Capítulo LXXVIII
Nos escriben de Janina
Franz había salido de la habitación de Noirtier tan trastornado y tan perdido que incluso Valentine sintió piedad de él.
Villefort, que no había articulado más que algunas palabras sin sentido, retirándose después a su gabinete, recibió dos horas más tarde, la carta siguiente:
Después de lo que me ha sido revelado esta mañana, el señor Noirtier de Villefort no puede suponer que una alianza sea posible entre su familia y la del señor Franz d’Épinay. El señor Franz d’Épinay siente horror al pensar que el señor de Villefort, que parecía conocer los sucesos leídos esta mañana, no le hubiese prevenido con anterioridad.
Quien hubiera visto en ese momento al magistrado, hundido por el golpe, no creería que lo tenía previsto; en efecto, nunca pensó que su padre llevaría la franqueza, o más bien la rudeza, hasta el extremo de contar una historia así. Es cierto que nunca el señor Noirtier, bastante displicente como era con la opinión de su hijo, se había preocupado de aclarar el hecho a ojos de Villefort, y que este había creído siempre que el general de Quesnel, o el barón d’Épinay, según quieran llamarle con el nombre que él se hizo o con el nombre que le hicieron, había muerto asesinado y no en un duelo leal.
Esa carta tan dura, viniendo de un joven tan respetuoso hasta entonces, era mortal para el orgullo de un hombre como Villefort.
Una vez en su despacho, su mujer entró.
La salida de Franz, cuando le llamó el señor Noirtier, asombró de tal manera a todo el mundo que la posición de la señora de Villefort, que se había quedado sola con el notario y los dos testigos, se hizo cada vez más embarazosa. Entonces, la señora de Villefort actuó por su cuenta y salió de la sala diciendo que iba a buscar noticias.
El señor de Villefort se contentó con decirle que como consecuencia de una explicación entre él, el señor Noirtier y el señor d’Épinay, el compromiso matrimonial entre Valentine y Franz quedaba roto.
Eso era difícil de transmitir a los que estaban esperando; así que la señora de Villefort, al volver al salón, se contentó con decir que el señor Noirtier había sufrido una especie de ataque de apoplejía al iniciar la entrevista solicitada, por lo que la firma del contrato matrimonial, naturalmente, se había pospuesto para dentro de unos días.
Esa noticia, por muy falsa que fuera, llegaba tan singularmente después de dos desgracias seguidas, del mismo género, que notario y testigos se miraron asombrados y se retiraron sin decir una palabra.
Mientras tanto, Valentine, feliz y asustada a la vez, después de abrazar y dar las gracias al débil anciano, que acababa de romper así, de un solo golpe, una cadena que ella veía indisoluble, le pidió permiso para retirarse a su habitación para reponerse, y Noirtier le había dado, con la mirada, el permiso solicitado.
Pero, en lugar de subir a su habitación, Valentine, una vez fuera de la sala de su abuelo, se fue por el corredor y, saliendo por una pequeña puerta disimulada, llegó al jardín. En medio de todos los acontecimientos que venían sucediéndose unos tras otros, un terror sordo le comprimía constantemente el corazón. Veía que de un momento a otro iba a aparecer Morrel, pálido y amenazante, como el lord de Ravenswood en la boda de Lucia de Lammermoor.
En efecto, era el momento de ir a la verja. Maximilien, que había sospechado lo que iba a ocurrir cuando vio a Franz salir del cementerio con el señor de Villefort, les había seguido; después, tras verle entrar, le vio salir de nuevo, y volver a entrar, esta vez con Albert y Château-Renaud. Así que para él, ya no cabía ninguna duda. Entonces se cobijó en su recinto de alfalfa, dispuesto a todo, y seguro de que en el primer momento de libertad que tuviera Valentine, acudiría al jardín.
No se equivocaba; con el ojo pegado a las tablas del parapeto, vio aparecer, en efecto, a la joven que, sin ninguna de las precauciones al uso, corría hacia la verja. Con la primera mirada, Maximilien se tranquilizó; con la primera palabra de Valentine, Maximilien saltó de alegría.
—¡Estamos salvados! —dijo Valentine.
—¡Salvados! —repitió Morrel, no pudiendo creer tanta dicha—. ¿Pero, quién nos ha salvado?
—Mi abuelo. ¡Oh! Tienes que quererle mucho, Morrel.
Morrel juró querer al viejo con toda su alma, y ese juramento no le costaba hacerlo, pues, en ese momento, no se contentaba con quererlo como a un amigo o como a un padre, sino que le adoraba como a un dios.
—¿Pero, cómo ha ocurrido? —preguntó Morrel—. ¿Qué ha hecho?
Valentine iba a abrir la boca para contárselo, pero pensó que en todo ello había un secreto terrible y en el que no entraba solamente su abuelo.
—Más tarde —dijo— te contaré todo.
—¿Pero cuándo?
—Cuando seamos marido y mujer.
Era posponer la conversación en un capítulo que fuera fácil de comprender por parte de Morrel; él entendió incluso que debía conformarse con lo que sabía, y que era suficiente por un día. Sin embargo, no consintió en retirarse más que bajo la promesa de que vería a Valentine al día siguiente por la tarde.
