Capítulo CX

El acta de acusación

Los jueces abrieron la sesión en medio del más profundo silencio; los jurados se sentaron en sus asientos; el señor de Villefort, objeto de la atención general y, diríamos casi, de la admiración general, se situó con el tocado de fiscal en su sillón, paseando una mirada tranquila a su alrededor.

Todo el mundo observaba con asombro esa figura grave y severa, sobre cuya impasibilidad el dolor paterno no parecía que hubiera dejado huella, y miraban con una especie de terror a este hombre ajeno a las emociones humanas.

—¡Guardias! —dijo el presidente—. Traigan al acusado.

Al oír esas palabras, la atención del público se hizo más activa, y todos los ojos quedaron fijos en la puerta por la que Benedetto debía entrar.

Pronto, dicha puerta se abrió y el acusado entró.

La impresión que causó fue la misma entre todos los asistentes, y nadie se llamó a engaño sobre la expresión de toda su fisonomía.

Sus rasgos no llevaban la huella de esa emoción profunda que comprime la sangre en el corazón y decolora la frente y las mejillas. Las manos, graciosamente colocadas, una en el sombrero, y la otra en la abertura de su chaleco de piqué blanco, no estaban agitadas por ningún temblor: sus ojos estaban tranquilos e incluso brillantes. Apenas llegado a la sala, la mirada del joven se puso a recorrer todas las filas de jueces y de asistentes, y se detuvo más largamente en el presidente y, sobre todo, en el fiscal del reino.

Junto a Andrea se situó su abogado, abogado nombrado de oficio pues Andrea no había querido ocuparse de esos detalles a los que parecía no conceder ninguna importancia; el abogado era un joven de cabellos de un rubio insípido, con la cara enrojecida por una emoción cien veces más sensible que la del acusado.

El presidente solicitó la lectura del acta de acusación, redactada, como se sabe, por la muy hábil y muy implacable pluma de Villefort.

Durante la lectura, que fue larga, y que para cualquier otro hubiese sido demoledora, la atención pública no dejó de fijarse en Andrea, que sostuvo el peso de la misma con la satisfacción de un alma espartana.

Quizá nunca Villefort había sido tan conciso y tan elocuente; presentaba el crimen con los colores más vivos; los antecedentes del acusado, su transfiguración, la filiación de sus actos desde su más tierna edad eran deducidos con el talento que la práctica de la vida y el conocimiento del corazón humano podían suministrar a un espíritu tan elevado como el del fiscal del rey.

Con sólo ese preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre ante la opinión pública, mientras aguardaba a ser castigado más materialmente por la ley.

Andrea no prestó la menor atención a los sucesivos cargos que se levantaban y caían sobre él: el señor de Villefort, que le observaba a menudo y que, sin duda, continuaba con él los estudios psicológicos que a menudo había tenido ocasión de hacer en los acusados, el señor de Villefort, decimos, no pudo ni una sola vez conseguir que Andrea bajara los ojos, fuera cual fuera la fijeza y la profundidad de su mirada.

Finalmente concluyó la lectura.

—Acusado —dijo el presidente—, ¿su nombre y apellidos?

Andrea se puso en pie.

—Perdone, señor presidente —dijo con una voz cuyo timbre vibraba perfectamente puro—, pero veo que va a disponer de un orden de preguntas que yo no puedo seguir. Tengo la pretensión de justificar más tarde el ser una excepción de entre los acusados ordinarios. Tenga a bien, pues, se lo ruego, permitirme responder siguiendo un orden diferente; no por ello dejaré de contestar a todas sus preguntas.

El presidente, sorprendido, miró a los jurados, que miraron al fiscal.

Una gran sorpresa se manifestó en toda la asamblea. Pero Andrea no pareció inmutarse en absoluto.

—¿Su edad? —dijo el presidente—. ¿Responderá usted a esta pregunta?

—A esta pregunta, como a las demás, responderé, pero a su debido tiempo.

—¿Su edad? —repitió el magistrado.

—Tengo veintiún años, o más bien los tendré dentro de algunos días, pues nací la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817.

El señor de Villefort, que estaba tomando notas, levantó la cabeza al oír esa fecha.

—¿Dónde nació usted? —continuó el presidente.

—En Auteuil, cerca de París —respondió Benedetto.

