Capítulo XXIII
La isla de Montecristo
Finalmente Dantès, por una de esas casualidades dichosas e inesperadas, que llegan a veces a quienes han sufrido un revés de la fortuna durante largo tiempo, Dantès iba a llegar a la meta por un medio sencillo y natural, e iba a poner el pie en la isla sin inspirar sospechas a nadie.
Solamente una noche le separaba de ese viaje tan inesperado.
Esa noche fue una de las más febriles que pasó Dantès. Durante toda la noche, todas las posibles opciones, malas y buenas, se le iban presentando alternativamente en su mente: si cerraba los ojos, veía la carta del cardenal Spada escrita en caracteres centelleantes en la pared; si se dormía un instante, los sueños más insensatos venían a dar vueltas en su cerebro. Bajaba a las grutas pavimentadas de esmeraldas, con las paredes de rubíes y estalactitas de diamantes. Las perlas caían gota a gota filtrándose como se filtra a menudo el agua subterránea.
Edmond, encantado, maravillado, se llenaba los bolsillos de piedras preciosas; después, amanecía, y esas piedras se transformaban en simples guijarros. Entonces, intentaba entrar en esas maravillosas grutas que sólo había entrevisto; pero el camino se retorcía en infinitas espirales: la entrada se le hacía invisible. Buscaba inútilmente en su fatigada memoria la palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas cavernas de Ali-Babá. Todo era inútil; el tesoro desaparecido se había convertido en propiedad de los genios de la tierra, a los que por un instante estuvo a punto de arrebatárselo.
Llegó el amanecer casi tan febril como la noche; pero trajo consigo la lógica, que venía en ayuda de la imaginación, y Dantès pudo pergeñar un plan que hasta entonces flotaba impreciso y vaporoso en su cerebro.
Llegó la noche, y con la noche los preparativos del viaje. Esos preparativos eran para Dantès un modo de ocultar su agitación. Poco a poco había ido adquiriendo ante sus compañeros esa autoridad de dirigir como si fuera el dueño de la embarcación; y como esas órdenes eran siempre claras, precisas y fáciles de ejecutar, sus compañeros le obedecían no solamente con prontitud, sino con gusto.
El viejo marino le dejaba obrar: él también había reconocido la superioridad de Dantès sobre los otros marineros y sobre él mismo. Veía en el joven a su sucesor natural, y lamentaba no tener una hija para encadenar a Edmond con esa otra alianza.
A las siete de la tarde todo estaba preparado; a las siete y diez minutos doblaban el faro, justo en el momento en el que el faro se encendía.
El mar estaba en calma, soplaba un viento fresco del sureste; navegaban bajo un cielo azul, en el que Dios iba encendiendo también sus faros, siendo cada uno de ellos un mundo. Dantès declaró que todo el mundo podía irse a dormir y que él se encargaría del timón.
Cuando el maltés, pues era así como llamaban a Dantès, hacía una declaración así, eso bastaba, y todo el mundo se fue a acostar tranquilamente.
Eso sucedía algunas veces: Dantès, arrojado a la soledad en el mundo, sentía de vez en cuando la imperiosa necesidad de estar solo. Ahora bien, ¿qué mejor soledad, a la vez más inmensa y más poética, que la de un navío que flota aislado en el mar, en la oscuridad de la noche, en el silencio de la inmensidad y bajo la mirada del Señor?
Esta vez, la soledad se vio poblada por sus pensamientos, la noche, alumbrada con sus ilusiones, y el silencio, animado con sus promesas.
Cuando el patrón se despertó, el barco navegaba a toda vela: no había ni un solo trozo de tela que no fuese inflado por el viento; bogaba a más de dos leguas y media a la hora.
La isla de Montecristo crecía en el horizonte.
Edmond entregó el barco a su patrón y fue a tumbarse a su vez en su hamaca: pero, a pesar de la noche de insomnio, no pudo pegar ojo ni un momento.
Dos horas después, volvió al puente; el navío estaba doblando la isla de Elba. Estaban a la altura de Mareciana y más arriba de la isla llana y verde de la Pianosa. Se veía alzarse hacia el azul del cielo la cumbre resplandeciente de Montecristo.
Dantès ordenó al timonel virar a babor, a fin de dejar la Pianosa a la derecha; había calculado que esa maniobra debería menguar la ruta en dos o tres nudos.
Hacia las cinco de la tarde, tuvieron la vista completa de la isla. Se percibían en ella los menores detalles, gracias a esa nitidez atmosférica que es propia de la luz proyectada por los rayos solares en su ocaso.
Edmond devoraba con los ojos esa masa de rocas que pasaba por todos los colores crepusculares, desde el rosa vivo hasta el azul oscuro; de vez en cuando, bocanadas ardientes le subían al rostro; la frente enrojecía, una nube púrpura pasaba ante sus ojos.
