Capítulo XCVI

El contrato matrimonial

Tres días después de la escena que acabamos de relatar, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para la firma del contrato matrimonial de la señorita Eugénie Danglars con el señor Andrea Cavalcanti, a quien el obstinado banquero seguía empeñado en llamar príncipe, una fresca brisa hizo temblar todas las hojas del jardincillo situado delante de la casa del conde de Montecristo, en el momento en el que este se preparaba para salir, y mientras que sus caballos le aguardaban, pateando el suelo, sujetos por la mano del cochero, sentado ya desde hacía un cuarto de hora en el pescante, el elegante faetón al que hemos hecho varias veces refererencia, y sobre todo durante la cena de Auteuil, apareció rápidamente en la esquina de la puerta de entrada, y lanzó, más que dejó, sobre las gradas de la escalinata, al señor Andrea Cavalcanti, tan dorado, tan radiante, como si, por su parte, estuviera a punto de desposar a una princesa.

Se informó sobre la salud del conde, con esa familiaridad que le era habitual, y subiendo con ligereza al primer piso, encontró al conde mismo en lo alto de la escalera.

Al ver al joven, el conde se detuvo. En cuanto a Andrea Cavalcanti, iba lanzado, y cuando iba lanzado, nada le detenía.

—¡Eh! Buenos días, querido señor de Montecristo —dijo al conde.

—¡Ah! ¡Señor Andrea! —dijo este con su voz medio burlona—. ¿Cómo está usted?

—De maravilla, como puede ver. Vengo a charlar con usted de mil cosas; pero, en primer lugar, ¿va a salir o es que llega ahora?

—Iba a salir, señor.

—Entonces, para no retrasarle, subiré, si quiere, a su calesa, y que Tom nos siga con el faetón, después.

—No —dijo con una imperceptible sonrisa de desdén el conde, que no tenía interés en que le vieran acompañado del joven—; no, prefiero recibirle aquí, querido señor Andrea, se habla mejor en una habitación, y sin que haya un cochero que coja al vuelo sus palabras.

El conde entró, pues, en un saloncito de la primera planta, se sentó, y cruzando las piernas una sobre otra, indicó al joven que se sentara también.

Andrea tomó su aspecto más risueño.

—Ya sabe, querido conde —dijo—, que la ceremonia tiene lugar esta noche; a las nueve se firma el contrato en casa del suegro.

—¡Ah! ¿De verdad? —dijo Montecristo.

—¡Cómo! ¿Es que no lo sabía? ¿No le había avisado el señor Danglars de la ceremonia?

—Sí, claro —dijo el conde—, recibí una carta ayer; pero no creo que la hora estuviera indicada.

—Es posible; el suegro contaría con la notoriedad pública.

—Y bien —dijo Montecristo—, ya está usted feliz, señor Cavalcanti; es una alianza de lo más adecuada la que contrae usted; y, además, la señorita Danglars es muy bonita.

—Pues sí —respondió Cavalcanti en un tono lleno de modestia.

—Y es sobre todo muy rica, por lo que se cree, al menos —dijo Montecristo.

—Muy rica, ¿usted cree? —repitió el joven.

—Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

—Y confiesa que dispone de quince o veinte millones —dijo Andrea con una mirada brillante de gozo.

—Sin contar —añadió Montecristo—, que está a punto de entrar en una especie de especulación que está ya un poco en práctica en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero completamente nueva en Francia.

—Sí, sí, ya sé de lo que me habla: el ferrocarril, del que acaba de obtener la adjudicación, ¿no?

—¡Justamente! Ganará, al menos, es la opinión general, al menos diez millones en este asunto.

—¡Diez millones! ¿Usted cree? Es magnífico —dijo Cavalcanti, que se emborrachaba con ese ruido metálico de palabras doradas.

—Sin contar —repuso Montecristo— que toda esa fortuna recaerá en usted, y que es de justicia, puesto que la señorita Danglars es hija única. Además, la fortuna de usted, su padre me lo ha dicho, al menos, es casi igual a la de la novia. Pero, dejemos un poco los asuntos de dinero. ¿Sabe, señor Andrea, que ha llevado usted todo este asunto con mucha habilidad y presteza?

