Capítulo LXXII
La señora de Saint-Méran
En efecto, una lúgubre escena acababa de tener lugar en la casa del señor de Villefort.
Después de que las dos señoras hubieran salido para ir al baile, al que todas las instancias de la señora de Villefort no habían podido determinar a su marido a acompañarla, el fiscal, según su costumbre, se había encerrado en su gabinete con una pila de expedientes que hubiesen asustado a cualquier otro, pero que en los tiempos ordinarios de su vida apenas si bastaban para satisfacer su robusto apetito de trabajo.
Pero esta vez, los dosieres eran sólo un asunto de forma. Villefort no se encerraba para trabajar en ellos, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta, con la orden dada de que no le molestasen a no ser que fuera para algo importante, se sentó en el sillón y se puso a repasar en su memoria, una vez más, todo lo que desde hacía siete u ocho días desbordaba la copa de sus sombríos tormentos y de sus amargos recuerdos.
Entonces, en lugar de atacar los expedientes apilados delante de él, abrió un cajón de su mesa de despacho, accionó un mecanismo secreto y sacó el envoltorio de sus notas personales, manuscritos valiosos, entre los que había clasificado y etiquetado con iniciales sólo conocidas por él los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos monetarios, en sus diligencias del oficio de fiscal o en sus misteriosos amoríos, se habían convertido en sus enemigos.
El número era tan formidable en ese momento que había empezado a temblar; y, sin embargo, todos esos nombres, por muy poderosos y por muy numerosos que fuesen, le habían hecho muchas veces sonreír, como sonríe el viajero que, desde la cima culminante de la montaña, observa a sus pies los agudos picos, los caminos impracticables y las aristas de los precipicios cerca de los cuales, para llegar a la cumbre, trepó penosamente durante tanto tiempo.
En cuanto hubo repasado bien esos nombres de la lista en su memoria, en cuanto los hubo releído bien, estudiado bien, y comentado bien, meneó la cabeza.
—No —murmuró—, ninguno de estos enemigos habría esperado paciente y laboriosamente hasta el día de hoy para venir a aplastarme ahora con ese secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más profundamente enterradas, sale de la tierra, y como el fuego fatuo, corre alocadamente por el aire; pero son llamas que alumbran un momento para despistar. El corso habría contado la historia a algún sacerdote, que a su vez la habría difundido. El señor de Montecristo la habría conocido, y para esclarecer los hechos…
»¿Pero por qué esclarecer…? —se decía Villefort después de un instante de reflexión—. ¿Qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un armador de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene por primera vez a Francia, en esclarecer un hecho oscuro, misterioso e inútil como ese? En medio de esos datos incoherentes que me dieron tanto el abate Busoni como ese tal lord Wilmore, uno amigo y otro enemigo, una sola cosa queda clara, precisa y patente a mis ojos; y es que, en ningún momento, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor contacto entre él y yo.
Pero Villefort se decía todas estas cosas sin creérselas él mismo. Lo más terrible para él no era aún la revelación, pues podía negarlo, o incluso responder; se preocupaba poco de ese Mene, Tekel, Peres, que aparecía de repente en letras de sangre sobre las paredes; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo al que pertenecía esa mano que las había trazado.
En el momento en el que intentaba tranquilizarse a sí mismo, y en el que, en lugar de ese porvenir político que en sus sueños de ambición había entrevisto a veces, se imaginaba, en el temor de despertar a ese enemigo dormido desde hacía tanto tiempo, se imaginaba un futuro restringido a las delicias del hogar; en ese momento, el ruido de un coche se oyó en el patio; después, oyó en la escalera los pasos de una persona mayor, a continuación, los sollozos y los ¡ay! de los criados, como ellos saben hacer cuando quieren hacerse los afectados por el dolor de sus amos.
Villefort se apresuró a abrir el cerrojo de su despacho y enseguida, sin que fuese anunciada, una dama anciana entró con un chal sobre el brazo y el sombrero en la mano. Sus cabellos blancos descubrían una frente mate como el marfil amarillento, y sus ojos, en cuyos extremos la edad había surcado profundas arrugas, desaparecían casi bajo la hinchazón producida por las lágrimas.
—¡Oh! Señor —dijo—; ¡ah! Señor, ¡qué desgracia! ¡Yo también me muero! ¡Oh! Sí, ¡claro que me moriré!