Nunca un jugador, cuya fortuna estuviera en juego por un golpe de suerte en los dados, sintió tanta angustia como sentía Edmond en sus paroxismos de esperanza.
Llegó la noche; a las diez, abordaron; la Jeune-Amélie era la primera en la cita.
Dantès, a pesar del dominio que normalmente tenía sobre sí mismo, no pudo contenerse: saltó el primero a tierra; si se hubiera atrevido, como Bruto, hubiera besado el suelo.
Era noche cerrada; pero a las once se levantó la luna en medio del mar llenando de plata las olas; después, sus rayos, a medida que iba subiendo en el cielo, comenzaron a extenderse, en blancas cascadas de luz, sobre las rocas amontonadas de ese otro Pelión.
La isla era conocida por la tripulación de la Jeune-Amélie: era una de sus estaciones ordinarias. En cuanto a Dantès, la había reconocido en cada uno de sus viajes al Oriente, pero nunca había desembarcado en ella.
Preguntó a Jacopo.
—¿Dónde vamos a pasar la noche? —le dijo.
—Pues a bordo de la tartana —respondió el marinero.
—¿No estaríamos mejor en las grutas?
—¿En qué grutas?
—Pues en las grutas de la isla.
—Yo no conozco ninguna gruta —dijo Jacopo.
Un sudor frío pasó por la frente de Dantès.
—¿No hay grutas en Montecristo? —preguntó.
—No.
Dantès se quedó un instante aturdido; después, pensó que esas grutas podían haber sido tapadas por un accidente cualquiera, o incluso taponadas, para mayor precaución, por el cardenal Spada.
Todo consistía, en ese caso, en encontrar la boca de la gruta perdida. Era inútil buscar durante la noche. Así pues, Dantès remitió su investigación para el día siguiente. Además, una señal enarbolada a una media legua en el mar, y a la que la Jeune-Amélie respondió enseguida con otra señal parecida, indicó que había llegado el momento de ponerse a la tarea.
El barco que llegaba más tarde, enterado por la señal indicadora de que era absolutamente seguro ponerse en contacto, apareció enseguida, blanco y silencioso como un fantasma, y vino a anclarse a un cable de la orilla.
Enseguida comenzó el traslado de la mercancía.
Mientras trabajaba, Dantès pensaba en los ¡hurra! de alegría que podría él provocar entre los hombres con una sola palabra, si les decía en voz alta el incesante pensamiento que ronroneaba en voz baja en sus oídos y en su corazón. Pero, más que revelar el magnífico secreto, temía haber dicho ya demasiado, y haber despertado sospechas con sus idas y venidas, sus repetidas preguntas, sus minuciosas observaciones y su constante preocupación. Felizmente, para esta circunstancia al menos, en él, ese pasado tan doloroso había dejado marcado en su rostro una tristeza indeleble, y sus resplandores de alegría, medio ocultos bajo esa nube de tristeza, no eran en realidad más que simples destellos.
Nadie sospechaba nada, y cuando al día siguiente, cogiendo un fusil, plomo y pólvora, Dantès manifestó el deseo de ir a cazar alguna de las numerosas cabras salvajes que saltaban de risco en risco, atribuyeron esa excursión de Dantès a su gusto por la caza o a su deseo de soledad. Sólo Jacopo insistió en acompañarle. Dantès no quiso oponerse, temiendo que su negativa inspirase algunas sospechas. Pero, apenas habían hecho un cuarto de legua, habiendo encontrado la ocasión de disparar y matar a un cabritillo, envió a Jacopo a que lo llevara a sus compañeros para que lo asasen y que cuando estuviese listo para comer le hiciese una señal disparando al aire; algunos frutos secos y una garrafa de vino de Monte-Pulciano completaban el menú de los marineros.
Dantès continuó su camino mirando hacia atrás de vez en cuando. Una vez llegado a la cima de una roca, vio a mil pies por debajo de él a sus compañeros, junto a los que Jacopo había llegado y los vio ocupados activamente en los preparativos de la comida, aumentada, gracias a la destreza de Edmond, con una pieza capital.
Edmond les miró un instante con esa sonrisa dulce y triste del hombre superior.
«Dentro de dos horas», se dijo, «todos esos hombres partirán, enriquecidos con cincuenta piastras, para intentar ir a ganar otras cincuenta, con riesgo de sus vidas; después, volverán, con seiscientas libras, a dilapidar ese tesoro en cualquier ciudad, con el orgullo de los sultanes y la confianza en sí mismos de los nababs. Hoy, la esperanza que siento hace que menosprecie su riqueza, que me parece la más profunda de las miserias; mañana, la decepción hará quizá que me vea obligado a contemplar esa profunda miseria como si fuera la suprema felicidad… ¡Oh! No», exclamó Edmond, «eso no sucederá: el sabio, el infalible Faria no se habría equivocado en esta única cosa. Además, más valdría morir que continuar llevando esta vida miserable e inferior».
