Capítulo XLIX
Haydée
Recordamos quiénes eran los nuevos conocidos, o más bien los antiguos conocidos, del conde de Montecristo que vivían en la calle Meslay: Maximilien, Julie y Emmanuel.
La ilusión de esa agradable visita que iba a hacer, de esos pocos momentos felices que iba a pasar, de ese resplandor del paraíso deslizándose en el infierno en el que voluntariamente se había encasillado, esa ilusión había producido, a partir del momento en el que perdió de vista a Villefort, la más encantadora serenidad sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al oír el timbre, al ver el rostro resplandeciente de una alegría tan poco habitual, se había retirado de puntillas, aguantando la respiración, como para no espantar los buenos pensamientos que creía ver revoloteando alrededor de su amo.
Era mediodía: el conde se había reservado una hora para subir a los aposentos de Haydée; uno diría que la alegría no podía entrar de repente en esta alma rota durante tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como otras almas necesitan prepararse para las emociones violentas.
La joven griega vivía, como hemos dicho, en un apartamento totalmente separado de los aposentos del conde. Ese apartamento, completamente amueblado a la manera oriental, es decir, que los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, que ricas telas de brocado colgaban de las paredes y que, en cada estancia, un amplio diván se extendía por todo alrededor con un montón de cojines que podían colocarse a gusto de quienes los usaban.
Haydée tenía tres doncellas francesas y una doncella griega. Las tres mujeres francesas estaban siempre en la primera estancia, dispuestas a acudir de inmediato al sonido de una pequeña campanilla de oro y a obedecer las órdenes de la esclava romaica, la cual sabía el suficiente francés como para transmitir los deseos de su señora a las tres doncellas, a quienes Montecristo había recomendado que prodigaran a Haydée las atenciones que tendrían con una reina.
La joven Haydée estaba en la estancia situada al fondo del apartamento, es decir, en una especie de gabinete circular, iluminado por el techo y en el que la luz no penetraba más que a través de ventanales de cristal rosa. Estaba recostada en el suelo, sobre cojines de satén azul con broches de plata, medio reclinada hacia atrás en el diván, encuadrando su cabeza con su brazo derecho suavemente redondeado, mientras que con el izquierdo fijaba a través de la boquilla el cilindro de coral en el que estaba encajado el tubo flexible de un narguile, que no dejaba llegar el vapor a su boca más que perfumado con el agua de benjuí, a través del cual lo forzaba a pasar aspirando suavemente.
Su pose, por muy natural que fuera para una mujer de Oriente, hubiera sido para una francesa de una coquetería quizá un poco afectada.
En cuanto a su indumentaria, era la de las mujeres del Epiro, es decir, un amplio pantalón bombacho de satén blanco con flores rosas, y que dejaba al descubierto dos pies infantiles, que se dirían de mármol de Paros, si no los hubiéramos visto moverse en dos pequeñas sandalias de punta curvada hacia arriba, bordadas con oro y perlas; finalmente, una especie de corsé que permitía, por su escote en forma de corazón, ver el cuello y la parte alta del pecho, y que se abotonaba por debajo de los senos con tres botones de diamante. La parte baja del corsé y la alta del pantalón, se ocultaban con uno de esos cinturones de vivos colores y de largas franjas de seda que tanto ambicionan nuestras elegantes parisinas.
La cabeza iba cubierta con un pequeño casquete de oro bordado de perlas, inclinado sobre un lado, y por debajo del casquete, del lado más inclinado, sobresalía una hermosa rosa natural de color púrpura, entremezclada con unos cabellos tan negros que parecían azulados.
En cuanto a la belleza de ese rostro, era la belleza griega en toda su perfección típica, con sus grandes ojos negros aterciopelados, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas.
Además, sobre todo ese encantador conjunto, la flor de la juventud se extendía con todo su esplendor y todo su perfume: Haydée tendría diecinueve o veinte años.
Montecristo llamó a la sirvienta griega para que solicitase de Haydée el permiso para entrar a verla.
Por toda respuesta, Haydée hizo un gesto a la sirvienta para que levantara el tapiz colgado delante de la puerta, desde cuyo marco se veía a la joven recostada como si fuera un atractivo cuadro. Montecristo fue hacia ella.
Haydée se incorporó sobre el codo del brazo que sujetaba el narguile, y tendió la otra mano al conde recibiéndole con una sonrisa:
—¿Por qué —dijo en la lengua sonora de las hijas de Esparta y de Atenas—, por qué me pides permiso para entrar en mi casa? ¿Es que ya no eres mi amo? ¿No soy yo tu esclava?
Montecristo sonrió a su vez.
