Capítulo XC
El campo de honor
Al marcharse Mercedes, todo cayó de nuevo en la sombra, en casa de Montecristo. A su alrededor y en su interior, el pensamiento se detuvo; su espíritu enérgico se adormeció como hace el cuerpo tras una fatiga extrema.
«¡Cómo!», se decía, mientras la lámpara y las velas se consumían tristemente y los sirvientes aguardaban con impaciencia en la antecámara; «¡cómo! ¡Ahí está el edificio preparado tan lentamente, edificado con tanto cuidado y con tanto trabajo, ahí está este edificio, derruido de un solo golpe, con un solo soplo, con una sola palabra! ¡Y qué! ¡Este yo, que creía ser algo, del que estaba tan orgulloso, este yo, que vi tan pequeño en los calabozos del castillo de If, y que conseguí engrandecer, se verá mañana reducido a polvo! ¡Ay! No es la muerte del cuerpo lo que lamento; pues esa destrucción del principio vital, ¿no es el descanso hacia el que todo tiende, al que todo desgraciado aspira, esa calma de la materia por la que tanto suspiré durante tanto tiempo, a la que me encaminaba por el camino doloroso del hambre, cuando Faria apareció en mi celda? ¿Qué es la muerte? Un grado más en la calma, y quizá dos más en el silencio. No, no es la existencia lo que lamento, sino la ruina de mis proyectos, elaborados tan lentamente, construidos tan laboriosamente. La Providencia, a quien creí a favor de esos proyectos, resulta que estaba en contra. ¡Dios no quería que se cumpliesen!
»Ese fardo que he levantado, casi tan pesado como un mundo, y que creí poder llevar hasta el final, estaba hecho a la medida de mis deseos, y no a la de mis fuerzas; a la medida de mi voluntad, y no a la de mi poder, y tendré que depositarlo a la mitad de mi camino. ¡Oh! ¡Me estaré volviendo fatalista, yo, a quien catorce años de desesperación y diez de esperanza le habían hecho providencialista!
»Y todo esto, ¡Dios mío!, porque mi corazón, que creía muerto, no estaba más que adormecido; porque mi corazón se ha despertado, porque ha latido, porque he cedido ante el dolor de ese latido que se levanta desde el fondo de mi pecho por la voz de una mujer.
»Y sin embargo», continuó el conde, hundiéndose cada vez más en las previsiones de esa mañana terrible que había aceptado Mercedes; «sin embargo, es imposible que esta mujer, de corazón tan noble, haya consentido, por egoísmo, que me dejara matar, a mí, lleno de fuerza y de vida. ¡Es imposible que lleve hasta ese punto el amor, o más bien, el delirio maternal! Hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá pergeñado alguna escena patética, vendrá a interponerse entre las espadas, y de lo sublime que ha sido aquí, en el campo del honor todo eso será ridículo».
Y el rubor del orgullo le subía hasta la frente.
«¡Ridículo!», se repitió. «Y el ridículo recaerá sobre mí… ¡Yo, ridículo! ¡Vamos! Prefiero morir.»
Y a fuerza de exagerar así, por adelantado, todas las peores circunstancias del día siguiente, a las que se había condenado al prometer a Mercedes dejar vivir a su hijo, el conde llegó a decirse:
«¡Tonterías, tonterías, tonterías! ¡Cómo demostrar entonces la generosidad, colocándome como una diana inerte ante el cañón de la pistola del joven! Nadie creerá que mi muerte es un suicidio, y sin embargo, importa para el honor de mi memoria…, no es vanidad, ¿no, Dios mío?, sino un justo orgullo, eso es todo; es importante para salvaguardar el honor de mi memoria que el mundo sepa que consentí yo mismo, por propia voluntad, con mi libre albedrío, en detener mi brazo ya levantado para atacar, y que con ese brazo, potentemente armado contra los demás, me ataqué a mí mismo: tengo que hacerlo así, y lo haré.»
