Capítulo LXXXVIII

El insulto

A la puerta del banquero, Beauchamp retuvo a Morcerf.

—Escuche —le dijo—, hace un rato le dije en casa de Danglars que era al señor de Montecristo a quien debía pedirle una explicación.

—Sí, y ahora vamos a su casa.

—Un momento, Morcerf; antes de ir a ver al conde, reflexione.

—¿Y qué quiere que reflexione?

—Sobre la gravedad de esa iniciativa.

—¿Es más grave que ir a casa del señor Danglars?

—Sí; el señor Danglars es un hombre de dinero, y usted lo sabe, los hombres de dinero saben demasiado bien el capital que arriesgan como para batirse así como así. El otro, por el contrario, es un gentilhombre, al menos en apariencia; ¿pero no teme usted que, bajo el gentilhombre, se encuentre el sicario?

—Yo sólo temo una cosa, y es la de encontrar a un hombre que no quiera batirse.

—¡Oh! Tranquilo —dijo Beauchamp—, este se batirá. Incluso temo una cosa, y es que se bata demasiado bien; ¡cuidado!

—Amigo —dijo Morcerf con una hermosa sonrisa—, eso es lo que pido; y es lo mejor que me puede suceder: morir por mi padre; eso nos salvará a todos.

—¡Su madre morirá también!

—¡Pobre madre! —dijo Albert pasándose la mano por los ojos—. Ya lo sé; pero mejor es que muera de pena, que no de vergüenza.

—¿Está usted completamente decidido, Albert?

—Sí.

—¡Vamos entonces! ¿Pero cree que le encontraremos?

—Tenía que regresar unas horas después que yo, y seguramente ya habrá llegado.

Subieron al carruaje y dieron la dirección de los Champs-Elysées, n.º 30.

Beauchamp quería ir él solo, pero Albert le hizo observar que este asunto, al salirse de las reglas ordinarias, le permitía apartarse de las reglas ordinarias del duelo.

El joven actuaba en todo este asunto por una causa tan sagrada, que Beauchamp no tenía más remedio que someterse a su voluntad; cedió, pues, ante Morcerf y se contentó con seguirle.

Albert apenas si dio un salto desde la portería a la escalinata. Baptistin le recibió.

El conde, efectivamente, acababa de llegar, pero estaba en el baño y había ordenado no recibir a nadie, fuera quien fuera.

—¿Pero, después del baño? —preguntó Morcerf.

—El señor comerá.

—¿Y después?

—El señor dormirá una hora.

—¿Y después?

—Después irá a la Ópera.

—¿Está usted seguro? —preguntó Albert.

—Perfectamente seguro; el señor ha pedido sus caballos a las ocho en punto.

—Muy bien —replicó Albert—; eso es todo lo que quería saber.

Después, dirigiéndose a Beauchamp:

—Si tiene usted algo que hacer, vaya a hacerlo enseguida, Beauchamp; si tiene alguna cita para esta tarde, pospóngala hasta mañana. Comprenda que cuento con usted para ir a la Ópera. Si puede, traiga con usted a Château-Renaud.

Beauchamp aprovechó el permiso y dejó a Albert, tras prometerle que vendría a buscarle a las ocho menos cuarto.

Una vez en casa, Albert escribió a Franz, a Debray y a Morrel, para manifestarles el deseo que tenía de verles aquella misma velada en la Ópera.

Después fue a visitar a su madre, que desde los acontecimientos de la víspera había ordenado que nadie la molestara, encerrada en su habitación. La encontró en la cama, rota por el dolor y la humillación pública.

La visita de Albert produjo en Mercedes el efecto que se podía esperar; estrechó las manos de su hijo y rompió en sollozos. Y esas lágrimas la aliviaron.

Albert se quedó un instante de pie y mudo junto al rostro de su madre. Se veía en su cara pálida y en su frente concentrada que su resolución de venganza se espesaba cada vez más en su corazón.

—Madre —preguntó Albert—, ¿es que usted conoce algún enemigo del señor de Morcerf?

Mercedes se sobresaltó; había observado que el joven no había dicho: «de mi padre».

—Querido mío —dijo ella— las personas de la posición del conde tienen muchos enemigos que ni siquiera conocen. Además, los enemigos conocidos, no son, tú lo sabes, los más peligrosos.

—Sí, eso lo sé, por eso apelo a toda su perspicacia, madre. Usted es una mujer tan superior que nada se le escapa, madre.

—¿Por qué me dices eso?