Y, desplomándose en el sillón más próximo a la puerta, estalló en sollozos.
Los criados, de pie en el umbral, sin atreverse a ir más allá, miraban al viejo criado de Noitier, que al oír todo ese ruido desde los aposentos de su amo, había acudido también y se mantenía detrás de los otros. Villefort se levantó y fue hacia su suegra, pues la anciana era la señora de Saint-Méran.
—¡Eh! Por Dios, señora —preguntó—, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué es lo que le hace llorar de esa manera? ¿Por qué el señor de Saint-Méran no la acompaña?
—El señor de Saint-Méran ha muerto —dijo la anciana marquesa, sin preámbulo alguno, sin expresión y con una especie de estupor.
Villefort dio un paso hacia atrás, y se estrujó las manos una contra otra.
—¡Muerto…! —balbuceó—. ¿Muerto así… súbitamente?
—Hace ocho días —continuó la señora de Saint-Méran— partimos de viaje juntos después de cenar. El señor de Saint-Méran se encontraba mal desde hacía algunos días, sin embargo, la idea de volver a ver a nuestra querida Valentine le dio fuerzas y a pesar de sentirse enfermo quiso venir, cuando a unas seis leguas de Marsella, después de tomar sus habituales pastillas, cayó en un sueño tan profundo que no me parecía natural, sin embargo, yo dudaba en despertarle, cuando me pareció que se le ponía la cara roja y que las venas de las sienes latían más violentamente que de costumbre. Pero a pesar de todo, y como ya era de noche y estaba todo oscuro, le dejé dormir; enseguida dio un grito sordo y desgarrador como quien sufre en sueños, y en un movimiento brusco echó la cabeza hacia atrás. Llamé al ayuda de cámara, mandé parar al postillón, llamé al señor de Saint-Méran, le hice respirar mi frasco de sales, pero todo había acabado, estaba muerto, y tuve que llegar a Aix, llevando junto a mí el cadáver.
Villefort estaba estupefacto y con la boca abierta.
—¿Y llamó usted a un médico, sin duda?
—En el mismo instante, pero, como he dicho, era demasiado tarde.
—Sin duda, pero ¿al menos pudo reconocer de qué ha muerto el pobre marqués?
—¡Dios mío! Sí, señor, me lo dijo: parece que se trata de una apoplejía fulminante.
—¿Y entonces, qué hizo usted?
—El señor de Saint-Méran siempre había dicho que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese traído y enterrado en el panteón familiar. He mandado ponerlo en un ataúd de plomo y le precedo en dos o tres días.
—¡Oh, Dios mío, pobre madre! —dijo Villefort—. Tantos cuidados después de un golpe así, ¡y a su edad!
—Dios me ha dado fuerza hasta el final; además, este querido marqués hubiera hecho lo mismo por mí. Es cierto que desde que me adelanté en el camino, me parece que estoy loca; ya no puedo ni llorar; es cierto que dicen que a mi edad ya no se tienen lágrimas, sin embargo, me parece que en tanto que se sufre se llora. ¿Dónde está Valentine, señor? Hemos venido por ella, quiero verla.
Villefort pensó que sería espantoso responder que Valentine estaba en un baile; así que dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra y que iba a avisarles.
—Ahora mismo, señor, ahora mismo, se lo suplico —dijo la anciana dama.
Villefort cogió del brazo a la señora de Saint-Méran y la condujo a sus aposentos.
—Descanse un poco, madre —dijo.
La marquesa levantó la cabeza al oír esas palabras y, al ver a este hombre que le recordaba a su hija tan llorada que vivía en ella a través de Valentine, se sintió conmovida por ese título de madre y se fundió en llanto, cayó de rodillas en un sillón llevándose las manos a su venerable cabeza.
Villefort la dejó al cuidado de las mujeres, mientras que el viejo Barrois subía todo asustado a la habitación de su amo, pues nada asusta tanto a los viejos como la muerte, cuando se aparta por un momento de su lado y se acerca a golpear a otro anciano.
Después, mientras que la señora de Saint-Méran, arrodillada, oraba desde el fondo de su corazón, Villefort pidió un coche y él mismo fue a casa de la señora de Morcerf a buscar a su mujer y a su hija para traerlas a casa. Estaba tan pálido cuando apareció en la puerta del salón que Valentine fue corriendo a su encuentro gritando:
—¡Oh, padre, padre! ¡Ha sucedido alguna desgracia!