El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Benedetto como hubiera mirado la cabeza de la Medusa, y se puso lívido.

En cuanto a Benedetto, se pasó gentilmente por los labios la punta bordada de un pañuelo de fina batista.

—¿Su profesión? —preguntó el presidente.

—Al principio era estafador —dijo Andrea con toda la tranquilidad del mundo—; después pasé a ser ladrón y, muy recientemente, me he hecho asesino.

Un murmullo, o mejor, una tempestad de indignación y de sorpresa estalló en la sala por todas partes; los jueces mismos se miraron estupefactos, los jurados mostraron su mayor repugnancia por el cinismo que tan poco se esperaban de un hombre elegante.

El señor de Villefort apoyó una mano en la frente que, en principio pálida, ahora se volvía roja e hirviente; de repente se levantó, mirando por todo alrededor como si anduviera perdido: le faltaba el aire.

—¿Busca usted algo, señor fiscal del rey? —preguntó Benedetto con su más complaciente sonrisa.

El señor de Villefort no respondió y se volvió a sentar, o más bien se desplomó sobre el sillón.

—¿Es ahora, acusado, cuando consiente en decir su nombre? —preguntó el presidente—. La afectación brutal que usted ha puesto en enumerar sus diferentes crímenes, que usted califica de profesión, la especie de pundonor que pone en ello, es algo por lo que, en nombre de la moral y del respeto debido a la humanidad, el tribunal debe recriminarle severamente; quizá esa sea la razón por la que tarda usted en identificarse. Usted quiere que ese nombre sobresalga entre los títulos que le preceden.

—Es increíble, señor presidente —dijo Benedetto, con el tono de voz más gentil y con los modales de la más exquisita cortesía—, cómo ha leído usted, en efecto, en el fondo de mi pensamiento; es en efecto, con ese fin por lo que le rogué que invirtiera el orden de las preguntas.

El estupor había llegado al colmo; ya no había en las palabras del acusado ni fanfarronería ni cinismo; el auditorio, conmovido, presentía algún rayo deslumbrante en el fondo de esa tempestad sombría.

—Y bien —dijo el presidente—, ¿su nombre?

—No puedo decirle mi nombre, porque no lo sé; pero sé el nombre de mi padre, y puedo decírselo.

Un doloroso deslumbramiento cegó a Villefort; caían de sus mejillas gotas de sudor apresuradas y corrosivas sobre los papeles que agitaba con una mano convulsa y extraviada.

—Diga entonces el nombre de su padre —repuso el presidente.

Ni un aliento, ni una respiración turbaban el silencio de esa inmensa asamblea: todo el mundo aguardaba.

—Mi padre es fiscal del rey —respondió tranquilamente Andrea.

—¡Fiscal del rey! —dijo con estupefacción el presidente, sin observar la conmoción que sufría el rostro de Villefort—. ¡Fiscal del rey!

—Sí, y puesto que quiere saber su nombre, se lo voy a decir: ¡se llama de Villefort!

La explosión, tanto tiempo contenida por el respeto que en las audiencias se siente por la justicia, estalló, como un trueno, desde el fondo de todos los pechos; el tribunal mismo ni siquiera pensó en reprimir el movimiento de la multitud. Las imprecaciones, las injurias dirigidas a Benedetto, que permanecía impasible, los gestos llenos de energía, el movimiento de los gendarmes, las risas burlonas de esa parte fangosa que en toda reunión de masas sube a la superficie en los momentos de desorden o de escándalo, todo eso, duró cinco minutos, hasta que los magistrados y los ujieres consiguieron restablecer el silencio.

En medio de todo ese ruido, se elevaba la voz del presidente que exclamaba:

—Se burla usted de la justicia, acusado, ¿osaría usted dar a sus conciudadanos el espectáculo de una corrupción que, a pesar de que la época en la que vivimos no deja nada que desear a ese respecto, no tiene aún parangón?

Diez personas se apresuraban junto al señor fiscal, medio aplastado en su asiento, y le ofrecían consuelo, palabras de ánimo, protestas de celo y de simpatía.

La calma se restableció en la sala, a excepción, sin embargo, de un punto en el que un grupo bastante numeroso se agitaba y cuchicheaba.

Una mujer, decían, acababa de desvanecerse, le habían hecho respirar sales, y se había repuesto.