Y cogiendo una pluma, sacó un papel de un cajón secreto de su escritorio, y trazó, debajo de lo ya escrito, que no era otra cosa sino su testamento, que había hecho al llegar a París, una especie de codicilo en el que explicaba su muerte a las personas menos perspicaces.
«Hago esto, ¡Dios mío!», dijo elevando los ojos al cielo, «tanto por Tu honor como por el mío. Desde hace diez años, ¡oh, Dios mío!, me he considerado como el enviado de Tu venganza y otros miserables como un Morcerf, o como un Danglars, o un Villefort, o el mismo Morcerf, no tienen que figurarse que el azar les ha librado de su enemigo. Que sepan, por el contrario, que la Providencia, que había decretado ya su castigo, se ha visto corregida por el solo poder de mi voluntad; que el castigo soslayado en este mundo les espera en el otro, y que sólo han cambiado el tiempo de sus vidas por el de toda una eternidad».
Mientras que flotaba entre esas sombrías incertidumbres, mal sueño del hombre despierto por el dolor, llegó el día a blanquear los cristales, y a alumbrar bajo sus manos el pálido papel celeste sobre el que acababa de trazar esa suprema justificación de la Providencia.
Eran las cinco de la mañana.
De repente, un ligero ruido llegó a sus oídos. Montecristo creyó haber oído algo semejante a un suspiro ahogado; volvió la cabeza, miró por todo alrededor y no vio a nadie. Pero el ruido se repitió, lo bastante claro como para que a la duda le sucediera la certeza.
Entonces el conde se levantó, abrió con suavidad la puerta del salón, y sobre un sofá, con los brazos inertes, su hermoso rostro pálido inclinado hacia atrás, vio a Haydée, que se había colocado delante de la puerta, para que el conde no pudiera salir sin verla, pero a la que el sueño, tan potente en la juventud, la había sorprendido tras la fatiga de una tan larga vigilia.
El ruido que hizo la puerta al abrirse no sacó del sueño a Haydée.
Montecristo la observó con una mirada llena de dulzura y de sentimiento.
—¡Mercedes me ha recordado que tenía un hijo —dijo—, y yo, yo olvidé que tenía una hija!
Después, moviendo tristemente la cabeza:
—¡Pobre Haydée! —dijo—. Vino a verme, vino a hablarme, seguramente se temió algo, o lo adivinó… ¡oh! No puedo marchar sin decirle adiós, no puedo morir sin confiársela a alguien.
Volvió de nuevo al gabinete y escribió debajo de las primeras líneas:
Lego a Maximilien Morrel, capitán de espahís e hijo de mi antiguo patrón, Pierre Morrel, armador de Marsella, la suma de veinte millones, de los que una parte de ellos ofrecerá a su hermana Julie y a su cuñado Emmanuel, si, después de todo, cree que ese aumento de fortuna no perjudica a la felicidad del hogar. Esos veinte millones están escondidos en mi gruta de la isla de Montecristo, cuyo secreto conoce Bertuccio.
Si su corazón está libre y quiere desposar a Haydée, hija de Alí, pachá de Janina, a quien he educado con el amor de un padre y que ha sentido por mí la ternura de una hija, cumpliría, no digo mi última voluntad, sino mi último deseo.
El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mi fortuna, consistente en tierras, en rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, el mobiliario de mis diferentes palacios y casas, y que, aún restando esos veinte millones, así como los diferentes legados hechos a mis sirvientes, podría ascender aún a unos sesenta millones.
Acababa de escribir estas líneas cuando un grito detrás de él le hizo soltar la pluma.
—Haydée —dijo—, ¿lo has leído?
En efecto, la joven, que se había despertado por la luz del día que le daba en los ojos, se había levantado y se había acercado al conde, sin que el ruido de sus ligeros pasos, mitigado por la alfombra, se hubiera oído.
—¡Oh! Mi señor —dijo juntando las manos—, ¿por qué escribes a estas horas? ¿Por qué me legas toda tu fortuna, mi señor? ¿Es que me abandonas?