—Tu abuela acaba de llegar, Valentine —dijo el señor de Villefort.
—¿Y el abuelo? —preguntó la joven toda temblorosa.
El señor de Villefort no respondió más que ofreciendo el brazo a su hija.
Y menos mal, porque Valentine, en un mareo, se venía al suelo; la señora de Villefort la sujetó y con la ayuda de su marido la llevaron al coche diciendo:
—¡Qué extraño es todo! ¿Quién lo habría dicho? ¡Oh! Sí, ¡todo es muy extraño!
Y toda esa familia desolada salió así, extendiendo su tristeza, como un crespón negro, sobre el resto de los invitados.
Al pie de la escalera de su casa estaba Barrois, que esperaba a Valentine:
—El señor Noirtier desea verla enseguida —le dijo en voz baja a la joven.
—Dígale que iré cuando salga de ver a la abuelita —dijo Valentine.
En la delicadeza de su alma, la joven comprendía que la que realmente la necesitaba en ese momento era la señora de Saint-Méran.
Valentine encontró a su abuela en la cama; mudas caricias, henchido el corazón de tanto dolor, suspiros entrecortados, lágrimas ardientes, esos fueron los únicos detalles que puedan narrarse de este encuentro, al que asistía, del brazo de su marido, la señora de Villefort, llena de respeto, aparente al menos, por la pobre viuda.
Al cabo de un instante, se inclinó al oído de su marido:
—Con su permiso —dijo—, más vale que yo me retire, pues el verme parece afligir más aún a su suegra.
La señora de Saint-Méran lo oyó.
—Sí, sí, —le susurró al oído a Valentine—, que se vaya, pero tú, quédate, quédate.
La señora de Villefort salió y Valentine se quedó sola junto a la cama de su abuela, pues el fiscal, consternado por esa muerte imprevista, siguió a su mujer.
Mientras tanto, Barrois había subido la primera vez junto al viejo Noirtier; este había oído todo el ruido que se había producido en la casa, y había enviado, como hemos dicho, al viejo sirviente a informarse.
Cuando Barrois volvió junto al anciano, esos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, preguntaron al mensajero:
—¡Ay! Señor —dijo Barrois—, ha sucedido una gran desgracia: la señora de Saint-Méran está aquí, y su marido ha muerto.
El señor de Saint-Méran y Noirtier nunca habían estado unidos con una profunda amistad; sin embargo, ya se sabe el efecto que causa en un anciano la muerte de otro anciano.
Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho, como alguien hundido, o como alguien que piensa, después cerró un solo ojo.
—¿La señorita Valentine? —dijo Barrois.
Noirtier hizo el gesto del sí.
—Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse vestida ya para la fiesta.
Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.
—Sí, ¿usted quiere verla?
El anciano hizo la señal de que era eso lo que deseaba.
—Y bien, van a ir a buscarla sin duda a casa de la señora de Morcerf; la esperaré a la puerta y le diré que venga a verle. ¿Es eso?
—Sí —respondió el paralítico.
Barrois esperó, pues, la llegada de Valentine, y como hemos dicho, a su regreso, le expuso el deseo de su abuelo.
Siguiendo ese deseo Valentine subió a ver a Noirtier después de dejar a la señora de Saint-Méran que, toda agitada como estaba, acabó por sucumbir al cansancio y se durmió con un sueño febril.
Habían acercado al alcance de su mano una mesita sobre la que habían puesto una jarra de zumo de naranja, su bebida habitual, y un vaso.
Después, como hemos dicho, la joven había dejado a la marquesa para subir donde su abuelo Noirtier.
Valentine vino a abrazar a su abuelo, que la miró con tanta ternura que la joven sintió de nuevo cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, fuente que creía ya estar agotada.
El anciano insistía en su mirada.
—Sí, sí —dijo Valentine—, quieres decir que sigo teniendo un abuelo querido, ¿no es eso?
El anciano hizo una señal que efectivamente era eso lo que su mirada quería decir.
—¡Ay! Menos mal —repuso Valentine—, sin eso, ¿qué sería de mí, Dios mío?