Valentine se lo prometió. Todo había cambiado a sus ojos y, ciertamente, una hora antes le parecía más difícil creer en que no se casaría con Franz, de lo que ahora le parecía casarse con Maximilien.
Mientras tanto, la señora de Villefort había subido a ver a Noirtier.
Noirtier la miró con esa mirada sombría y severa con la que tenía costumbre recibirla.
—Señor —le dijo—, no necesito decirle que el contrato de matrimonio de Valentine está roto, puesto que fue aquí donde se produjo la ruptura.
Noirtier permaneció impasible.
—Pero —continuó la señora de Villefort—, lo que usted no sabe, señor, es que yo siempre me opuse a ese matrimonio que iba a llevarse a cabo a mi pesar.
Noirtier miró a su nuera como quien espera una explicación.
—Ahora bien, puesto que ese matrimonio, por el que usted sentía aversión, se ha roto, vengo a pedirle algo que ni el señor de Villefort ni Valentine pueden pedirle.
Los ojos de Noirtier preguntaron qué petición era esa.
—Vengo a rogarle, señor —continuó la señora de Villefort—, como la única que tenga derecho a hacerlo, pues soy la única que no tiene nada que ganar; vengo a rogarle que restituya, no diré su cariño, pues ella siempre lo tuvo de usted, sino su fortuna, a su querida nieta.
Los ojos de Noirtier quedaron un instante imprecisos; evidentemente buscaba los motivos de la gestión de su nuera, y no podía encontrarlos.
—¿Puedo esperar, señor —dijo la señora de Villefort—, que sus intenciones estén en armonía con el ruego que acabo de hacerle?
—Sí —señaló Noirtier.
—En ese caso, señor —dijo la señora de Villefort—, me retiro feliz y a la vez agradecida.
Y, saludando a su suegro, se retiró.
En efecto, al día siguiente mismo, Noirtier mandó llamar al notario; el primer testamento fue destruido, e hicieron uno nuevo en el que dejaba toda su fortuna a Valentine, a condición de que no la separaran de él.
Entonces, algunas personas del gran mundo calcularon que la señorita de Villefort, heredera del marqués y de la marquesa de Saint-Méran, y de nuevo en gracia con su abuelo, dispondría un día de unas trescientas mil libras de renta.
Mientras que ese matrimonio se rompía en casa de los Villefort, el señor conde de Morcerf había recibido la visita de Montecristo, y para demostrar su diligencia a Danglars, Morcerf se endosó su uniforme de gala de teniente general, adornado con todas sus medallas y cruces, y pidió sus mejores caballos. Ataviado de esa guisa, se dirigió a la calle de la Chaussée-d’Antin, y pidió que le anunciaran a Danglars, que estaba haciendo sus cuentas de fin de mes.
No era el momento, o bien hace mucho que ya no era el momento, de encontrar al banquero de buen humor.
Así que, al observar el aspecto de su antiguo amigo, Danglars tomó sus aires majestuosos y se acomodó, sin más, en su sillón.
Morcerf, normalmente con tanto empaque, se había imbuido, por el contrario, de un aspecto risueño y afable; en consecuencia, seguro como estaba, poco más o menos, de que su entrada iba a recibir una buena acogida, no se anduvo con diplomacias y sin más le espetó:
—Barón —dijo—, aquí me tiene. Desde hace tiempo venía dando vueltas a nuestros compromisos de antaño…
Morcerf esperaba, ante esas palabras, que el rostro del banquero se alegrase, cuyo aspecto sombrío achacaba Morcerf a su silencio; pero, muy al contrario, ese rostro devino, lo que era casi increíble, más impasible y más frío que nunca.
Esa es la razón por la que Morcerf se había parado en medio de la frase.
—¿Qué compromisos, señor conde? —preguntó el banquero, como si buscase vanamente en su memoria la explicación de lo que el general quería decir.
—¡Oh! —dijo el conde—. Es usted formalista, mi querido señor, y me recuerda que el ceremonial debe llevarse a cabo con todos sus ritos. ¡Muy bien, a fe mía! Perdóneme; como no tengo más que un hijo, y es la primera vez que pienso en casarle, estoy todavía aprendiendo: vamos, que me ejercito en ello.
Y Morcerf, con una forzada sonrisa, se levantó, hizo una profunda reverencia a Danglars y le dijo:
—Señor barón, tengo el honor de pedirle la mano de la señorita Eugénie Danglars, su hija, para mi hijo el vizconde Albert de Morcerf.
Pero Danglars, en lugar de acoger estas palabras con la estima que Morcerf podía esperar de él, frunció el ceño, y sin invitar al conde, que se había quedado de pie, a sentarse:
—Señor conde —dijo—, antes de responderle, tengo que reflexionar.
—¡Reflexionar! —repuso Morcerf, cada vez más asombrado—. ¿Es que no ha tenido tiempo de reflexionar desde que hablamos por primera vez de este matrimonio, hace ya unos ocho años?