—Porque usted observó, por ejemplo, que, en la velada del baile que dimos, el señor de Montecristo no quiso tomar nada en nuestra casa.

Mercedes, incorporándose toda temblorosa, apoyada en un brazo y ardiendo por la fiebre:

—¡El señor de Montecristo! —exclamó—. ¿Qué relación habría de tener con la pregunta que me haces?

—Usted lo sabe, madre, el señor de Montecristo es casi un hombre del Oriente, y los orientales, para reservarse toda libertad de venganza, ni comen ni beben nunca en la casa de su enemigo.

—¿El señor de Montecristo nuestro enemigo, dices, Albert? —repuso Mercedes poniéndose más pálida que las sábanas blancas que la cubrían—. ¿Quién te ha dicho eso? ¿Por qué? Estás loco, Albert. El señor de Montecristo te salvó la vida, tú mismo nos lo presentaste. ¡Oh! Te lo ruego, hijo mío, si se te ha ocurrido una idea así, apártala; si tengo una recomendación que hacerte, diré más, si tengo una súplica que hacerte es que te mantengas en buenos términos con él.

—Madre —replicó el joven con una turbia mirada—, tiene usted sus razones para decirme que me lleve bien con ese hombre.

—¡Yo! —exclamó Mercedes, sonrojándose con la misma rapidez con la que antes había palidecido, y volviendo de nuevo a ponerse más pálida aún que antes.

—Sí, sin duda, y esa razón —repuso Albert—, ¿no es la de que ese hombre no puede hacernos ningún mal?

Mercedes se estremeció; y mirando a su hijo de manera inquisitiva:

—Me hablas de modo extraño —le dijo—, y me parece que tienes extraños prejuicios. ¿Pues, qué te ha hecho el conde? Hace tres días estabas con él en Normandía; hace tres días yo le veía, y tú también le veías, como a tu mejor amigo.

Una sonrisa irónica afloró a los labios de Albert. Mercedes vio esa sonrisa, y con ese doble instinto de mujer y de madre, adivinó todo; pero, prudente y fuerte, ocultó su turbación y sus sobresaltos.

Albert dejó caer la conversación; al cabo de un instante la condesa la reanudó.

—Venías a preguntarme cómo estaba —dijo—, te responderé francamente, amigo mío, que no me siento bien. Tendrías que instalarte aquí, Albert, me harías compañía; necesito no estar sola.

—Madre querida —dijo el joven—, estaré a sus órdenes, y no sabe con cuánto placer, pero me veo forzado a dejarla durante toda la velada, por un asunto urgente e importante.

—¡Ah! Muy bien —respondió Mercedes con un suspiro—; ve, Albert, no quiero hacerte esclavo de la piedad filial.

Albert simuló no haber oído, saludó a su madre y salió.

En cuanto el joven cerró la puerta, Mercedes llamó a un sirviente de confianza y le ordenó que siguiera a Albert a todas partes adonde este fuera a lo largo de la velada, y que regresara a rendirle cuentas de inmediato.

Después llamó a su doncella, y aunque se encontraba muy débil, se vistió con su ayuda, para estar preparada ante cualquier eventualidad.

La misión encomendada al lacayo no era difícil de cumplir.

Albert volvió a su casa y se vistió con una especie de esmero rebuscado y severo. A las ocho menos diez, Beauchamp llegó; había visto a Château-Renaud y este le había prometido que estaría en el patio de butacas antes de que se levantase el telón.

Ambos jóvenes subieron al cupé de Albert que, al no tener ninguna razón para ocultar adónde iban, ordenó al cochero en voz alta:

—¡A la Ópera!

En su impaciencia, llegaron antes de que se levantara el telón. Château-Renaud estaba en su asiento, y puesto que estaba advertido de todo por Beauchamp, Albert no tenía que darle ninguna explicación. La conducta de este hijo intentando vengar a su padre era tan simple que Château-Renaud no intentó en absoluto disuadirle, y se contentó con renovarle la seguridad de que estaba a su disposición.

Debray no había llegado todavía, pero Albert sabía que raramente faltaba a una representación en la Ópera. Albert erró por el teatro hasta que se levantó el telón. Esperaba encontrar a Montecristo, ya fuera por los pasillos o en la escalera. El timbre sonó para que ocuparan sus asientos, y Albert vino a sentarse al patio de butacas entre Château-Renaud y Beauchamp.

Pero no quitaba los ojos de ese palco de entrecolumnas que durante todo el primer acto parecía obstinarse en permanecer cerrado.

