?

—¿Por qué no? —dijo fríamente Montecristo.

—Perdón, señor —repuso Villefort estupefacto—, pero me disculpará usted si al presentarme en su casa yo ignoraba que me presentaba en casa de un hombre cuyos conocimientos y cuyo espíritu sobrepasan de largo los conocimientos ordinarios y el espíritu habitual de los hombres. No es de uso entre nosotros, desgraciados corrompidos por la civilización, que los gentilhombres poseedores como usted de una inmensa fortuna, al menos es lo que se asegura —observe que yo no interrogo, sino que solamente repito—, no es de uso, digo, que esos privilegiados de la riqueza pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, hechos, todo lo más, para consolar a los que la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.

—¡Eh! Señor —repuso el conde—, ¿es que ha llegado usted a la posición eminente que ocupa sin haber admitido, e incluso sin haber encontrado excepciones?; ¿es que nunca ha ejercitado sus ojos, a los que sin embargo les serían tan necesarias la finura y la certeza, en adivinar desde el primer golpe de vista qué clase de hombre caía bajo su mirada? ¿Un magistrado no debería ser, no ya el mejor aplicador de la ley, no ya el más solapado intérprete de las oscuridades de los pleitos, sino una sonda de acero para probar los corazones, una piedra de toque para probar el oro con el que toda alma está hecha, aún con más o menos mezcla de impurezas?

—Señor —dijo Villefort—, usted me confunde, palabra, nunca oí a nadie hablar así.

—Es porque usted se ha quedado siempre encerrado en el círculo de las condiciones generales, y nunca ha osado elevarse en un vuelo hacia las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles o excepcionales.

—¿Y usted admite, señor, que esas esferas existen y que esos seres excepcionales e invisibles se mezclan con nosotros?

—¿Por qué no? ¿Es que usted ve el aire que respira y sin el que no podría vivir?

—Entonces, ¿no vemos a esos seres de los que usted habla?

—Claro que sí, los vemos cuando Dios permite que se materialicen; les tocamos, nos codeamos con ellos, les hablamos, y ellos nos responden.

—¡Ah! —dijo Villefort sonriendo—. Confieso que me gustaría estar prevenido cuando uno de esos seres se pusiera en contacto conmigo.

—Pues está usted servido en su deseo, señor, pues se le ha prevenido hace un momento, y ahora incluso, yo mismo le prevengo.

—¿Así que usted mismo?

—Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí, señor, y creo que, hasta ahora, ningún otro hombre se ha encontrado en una situación semejante a la mía. Los reinos de los reyes son limitados, ya sea por las montañas, ya sea por los ríos, ya por el cambio de costumbres o por las mutaciones del lenguaje. Mi reino, el mío, es grande como el mundo, pues no soy ni italiano, ni francés, ni hindú, ni americano, ni español: soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me vio nacer. Dios sabe qué tierra me verá morir. Adopto todas las costumbres, hablo todas las lenguas. Usted me cree francés, usted, ¿no es así?, pues hablo con la misma facilidad y la misma pureza que usted. Pues bien, Alí, mi nubio, me cree árabe; Bertuccio, mi intendente, me cree romano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así que usted comprende, no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre como a mi hermano, ni uno solo de los escrúpulos que detienen a los poderosos o de los obstáculos que paralizan a los débiles me paraliza ni me detiene. Yo sólo tengo dos adversarios; no diré dos vencedores, pues les someto con persistencia: son la distancia y el tiempo. El tercer adversario, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Sólo esa condición puede detenerme en mi camino, y antes de que haya alcanzado la meta a la que me dirijo: todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman las casualidades de la suerte, es decir: la ruina, el cambio, las eventualidades, las tengo todas previstas; y si pudieran alcanzarme algunas, ninguna puede abatirme por completo. A menos que muera, seré siempre lo que soy; por eso le digo cosas que nunca ha oído, ni siquiera en boca de reyes, pues los reyes le necesitan a usted, y todos los demás le temen. ¿Quién no se ha dicho alguna vez, en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: «quizá un día tenga que vérmelas con el fiscal del rey»?

—Pero, usted mismo, señor, puede decirse eso, pues desde el momento en el que vive usted en Francia, está naturalmente sometido a las leyes francesas.