—Señor conde —dijo Danglars—, cada día suceden cosas que hacen que las reflexiones que creíamos hechas, exijan una nueva reflexión.
—¿Cómo es eso? —preguntó Morcerf—. ¡Ya no le entiendo, barón!
—Quiero decir, señor, que desde hace quince días, nuevas circunstancias…
—Permítame —dijo Morcerf—; ¿estamos o no estamos representando una comedia?
—¿Cómo que una comedia?
—Sí, expliquémonos categóricamente.
—No pienso en nada mejor.
—¡Usted ha visto al señor de Montecristo!
—Le veo muy a menudo —dijo Danglars sacudiéndose la pechera de la camisa—, es uno de mis amigos.
—Y bien, una de las últimas veces en las que le vio, le dijo que yo parecía olvidadizo, remiso, en relación con este matrimonio.
—Es cierto.
—Pues bien, aquí estoy; no soy ni olvidadizo ni remiso, ya lo ve, puesto que vengo a instarle a que mantenga su promesa.
Danglars no respondió.
—¿Ha cambiado usted tan pronto de opinión —añadió Morcerf—, o sólo ha provocado mi petición para darse el placer de humillarme?
Danglars comprendió que si continuaba la conversación por esos derroteros, la cosa podría volverse contra él.
—Señor conde —dijo—, usted debe estar sorprendido de mi reserva, y con todo el derecho, lo comprendo; así que, créame, yo mismo, yo soy el primero en lamentarlo; créame que me veo ante circunstancias imperiosas.
—Esas son palabras en el aire, mi querido señor —dijo el conde—, y con las que se podría conformar cualquiera, pero el conde de Morcerf no es un cualquiera, y cuando un hombre como él viene a ver a otro hombre, le recuerda la palabra dada y ese hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir a cambio que al menos se le dé una buena razón.
Danglars era cobarde, pero no quería parecerlo; se picó por el tono que Morcerf acababa de emplear con él.
—Pues no es una buena razón lo que me falta —replicó.
—¿Qué pretende?
—Pues que la buena razón la tengo, pero que es difícil dársela.
—Usted comprenderá, sin embargo, que yo no voy a contentarme con sus reticencias, y, en todo caso, una cosa me parece clara, y es que usted rechaza su alianza conmigo.
—No, señor —dijo Danglars—, suspendo mi resolución, eso es todo.
—¿Pero no tendrá usted la pretensión, supongo, de creer que yo voy a doblegarme a sus caprichos hasta el punto de esperar tranquila y humildemente a caerle de nuevo en gracia?
—Entonces, señor conde, si usted no puede esperar, contemplemos nuestros proyectos como nulos y sin valor.
El conde se mordió los labios hasta hacerse sangre para no estallar, como su carácter soberbio e irritable le llevaba a hacer; sin embargo, comprendiendo que en tales circunstancias haría el ridículo, había comenzado ya a acercarse a la puerta del salón, cuando, rectificando, volvió sobre sus pasos.
Una nube acababa de pasar por su frente, dejando en ella el rastro, no del orgullo ofendido, sino de una vaga inquietud.
—Veamos —dijo—, mi querido Danglars, nos conocemos desde hace muchos años, y en consecuencia debemos tener alguna consideración el uno por el otro. Usted me debe una explicación, y es, al menos, que yo conozca a qué desgraciado suceso mi hijo debe la pérdida de su aprecio por él.
—No es nada personal con el vizconde, eso es todo lo que puedo decirle, señor —respondió Danglars, que se volvía impertinente al ver que Morcerf se ablandaba.
—¿Y contra quién tiene algo personal? —preguntó con voz alterada Morcerf, cuya frente se cubría de palidez.
Danglars, a quien no se le escapaba ninguno de esos síntomas, fijó en él una mirada más determinante de lo que era habitual en él.
—Agradézcame que no me explique más —dijo.
Un temblor nervioso, que procedía sin duda de la ira contenida, agitaba a Morcerf.
—Tengo el derecho —respondió, intentando controlarse—, tengo el derecho de exigir que se explique usted; ¿es acaso contra la señora de Morcerf, contra la que usted tiene algo? ¿Es que mi fortuna es insuficiente? ¿Es porque mis opiniones son contrarias a las de usted…?
—Nada de todo eso que dice, señor —dijo Danglars—; eso sería imperdonable, pues me comprometí sabiéndolo de antemano. No, no busque más, realmente me avergüenza obligarle a este examen de conciencia; dejémoslo así, créame. Tomemos el término medio de fijar un plazo, que no es ni ruptura ni compromiso. ¡No hay ninguna prisa, por Dios! Mi hija tiene diecisiete años y su hijo veintiuno. Mientras tanto, ya irá pasando el tiempo; el tiempo nos traerá nuevos acontecimientos; las cosas que parecen oscuras la víspera son a veces demasiado claras al día siguiente; a veces, también en un día, caen las más crueles calumnias.
—¡Calumnias! ¡Ha dicho usted calumnias, señor! —exclamó Morcerf, lívido—. ¡A mí, me calumnian a mí!
—Señor conde, no hay más explicaciones, le digo.
—Así que, señor, tendré que soportar tranquilamente esa negativa.