Así, a Dantès, que hacía tres meses no aspiraba más que a la libertad, ya no le bastaba esa libertad y aspiraba a la riqueza; ¡la culpa no era de Dantès, sino de Dios que, limitando el poder del hombre, le ha dado sin embargo deseos infinitos! Mientras tanto, por un camino perdido entre dos muros de rocas, siguiendo un sendero formado por el torrente y que, según todas las probabilidades, jamás había sido mancillado por pie humano, Dantès se había acercado al lugar en el que suponía que existieran las grutas. Siguiendo la orilla del mar y examinando los más mínimos accidentes geográficos con una minuciosa atención, creyó observar sobre ciertas rocas una serie de cortes hechos por la mano del hombre.
El tiempo, que cubre con su manto de musgo todas las cosas materiales como cubre con su manto del olvido todas las cosas inmateriales, parecía haber respetado esas señales trazadas con cierta regularidad, y probablemente con el fin de dejar una marca; sin embargo, de vez en cuando, esas señales desaparecían bajo las matas de mirto, que se expandían en tupidos ramos cargados de flores, o bajo parásitos líquenes. Entonces Edmond tenía que apartar las ramas o levantar el musgo para encontrar las señales indicadoras que le conducirían a esta especie de laberinto. Esas señales, por lo demás, habían sido un buen augurio para Edmond. ¿Por qué no podría haber sido el cardenal quien las hubiera trazado para que, en caso de una catástrofe que nunca hubiera podido prever tan completa, pudiesen servir de guía a su sobrino? Este solitario lugar era el que se adecuaba muy bien a un hombre que quisiera esconder un tesoro. ¿Era posible que esas señales discontinuas solamente pudieran ser visibles por los ojos de aquellos para quienes habían sido trazadas, y la isla de sombrías maravillas hubiera guardado fielmente su magnífico secreto?
Mientras tanto, aproximadamente a sesenta pasos del puerto, Edmond observó, oculto como estaba de sus compañeros por los accidentes del terreno, que los cortes se paraban; pero tampoco desembocaban en ninguna gruta. Una gruesa roca redonda, asentada sobre una base sólida, era la única meta a la que parecían llevar. Edmond pensó que en lugar de haber llegado al final, quizá, bien al contrario, no estaba más que en el comienzo; en consecuencia dio marcha atrás y volvió sobre sus pasos.
Durante todo ese tiempo, sus compañeros preparaban la comida, iban a buscar agua a un manantial, transportaban el pan y la fruta a tierra, y asaban el cabrito. Justo en el momento en el que lo sacaban de un improvisado espetón, vieron a Edmond que, ligero y resuelto como un gamo, saltaba de risco en risco; dispararon al aire para avisarle. El cazador cambió enseguida de dirección y vino corriendo hacia sus compañeros. Pero en el momento en el que todos le seguían con los ojos en esa especie de vuelo que ejecutaba, y tachaban de temeridad su destreza, como para dar razón a esos temores, a Edmond le falló un pie; le vieron tambalearse en la cima de una roca, dar un grito y desaparecer.
Todos saltaron a la vez, pues todos estimaban a Edmond, a pesar de su superioridad; sin embargo, fue Jacopo quien llegó primero.
Encontró a Edmond en el suelo, sangrando y casi sin conocimiento; debía de haber rodado desde una altura de doce o quince pies. Le pusieron en los labios algunas gotas de ron, y ese remedio, que ya había operado en él con tanta eficacia, produjo el mismo efecto que la primera vez.
Edmond abrió los ojos, se quejó de un fuerte dolor en la rodilla, de pesadez de cabeza y de unas punzadas insoportables en los riñones. Quisieron trasladarle hasta la orilla del mar, pero cuando iban a tocarle, aunque era Jacopo quien dirigía la operación, declaró, quejándose, que no se sentía con fuerzas para soportar el traslado.
Se entiende que para Dantès ya no era cosa de comer, pero exigió que sus colegas, que no tenían las mismas razones que él para hacer dieta, volviesen a sus puestos. En cuanto a él, dijo que sólo necesitaba descansar un poco, y que cuando volvieran estaría ya repuesto.
Los marinos no se hicieron de rogar: tenían hambre, el olor del cabritillo asado llegaba hasta allí, y uno no es ceremonioso entre lobos de mar.
Una hora después, volvieron. Todo lo que Edmond había podido hacer era arrastrarse por el espacio de una docena de pasos para apoyarse en una roca musgosa.