—Lo sé, señor —respondió Montecristo—; pero cuando tengo que ir a un país, comienzo a estudiar, por los métodos que me son propios, a todos los hombres de los que tendré que esperar o temer algo, y llego a conocerlos muy bien, quizá mejor de lo que ellos se conocen a sí mismos. Eso conduce al resultado de que el fiscal del reino, cualquiera que sea, con quien podría tener algo que ver, se encontraría ciertamente con más dificultades que yo mismo.

—¿Lo que quiere decir —repuso dubitativamente Villefort—, que siendo débil la naturaleza humana, todo hombre, según usted, ha cometido… faltas?

—Faltas… o crímenes —respondió negligentemente Montecristo.

—Y que sólo usted, entre los hombres que no reconoce como hermanos, usted mismo lo ha dicho —repuso Villefort con una voz ligeramente alterada—, ¿sólo usted es perfecto?

—No, no perfecto —respondió el conde—; impenetrable, eso es todo. Pero cortemos aquí, señor, si la conversación le desagrada; yo no estoy amenazado por su justicia, como usted no lo está de mi doble punto de vista.

—¡No, no, señor! —dijo vivamente Villefort, que sin duda temía parecer que abandonaba el terreno—. ¡No! Con su brillante y casi sublime conversación, usted me ha elevado por encima del nivel ordinario; ya no hablamos, disertamos. Ahora bien, usted sabe cuántas verdades, a veces crueles, se dicen; los teólogos en sus cátedras de la Sorbona, o los filósofos en sus discusiones; supongamos que disertamos sobre teología social y filosofía teológica, pues yo le diré esta, por muy ruda que sea, hermano, usted se entrega al orgullo; usted está por encima de los demás, pero por encima de usted está Dios.

—¡Por encima de todos, señor! —respondió Montecristo con un acento tan profundo que Villefort tembló involuntariamente—. Tengo mi orgullo ante los hombres, serpientes siempre dispuestas a levantarse contra quien les sobrepasa una cabeza sin aplastarlas con el pie. Pero cejo en mi orgullo ante Dios, que me sacó de la nada para convertirme en lo que soy.

—Entonces, señor conde, le admiro —dijo Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo acababa de emplear esa fórmula aristocrática frente al extranjero al que hasta entonces había llamado señor—. Sí, se lo digo, si usted es realmente fuerte, realmente superior, realmente santo e impenetrable, lo que, tiene usted razón, viene a ser lo mismo, sea usted soberbio, señor; es la ley de la dominación. ¿Tendrá usted al menos alguna ambición?

—Sí, tengo una, señor.

—¿Y cuál es?

—Yo también, como sucede a todo hombre al menos una vez en la vida, yo también fui arrastrado por Satán hasta la más alta montaña, y una vez allí, me mostró el mundo entero, y como también le dijo a Cristo, me dijo: «veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres por adorarme?» entonces reflexioné largamente, pues desde hacía mucho tiempo una terrible ambición devoraba efectivamente mi corazón; después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia y sin embargo no la he visto nunca, ni nada que se le parezca, lo que me hace creer que no existe; yo quiero ser la Providencia, pues sé que lo más bello, lo más grande y lo más sublime del mundo es recompensar y castigar». Pero Satán bajó la cabeza y dio un suspiro. «Te equivocas», dijo, «la Providencia existe; lo que ocurre es que tú no la ves, porque siendo hija de Dios es invisible como su Padre. No has visto nada que se le parezca, porque ella procede por resortes ocultos y camina por vías oscuras; todo lo que puedo hacer es hacer de ti uno de esos agentes de la Providencia». El trato estaba hecho; perderé en él tal vez mi alma, pero no importa —prosiguió Montecristo—, y aunque tuviera que hacer el mismo trato, lo volvería a hacer de nuevo.

Villefort miraba a Montecristo con un sublime asombro.

—Señor conde —dijo—, ¿tiene usted padres?

—No, señor; estoy solo en el mundo.

—¡Peor para usted!

—¿Por qué? —preguntó Montecristo.

—Porque usted podría haber visto un espectáculo propio para romper su orgullo. ¿Usted dice que no teme más que a la muerte?

—Yo no digo que la tema, digo que sólo la muerte puede detenerme.

—¿Y la vejez?