—Voy a hacer un viaje, mi ángel querido —dijo Montecristo con una expresión de melancolía y de tristeza infinitas—, y si me sucediera alguna desgracia…
El conde se detuvo.
—¿Y bien…? —preguntó la joven en un tono de autoridad que el conde no había visto nunca en ella, y que le hizo sobresaltarse.
—Pues bien, si me sucede una desgracia —repuso Montecristo—, quiero que mi hija sea feliz.
Haydée sonrió tristemente moviendo la cabeza.
—¿Es que piensas morir, mi señor? —dijo.
—Es un pensamiento saludable, mi niña, dijo un sabio.
—Pues bien, si mueres —dijo ella—, lega tu fortuna a cualquier otro, pues si tú mueres…, ya no necesitaré nada más.
Y cogiendo el papel, lo desgarró en cuatro trozos que tiró por el medio del salón. Después de esta energía tan poco habitual en una esclava que había agotado todas sus fuerzas, cayó al suelo, no dormida esta vez, sino desvanecida.
Montecristo se inclinó sobre ella, la levantó entre sus brazos, y al ver esa hermosa tez pálida, esos hermosos ojos cerrados, ese hermoso cuerpo inanimado y como abandonado, por primera vez le vino la idea de que tal vez ella le amaba, y no ya como una hija que ama a su padre.
—¡Ay! —murmuró con profundo desaliento—. ¡Podría aún haber sido feliz!
Después, llevó a Haydée a sus aposentos dejándola, aún desvanecida, en manos de sus doncellas; y volviendo al gabinete, que esta vez cerró con llave, volvió a copiar el testamento roto.
Cuando estaba acabando, se oyó el ruido de un cabriolé que entraba en el patio. Montecristo se acercó a la ventana y vio apearse a Maximilien y a Emmanuel.
«Bueno», se dijo, «¡justo a tiempo!».
Y lacró el testamento con un triple sello.
Un instante después, oyó los pasos en el salón, y él mismo fue a abrir. Morrel apareció en el umbral.
Se había adelantado unos veinte minutos.
—Vengo quizá demasiado pronto, señor conde —dijo—; pero le confieso francamente que no he podido dormir ni un minuto, y lo mismo nos ha ocurrido a toda la casa. Necesitaba verle fuerte con toda su valerosa seguridad para ser yo mismo.
Montecristo no pudo contenerse ante esa prueba de afecto, y no fue la mano lo que tendió al joven, sino que le abrió los brazos.
—Morrel —le dijo emocionado—, es un hermoso día para mí, al sentirme estimado por un hombre como usted. Buenos días, señor Emmanuel. ¿Viene entonces conmigo, Maximilien?
—¡Pardiez! —dijo el capitán—. ¿Lo dudaba usted?
—Sí, pero si yo no tenía razón…
—Escuche, yo le vi ayer durante toda aquella escena de provocación, he pensado toda la noche en la seguridad que tiene usted en sí mismo, y me dije que la justicia debe estar de su parte o no habría ninguna manera de confiar en el rostro de los hombres.
—Sin embargo, Morrel, Albert es amigo suyo…
—Sólo es un conocido, conde.
—¿Le vio por primera vez el mismo día que le conocí a usted?
—Sí, es cierto; ¿qué quiere? Tiene que recordármelo para que yo lo recuerde.
—Gracias, Morrel.
Después, llamó una sola vez al timbre:
—Toma esto —dijo a Alí, que apareció enseguida—, que lo lleven a mi notario. Es mi testamento, Morrel. Si muero, usted irá a abrirlo.
—¡Cómo! —exclamó Morrel—. ¿Morir usted?
—¡Eh! ¿No hay que preverlo todo, querido amigo? Pero, ¿qué hizo usted anoche, después de separarnos?
—Estuve en el café Tortoni, donde, como me imaginaba, encontré a Beauchamp y a Château-Renaud. Confieso que los estaba buscando.
—¿Para qué, puesto que estaba todo convenido?
—Escuche, conde, el asunto es grave, inevitable.
—¿Lo dudaba usted?