Era la una de la mañana. Barrois, que también tenía ganas de acostarse, hizo observar que después de una velada tan dolorosa todo el mundo necesitaba descansar. El anciano no quiso decir que su descanso, el suyo, era estar con su nieta. Así que despidió a Valentine, a quien efectivamente el dolor y la fatiga le daban un aspecto de enorme sufrimiento.
A la mañana siguiente, al entrar en la habitación de su abuela, Valentine la encontró acostada; la fiebre no se había calmado, al contrario, un ardor sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía presa de una violenta irritación nerviosa.
—¡Oh! ¡Dios mío! Abuelita querida, ¿estás peor? —exclamó Valentine al ver esos síntomas de agitación.
—No, hija mía, no —dijo la señora de Saint-Méran—; pero esperaba con impaciencia a que llegases para que fueras a buscar a tu padre.
—¿A mi padre? —preguntó Valentine inquieta.
—Sí, quiero hablar con él.
Valentine no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa además ignoraba, y un instante después Villefort entró.
—Señor —dijo la señora de Saint-Méran, sin emplear ningún circunloquio, y como si temiera que el tiempo le faltase—, ¿se trata, me escribió, de un matrimonio para esta niña?
—Sí, señora —respondió Villefort—; es más que un proyecto, es ya algo convenido.—¿Su futuro yerno se llama Franz d’Épinay?
—Sí, señora.
—¿Es el hijo del general d’Épinay, que era de los nuestros y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador regresara de la isla de Elba?
—Eso es.
—¿Y esta alianza con la nieta de un jacobino no le repugna?
—Nuestras disensiones políticas felizmente se han extinguido, madre —dijo Villefort—; el señor d’Épinay era casi un niño a la muerte de su padre; conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, sí al menos con indiferencia.
—¿Es un partido adecuado?
—En todos los sentidos.
—¿El joven…?
—Goza de la consideración general.
—¿Es adecuado?
—Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.
Durante toda esta conversación, Valentine se había quedado callada.
—Y bien, señor —dijo, después de algunos segundos de reflexión, la señora de Saint-Méran—, hay que darse prisa, pues me queda poco tiempo de vida.
—¡A usted, señora!
—¡A usted, mi querida abuela! —exclamaron a la vez el señor de Villefort y Valentine.
—Yo sé lo que me digo —repuso la marquesa—; tiene que darse prisa para que, ya que no tiene madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su matrimonio. Soy la única que le queda de parte de mi pobre Renée, a quien usted olvidó tan pronto, señor.
—¡Ah! Señora —dijo Villefort—, olvida usted que tenía que dar una madre a esta pobre niña.
—¡Una madrastra no es nunca una madre, señor! Pero no se trata de eso, se trata de Valentine; dejemos a los muertos tranquilos.
Todo esto lo decía con una volubilidad y en un tono tales que había en esta conversación algo que parecía el principio de un delirio.
—Todo se hará según su deseo, señora —dijo Villefort—, teniendo en cuenta, sobre todo, que su deseo coincide con el mío; y en cuanto llegue a París el señor d’Épinay…
—Abuela querida —dijo Valentine—, el decoro, el duelo tan reciente… ¿querrá usted celebrar un matrimonio con tan tristes auspicios?
—Hija mía —interrumpió con viveza la abuela—, nada de razonamientos banales que impiden a los espíritus débiles construir sólidamente su futuro. A mí también, a mí también me casaron en el lecho de muerte de mi madre, y no por eso he sido desgraciada.
—¡Otra vez esa idea de muerte, señora! —repuso Villefort.
—¡Otra vez! ¡Insisto…! Le digo que voy a morirme, ¡me oye! Pues bien, antes de morir, quiero ver a mi nieto político; quiero decirle que haga feliz a mi querida nieta; quiero leer en sus ojos si va a obedecerme, ¡quiero conocerle! En fin —continuó la abuela con una expresión espantosa—, para volver desde el fondo de mi tumba si no fuera como debe ser, si no fuera lo que tiene que ser.
—Señora —dijo Villefort—, tiene que alejar de usted esas ideas exaltadas, que rozan casi la locura. Los muertos, una vez en sus tumbas, se quedan allí sin levantarse nunca más.
—¡Oh! Sí, sí, abuelita, ¡cálmate! —dijo Valentine.