—No ha estado mal, no ha estado mal —dijo el joven—; he nacido para la diplomacia.

—Pues bien, le harán entrar en la diplomacia; la diplomacia, usted lo sabe, no se aprende; es algo instintivo… ¿así que se lo toma en serio?

—En realidad, tengo miedo —respondió Andrea en el tono en el que había visto en el Théâtre-Français, a Dorante o a Valère reponder a Alceste.

—¿Pero, le quieren un poco?

—Eso espero —dijo Andrea con una sonrisa de triunfo—, puesto que se casa conmigo. Pero, sin embargo, ¿no olvidamos algo importante?

—¿Qué?

—Pues que me he visto muy ayudado en todo esto.

—¡Bah!

—Ciertamente.

—¿Por las circunstancias?

—No, por usted.

—¿Por mí? Déjelo, príncipe —dijo Montecristo haciendo hincapié, con afectación, en el título—. ¿Qué he podido hacer por usted? ¿Es que su nombre, su posición social y sus méritos no bastaban?

—No —dijo Andrea—, no; y por más que usted lo diga, señor conde, mantengo que la posición de un hombre como usted ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mis méritos.

—No, se engaña usted totalmente, señor —dijo Montecristo, que sintió la pérfida intención del joven, y que comprendió el alcance de sus palabras—; usted no obtuvo mi protección sino después de conocer la influencia y la fortuna de su señor padre; pues, en fin, ¿quiénes me procuraron a mí, que no le había visto a usted nunca, ni al ilustre autor de sus días, quiénes me procuraron la dicha de conocerle? Pues fueron mis dos buenos amigos: lord Wilmore y el abate Busoni. ¿Quién me animó, no a servirle de garantía, pero sí a apoyarle? Pues fue el nombre de su padre, tan conocido y tan honrado en Italia; personalmente, yo, yo no le conozco a usted.

Esa calma, esa perfecta soltura hicieron comprender a Andrea que, por el momento, estaba oprimido por una mano más musculosa que la suya, y que esa opresión no podía ser fácilmente rota.

—¡Ah, ya! Pero —dijo—, ¿mi padre posee realmente una fortuna tan grande, señor conde?

—Parece ser que sí, señor —respondió Montecristo.

—¿Sabe usted si la dote que me ha prometido ha llegado?

—He recibido una carta de aviso.

—¿Pero, los tres millones?

—Los tres millones están en camino, según toda probabilidad.

—¿Los tendré entonces, realmente?

—¡Pues hombre —repuso el conde—, me parece que hasta ahora, señor, el dinero no le ha faltado!

Andrea se quedó tan sorprendido que no pudo impedir quedarse pensativo un momento.

—Entonces —dijo, saliendo de su ensimismamiento—, sólo me queda, señor, hacerle una petición, y eso, comprenda, aunque sea poco agradable para usted.

—Hable —dijo Montecristo.

—Le diré que, gracias a mi fortuna, me he relacionado con mucha gente distinguida, y por el momento, tengo incluso un montón de amigos. Pero al casarme, como voy a hacer, frente a toda la sociedad parisina, debo ser apoyado por un nombre ilustre, y a falta de la mano paterna, es una mano poderosa la que debe conducirme al altar; ahora bien, mi padre no viene a París, ¿no es eso?

—Es viejo, cubierto de heridas y se pone enfermo hasta morir cada vez que viaja —dijo.

—Comprendo. Pues bien, vengo a hacerle una petición.

—¿A mí?

—Sí, a usted.

—¿Y qué es, Dios mío?

—Pues bien, la de reemplazar a mi padre.

—¡Ah, mi querido señor! ¡Cómo! ¿Después de las numerosas reuniones que he tenido el honor de tener con usted, todavía me conoce tan mal como para hacerme una petición así?

