Capítulo XXIX

La casa Morrel

Quien hubiera dejado Marsella algunos años antes, conociendo el interior de la casa Morrel, y que hubiera entrado en la época en la que estamos, hubiera encontrado un gran cambio.

En lugar de ese aire de vida, de bienestar y de dicha que exhala, por decirlo así, una casa en vías de prosperidad; en lugar de esas caras alegres mostrándose tras las cortinas de las ventanas, de esos empleados atareados, yendo de un lado a otro por los pasillos, con una pluma de escribir tras de la oreja; en lugar de ese patio atestado de paquetes, oyéndose los gritos y las risas de los corredores de comercio, hubiera encontrado, al primer golpe de vista, yo no sé qué sensación de tristeza y de muerte. En ese corredor desierto y en ese patio vacío, de los numerosos empleados que antaño poblaban los despachos, sólo quedaban dos: uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Emmanuel Raymond, que estaba enamorado de la hija de Morrel, y se había quedado en la casa por más que hicieron sus padres para sacarlo de allí; el otro era un antiguo ayudante del cajero, tuerto, llamado Coclès, apodo que le pusieron los jóvenes que poblaban entonces esta gran colmena bulliciosa, hoy casi deshabitada, y que había reemplazado de tal manera a su verdadero nombre que, según toda probabilidad, hoy ni siquiera se hubiese dado la vuelta si alguien le hubiese llamado por su nombre verdadero.

Coclès se había quedado al servicio del señor Morrel, y en la situación de este buen hombre se había operado un cambio singular. Había ascendido al grado de cajero, y había bajado a la vez al rango de criado doméstico.

No por ello había dejado de ser el mismo Coclès: bueno, paciente, entregado, pero inflexible con la aritmética, el único punto por el que hubiera hecho frente al mundo entero, incluso al señor Morrel, conociendo al dedillo su tabla de Pitágoras, al derecho y al revés, e inflexible también ante cualquier error en el que quisieran hacerle caer.

En medio de la tristeza general que había invadido la casa Morrel, Coclès era, además, el único que había permanecido impasible. Pero que nadie se llame a engaño; esa impasibilidad no era fruto de una falta de afecto, sino, al contrario, de una inquebrantable convicción. Como las ratas, de las que se dice que abandonan poco a poco el barco condenado ya por el destino a perecer en el mar, de modo que estos egoístas huéspedes lo han abandonado por completo en el momento en el que leva anclas, así, ya lo hemos dicho, todo ese montón de comerciales y de empleados que vivían de la casa del armador había desertado poco a poco de despachos y de almacenes; ahora bien, Coclès les había visto alejarse a todos sin siquiera pensar en darse cuenta de la causa de su deserción; como hemos dicho, para Coclès todo se reducía a una cuestión de cifras, y desde hacía veinte años que estaba en la casa Morrel, siempre había visto que se operaban los pagos a ventanillas abiertas con tal regularidad, que no admitía que dicha regularidad pudiera detenerse y que los pagos pudieran suspenderse, como el molinero que posee un molino alimentado por las aguas de un caudaloso río no admite que las aguas de ese río puedan dejar, un día, de correr. En efecto, hasta ese momento nada había venido a perturbar la convicción de Coclès. El último fin de mes se había efectuado con una rigurosa puntualidad. Coclès había constatado un error de setenta céntimos, cometido por Morrel en perjuicio propio, y el mismo día Coclès entregó los catorce sous de excedente al señor Morrel, que, con una melancólica sonrisa, los había cogido y los había dejado caer en un cajón, casi vacío, diciendo:

«Bien, Coclès, es usted la perla de los cajeros.»