—No. La ofensa fue pública, y todo el mundo anda ya hablando de ello.
—¿Y bien?
—Pues bien, yo esperaba poder cambiar las armas, sustituir la pistola por la espada. La pistola es ciega.
—¿Y lo consiguió? —preguntó rápidamente Montecristo con un imperceptible brillo de esperanza.
—No, pues conocen bien lo bueno que es usted con la espada.
—¡Bah! ¿Quién me ha descubierto entonces?
—Los maestros de armas a los que usted ha vencido.
—Así que su gestión fracasó.
—La rechazaron categóricamente.
—Morrel —dijo el conde—, ¿me ha visto alguna vez disparar?
—Nunca.
—Pues bien, tenemos tiempo, mire.
Montecristo cogió las pistolas que tenía sobre la mesa cuando llegó Mercedes y, pegando un as de trébol a la placa que le servía de diana, con cuatro disparos arrancó sucesivamente las cuatro ramas del trébol.
Morrel palidecía en cada disparo.
Examinó las balas con las que Montecristo ejecutaba esa hazaña, y vio que no eran más gruesas que perdigones.
—Es asombroso —dijo—; ¡ve eso, Emmanuel!
Después, dirigiéndose a Montecristo:
—Conde —dijo—, ¡en nombre del cielo, no mate a Albert! ¡El desgraciado tiene madre!
—Es justo —dijo Montecristo—, y yo, yo no la tengo.
Y dijo esas palabras en un tono que hizo temblar a Morrel.
—Usted es el ofendido, conde.
—Sin duda; ¿qué quiere decir eso?
—Quiere decir que usted dispara el primero.
—¿Disparo el primero?
—¡Oh! Eso sí que lo he conseguido, o más bien lo he exigido; ya les hacíamos bastantes concesiones como para que no nos dejaran esta.
—¿Y a cuántos pasos?
—A veinte.
Una espantosa sonrisa cruzó por los labios del conde.
—Morrel —dijo—, no olvide lo que acaba de ver.
—Así que sólo cuento con su emoción para salvar a Albert.
—¿Yo, emoción? —dijo Montecristo.
—O con su generosidad, amigo mío; seguro de su disparo como lo está usted, puedo decirle una cosa que sería ridícula si se la dijera a cualquier otro.
—¿Qué cosa?
—Rómpale un brazo, hiérale, pero no le mate.
—Morrel, escuche también esto —dijo el conde—, no necesito que me animen a tratar bien al señor de Morcerf; el señor de Morcerf, se lo digo por adelantado, estará tan bien tratado que volverá tranquilamente con sus dos amigos, mientras que a mí…
—¿Y bien, a usted?
—¡Oh! Será otra cosa, a mí me llevarán.
—¡Vamos, vamos! —exclamó Maximilien fuera de sí.
—Será como se lo digo, mi querido Morrel; el señor de Morcerf me matará.
Morrel miró al conde como alguien que ya no entiende nada.
—¿Pero, qué le ha ocurrido desde anoche, conde?
—Lo que le ocurrió a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto a un fantasma.
—¿Y ese fantasma?
—Ese fantasma, Morrel, me dijo que ya había vivido lo suficiente.
Maximilien y Morrel se miraron; Montecristo sacó el reloj.
—Vámonos —dijo— son las siete y cinco, y la cita es a las ocho en punto.
Un coche les aguardaba ya enganchado; Montecristo subió con sus dos testigos.
Al cruzar el corredor, Montecristo se detuvo a escuchar delante de una puerta, y Maximilien y Emmanuel, que por discreción se habían adelantado un poco, creyeron oír un suspiro, como respuesta a un sollozo.
A las ocho en punto estaban en el lugar de encuentro.
—Ya hemos llegado —dijo Morrel asomando la cabeza por la ventanilla—, y somos los primeros.
—El señor me disculpará —dijo Baptistin, que había seguido a su señor con un terror indecible—, pero creo ver allá un coche, bajo los árboles.