—Y yo le digo, señor, que no es como usted cree. Esta noche he tenido un sueño terrible, pues me veía de alguna manera dormir como si mi alma planeara ya por encima de mi cuerpo; mis ojos, que me esforzaba en abrir, se volvían a cerrar a mi pesar, y sin embargo, sé que eso le parecerá imposible a usted, señor; pues bien, con los ojos cerrados, he visto ahí donde usted está, viniendo del rincón donde hay una puerta que da al gabinete de aseo de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una sombra blanca.
Valentine dio un grito.
—Era la fiebre que la alteraba, señora —dijo Villefort.
—No lo crea si no quiere, pero estoy segura de lo que digo: vi una forma blanca; y como si Dios quisiese que no me fiase de uno solo de mis sentidos, oí remover en mi vaso, mire, mire, ese mismo que está sobre la mesa.
—¡Oh! Abuelita, era un sueño.
—No era en absoluto un sueño, pues cuando estiré la mano a la campanilla, la sombra desapareció. Mi doncella entró entonces con una luz. Los fantasmas sólo se muestran a quienes deben verlos: era el alma de mi marido. Y bien, si el alma de mi marido regresa para llamarme, ¿por qué mi propia alma no puede regresar para ayudar a mi nieta? Los lazos que nos unen son aún más directos, me parece.
—¡Oh! Señora —dijo Villefort, conmovido, a pesar suyo, hasta el fondo de sus entrañas—, no dé pábulo a esas lúgubres ideas; vivirá usted con nosotros, vivirá mucho tiempo feliz, amada, honrada por todos nosotros, y le haremos olvidar…
—¡Nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! —dijo la marquesa—. ¿Cuándo viene el señor d’Épinay?
—Le esperamos de un momento a otro.
—Está bien; en cuanto venga, avísenme. ¡Démonos prisa, démonos prisa! Además querré ver a un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes recaigan en Valentine.
—¡Oh! Madre —murmuró Valentine, posando sus labios sobre la ardiente frente de su abuela—, ¿es que quiere hacerme morir? ¡Dios mío! Tiene fiebre. ¡No es al notario al que hay que llamar, es al médico!
—¿Al médico? —dijo intentando incorporarse—. No estoy enferma; tengo sed, eso es todo.
—¿Qué quiere beber, abuelita?
—Como siempre, ya lo sabes, mi naranjada. Mi vaso está ahí, sobre la mesa, pásamelo, Valentine.
Valentine le sirvió la naranjada de la jarra en el vaso y lo cogió con cierto sobresalto para dárselo a su abuela, pues era el mismo vaso que habría tocado la sombra, según pretendía la anciana.
La marquesa vació el vaso de un solo trago.
Después, dándose la vuelta en la almohada repetía:
—¡El notario! ¡El notario!
El señor de Villefort salió. Valentine se sentó junto al lecho de su abuela. La pobre muchacha parecía necesitar ella misma al médico que había recomendado a la abuela. Un rubor igual a una llama ardía en las mejillas de la anciana, su respiración era entrecortada y jadeante y el pulso latía como si tuviera fiebre.
La pobre niña pensaba en la desesperación de Maximilien cuando supiera que la señora de Saint-Méran, en lugar de ser una aliada, actuaba, sin conocerle, como si fuera su enemiga.
Más de una vez Valentine pensó en decirle todo a su abuela, y no lo hubiera dudado ni un instante si Maximilien Morrel se hubiese llamado Albert de Morcerf o Raoul de Château-Renaud; pero Morrel era de extracción plebeya, y Valentine conocía el desprecio que la orgullosa marquesa de Saint-Méran sentía por todo lo que no era su linaje. Su secreto, en el momento que pensaba sacarlo a la luz, lo volvía a cobijar en el fondo de su corazón, por la triste certeza de que su descubrimiento sería inútil, y que una vez conocido por su padre y su abuela, todo estaría perdido.
Pasaron unas dos horas así. La señora de Saint-Méran dormía con un sueño ardiente y agitado. Anunciaron al notario.
Aunque el anuncio fue hecho en voz muy baja, la señora de Saint-Méran se incorporó en la almohada.
—¡El notario! —dijo—. ¡Que venga! ¡Que venga!
El notario estaba en la puerta y entró.
—Vete, Valentine —dijo la señora de Saint-Méran—, y déjame con este señor.
—Pero, abuela.
—Vete, vete.
La joven besó a su abuela en la frente y salió, llevándose el pañuelo a los ojos.
En la puerta, un ayuda de cámara le dijo que el médico la esperaba en el salón.