—Es sobre todo penoso para mí, señor. Sí, más penoso para mí que para usted, pues yo contaba con el honor de la alianza con usted, y un compromiso matrimonial fallido es más perjudicial para la novia que para el novio.
—Está bien, señor, no hablemos más —dijo Morcerf.
Y estrujando los guantes con rabia salió de la sala.
Danglars observó que ni una sola vez Morcerf se atrevió a preguntar si era a causa de él mismo, de Morcerf, por lo que Danglars le retiraba la palabra dada.
Durante la velada hubo una larga charla con varios amigos, y el señor Cavalcanti, que se había mantenido todo el tiempo en el salón de las damas, salió el último de la casa del banquero.
Al día siguiente, al despertarse, Danglars pidió los periódicos, que le trajeron de inmediato; apartó tres o cuatro y cogió L’Impartial.
Era el periódico en el que Beauchamp era redactor jefe.
Rompió rápidamente el envoltorio, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó desdeñosamente sobre el apartado de París y, al llegar a los sucesos, se detuvo con su malvada sonrisa en un suelto que comenzaba con estas palabras:
Nos escriben de Janina.
—Bueno —dijo después de leerlo—, esto es el articulito sobre el coronel Fernand que, según todas las probabilidades, me dispensará de dar explicaciones al conde de Morcerf.
En el mismo momento, es decir, cuando daban las nueve de la mañana, Albert de Morcerf, vestido de negro, abotonado metódicamente, con andares agitados y palabra breve, se presentó en la casa de los Champs-Elysées.
—El señor conde acaba de salir hace una media hora, más o menos —dijo el portero.
—¿Se ha llevado con él a Baptistin? —preguntó Morcerf.
—No, señor vizconde.
—Llame a Baptistin; quiero hablar con él.
El encargado de la puerta fue él mismo a buscar al ayuda de cámara, y un instante después regresó con él.
—Amigo —dijo Albert— perdone mi indiscreción, pero quería preguntarle a usted mismo si su señor había realmente salido.
—Sí, señor —respondió Baptistin.
—¿Incluso para mí?
—Yo sé con qué placer mi señor le recibe a usted, me guardaría mucho de incluirle a usted en una medida general.
—Tienes razón, pero es que tengo que hablarle de un asunto serio. ¿Crees que tardará en volver?
—No, pues ha pedido el almuerzo para las diez de la mañana.
—Bien, voy a dar una vuelta por los Champs-Elysées, y a las diez estaré aquí; si el señor conde vuelve antes que yo, dile que le ruego que me espere.
—Así lo haré, el señor puede estar tranquilo.
Albert dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler que había traído y se fue a pasear a pie.
Al pasar delante de L’allée des Veuves, le pareció reconocer los caballos del conde estacionados delante de la puerta de la sala de tiro de Gosset; se acercó y, tras haber reconocido los caballos, reconoció al cochero.
—¿El señor conde está en el tiro? —preguntó Morcerf al cochero.
—Sí, señor —respondió.
En efecto, Morcerf había oído varios disparos que sonaban con regularidad, cuando se encontraba en los alrededores del campo de tiro.
El joven entró.
En el jardincito había un muchacho.
—Perdón —dijo—, ¿el señor vizconde podría aguardar un instante?
—¿Por qué, Philippe? —preguntó Albert, pues, siendo uno de los habituales, le sorprendía ese obstáculo que no comprendía.
—Porque la persona que practica en este momento tiene toda la cabaña para él y no tira nunca delante de nadie.
—¿Ni siquiera delante de usted, Philippe?
—Ya ve, señor, que estoy en la puerta.
—¿Y quién le carga las pistolas?
—Su criado.
—¿Un nubio?
—Un negro.
—Eso es.
—¿Entonces conoce usted a ese señor?
—Vengo a buscarle; es amigo mío.
—¡Oh! Entonces es otra cosa. Voy a entrar a avisarle.
Y Philippe, llevado por su propia curiosidad, entró en la sala de tiro. Un segundo después, Montecristo estaba en el umbral de la puerta.
—Perdón por perseguirle hasta aquí, mi querido conde —dijo Albert—; pero empiezo por decirle que no ha sido culpa de sus sirvientes, sino que soy yo el único indiscreto. Me presenté en su casa; me dijeron que estaba usted dando un paseo, pero que volvería a las diez para el almuerzo. Yo me fui a pasear también aguardando a las diez, y estando por aquí, vi sus caballos y su coche.
—Lo que me dice me da la esperanza de que viene a pedirme que le invite a almorzar.
—No, no, gracias, no se trata de almorzar a estas horas; quizá almorcemos más tarde, pero en peor compañía, ¡pardiez!
—¿Pero, qué me está contando?
—Querido amigo, hoy voy a batirme en duelo.
—¿Usted? ¿Y para qué?
—Pues para batirme, ¡pardiez!
—Sí, lo entiendo, ¿pero a causa de qué? Uno se bate por toda clase de cosas, ¿entiende?
—A causa del honor.
—¡Ah! Eso es serio.
—Tan serio que vengo a pedirle que me haga un favor.