»Pídame medio millón prestado, y aunque un préstamo así sea raro, ¡palabra de honor!, me resultaría menos molesto. Sepa que creía haberle dicho ya que en la participación, moral, sobre todo, en las cosas de este mundo, jamás el conde de Montecristo dejó de aportar los escrúpulos y, diré incluso más, las supersticiones de un hombre del Oriente.

»¡Yo, que tengo un harén en el Cairo, otro en Esmirna y otro más en Constantinopla, yo, presidir un matrimonio!

—Así que rechaza mi petición.

—Totalmente; aunque fuese usted mi hijo, aunque fuese mi hermano, la rechazaría igualmente.

—¡Ah, vaya! —exclamó Andrea contrariado—. ¿Pero, qué voy a hacer, entonces?

—Tiene cientos de amigos, usted mismo lo ha dicho.

—De acuerdo, pero es usted quien me presentó al señor Danglars.

—¡En absoluto! Restablezcamos los hechos, en honor a la verdad: yo le invité a cenar en Auteuil, y fue usted quien se presentó a sí mismo; ¡diablos! Es muy diferente.

—Sí, pero mi matrimonio; usted ha ayudado…

—¡Yo! De ninguna manera, le ruego que me crea; pero, recuerde lo que le respondí cuando vino a rogarme que hiciera yo la pedida de la novia; ¡Oh! Yo no arreglo nunca matrimonios, mi querido príncipe, es un principio que tengo establecido.

Andrea se mordió los labios.

—Pero, en fin —dijo—, ¿al menos estará usted allí?

—¿El todo París estará?

—¡Oh! Ciertamente.

—Pues bien, yo estaré como el todo París —dijo el conde.

—¿Firmará de testigo en el contrato?

—¡Oh! No veo ningún inconveniente en ello, mis escrúpulos no llegan tan lejos.

—En fin, puesto que no quiere concederme más, me conformaré con lo que me concede. Pero, una última cosa, conde.

—¿Qué?

—Un consejo.

—Cuidado; un consejo es peor que un favor.

—¡Oh! Este me lo puede dar sin comprometerse.

—Diga.

—¿La dote de mi mujer es de quinientas mil libras?

—Es la cifra que el mismo señor Danglars me dijo.

—¿Tengo que recibirla o dejarla en manos del notario?

—Veamos, en general, cómo discurren las cosas cuando todo discurre caballerosamente: los notarios de ambos cónyuges se dan cita para el día siguiente, o el siguiente, en la firma del contrato; el día siguiente, o el siguiente, intercambian las dos dotes, intercambiándose también el recibí de cada una de ellas; después, una vez celebrada la boda, ponen los millones a la disposición del marido, como jefe de la sociedad marital.

—Es que —dijo Andrea con cierta inquietud mal disimulada— creía haber oído decir a mi suegro que tenía la intención de invertir nuestros fondos en ese famoso asunto del ferrocarril, del que me hablaba usted hace un momento.

—Y bien, pero —repuso Montecristo—, es, por lo que asegura todo el mundo, un modo de que su capital se triplique en un año. El señor barón Danglars es buen padre y sabe contar.

—Vamos —dijo Andrea—, que toda va bien, salvo su negativa de usted, que de todas formas me rompe el corazón.

—No lo atribuya más que a los escrúpulos naturales en tales circunstancias.

—Bien —dijo Andrea—, que se haga como usted quiere; hasta la noche, a las nueve.

—Hasta la noche.

Y, a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero sin embargo conservaron la sonrisa de ceremonia, Andrea cogió la mano del conde, la estrechó, saltó a su faetón y desapareció.

Las cuatro o cinco horas que le quedaban hasta las nueve, Andrea las empleó en compras, en visitas, para que esos amigos de los que había hablado se presentasen en casa del banquero con todo el lujo de sus atuendos, deslumbrándoles con sus promesas de acción que, después, hizo girar a todas las cabezas, y cuya iniciativa, en este momento era de Danglars.

En efecto, a las ocho y media de la tarde, el gran salón de Danglars, la galería contigua a ese salón, y los otros tres salones de la misma planta, estaban llenos de un gentío perfumado, atraído muy poco por la simpatía, pero mucho por esa irresistible necesidad de estar allí donde se sabe que hay algo nuevo.