Pero lejos de calmarse, los dolores de Dantès parecían haber aumentado violentamente. El viejo patrón, que se veía obligado a zarpar a lo largo de la mañana para depositar su cargamento en las fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y Fréjus, insistió para que Dantès intentara levantarse. Dantès hizo esfuerzos sobrehumanos para acceder a la invitación del patrón; pero a cada esfuerzo, volvía a caer quejándose y palideciendo.
—Tiene los riñones destrozados —dijo por lo bajo el patrón—. ¡No importa! Es un buen compañero, no podemos abandonarle, tratemos de trasladarlo a la tartana.
Pero Dantès declaró que prefería morir allí, antes que soportar los atroces dolores que le ocasionaba el movimiento, por muy suave que fuese.
—Pues bien —dijo el patrón—, ocurra lo que ocurra, que no se diga que dejamos sin auxilio a un buen compañero como usted. No saldremos hasta la noche.
Esta propuesta extrañó mucho a los marineros, aunque ninguno de ellos se la rebatió, muy al contrario. El patrón era un hombre tan rígido, que era la primera vez que se le veía renunciar a una empresa, o ni siquiera retrasar su ejecución.
Pero Dantès no quiso que se hiciera en su favor una infracción tan grave a las reglas de la disciplina establecida a bordo.
—No —le dijo al patrón—; he sido un torpe, y es justo que pague yo el castigo de mi torpeza. Déjeme una pequeña provisión de galletas, un fusil, pólvora y balas para cazar a algún cabritillo, o al menos para defenderme, y una azada para construirme un pequeño cobijo, si tardan ustedes demasiado en venir a recogerme.
—Pero, te morirás de hambre —dijo el patrón.
—Prefiero eso —dijo Edmond— a sufrir estos dolores inauditos que un solo movimiento me hace sufrir.
El patrón miró hacia el navío, que se balanceaba con la maniobra de salida del pequeño puerto, dispuesto a zarpar en cuanto estuviera todo listo.
—¿Pero qué quieres que hagamos, maltés? —dijo—. No podemos dejarte así, ni tampoco podemos quedarnos.
—¡Márchense! ¡Márchense! —exclamó Dantès.
—Estaremos al menos ocho días fuera —dijo el patrón—, y además tendremos que desviarnos de nuestra ruta para venir a recogerte.
—Escuche —dijo Dantès—: si de aquí a dos o tres días se encuentra con algún barco pesquero o de otra clase que venga por estos parajes, dígale que estoy aquí y que pagaré veinticinco piastras para que me lleve a Livorno. Si no encuentran ningún barco, vengan a recogerme.
El patrón meneó la cabeza.
—Escuche, patrón Baldi, hay un modo de conciliar todo esto —dijo Jacopo—; zarpen, que yo me quedo con el herido para cuidarle.
—¿Y vas a renunciar a la parte que te corresponde para quedarte conmigo?
—Sí —dijo Jacopo—, y no lo lamento.
—Vamos, eres un buen muchacho, Jacopo —dijo Edmond—, Dios te recompensará tu buena voluntad; pero no necesito a nadie, gracias; me restableceré con un día o dos de reposo, y espero encontrar entre las rocas alguna hierba buena contra las contusiones.
Y una extraña sonrisa cruzó los labios de Dantès; estrechó la mano de Jacopo efusivamente, pero permaneció inquebrantable en su resolución de quedarse, y de quedarse solo.
Los contrabandistas dejaron a Edmond lo que les había pedido y se alejaron, no sin volver la cabeza varias veces, haciéndole todas las señales posibles de un cordial adiós, a lo que Edmond respondía solamente con la mano, como si no pudiera mover el resto del cuerpo.
Después, cuando les perdió de vista:
—Es extraño —murmuró Dantès riendo—, que sea entre hombres así donde encuentre pruebas de amistad y actos de verdadera entrega.
Entonces, se fue arrastrando con precaución hasta la punta de un risco que le ocultaba la visión del mar, y desde allí, vio cómo la tartana zarpaba, levaba el ancla, se balanceaba gentilmente como una gaviota que va a emprender el vuelo, y después partía.
Al cabo de una hora, había desaparecido completamente del horizonte: al menos, desde el lugar en el que él estaba, era imposible verla.
Entonces Dantès se levantó, más ágil y más ligero que uno de los cabritillos que saltaban entre mirtos y lentiscos por los riscos salvajes, cogió el fusil con una mano, la azada con la otra y corrió a la roca en la que desembocaban las otras que tenían los cortes que había observado anteriormente.
—Y ahora —exclamó, recordando esa historia del pescador árabe que le había contado Faria—, ahora: ¡ábrete, Sesamo!