—¿Qué favor?
—Ser mi testigo.
—Entonces esto se pone grave; no hablemos más aquí, venga a casa. Alí, dame agua.
El conde se remangó la camisa y pasó a un pequeño vestíbulo que precede a la cabaña de tiro y donde los tiradores acostumbran a lavarse las manos.
—Entre, entre, señor vizconde —dijo en voz baja Philippe—, verá usted algo divertido.
Morcerf entró. En lugar de dianas, había cartas de la baraja pegadas sobre la placa.
De lejos, Morcerf creyó que era la baraja completa: había desde el as hasta el diez.
—¡Ah!, ¡ah! —hizo Albert—. ¿Es que estaba jugando al piquet?
—No —dijo el conde—, estaba haciendo un juego de cartas completo.
—¿Cómo es eso?
—Sí, son ases y doses lo que usted ve; mis balas sólo han alcanzado treses, cincos, sietes, ochos, nueves y dieces.
Albert se acercó.
En efecto, las balas habían reemplazado, con líneas perfectamente exactas y distancias perfectamente iguales, a las señales ausentes y agujereado el cartón en los sitios en los que debía estar pintado. Yendo hacia la placa, Morcerf recogió, además, dos o tres golondrinas que habían tenido la imprudencia de pasar al alcance de la pistola del conde, y que este había abatido.
—¡Diablos! —dijo Morcerf.
—¡Qué quiere usted, mi querido vizconde! —dijo Montecristo, secándose las manos con un paño que le traía Alí—, tengo que ocupar mis ratos de ocio; pero venga, le espero.
Ambos subieron al cupé de Montecristo que, al cabo de algunos instantes, les dejó en la puerta del número 30.
Montecristo condujo a Morcerf a su despacho y le indicó un asiento. Ambos se sentaron.
—Ahora, charlemos tranquilamente —dijo el conde.
—Pues ya ve que estoy perfectamente tranquilo.
—¿Con quién quiere usted batirse?
—Con Beauchamp.
—¡Un amigo suyo!
—Es siempre con los amigos con quien uno se bate.
—Pero al menos hace falta una razón.
—Tengo una.
—¿Qué le ha hecho?
—Hay en un periódico de la tarde de ayer…, pero, tenga, lea.
Albert tendió a Montecristo un periódico en el que se leían estas palabras:
Nos escriben de Janina:
Un hecho hasta ahora ignorado, o al menos inédito, ha llegado a nuestro conocimiento; los castillos que defendían la ciudad fueron entregados a los turcos por un oficial francés en el que el visir tenía puesta toda su confianza, y que se llamaba Fernand.
—Y bien —preguntó Montecristo—; ¿qué ve en ello que le choque?
—¡Cómo! ¿Que qué veo?
—Sí. ¿Qué le importa a usted que los castillos de Janina fueran entregados a los turcos por un oficial llamado Fernand?
—Me importa porque mi padre, el conde de Morcerf, se llama Fernand de nombre de pila.
—¿Y su padre servía a Alí-Pachá?
—Es decir, que combatía por la independencia de los griegos; ahí es donde está la calumnia.
—¡Ah, vaya! Mi querido vizconde, entremos en razón.
—No pido nada mejor.
—Dígame al menos: ¿quién diablos sabe en Francia que el oficial Fernand es el mismo hombre que el conde de Morcerf y, además, quién se ocupa ahora de Janina, que fue tomada en 1822, o 1823, creo?
—Ahí es donde está justamente la perfidia: se deja pasar el tiempo, después, hoy, se vuelve sobre los sucesos olvidados para que salga a la luz un escándalo que pueda menoscabar una alta posición. Pues bien, yo, heredero del nombre de mi padre, no quiero que sobre ese nombre flote ni siquiera la sombra de la duda. Voy a enviar a Beauchamp, ya que su periódico es quien publica la nota, voy a enviarle dos testigos, y él se retractará.
—Beauchamp no se retractará de nada.
—Entonces habrá duelo.
—No, usted no hará nada pues él responderá que quizás había cincuenta oficiales que se llamaban Fernand, en el ejército griego.
—Pues habrá duelo a pesar de esa respuesta. ¡Oh! Quiero que eso desaparezca… Mi padre, un soldado tan noble, una carrera tan ilustre…
—O bien Beauchamp escribirá: Todo nos lleva a creer que ese Fernand no tiene nada en común con el señor conde de Morcerf, cuyo nombre de pila es también Fernand.
—No, necesito una retractación total y completa; ¡no me conformaré con esa!
—¿Y le enviará a sus testigos?
—Sí.
—Se equivoca.
—Eso quiere decir que usted se niega a hacerme el favor que he venido a pedirle.
—¡Ah! Ya conoce usted la teoría que tengo en relación con el duelo; ya le hice a usted mi profesión de fe en Roma, ¿lo recuerda?
—Sin embargo, mi querido conde, ahora mismo, esta mañana, le he visto practicando un ejercicio que guarda muy poca armonía con esa teoría.