Un académico diría que las soirées de la alta sociedad son colecciones de flores que atraen a mariposas inconstantes, a abejas hambrientas y a zumbones abejorros.

Ni qué decir tiene que los salones resplandecían de lámparas, la luz caía a chorros desde las molduras doradas hasta las paredes enteladas de seda, y todo el mal gusto de ese mobiliario, que no era más que una demostración de riqueza, resplandecía en todo su esplendor.

La señorita Eugénie iba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanca, bordado en blanco, y una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos de un negro azabache componían todo su adorno, sin verse enriquecido ni con la más mínima joya.

Solamente la seguridad que se podía leer en sus ojos estaba destinada a desmentir lo que ese cándido atuendo tenía de vulgarmente virginal.

La señora Danglars, a treinta pasos de ella, charlaba con Debray, Beauchamp y Château-Renaud. Debray había hecho su entrada en la casa para esta gran solemnidad, pero lo había hecho como todo el mundo, y sin ningún privilegio particular.

El señor Danglars, rodeado de diputados y de hombres de finanzas, explicaba una teoría de nuevas contribuciones que contaba poner en práctica cuando la fuerza de las cosas obligara al gobierno a llamarle al Ministerio.

Andrea, del brazo de uno de los dandis más apuestos de la Ópera, le explicaba, bastante impertinentemente, dado que necesitaba mostrarse audaz para aparentar soltura, sus proyectos de vida futura, y los lujosos progresos que contaba aportar a la fashion parisina, con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.

La gente, en general, se paseaba por esos salones como un flujo y reflujo de turquesas, de rubíes, de esmeraldas, de ópalos y de diamantes.

Como sucede en todas partes, se observaba que eran las mujeres más viejas las que más acicaladas iban, y las más feas las que se mostraban con mayor obstinación.

Si había alguna hermosa flor de lis blanca, alguna rosa suave y perfumada, había que buscarla y descubrirla, en algún rincón, oculta por una madre con turbante, o por una tía con tocado de ave del paraíso.

A cada instante, en medio de esa batahola, de ese ronroneo, de esas risas, la voz de los ujieres lanzaba un nombre conocido en las finanzas, respetado en el ejército o ilustre de las letras; entonces, un ligero movimiento de los diferentes grupos de gente acogía ese nombre.

¡Pero, para uno que gozaba del privilegio de hacer que ese océano de olas humanas se estremeciese, cuántos pasaban acompañados por la indiferencia o por la risita burlona del desprecio!

En el momento en el que la aguja del reloj de pared macizo, el reloj que representaba a Endimión dormido, marcaba las nueve en su esfera dorada, y que las campanadas, fieles reproductoras del pensamiento de la máquina, se dejaban oír nueve veces, el nombre del conde de Montecristo se oyó a su vez y, como empujada por la llama eléctrica, toda la asamblea se giró hacia la puerta.

El conde iba vestido de negro y con su sencillez habitual; su chaleco blanco marcaba su vasto y noble pecho; su cuello negro parecía de una frescura singular, sobresaliendo la masculina palidez de su tez. Como única joya llevaba una cadena de chaleco tan fina que apenas el delgado hilo de oro destacaba sobre el piqué blanco.

Al instante se formó un círculo alrededor de la puerta.

El conde, de una sola ojeada, descubrió a la señora Danglars en un extremo del salón, al señor Danglars al otro y a la señorita Eugénie enfrente de él.

Se acercó en primer lugar a la baronesa, que charlaba con la señora de Villefort, que había venido sola, pues Valentine seguía enferma; y sin desviarse, pues el camino se iba abriendo ante él, pasó de la baronesa a Eugénie, a quien felicitó en términos tan rápidos y tan reservados que la orgullosa artista se sintió sorprendida.

Junto a ella se encontraba la señorita Louise d’Armilly, que agradeció al conde unas cartas de recomendación que este le había escrito tan voluntariosamente para Italia, y de las que contaba, según le dijo, hacer uso incesantemente.