—En efecto —dijo Emmanuel—, veo a dos jóvenes que se pasean como si esperasen a alguien.
Montecristo saltó hábilmente de la calesa y dio la mano a Emmanuel y a Maximilien para ayudarles a bajar.
Maximilien retuvo la mano del conde entre las suyas.
—Gracias a Dios —dijo—, estrecho una mano como me gusta verla en un hombre cuya vida descansa en la bondad de su causa.
Montecristo retuvo a Morrel, no aparte, pero sí un paso o dos por detrás de su cuñado.
—Maximilien —le preguntó—, ¿tiene usted su corazón libre?
Morrel miró a Montecristo con asombro.
—No le pido una confidencia, querido amigo, es una simple pregunta; responda sí o no, es todo lo que le pido.
—Amo a una joven, conde.
—¿Y la ama mucho?
—Más que a mi vida.
—¡Vaya! —dijo Montecristo—. Otra esperanza que se me escapa.
Y después, con un suspiro:
—¡Pobre Haydée! —murmuró.
—¡De verdad, conde! —exclamó Morrel—. Si le conociera menos, pensaría que es menos valiente de lo que le imagino.
—¡Porque pienso en alguien a quien voy a dejar, porque suspiro! Vamos, Morrel, ¿tan poco conocedor del valor es un soldado? ¿Es que cree que lo que lamento es mi vida? ¿Qué me importa a mí, que he pasado veinte años entre la vida y la muerte? ¿Qué me importa a mí vivir o morir? Además, tranquilícese, Morrel, esta debilidad, si es que es una debilidad, sólo se la mostraré a usted. Yo sé que el mundo es como un salón de reuniones del que hay que salir educada y honradamente, es decir, saludando y pagando sus deudas de juego.
—Me alegro —dijo Morrel—, eso sí que es hablar. A propósito, ¿ha traído sus armas?
—¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores tengan las suyas.
—Voy a informarme —dijo Morrel.
—Sí, pero nada de negociaciones, ¿me entiende?
—¡Oh! Esté tranquilo.
Morrel avanzó hacia Beauchamp y Château-Renaud. Estos, viendo que se acercaba Maximilien, dieron algunos pasos viniendo a su encuentro.
Los tres jóvenes se saludaron, si no con afabilidad, sí al menos con cortesía.
—Perdón, señores —dijo Morrel—, pero no veo al señor de Morcerf.
—Nos avisó esta mañana —respondió Château-Renaud—, de que se reuniría con nosotros aquí.
—¡Ah! —dijo Morrel.
Beauchamp sacó su reloj.
—Las ocho y cinco; no se ha perdido el tiempo, señor Morrel —dijo.
—¡Oh! —respondió Maximilien—. No lo decía con esa intención.
—Además —interrumpió Château-Renaud, ahí viene un coche.
En efecto, un coche avanzaba al trote por una de las avenidas que desembocan en la encrucijada en la que se encontraban.
—Señores —dijo Morrel—, sin duda se han provisto de las pistolas. El señor de Montecristo declara que renuncia al derecho que tenía de servirse de las suyas.
—Hemos previsto esa delicadeza por parte del conde, señor Morrel —respondió Beauchamp—, y he traído unas armas que compré hace ocho o diez días, creyendo que iba a necesitarlas para un asunto igual a este. Son totalmente nuevas y no han sido usadas por nadie. ¿Quiere usted examinarlas?
—¡Oh! Señor Beauchamp —dijo Morrel con una inclinación—, si usted me asegura que el señor de Morcerf no conoce esas armas, ¿no piensa usted que su palabra me basta?
—Señores —dijo Château-Renaud—, no era Morcerf el que venía en ese coche, era, ¡palabra!, eran Franz y Debray.
En efecto, ambos jóvenes venían hacia el grupo.
—¡Ustedes aquí, señores! —dijo Château-Renaud intercambiando sendos apretones de manos—. ¿Y cómo es eso?
—Porque —dijo Debray—, Albert nos ha rogado esta mañana que viniéramos.