—Porque, mi querido amigo, usted comprende, nunca hay que ser tajante. Cuando se vive entre locos, hay que practicar un poco la insensatez; de un momento a otro, algún descerebrado, que no tendrá más motivo para buscarme querella que el que usted tiene en buscársela a Beauchamp, vendrá a buscarme; por la primera tontería que se le ocurra, o me enviará sus testigos, o me insultará en un lugar público; y bien, pues a ese descerebrado, tendré que matarlo.
—¿Admite, pues, que usted mismo, también se batiría en duelo?
—¡Pardiez!
—Pues bien, entonces, ¿por qué quiere usted que yo no me bata?
—Yo no digo que no deba en absoluto batirse; digo solamente que un duelo es una cosa grave y que hay que reflexionar antes.
—¿Es que él ha reflexionado antes de insultar a mi padre?
—Si no ha reflexionado, y así lo confiesa, no hay que ir contra él.
—¡Oh! Mi querido conde, ¡es usted demasiado indulgente!
—Y usted, demasiado riguroso. Veamos, supongo…, escuche bien esto: suponga… ¿no va usted a enfadarse por lo que le digo?
—Le escucho.
—Suponga que los hechos relatados son ciertos…
—Un hijo no debe admitir nunca una suposición así sobre el honor de su padre.
—¡Eh! ¡Por Dios! ¡Estamos en una época en la que se admiten tantas cosas!
—Es justamente el vicio de la época.
—¿Tiene usted la pretensión de reformarla?
—Sí, en lo que a mí me atañe.
—¡Dios mío! ¡Qué rigorista se pone usted, mi querido amigo!
—Así soy yo.
—¿Es usted inaccesible a los buenos consejos?
—No, cuando vienen de un amigo.
—¿Y cree usted que yo lo soy?
—Sí.
—Pues bien, antes de enviar sus testigos a Beauchamp, infórmese.
—¿Y por quién?
—¡Eh, pardiez! Por Haydée, por ejemplo.
—Mezclar a una mujer en todo esto, ¿qué puede hacer ella?
—Declararle que su padre no tuvo nada que ver en la derrota y en la muerte del suyo, por ejemplo, o aclararle respecto al asunto, si por azar su padre de usted tuvo la desgracia de…
—Ya se le he dicho, mi querido conde, yo no podría admitir una suposición así.
—¿Rechaza entonces este medio?
—Lo rechazo.
—¿Absolutamente?
—¡Absolutamente!
—Entonces, un último consejo.
—De acuerdo, pero el último.
—¿No lo quiere, entonces?
—Al contrario, se lo pido.
—No envíe testigos a Beauchamp.
—¿Cómo?
—Vaya a verle usted mismo.
—Eso va en contra de toda costumbre.
—Su asunto está fuera de los asuntos ordinarios.
—¿Y por qué debo ir yo mismo, veamos?
—Porque así el asunto quedaría entre usted y Beauchamp.
—Explíquese.
—Sin duda; si Beauchamp está dispuesto a retractarse, hay que dejarle el mérito de la buena voluntad, no por eso la retractación deja de hacerse. Si se niega, al contrario, será el momento de meter a extraños en su secreto.
—No serían dos extraños, serán dos amigos.
—Los amigos de hoy son los enemigos de mañana.
—¡Oh, vamos!
—Único testigo, Beauchamp.
—Así que…
—Así que le recomiendo prudencia.
—¿O sea que usted cree que debo ir yo mismo a ver a Beauchamp?
—Sí.
—¿Solo?
—Solo. Cuando se quiere obtener algo del amor propio de un hombre, hay que salvar ese amor propio de todo sufrimiento, incluso hasta de toda apariencia de sufrimiento.
—Creo que tiene usted razón.
—¡Ah! ¡Me alegro!
—Iré solo.
—Vaya usted; pero haría incluso mejor si no fuera en absoluto.
—Es imposible.
—Hágalo así, entonces; siempre será mejor que lo que pretendía hacer.
—Pero en ese caso, veamos, si a pesar de todas mis precauciones, de todas mis gestiones, si al final hay duelo, ¿sería usted mi testigo?
—Mi querido vizconde —dijo Montecristo con una suprema seriedad—, usted ha podido ver en tiempo y lugar que le he sido totalmente útil, pero el favor que me pide se sale del círculo de los favores que yo pueda hacer por usted.
—¿Y eso por qué?
—Quizá lo sepa usted algún día.
—¿Pero mientras tanto?
—Le pido que me perdone por el secreto.
—Está bien. Tomaré a Franz y a Château-Renaud.
—Sí. Tome a Franz y a Château-Renaud, irá de maravilla.
—Pero, en fin, si llego a batirme, ¿me dará usted una pequeña lección de espada o de pistola?
—No, es algo también imposible.
—¡Qué singular es usted, vamos! ¿Entonces, no quiere intervenir en nada?
—Absolutamente en nada.
—Entonces, no hablemos más. Adiós, conde.
—Adiós, vizconde.
Morcerf cogió el sombrero y salió.
En la puerta, le esperaba el cabriolé y, conteniendo lo mejor que pudo su ira, mandó al cochero que le llevara a casa de Beauchamp; Beauchamp estaba en el periódico.