Finalmente, cuando Albert consultaba su reloj por centésima vez, al principio del segundo acto, la puerta del palco se abrió, y Montecristo, vestido de negro, entró y se apoyó en la barandilla para mirar en la sala; Morrel le acompañaba, buscando con la mirada a su hermana y a su cuñado. Les vio en un palco de la segunda fila, y les hizo una seña.

El conde, al echar una ojeada circular por toda la sala, vio una cabeza de cara pálida y unos ojos brillantes que parecían intentar atraer ávidamente sus miradas; reconoció por supuesto a Albert, pero la expresión que observó en su rostro convulsionado le aconsejó sin duda obviarle. Sin hacer ningún movimiento que descubriese sus pensamientos, se sentó, sacó el catalejo de su estuche, y comenzó a mirar en otra dirección.

Pero, aún simulando no haber visto a Albert, el conde no le perdía de vista, y cuando cayó el telón al final del segundo acto, una ojeada infalible y segura siguió al joven que salía del patio de butacas acompañado de sus dos amigos.

Después, la misma cabeza reapareció en los ventanales de un primer palco frente al suyo. El conde veía venir la tormenta, y cuando oyó la llave que giraba en la cerradura de su palco, aunque en ese mismo momento estuviera hablando con Morrel con la mejor de sus sonrisas, el conde sabía a qué atenerse y se había preparado para todo.

La puerta se abrió.

Solamente entonces Montecristo se dio la vuelta y vio a Albert, lívido y tembloroso; tras él venían Beauchamp y Château-Renaud.

—¡Vaya! —exclamó con esa acogedora cortesía que distinguía normalmente su saludo de las banales formalidades de los demás—. ¡Aquí está mi caballero que llegó a su meta! Buenas noches, señor de Morcerf.

Y el rostro de este hombre, tan singularmente dueño de sí, expresaba la más perfecta cordialidad.

Solamente entonces Morrel recordó la carta que había recibido del vizconde, y en la que, sin ninguna explicación, este le rogaba que fuera a la Ópera; y comprendió que iba a pasar algo terrible.

—No venimos aquí para intercambiar hipócritas cortesías o simulacros de amistad —dijo el joven—; venimos a pedirle una explicación, señor conde.

La voz temblorosa del joven apenas si pasaba entre sus apretados dientes.

—¿Una explicación en la Ópera? —dijo el conde con ese tono tan tranquilo y con esa mirada tan penetrante, en los que se reconoce, con ese doble carácter, al hombre eternamente seguro de sí mismo—. Por muy poco conocedor que yo sea de las costumbres parisinas, nunca hubiera creído, señor, que fuera este el lugar para pedir explicaciones.

—Sin embargo, cuando las personas se esconden —dijo Albert— cuando no se puede llegar hasta ellas bajo el pretexto de que están en el baño, en la mesa o en la cama, habrá que abordarlas allí donde se encuentren.

—Yo no soy difícil de encontrar —dijo Montecristo—, pues ayer mismo, señor, si no me falla la memoria, estaba usted en mi casa.

—Ayer, señor —dijo el joven, cuya cabeza se le trastocaba—, yo estaba en su casa porque ignoraba quién era usted.

Y pronunciando estas palabras, Albert había subido el tono de su voz de manera que las personas situadas en los palcos próximos le oyesen, así como las que pasaban por el pasillo. De modo que las personas de los palcos se volvían para mirar, y las del pasillo se paraban detrás de Beauchamp y Château-Renaud, al oír ese altercado.

—¿Pero, de dónde sale usted, señor? —dijo Montecristo sin la menor emoción aparente—. Me parece que no está usted en su sano juicio.

—Con tal de que yo comprenda su perfidia, señor, y que llegue a hacerle comprender que quiero vengarme de ella, permanecería lo suficientemente razonable —dijo Albert furioso.

—Señor, no le comprendo —replicó Montecristo—, y aunque le comprendiera, no por eso tengo que decirle que habla usted demasiado alto. Aquí estoy en mi casa, señor, y sólo yo tengo derecho a levantar la voz por encima de las demás voces. ¡Salga de aquí, señor!

Y Montecristo indicó la puerta a Albert con un gesto admirable de mando.

—¡Ah! ¡Ya le haré yo salir de su casa! —repuso Albert arrugando en sus convulsas manos el guante que el conde no perdía de vista.

—¡Bien!, ¡bien! —dijo flemáticamente Montecristo—. Busca usted pelea, señor; ya lo veo; pero un consejo, vizconde, y recuérdelo bien: es una mala costumbre armar tanto ruido al provocar a alguien. El ruido no le va a todo el mundo, señor de Morcerf.