Andrea, durante todo ese tumulto, había vuelto su sonriente cara hacia los asistentes; después, apoyándose al fin con una mano sobre la barandilla de roble situada delante del banquillo de los acusados, y eso con la mayor gentileza:

—Señores —dijo—, Dios no quiera que yo trate de insultar al tribunal, y de desencadenar un escándalo inútil delante de toda esta asamblea. Se me pregunta qué edad tengo, y lo digo; se me pregunta dónde nací, y respondo; se me pregunta mi nombre, y no puedo decirlo, pues mis padres me abandonaron. Pero bien puedo, sin decir mi nombre, puesto que no tengo, decir el nombre de mi padre; ahora bien, lo repito, mi padre se llama señor de Villefort, y estoy dispuesto a probarlo.

Había en el tono del joven una certeza, una convicción y una energía que redujeron el tumulto al silencio. Las miradas se dirigieron un momento hacia el fiscal, que mantenía en su asiento la inmovilidad de un hombre a quien un rayo hubiera transformado en cadáver.

—Señores —continuó Andrea, ordenando silencio con el gesto y con la voz—, les debo la prueba y la explicación de mis palabras.

—Pero —exclamó el presidente irritado—, en la instrucción declaró llamarse Benedetto, ser huérfano y tener como patria Córcega.

—Dije en la instrucción lo que me convenía decir en la instrucción, pues no quería que se debilitara o se detuviera, lo que no hubiera dejado de ocurrir, la solemne repercusión que yo quería dar a mis palabras.

»Ahora le repito que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817, y que soy hijo del fiscal señor de Villefort. Ahora, ¿quieren ustedes detalles? Pues se los voy a dar.

»Nací en el primer piso de la casa número 28, calle de la Fontaine, en una habitación entelada de damasco rojo. Mi padre me cogió en sus brazos diciendo a mi madre que estaba muerto, me envolvió en una toalla marcada con una H y con una N, y me llevó al jardín donde me enterró vivo.

Un escalofrío recorrió la sala cuando los asistentes vieron que la seguridad del acusado iba en aumento, así como el espanto del señor de Villefort.

—¿Pero, cómo sabe usted todos esos detalles? —preguntó el presidente.

—Voy a decírselo, señor presidente. En el jardín donde mi padre acababa de enterrarme, aquella misma noche, un hombre que deseaba matarle, y que le espiaba desde hacía tiempo para llevar a cabo su venganza corsa, se había introducido en el jardín. Ese hombre estaba escondido tras un macizo de árboles; vio a mi padre enterrar algo, y le dio una cuchillada cuando llevaba a cabo esa operación; después, creyendo que lo que había enterrado era algún tesoro, abrió la fosa y me encontró vivo aún. Este hombre me llevó al hospicio de los Niños Perdidos, donde fui inscrito con el número 57. Tres meses después, su hermana viajó desde Rogliano a París para buscarme, me reclamó como hijo y me llevó con ella.

»Así es como, aunque nacido en Auteuil, fui criado en Córcega.

Hubo un instante de silencio, pero de un silencio tan profundo, que, a no ser por la ansiedad, que agitaba la respiración de mil pechos, se hubiera creído que la sala estaba vacía.

—Continúe —dijo la voz del presidente.

—Ciertamente —continuó Benedetto— que podía ser feliz en casa de esa buena gente que me adoraba, pero mi natural perverso sobresalió sobre todas las virtudes que mi madre adoptiva intentaba inculcar en mi corazón. Crecí en el mal y he llegado al crimen. Finalmente, un día en el que maldecía a Dios por haberme hecho tan malvado y haberme dado este destino tan odioso, mi padre adoptivo vino a decirme:

»“¡No blasfemes, desgraciado! Pues Dios te dio la vida sin ira; el crimen viene de tu padre, y no de ti; ¡de tu padre que te entregó al Infierno, si morías, o a la miseria, si un milagro te devolvía a la vida!”

»Desde entonces dejé de blasfemar contra Dios, pero maldije a mi padre; y por eso he querido decir aquí las palabras que usted me reprocha, señor presidente; por eso he causado este escándalo del que tiembla aún esta asamblea. Si es un crimen más, castígueme; pero si le he convencido de que, desde el día de mi nacimiento, mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, ¡compadézcase de mí!