Albert ordenó ir al periódico.
Beauchamp estaba en su despacho, oscuro y polvoriento como son por tradición los despachos de los periódicos.
Le anunciaron a Albert de Morcerf. Se hizo repetir dos veces el anuncio, después, todavía no muy convencido, gritó:
—¡Entre!
Albert apareció. Beauchamp soltó una exclamación al ver a su amigo franquear los montones de papel y tropezar, no estando acostumbrado a estos obstáculos, con periódicos de todos los tamaños, que alfombraban no sólo el parqué, sino los ventanales enrojecidos de su despacho.
—Por aquí, por aquí, mi querido Albert —dijo tendiendo la mano al joven—; ¿qué diablos le trae por aquí? ¿Es que se ha perdido como Pulgarcito, o viene tranquilamente a almorzar conmigo? Intente encontrar una silla; mire, allá, junto a ese geranio que es lo único aquí que me recuerda que en el mundo hay hojas que no son las hojas de papel.
—Beauchamp —dijo Albert—; vengo a hablarle de su periódico.
—¿Usted, Morcerf? ¿Qué desea?
—Deseo una rectificación.
—¿Usted, una rectificación? ¿En relación con qué, Albert? Pero, vamos, ¡siéntese!
—Gracias —respondió Albert por segunda vez, con una ligera inclinación de cabeza.
—Explíquese.
—Una rectificación sobre un hecho publicado que atenta al honor de un miembro de mi familia.
—¡Vamos, vamos! —dijo Beachamp sorprendido—. ¿Qué hecho? Eso no es posible.
—El hecho que le han escrito de Janina.
—¿De Janina?
—Sí, de Janina. ¿De verdad que ignora lo que me trae hasta aquí?
—¡Por mi honor…! ¡Baptiste! ¡Un periódico de ayer! —gritó Beauchamp.
—No hace falta, traigo el mío.
Beauchamp leyó atropelladamente.
—Nos escriben de Janina, etcétera.
—Usted comprenderá que el hecho es grave —dijo Morcerf, cuando Beauchamp terminó de leer.
—¿Entonces ese oficial es pariente suyo? —preguntó el periodista.
—Sí —dijo Albert sonrojándose.
—¿Y bien, qué puedo hacer yo para agradarle? —dijo Beauchamp con dulzura.
—Quisiera, mi querido Beauchamp, que se retractase de esa noticia.
Beauchamp miró a Albert con una atención que anunciaba seguramente mucha benevolencia.
—Veamos —dijo—, esto nos va a llevar a una larga charla, pues siempre es algo grave una rectificación. Siéntese; voy a releer estas líneas.
Albert se sentó, y Beauchamp releyó las líneas incriminatorias para su amigo con mayor atención que en la primera lectura.
—Y bien, ya lo ve —dijo Albert con firmeza, con rudeza, incluso—, se insulta en su periódico a alguien de mi familia, y quiero una rectificación.
—Usted… quiere…
—¡Sí, lo quiero!
—Permítame que le diga que no es usted nada dialogante, mi querido vizconde.
—Tampoco quiero serlo —replicó el joven levantándose—; persigo la rectificación de un hecho que usted publicó ayer, y la obtendré. Usted es lo bastante amigo mío —continuó Albert con los labios apretados, viendo que Beauchamp, por su parte, comenzaba a levantar desdeñosamente la cabeza—, es usted lo bastante amigo mío, y como tal, me conoce lo suficiente, así que espero que comprenda mi tenacidad en una circunstancia como esta.
—Si soy su amigo, Morcerf, acabará por hacérmelo olvidar con palabras como las que dice ahora… Pero, veamos, no nos enfademos, o al menos no nos enfademos todavía… está usted inquieto, irritado, picado… Veamos, ¿quién es ese pariente que se llama Fernand?
—Es mi padre, sencillamente, mi padre —dijo Albert—; el señor Fernand Mondego, conde de Morcerf, un antiguo militar que ha visto veinte campos de batalla, y cuyas nobles cicatrices quieren cubrir con el fango impuro del arroyo.
—¿Es su padre? —dijo Beauchamp—. Entonces es otra cosa; concibo su indignación, mi querido Albert… releamos esto, entonces.
Y releyó la nota, sopesando esta vez cada palabra.
—Pero —preguntó Beauchamp—, ¿dónde ve usted que el Fernand del periódico sea su padre?
—En ninguna parte, ya lo sé; pero otros lo verán. Es por eso por lo que yo quiero que el hecho sea desmentido.
Al oír las palabras «yo quiero» Beauchamp levantó los ojos hacia Morcerf, y bajándolos casi eseguida, permaneció un instante pensativo.
—¿Lo desmentirá, no es así, Beauchamp? —repitió Morcerf con una cólera creciente, aunque siempre concentrada.
—Sí —dijo Beauchamp.
—¡Menos mal! —dijo Albert.
—Pero cuando esté seguro de que el hecho es falso.
—¡Cómo!
—Sí, el asunto merece la pena ser aclarado, y lo aclararé.