Al oír el nombre de Morcerf, un murmullo de asombro pasó como un escalofrío entre los que oían esta escena. Desde la víspera, el nombre de Morcerf corría de boca en boca.

Albert, mejor que nadie, y antes que nadie, comprendió la alusión, e hizo un gesto para lanzar el guante a la cara del conde; pero Morrel le sujetó por la muñeca, mientras que Beauchamp y Château-Renaud, temiendo que la escena sobrepasase el límite de una provocación, le sujetaban por detrás.

Pero Montecristo, sin levantarse, inclinando la silla, extendió la mano solamente, y cogiendo entre los dedos crispados del joven el guante húmedo y arrugado:

—Señor —dijo en un tono terrible—, doy su guante por lanzado, y se lo devolveré envolviendo en él una bala. Ahora, salga de mi palco, o llamo a mis criados para que le pongan en la calle.

Ebrio, desencajado, con los ojos inyectados de sangre, Albert dio dos pasos hacia atrás.

Morrel aprovechó para cerrar la puerta.

Montecristo volvió a coger su catalejo y se puso a observar a la sala como si nada extraordinario hubiera ocurrido.

Este hombre tenía un corazón de bronce y un rostro de mármol. Morrel se inclinó a su oído.

—¿Pero, qué es lo que le ha hecho? —dijo.

—¿Yo? Nada, personalmente al menos —dijo Montecristo.

—Sin embargo, esta extraña escena debe tener alguna causa.

—La aventura del conde de Morcerf exaspera al desgraciado joven.

—¿Y tiene usted algo que ver en ello?

—Fue Haydée quien instruyó a la Cámara de la traición de su padre.

—En efecto —dijo Morrel—, me dijeron, pero yo no había querido creerlo, que la esclava griega que vi con usted, en este mismo palco, era la hija de Alí-Pachá.

—Sin embargo, esa es la verdad.

—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Morrel—. Ahora entiendo todo, esta escena era premeditada.

—¿Cómo es eso?

—Sí, Albert me escribió para que yo viniera a la Ópera esta noche; era para que fuera testigo del insulto que iba a hacerle.

—Probablemente —dijo Montecristo con su imperturbable tranquilidad.

—¿Pero, qué hará usted con él?

—¿Con quién?

—¡Con Albert!

—¿Con Albert? —repuso Montecristo con el mismo tono—. ¿Lo que haré, Maximilien? Tan cierto como que está usted aquí y tan cierto como que le estrecho la mano, le mataré mañana antes de las diez de la mañana. Eso es lo que haré.

Morrel, a su vez, cogió la mano de Montecristo entre las suyas, y se estremeció al sentir su mano fría y tranquila.

—¡Ah! Conde —dijo—, ¡su padre le quiere tanto!

—¡No me diga esas cosas! —exclamó Montecristo, como si fuera el primer impulso de cólera que hubiera sentido nunca—. ¡Le haría sufrir!

Morrel, estupefacto, soltó la mano del conde.

—¡Conde!, ¡conde! —dijo.

—Querido Maximilien —interrumpió el conde—, escuche la adorable forma en la que Duprez[1] canta esa frase:

»¡Oh, Matilde! Ídolo de mi alma.

»Mire, fui el primero en descubrir a Duprez en Nápoles, y el primero en aplaudirle. ¡Bravo!, ¡bravo!

Morrel comprendió que no había nada más que decir, y esperó.

El telón, que se había levantado al final de la escena de Albert, se bajó casi enseguida. Llamaron a la puerta.

—¡Pase! —dijo Montecristo sin que su voz delatara la menor emoción.

Beauchamp apareció.

—Buenas tardes, señor Beauchamp —dijo Montecristo, como si viera al periodista por primera vez en toda la velada—; pero, siéntese.

Beauchamp saludó, entró y se sentó.

—Señor —dijo a Montecristo—, yo acompañaba ahora mismo, como pudo ver, al señor de Morcerf.

—Lo que quiere decir —repuso Montecristo riendo—, que probablemente venían ustedes de cenar juntos. Encantado de ver, señor Beauchamp, que usted está más sobrio que él.

—Señor —dijo Beauchamp—, convengo en que Albert se ha equivocado dejándose llevar de esa manera, y yo vengo, por mi cuenta, a presentarle excusas. Ahora que mis excusas están hechas, las mías, entienda, señor conde, vengo a decirle que le creo a usted un hombre demasiado caballero como para que se niegue a darme algunas explicaciones sobre el tema de sus relaciones con la gente de Janina; además, añadiré dos palabras sobre la joven griega.