Beauchamp y Château-Renaud se miraron asombrados.
—Señores —dijo Morrel—, me parece que lo entiendo.
—¡Veamos!
—Ayer, después de comer, recibí una carta del señor de Morcerf en la que me rogaba que fuera al teatro de la Ópera.
—Y yo también —dijo Debray.
—Y yo —dijo Franz.
—Y nosotros también —dijeron Château-Renaud y Beauchamp.
—Quería que estuviésemos presentes en la provocación —dijo Morrel—, y ahora quiere que estemos presentes en el combate.
—Sí —dijeron los jóvenes— eso es, señor Maximilien; y según todas las probabilidades lo ha adivinado bien.
—Pero, con todo —murmuró Château-Renaud—, Albert no viene; se retrasa diez minutos.
—Ahí está —dijo Beauchamp—, viene a caballo; miren, viene a galope tendido seguido de su lacayo.
—¡Qué imprudencia —dijo Château-Renaud— venir a caballo para batirse a pistola! ¡Yo, que se lo había explicado bien!
—Y, además, mire —dijo Beauchamp—, con cuello en lugar de corbata; y una chaqueta abierta, con un chaleco blanco; ¿por qué no se ha dibujado una diana en el estómago? Hubiera sido más sencillo y se hubiera acabado antes.
Mientras tanto, Albert estaba a diez pasos del grupo que formaban los cinco jóvenes; paró al caballo, saltó a tierra y echó la brida en el brazo del lacayo.
Albert se acercó.
Estaba pálido, con los ojos rojos e hinchados. Se veía que no había dormido ni un segundo en toda la noche.
Tenía, en toda su fisonomía, un tono de gravedad triste que no era habitual en él.
—Gracias, señores —dijo—, por haber aceptado mi invitación; créanme que agradezco infinitamente esta muestra de amistad.
Morrel, al acercarse Morcerf, había dado unos diez pasos atrás, y se encontraba apartado.
—Y usted también, señor Morrel —dijo Albert—, mi agradecimiento también va por usted. Acérquese, entonces, no está usted de más.
—Señor —dijo Maximilien—, ¿ignora tal vez que soy el testigo del señor de Montecristo?
—No estaba seguro de ello, pero lo sospechaba. Mejor así, cuantos más hombres de honor haya aquí, más satisfecho me sentiré.
—Señor Morrel —dijo Château-Renaud—, puede usted anunciar al señor conde de Montecristo que el señor de Morcerf ha llegado, y que estamos a su disposición.
Morrel hizo un movimiento para cumplir con su cometido.
Al mismo tiempo, Beauchamp sacaba el estuche de las pistolas del coche.
—Esperen, señores —dijo Albert—, tengo que decir dos palabras al señor conde de Montecristo.
—¿En privado? —preguntó Morrel.
—No, señor, delante de todo el mundo.
Los testigos de Albert se miraron sorprendidos; Franz y Debray intercambiaron algunas palabras en voz baja, y Morrel, feliz por ese incidente inesperado, fue a buscar al conde, que se paseaba por un sendero lateral con Emmanuel.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Montecristo.
—Lo ignoro, pero quiere hablar con usted.
—¡Oh! —dijo Montecristo—. ¡Que no tiente a Dios con algún nuevo ultraje!
—No creo que sea esa su intención —dijo Morrel.
El conde se dirigió hacia el grupo, acompañado por Maximilien y Emmanuel: su rostro tranquilo y lleno de serenidad marcaba un extraño contraste con el rostro alterado de Albert, que se acercaba, por su parte, seguido por los cuatro jóvenes.
A tres pasos el uno del otro, Albert y el conde se detuvieron.
—Señores —dijo Albert—, acérquense; deseo que ni una sola palabra de lo que voy a tener el honor de decir al señor conde de Montecristo se pierda; pues lo que voy a tener el honor de decirle debe ser repetido por todos ustedes a quien quiera oírlo, por muy extraño que parezca mi discurso.
—Estoy esperando, señor —dijo el conde.