—Haydée —dijo—, usted sabe…
—¿Por qué no me tratas de tú, como de costumbre? —interrumpió la joven griega—. ¿Acaso he cometido alguna falta? En ese caso, habrá que castigarme, pero no llamarme de usted.
—Haydée —repuso el conde—, sabes que estamos en Francia y, en consecuencia, eres libre.
—¿Libre para qué? —preguntó la joven.
—Libre de dejarme.
—¡Dejarte!… ¿Y por qué iba yo a dejarte?
—¿Yo qué sé? Vamos a ver a mucha gente.
—Yo no quiero ver a nadie.
—Y si entre los apuestos jóvenes con los que te verás, encontraras a uno que te gustara, yo no sería demasiado injusto…
—Nunca he visto ningún hombre más apuesto que tú, y nunca he amado a otro más que a mi padre y a ti.
—¡Pobre niña! —dijo Montecristo—. Es que apenas has hablado con nadie, salvo con tu padre y conmigo.
—Y bien, ¿es que tengo necesidad de hablar con alguien? Mi padre me llamaba su alegría; tú, tú me llamas tu amor, y los dos me llamáis vuestra niña.
—¿Te acuerdas de tu padre, Haydée?
La joven sonrió.
—Está aquí y aquí —dijo llevándose la mano a los ojos y después al corazón.
—¿Y yo, dónde estoy yo? —preguntó sonriendo Montecristo.
—¿Tú? —dijo ella— Tú estás en todas partes.
Montecristo cogió la mano de Haydée para besarla; pero la ingenua muchacha retiró la mano y le ofreció la frente.
—Ahora, Haydée —le dijo—, sabes que eres libre, que eres dueña de ti misma, que eres reina; puedes seguir vistiendo así o no, como quieras; te quedarás aquí cuando quieras quedarte, saldrás cuando quieras salir; habrá siempre un coche preparado para ti; Alí y Myrto te acompañarán por todas partes y estarán a tus órdenes; solamente una cosa, te lo ruego.
—Di.
—Guarda el secreto sobre tu nacimiento, no digas ni una palabra de tu pasado; no pronuncies bajo ninguna circunstancia el nombre de tu ilustre padre ni el de tu pobre madre.
—Ya te lo he dicho, mi señor, no veré a nadie.
—Escucha, Haydée; quizá esta reclusión tan oriental sea imposible en París; continúa aprendiendo la vida de nuestros países del norte como hiciste en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid; eso te servirá siempre, tanto si continúas viviendo aquí como si vuelves a Oriente.
La joven levantó sus grandes ojos húmedos hacia el conde y respondió:
—Como si volvemos a Oriente, quieres decir, ¿no es así, mi señor?
—Sí, mi niña —dijo Montecristo—; tú sabes bien que yo nunca te dejaré. No es el árbol quien deja a la flor, sino la flor la que deja al árbol.
—Yo nunca te dejaré, mi señor —dijo Haydée—, pues estoy segura de que no podría vivir sin ti.
—¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años, tú seguirás siendo joven.
—Mi padre tenía una larga barba blanca, y eso no me impedía amarle; mi padre tenía sesenta años, y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que yo veía.
—Pero, vamos, dime, ¿crees que te acostumbrarás a vivir aquí?
—¿Podré verte?
—Todos los días.
—Y bien, ¿qué me preguntas entonces, señor?
—Temo que te aburras.
—No, mi señor, pues por la mañana pensaré que vendrás a verme, y por la noche recordaré que has venido; además, cuando estoy sola, tengo grandes recuerdos, veo inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo en la lejanía; además, tengo en mi corazón tres sentimientos con los que nunca puedo aburrirme: tristeza, amor y agradecimiento.
—Eres digna hija del Epiro, Haydée, gentil y llena de poesía, bien se ve que desciendes de esa familia de diosas que nació en tu país. Estate tranquila, hija mía, obraré de tal manera que tu juventud no se vea perdida, pues si me amas como a tu padre, yo te amo como hija.
—Te equivocas, mi señor; nunca amé a mi padre como te amo a ti; mi amor por ti es otro amor: mi padre murió y yo no estoy muerta; mientras que tú, si tú murieras, yo moriría.
El conde tendió la mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura; ella posó allí sus labios y la besó, como de costumbre.
Y el conde, preparado así para la entrevista que iba a tener lugar con Morrel y su familia, partió recitando en un murmullo estos versos de Píndaro: «La juventud es una flor, cuyo fruto es el amor… Dichoso el jardinero que lo corta después de haberla visto madurar lentamente…».
Según sus órdenes, el coche estaba preparado. Subió a él y, como siempre, los caballos partieron al galope.