Montecristo hizo un pequeño gesto, con los labios y con los ojos, que ordenaba silencio.

—¡Vamos! —añadió riendo—. He ahí todas mis esperanzas rotas.

—¿Cómo es eso? —preguntó Beauchamp.

—Sin duda, primero se apresura usted a crearme una reputación de excéntrico; soy, según usted, un Lara, un Manfredo, un lord Ruthwen; después, una vez que el momento de verme excéntrico ha pasado, me adula, e intenta hacer de mí un hombre banal. Usted me prefiere común, vulgar; en fin, me pide explicaciones. ¡Vamos, vamos! Señor Beauchamp, ¿se burla usted?

—Sin embargo —repuso Beauchamp con altivez—, hay ocasiones en las que la probidad manda…

—Señor Beauchamp —interrumpió este hombre extraño—, quien manda al señor conde de Montecristo es el señor conde de Montecristo. Así, pues, ni una palabra de todo eso, se lo ruego. Yo hago lo que quiero, señor Beauchamp, y, créame, lo que hago está siempre bien hecho.

—Señor —respondió el joven—, no se paga a la gente honrada con esa moneda; se precisan garantías para el honor.

—Señor, yo soy una garantía viviente —repuso Montecristo impasible, pero cuyos ojos se encendían con relámpagos amenazadores—. Ambos tenemos en las venas sangre que deseamos verter, esa es nuestra mutua garantía. Lleve esta respuesta al vizconde y dígale que mañana, antes de las diez, habré visto el color de la suya.

—Así que no me queda más que fijar las condiciones del duelo —dijo Beauchamp.

—Eso me es totalmente indiferente, señor —dijo el conde de Montecristo—; era pues, inútil venir a molestarme en el espectáculo por tan poca cosa. En Francia uno se bate con la espada o con la pistola; en las colonias, se usa la carabina; en Arabia, el puñal. Diga a su cliente que, aunque soy el insultado, para ser excéntrico hasta el final, le dejo que elija las armas, y que aceptaré todo sin discusión, sin contestación; todo, ¿me oye bien? Todo, incluso el duelo por sorteo, lo que es siempre estúpido. Aunque, en mi caso, para mí es otra cosa: yo estoy seguro de ganar.

—¡Seguro de ganar! —repitió Beauchamp mirando estupefacto al conde.

—¡Eh! Ciertamente —dijo Montecristo encogiéndose ligeramente de hombros—. Si no fuera así, no me batiría con el señor de Morcerf. Le mataré, es preciso, y así será. Así que envíeme una nota a casa esta noche, indicando armas y hora, no me gusta hacerme esperar.

—Con pistolas, a las ocho de la mañana, en el bosque de Vincennes —dijo Beauchamp, desconcertado, sin saber si se las veía con un fanfarrón presuntuoso o con un ser sobrenatural.

—Está bien, señor —dijo Montecristo—. Ahora que todo está reglado, déjeme oír el espectáculo, se lo ruego, y diga a su amigo Albert que no vuelva esta noche: se perjudicaría con todas esas brutalidades de mal gusto. Que se vaya a casa y que duerma.

Beauchamp salió lleno de asombro.

—Ahora —dijo Montecristo volviéndose hacia Morrel—, cuento con usted, ¿no es así?

—Ciertamente que sí —dijo Morrel—, puede usted contar conmigo, conde; sin embargo…

—¿Cómo?

—Sería importante, conde, que yo conociese la verdadera causa…

—Es decir, ¿que no acepta?

—No, no es eso.

—¿La verdadera causa, Morrel? —dijo el conde—. Ese mismo joven actúa como un ciego, y no la conoce. La verdadera causa, sólo es conocida por mí y por Dios; pero le doy mi palabra de honor, Morrel, que Dios, que la conoce, estará a favor nuestro.

—Eso basta, conde —dijo Morrel—. ¿Quién es su otro testigo?

—No conozco a nadie en París a quien yo quiera hacer ese honor más que a usted, Morrel, y a su cuñado Emmanuel. ¿Cree usted que Emmanuel querrá prestarme ese servicio?

—Respondo de él como de mí mismo, conde.

—¡Bien! Es todo lo que necesito. Mañana, a las siete de la mañana en mi casa, ¿no?

—Allí estaremos.

—¡Chsss! Se levanta el telón, escuchemos. Tengo la costumbre de no perderme ni una sola nota de esta ópera; ¡tiene una música tan encantadora Guillermo Tell!