—Señor —dijo Albert con voz temblorosa al principio, pero que se iba haciendo más y más firme—; señor, yo le reprochaba el haber divulgado la conducta del señor de Morcerf en Epiro; pues, por muy culpable que fuera el conde de Morcerf, yo no creía que tuviese usted el derecho a castigarle. Pero hoy, señor, sé que usted tiene adquirido ese derecho. No es la traición de Fernand Mondego contra Alí-Pachá lo que me lleva a disculparle a usted con tanta premura, es la traición del pescador Fernand contra usted, son las desgracias inauditas que sufrió como consecuencia de esa traición. Así que lo digo, y lo proclamo bien alto: ¡sí, señor, usted tiene razón en vengarse de mi padre, y yo, su hijo, le agradezco que no haya hecho aún más!
Un rayo, caído en medio de los espectadores de esta escena, no les hubiese asombrado tanto como la declaración de Albert.
En cuanto a Montecristo, elevaba lentamente sus ojos al cielo con una expresión de agradecimiento infinito, y no podía dejar de admirar cómo esta naturaleza fogosa de Albert, cuyo valor conoció bastante bien en medio de los bandidos romanos, se había plegado a esta súbita humillación. Reconoció la influencia de Mercedes, y comprendió por qué ese noble corazón no se había opuesto al sacrificio que él le ofrecía, pues ella bien sabía por adelantado que ese sacrificio no iba a ser necesario.
—Ahora, señor —dijo Albert—, si encuentra que las disculpas que acabo de presentarle son suficientes, estreche mi mano, se lo ruego. Después del mérito de la infalibilidad, que parece tener usted, el primero de todos los méritos, en mi opinión, es el de saber confesar los errores. Pero esta reflexión me compete a mí solo. Yo obraba bien según los hombres, pero usted, usted obraba bien según Dios. Solamente un ángel podía salvar a uno de los dos de la muerte, y ese ángel ha bajado del Cielo, si no para convertirnos en amigos, ¡ay!, la fatalidad hace que eso sea imposible, sí al menos para convertirnos en dos hombres que se estiman.
Montecristo, con los ojos húmedos, el pecho jadeante, la boca entreabierta, tendió a Albert la mano que este cogió y apretó con un sentimiento que se parecía a un respetuoso terror.
—Señores —dijo—, el señor de Montecristo tiene a bien aceptar mis excusas. Actué precipitadamente con él. La precipitación es mala consejera: obré mal. Ahora he reparado mi falta. Espero que el mundo no me tenga por un cobarde, por obrar como mi conciencia me ordenaba. Pero, en todo caso, si se equivocaran conmigo —añadió el joven levantando la cabeza con orgullo y como si lanzara un desafío a sus amigos y a sus enemigos—, trataré de enderezar esas opiniones.
—¿Pero, qué ha ocurrido esta noche? —preguntó Beauchamp a Château-Renaud—. Me parece que hacemos aquí un papel bien triste.
—En efecto, lo que Albert acaba de hacer es muy miserable o muy hermoso —respondió el barón.
—¡Ah! Veamos —preguntó Debray a Franz—, ¿qué quiere decir todo esto? ¡Cómo! El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcerf, ¡y su hijo lo ve razonable! Pues aunque hubiese diez Janina en mi familia, yo no me sentiría obligado más que a una cosa, y sería la de batirme diez veces.
En cuanto a Montecristo, con la frente inclinada, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, aplastado bajo el peso de veinticuatro años de recuerdos, no pensaba ni en Albert, ni en Beauchamp, ni en Château-Renaud, ni en nadie de los que estaban allí; pensaba en esa valiente mujer que había venido a pedirle la vida de su hijo, a quien él había ofrecido la suya, y que acababa de salvársela con la confesión de un terrible secreto de familia, capaz de matar para siempre en el joven el sentimiento de piedad filial.
—¡Otra vez la Providencia! —murmuró—. ¡Ah! ¡Es hoy, ciertamente, cuando me siento totalmente seguro de ser el enviado de Dios!