—Habré cumplido con mi misión antes de que llegue a viejo.

—¿Y la locura?

—Estuve a punto de volverme loco, y usted conoce el axioma: non bis in idem[3]; es un axioma criminal, y, por tanto, es de su incumbencia.

—Señor —repuso Villefort—, hay algo más que temer que la muerte, la vejez o la locura; hay, por ejemplo, la apoplejía, ese rayo que golpea sin destruir, y que sin embargo, tras el cual, todo se ha acabado. Uno sigue siendo el mismo, y sin embargo ya no lo es; tocábamos como Ariel al ángel, y henos ahí convertidos en una masa inerte que, como Calibán, no tocamos más que a la bestia; eso se llama lisa y llanamente, como le decía, en la lengua humana, una apoplejía. Venga, si le place, a continuar esta conversación a mi casa, señor conde, un día que tenga usted ganas de encontrar un adversario capaz de comprenderle y ávido de refutarle, y le mostraré a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la Revolución francesa, es decir, la más brillante audacia puesta al servicio de la más vigorosa organización; un hombre que quizá no había visto como usted todos los reinos de la tierra, pero que había ayudado a revolucionar uno de los más poderosos; un hombre que, como usted, pretendía ser uno de los enviados; no por Dios, sino por el Ser Supremo; no por la Providencia, sino por la Fatalidad; y bien, señor, la rotura de un vaso sanguíneo en uno de los lóbulos del cerebro quebró todo eso, no en un día, no en una hora, sino en un segundo. La víspera, el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonaro, riendo de la guillotina, riendo del cañón, riendo del puñal, el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto tablero de ajedrez del que todos, peones, caballos y reina, debían desaparecer con tal de dar jaque mate al rey; el señor Noirtier, tan temible, era al día siguiente ese pobre señor Noirtier, anciano inmóvil, entregado a la voluntad del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentine; un cadáver mudo y helado en fin, que vive sin sufrimiento, nada más que para dar tiempo a la materia para que llegue sin sacudidas a su entera descomposición.

—¡Ay! Señor —dijo Montecristo—, ese espectáculo no es ajeno a mis ojos ni a mi pensamiento; yo soy un poco médico, y como mis colegas he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta; y como la Providencia, esa alma ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates y Séneca hasta san Agustín y más tarde Gall, han hecho en prosa y en verso la comparación que acaba usted de hacer; pero, sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, señor, puesto que usted quiere invitarme a ello, a contemplar en provecho de mi humildad ese terrible espectáculo que debe entristecer mucho su casa.

—Sería así, sin duda, si Dios no me hubiera dado una gran compensación. Frente a ese anciano que desciende a la tumba arrastrándose, están dos niños que entran en la vida: Valentine, una hija de mi primer matrimonio con la señorita de Saint-Méran, y Édouard, ese niño que usted salvó ayer.

—¿Y qué conclusión saca usted de esa compensación, señor? —preguntó Montecristo.

—Mi conclusión es, señor —respondió Villefort—, que mi padre, dispersado por las pasiones, cometió algunas de esas faltas que escapan a la justicia humana, pero que competen a la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una sola persona, sólo le ha golpeado a él.

Montecristo, con la sonrisa en los labios, dio un gran rugido en el fondo de su corazón, un rugido que hubiera hecho huir despavorido a Villefort, si Villefort hubiera podido oírlo.

—Adiós, señor —continuó el magistrado, que desde hacía tiempo se había levantado y hablaba de pie—; le dejo, llevándome de usted un recuerdo de estima que, espero, podrá ser de su agrado cuando me conozca mejor, pues yo no soy un hombre banal, ni mucho menos. Por otra parte, usted tiene en la señora de Villefort una eterna amiga.

El conde saludó y se contentó con acompañar solamente hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual llegó a su coche precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrirle la portezuela.

Después, cuando el fiscal del rey desapareció:

—Vamos —dijo Montecristo esbozando con esfuerzo una sonrisa desde su pecho oprimido—; vamos, suficiente veneno por hoy, y ahora que mi corazón está lleno, vamos a buscar el antídoto.

Y golpeando una vez el timbre:

—Subo a ver a la señora —dijo a Alí—; ¡que me preparen el coche para dentro de media hora!