—¿Pero, su madre? —preguntó el presidente.

—Mi madre me creía muerto; mi madre no es culpable. No he querido saber el nombre de mi madre; no la conozco.

En ese momento, un grito agudo, que terminó en un sollozo, resonó en medio de un grupo que rodeaba, como hemos dicho, a una mujer.

La mujer cayó al suelo en un violento ataque de nervios, y fue sacada de la sala; mientras la llevaban, el tupido velo que ocultaba su rostro se apartó y reconocieron a la señora Danglars.

A pesar del abatimiento de todos sus sentidos destrozados, a pesar del zumbido que estremecía sus oídos, a pesar de esa especie de locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se puso en pie.

—¡Las pruebas!, ¡las pruebas! —dijo el presidente—. Acusado, recuerde que todo ese entretejido de horrores debe sustentarse sobre pruebas más concluyentes.

—¿Las pruebas? —dijo Benedetto riendo—. Las pruebas, ¿las quiere usted?

—Sí.

—Pues bien, mire al señor de Villefort, y pídame después pruebas.

Todo el mundo se volvió hacia el fiscal que, bajo el peso de todas esas miradas fijas sobre él, avanzó por el recinto del tribunal, titubeante, con los cabellos en desorden y el rostro rojizo por la presión de sus uñas.

Toda la asamblea al completo emitió un largo murmullo de asombro.

—Me piden pruebas, padre —dijo Benedetto—, ¿quiere que se las dé?

—No, no —balbuceó el señor de Villefort con voz rota—; no, no es necesario.

—¿Cómo que no es necesario? —exclamó el presidente—. ¿Pero, qué quiere usted decir?

—Quiero decir —exclamó el fiscal— que me debatiría en vano bajo la opresión mortal que me aplasta, señores; estoy, lo reconozco, estoy en las manos del Dios vengador. Nada de pruebas; no son necesarias; ¡todo lo que acaba de decir este joven es cierto!

Un silencio sombrío y denso, como el que precede a las catástrofes de la naturaleza, envolvió en su manto de plomo a todos los asistentes, a quienes se les erizaba el cabello.

—¡Y cómo! Señor de Villefort —exclamó el presidente—, ¿no será usted víctima de una alucinación? ¡Cómo! ¿Goza usted de todas su facultades? Se entendería que una acusación tan extraña, tan imprevista, tan terrible, haya turbado su espíritu; veamos, repóngase.

El fiscal del rey movió la cabeza. Sus dientes le crujían con violencia como si estuviese devorado por la fiebre y, sin embargo, la palidez de su rostro era mortal.

—Gozo de todas mis facultades, señor —dijo—; sólo el cuerpo sufre y eso se comprende. Me reconozco culpable de todo lo que ese hombre acaba de articular contra mí, y desde ahora me pongo, desde mi domicilio, a disposición del señor fiscal del rey que me sustituya.

Y pronunciando esas palabras con voz sorda y casi ahogada, el señor de Villefort se dirigió, tambaleando, hacia la puerta, que le abrió, con un movimiento instintivo, el ujier de servicio.

Toda la asamblea permaneció muda y asombrada por esa revelación y por esa confesión, que constituían un desenlace tan terrible a las diferentes peripecias que desde hacía quince días agitaban a la alta sociedad parisina.

—Y bien —dijo Beauchamp—, ¡que me vengan a decir ahora que el drama no forma parte de la naturaleza!

—A fe mía —dijo Château-Renaud—, yo hubiera preferido terminar como el señor de Morcerf: un disparo parece algo dulce al lado de una catástrofe como esta.

—Y además, mata —dijo Beauchamp.

—Y yo que pensé por un momento casarme con su hija —dijo Debray—. ¡Ha hecho bien en morirse, la pobre criatura!

—Se levanta la sesión, señores —dijo el presidente—, y la causa se remite a la sesión siguiente. El caso debe ser instruido de nuevo y se le confiará a otro magistrado.

En cuanto a Andrea, siempre tan tranquilo y mucho más interesante, dejó la sala escoltado por los gendarmes que, involuntariamente, le testimoniaban cierta deferencia.

—Y bien, ¿qué piensa de todo esto, buen hombre? —preguntó Debray al agente municipal, deslizándole un luis en la mano.

—Que habrá circunstancias atenuantes —respondió este.