—¿Pero qué tiene que aclarar en todo eso, señor? —dijo Albert, fuera de toda cordura—. Si usted cree que no es mi padre, dígalo enseguida; y si cree que sea él, deme una razón para pensar así.
Beauchamp miró a Albert con esa sonrisa que le era particular, y que sabía tomar el matiz de todas las pasiones.
—Señor —repuso—, puesto que señor hay, si es para exigirme razones por lo que usted ha venido, tendría que haberlo hecho al principio, y no venir a hablarme de amistad y de otras cosas ociosas como las que he tenido la paciencia de oír desde hace media hora. Y será en este terreno por el que vamos a andar a partir de ahora, ¡veamos!
—Sí, ¡si no se retracta de la infame calumnia!
—¡Un momento! Nada de amenazas, por favor, señor Albert Mondego, vizconde de Morcerf; no se las consiento a mis enemigos, con mayor razón a mis amigos. ¿Así pues, usted quiere que yo desmienta el hecho sobre el coronel Fernand, publicación del hecho en la que, por mi honor, no he tenido nada que ver?
—¡Sí, eso quiero! —dijo Albert, que empezaba a perder la cabeza.
—¿Y si no, nos batiremos en duelo? —continuó Beauchamp con la misma calma.
—¡Sí! —repuso Albert alzando la voz.
—Pues bien —dijo Beauchamp—, esta es mi respuesta, mi querido señor: ese hecho no ha sido escrito por mí, ni siquiera lo conocía; pero, con su actitud, usted ha atraído mi atención sobre el asunto, y a ella me aferro; y así será hasta que el asunto sea desmentido o confirmado por quien pueda hacerlo en justicia.
—Señor —dijo Albert levantándose—, voy, pues, a tener el honor de enviarle a mis testigos; usted concertará con ellos lugar y armas.
—Perfectamente, mi querido señor.
—Y esta noche, si le place, o a lo más tardar, mañana, nos veremos.
—¡Ah! ¡No, no! Yo estaré en el campo del honor cuando haga falta, y, en mi opinión, tengo derecho, puesto que soy yo el provocado, tengo derecho a señalar la hora, digo, y esa hora aún no ha llegado. Sé que usted maneja muy bien la espada, y que yo lo hago pasablemente; sé que usted hace tres dianas sobre seis; y yo, más o menos igual; sé que un duelo entre nosotros será un duelo serio, porque usted es valiente y… yo también. Así que no quiero exponerme a matarle o a que me mate, sin causa alguna. Así que soy yo, a mi vez, el que va a plantear la cuestión ca-te-gó-ri-ca-men-te:
»¿Exige usted esa rectificación hasta el punto de matarme si no la hago, aunque ya le he dicho, y se lo repito, que afirmo, por mi honor, que no conocía el hecho, y aunque le declaro, en fin, que es imposible, a no ser que fuera un don Japhet[1] como usted, que es imposible adivinar que bajo el nombre de Fernand, se oculta al señor conde de Morcerf?
—Lo exijo, categóricamente.
—Pues bien, mi querido señor, consiento en cortarme el cuello con usted, pero exijo tres semanas; dentro de tres semanas, usted me verá para que yo le diga: sí, la noticia es falsa, y la borro; o bien, la noticia es verdadera, y saco las espadas de sus vainas, o las pistolas de sus fundas, a su elección.
—¡Tres semanas! —exclamó Albert—. ¡Pero tres semanas son tres siglos, en los que estaré deshonrado!
—Si usted siguiera siendo mi amigo, yo le diría: ¡paciencia, amigo!, pero usted se ha convertido en mi enemigo, y le digo: ¡y a mí qué me importa, señor!
—Bien, dentro de tres semanas, sea —dijo Morcerf—. Pero piense en esto: dentro de tres semanas no habrá más dilaciones, ni ningún otro subterfugio que pueda dispensarle.
—Señor Albert de Morcerf —dijo Beauchamp levantándose a su vez—, no puedo tirarle por la ventana más que dentro de tres semanas, es decir, dentro de veinticuatro días; y usted, usted no tiene derecho a partirme en dos de una estocada hasta entonces. Estamos a 29 de agosto, así pues, hasta el 21 de septiembre. Hasta entonces, créame, y es un consejo de gentilhombre el que le doy, ahorrémonos los ladridos a distancia de dos dogos encadenados.
Y Beauchamp, saludando con toda seriedad al joven, le dio la espalda y entró en la sala de imprenta.
Albert se vengó en una pila de periódicos que dispersó propinándoles una serie de bastonazos; después de lo cual, se marchó, no sin antes darse la vuelta dos o tres veces para mirar la puerta de la sala de imprenta.
Mientras que Albert golpeaba la delantera del cabriolé, como había hecho antes con los inocentes papeles renegridos, que no eran culpables más que de su desengaño, vio a Morrel cruzando el bulevar; caminaba con la cabeza alta, la mirada despierta y los brazos libres, pasaba delante de los baños chinos, viniendo de la puerta Saint-Martin, y yendo hacia la Madeleine.
—¡Ah! —dijo suspirando—. ¡Ahí va un hombre feliz!
Por azar, Albert no se equivocaba en absoluto.