Al dejar a las damas, se dio la vuelta y se vio cerca de Danglars, que se había acercado para darle la mano.

Cumplidos esos tres deberes sociales, Montecristo se detuvo, paseando por todo alrededor esa mirada segura, llena de esa expresión tan propia de la gente de cierto mundo, y sobre todo llena de un cierto alcance, mirada que parecía decir: «He hecho lo que tenía que hacer; ahora, que los demás cumplan también con su deber».

Andrea, que estaba en el salón contiguo, sintió esa especie de estremecimiento que Montecristo había causado en la gente allí reunida, y acudió solícito a saludar al conde.

Le encontró totalmente rodeado; se disputaban sus palabras, como sucede siempre con la gente que habla poco y que no dice nunca ni una sola palabra sin valor.

Los notarios hicieron su entrada en esos momentos, y vinieron a instalar sus cartapacios garabateados sobre el terciopelo bordado en oro que cubría la mesa preparada para la firma, mesa de madera dorada.

Uno de los notarios se sentó, el otro se quedó de pie.

Se iba a proceder a la lectura del contrato que la mitad de París, presente en este acto solemne, debía firmar.

Todo el mundo ocupó su sitio; o más bien, las mujeres formaron un círculo, mientras que los hombres, más indiferentes al style énergique[1], como dice Boileau, hicieron sus comentarios sobre la febril agitación de Andrea, la atención del señor Danglars, la impasibilidad de Eugénie, y sobre la manera ligera y festiva con la que la baronesa se tomaba este importante asunto.

Se leyó el contrato en medio de un profundo silencio. Pero en cuanto se acabó la lectura, el murmullo volvió a los salones, más fuerte aún de lo que se había oído antes; esas brillantes sumas, esos millones rodando en el futuro de los dos jóvenes, añadidos a la exposición que habían mostrado, en una sala exclusivamente consagrada a tal efecto, del ajuar de la novia, y de los diamantes de la joven señora, todo ello había resonado con todo su prestigio en la envidiosa asamblea.

Los encantos de la señorita Danglars se redoblaban a ojos de los jóvenes y, en ese momento, hasta borraban el resplandor del sol.

En cuanto a las mujeres, ni qué decir tiene que, aunque envidiando todos esos millones, no creían necesitarlos para estar hermosas.

Andrea, rodeado de sus amigos, felicitado, adulado, y empezando a creerse la realidad de lo que parecía un sueño, estaba a punto de perder la cabeza.

El notario tomó solemnemente la pluma, la levantó por encima de su cabeza y dijo:

—Señores, procedamos a la firma del contrato.

El barón tenía que firmar el primero, a continuación el apoderado del señor Cavalcanti, padre; después, la baronesa; y finalmente los futuros cónyuges, como se dice en ese abominable estilo de curso legal sobre el papel timbrado.

El barón cogió la pluma y firmó, después, el apoderado.

La baronesa se acercó, del brazo de la señora de Villefort.

—Amigo mío —dijo cogiendo la pluma—, ¿no es algo desesperante? Un incidente inesperado, relacionado con ese asunto de asesinato y robo del que por poco fue víctima el conde de Montecristo, nos priva de tener con nosotros al señor de Villefort.

—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Danglars, en el mismo tono con el que hubiera dicho: ¡a fe mía que me importa un comino!

—¡Dios mío! —dijo Montecristo acercándose—. Mucho me temo que sea yo la causa involuntaria de esa ausencia.

—¡Cómo! ¿Usted, conde? —dijo Danglars firmando—. Si es así, cuidado, que no se lo perdonaré nunca.

Andrea estaba ojo avizor.

—Sin embargo, no sería culpa mía en absoluto —dijo el conde—, insisto en constatarlo.

Todo el mundo escuchaba con avidez: Montecristo, que raramente despegaba los labios, iba a hablar.

—¿Recuerdan —dijo el conde, en medio del más profundo silencio— que fue en mi casa donde murió ese desgraciado que vino a robarme, y que al salir de mi casa fue asesinado, por lo que se cree, por su cómplice?

—Sí —dijo Danglars.