Valentine bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los médicos más hábiles de la época; quería mucho a Valentine, a quien había traído al mundo. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort poco más o menos, pero nacida de una madre enferma de tisis; su vida era un constante temor por esa niña.
—¡Oh! —dijo Valentine—. Querido señor d’Avrigny, le esperábamos con gran impaciencia. Pero, antes de nada, ¿cómo están Madeleine y Antoinette?
Madeleine era la hija del señor d’Avrigny y Antoinette su sobrina.
El médico sonrió con tristeza.
—Muy bien Antoinette —dijo—; bastante bien Madeleine. ¿Pero, me ha llamado, querida niña? —dijo—. ¿No son ni su padre ni la señora de Villefort los que están enfermos? En cuanto a nosotros, aunque sea visible que no podemos desembarazarnos de nuestros nervios, presumo que no me necesitará más que para que le recomiende que no deje volar su imaginación demasiado.
Valentine se sonrojó; el señor d’Avrigny llevaba la ciencia de la adivinación casi hasta el milagro, pues era uno de esos médicos que tratan siempre lo físico a través de lo moral.
—No —dijo ella—, es por mi pobre abuela. Usted sabe la desgracia que nos ha ocurrido, ¿no?
—No sé nada —dijo d’Avrigny.
—¡Ay! —dijo Valentine reprimiendo sus sollozos—. Mi abuelo ha muerto.
—¿El señor de Saint-Méran?
—Sí.
—¿Súbitamente?
—De un ataque de apoplejía fulminante.
—¿De una apoplejía? —repitió el médico.
—Sí. De manera que mi pobre abuela está obsesionada con la idea de que su marido, de quien nunca se había separado, la llama y que ella va a unirse con él. ¡Oh! Señor d’Avrigny, ¡haga algo por mi pobre abuela!
—¿Dónde está?
—En su habitación con el notario.
—¿Y el señor Noirtier?
—Sigue igual, una lucidez de mente perfecta, pero la misma inmovilidad, el mismo mutismo.
—Y el mismo cariño por usted, ¿no es así, mi querida niña?
—Sí —dio Valentine sonriendo—, él me quiere mucho.
—¿Y quién no la querría, niña?
Valentine sonrió con tristeza.
—¿Y qué le ocurre a su abuela?
—Una excitación nerviosa singular, un sueño agitado y extraño; esta mañana pretendía que, durante el sueño, su alma planeaba por encima de su cuerpo y que la observaba mientras dormía: es como un delirio. Pretende que ha visto a un fantasma entrar en su habitación y oír un ruido que hacía el supuesto fantasma removiendo su vaso.
—Es singular —dijo el doctor—, no sabía que la señora de Saint-Méran tuviera alucinaciones.
—Es la primera vez que la he visto así —dijo Valentine—, y esta mañana me ha asustado mucho, creí que se volvía loca, y mi padre, bueno, señor d’Avrigny, usted conoce a mi padre y sabe que es un hombre serio, pues bien, mi padre parecía también muy impresionado.
—Vamos a ver —dijo el señor d’Avrigny—; lo que me dice me parece muy extraño.
El notario bajaba en ese momento; vinieron a avisar a Valentine de que la señora de Saint-Méran estaba sola.
—Suba —le dijo ella al doctor.
—¿Y usted?
—¡Oh! No me atrevo; me prohibió que le llamara, además, como usted dice, yo también me siento muy inquieta, como con fiebre, indispuesta: voy a dar una vuelta por el jardín para reponerme.
El doctor estrechó la mano de Valentine, y mientras él subía a ver a la abuela, la joven bajó la escalinata.
No necesitamos decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentine. Después de dar dos o tres vueltas por el césped que rodeaba la casa, después de coger una rosa para ponerla en la cintura o en el pelo, se dirigía por los senderos sombríos que llevaban a un banco y, después, del banco a la verja.
Pero esta vez Valentine, según su costumbre, dio dos o tres vueltas en medio de los macizos de flores, pero sin coger ninguna flor: el luto de su corazón, que no había tenido aún tiempo de extenderse a toda su persona, rechazaba ese sencillo adorno; después, se encaminó hacia su sendero habitual. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre. Se detuvo asombrada.
Entonces esa voz llegó hasta su oído más claramente, y reconoció la voz de Maximilien.