—Pues bien, para auxiliarle, le desvistieron y tiraron su ropa en un rincón donde la recogió la justicia; pero la justicia, al coger la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.

Andrea palideció visiblemente y se fue yendo despacito hacia la puerta; veía aparecer una nube en el horizonte, y esa nube le parecía que encerraba la tormenta en sus alas.

—Pues bien, ese desgraciado chaleco, lo han encontrado hoy, todo cubierto de sangre y agujereado a la altura del corazón.

Las damas dieron un grito, y dos o tres de ellas se preparaban para caer desvanecidas.

—Me lo trajeron. Nadie podía adivinar de dónde salía ese harapo; solamente yo pensé que probablemente era el chaleco de la víctima. De repente, mi ayuda de cámara, buscando con aprensión y con cuidado en los bolsillos de esa reliquia fúnebre, notó un papel en un bolsillo y lo sacó: era una carta, ¿dirigida a quién? A usted, barón.

—¿A mí? —exclamó Danglars.

—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a usted; conseguí leer su nombre bajo la sangre de la que estaba impregnado el papel —respondió Montecristo en medio de expresiones de sorpresa general.

—Pero —preguntó la señora Danglars mirando a su marido con inquietud—, ¿y en qué impide eso al señor de Villefort…?

—Es muy sencillo, señora —respondió Montecristo—; ese chaleco y esa carta son lo que se llama pruebas de convicción; carta y chaleco, todo ello lo he enviado al señor fiscal. Usted comprende, mi querido barón, la vía legal es la más segura en materia criminal; quizá era una maquinación contra usted.

Andrea miró fijamente a Montecristo y desapareció yendo hacia segundo salón.

—Es posible —dijo Danglars—, ¿ese hombre asesinado no era un antiguo condenado a cadena perpetua?

—Sí —respondió el conde—, un antiguo presidiario llamado Caderousse.

Danglars palideció ligeramente; Andrea salió del segundo salón y alcanzó la antecámara.

—Pero, ¡firme, hombre, firme! —dijo Montecristo—. Veo que mi relato ha sobresaltado a todo el mundo, y pido humildemene perdón a usted, señora baronesa, y a la señorita Danglars.

La baronesa, que acababa de firmar, devolvió la pluma al notario.

—El señor príncipe Cavalcanti —dijo el escribano—, el señor príncipe Cavalcanti, ¿dónde está?

—¡Andrea! ¡Andrea! —repitieron varias voces de algunos jóvenes que habían llegado ya a ese grado de intimidad con el noble italiano como para llamarlo por su nombre de pila.

—¡Pero, llamen al príncipe, avísenle de que le toca firmar! —gritó Danglars a un ujier.

Pero, en ese mismo instante, la masa de los asistentes refluyó, aterrada, al salón principal, como si algún espantoso monstruo hubiera entrado en las salas contiguas quaerens quem devoret[2].

Había motivos, en efecto, para recular, para asustarse y para gritar.

Un oficial de la gendarmería situaba a dos gendarmes en la puerta de cada salón, y avanzaba hacia Danglars, precedido de un comisario de policía con la banda de mando en la cintura.

La señora Danglars dio un grito y se desvaneció.

Danglars, que se creía amenazado —algunas conciencias nunca están en paz—, Danglars ofreció a sus invitados un rostro descompuesto por el terror.

—¿Pero, qué ocurre, señor? —preguntó Montecristo yendo al encuentro del comisario.

—¿Quién de ustedes, señores —preguntó el magistrado sin responder al conde—, se llama Andrea Cavalcanti?

Un grito de estupor partió de todos los rincones del salón.

Buscaron, interrogaron.

—¿Pero, quién es, entonces, este Andrea Cavalcanti? —preguntó Danglars casi enloquecido.

—Un antiguo presidiario huido de la prisión de Toulon.

—¿Y qué crimen ha cometido?

—Está acusado —dijo el comisario con su imperturbable voz— de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el momento en el que salía de casa del conde de Montecristo.

Montecristo echó una mirada por todo alrededor.

Andrea había desaparecido.