Y Coclès se había retirado satisfecho a más no poder; pues un elogio del señor Morrel, esa perla de la buena gente de Marsella, complacía más a Coclès que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero después de ese fin de mes, tan victoriosamente conseguido, el señor Morrel había pasado horas crueles; para hacer frente a ese fin de mes, había sumado todos sus recursos, y temiendo que el rumor de su infortunio se extendiese por Marsella si le vieran recurrir a tales extremos, él mismo había hecho un viaje a la feria de Beaucaire para vender algunas joyas pertenecientes a su mujer y a su hija, y una parte de sus objetos de plata. Mediando ese sacrificio, esta vez todo había transcurrido con el mayor honor de la casa Morrel; pero la caja estaba completamente vacía. El crédito, asustado por el rumor que corría, se había retirado con su egoísmo habitual; y para hacer frente a los cien mil francos reembolsables el 15 del presente mes al señor de Boville, y otros cien mil, cuyo plazo vencía el 15 del mes siguiente, al señor Morrel, en realidad, sólo le quedaba la esperanza del regreso del Pharaon, que había zarpado al mismo tiempo que otro navío que ya había llegado a buen puerto.

Y ese navío, que venía como el Pharaon de Calcuta, había llegado hacía quince días, mientras que del Pharaon no se tenía noticia alguna.

En este estado de cosas, al día siguiente del día en el que había terminado con el señor de Boville el importante asunto que hemos contado, el enviado de la casa Thomson y French de Roma se presentó en casa del señor Morrel.

Emmanuel le recibió. El joven, que se asustaba ante cualquier rostro nuevo, pues cada nuevo rostro anunciaba un nuevo acreedor, que, en su inquietud, venía a preguntar al jefe de la casa, el joven, decimos, quiso ahorrar a su patrón el desagrado de esa visita. Interrogó al recién llegado; pero el recién llegado declaró que no tenía nada que decir al señor Emmanuel, y que era con el señor Morrel en persona con quien quería hablar. Emmanuel llamó suspirando a Coclès. Coclès apareció y el joven le ordenó que condujera al desconocido ante el señor Morrel.

Coclès iba delante y el extranjero le seguía.

En la escalera se encontraron con una bonita muchacha de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con inquietud.

Coclès no observó esa expresión que, sin embargo, no pasó desapercibida al extranjero.

—El señor Morrel está en su despacho, ¿no es así, señorita Julie? —preguntó el cajero.

—Sí, eso creo, al menos —dijo la joven dudando—; vaya a ver usted primero, Coclès, y si es así, anuncie al señor.

—Sería inútil anunciarme, señorita —respondió el inglés—, el señor Morrel no conoce mi nombre. Este buen hombre sólo tiene que decir que soy el primer comercial de Thomson y French, de Roma, con quienes la casa de su señor padre está en relación.

La joven palideció y continuó bajando, mientras que Coclès y el extranjero subían.

La joven entró en el despacho en el que estaba Emmanuel, y Coclès, con una llave que llevaba y que anunciaba las grandes visitas ante el patrón, abrió una puerta situada al final del pasillo del segundo piso, introdujo al caballero en una antecámara, abrió una segunda puerta que cerró tras él, y después de dejar solo un instante al enviado de la casa Thomson y French, reapareció haciéndole una señal para que entrara.

El inglés entró; encontró al señor Morrel sentado ante una mesa, palideciendo ante las espantosas columnas del registro en el que estaba inscrito su pasivo.

Al ver al extranjero, el señor Morrel cerró el registro, se levantó y acercó un asiento; después, cuando vio que el extranjero se sentaba, se sentó él mismo.

Catorce años habían cambiado mucho al digno comerciante que, con treinta y seis años al comienzo de esta historia, estaba a punto de alcanzar la cincuentena: tenía el cabello cano, la frente se le había hundido bajo esas arrugas de preocupación; finalmente su mirada, antaño tan firme y tan decidida, se había vuelto vacilante e indecisa, como con miedo a verse forzada a detenerse sobre una idea o sobre un hombre.

El inglés le contempló con un sentimiento de curiosidad, evidentemente mezclado de interés.

—Señor —dijo Morrel, quien parecía sentirse molesto ante ese examen—, ¿deseaba usted hablar conmigo?

—Sí, señor. Usted sabe de parte de quién vengo, ¿no?

—De parte de la casa Thomson y French, por lo que me ha dicho el cajero, al menos.

—Le ha dicho la verdad, señor. La casa Thomson y French tenía que pagar en Francia, en el curso de este mes y del próximo, trescientos o cuatrocientos mil francos, y conociendo la rigurosa exactitud de la casa Morrel, ha reunido todas las letras de cambio que ha podido encontrar que llevaran esta firma, y me ha encargado, a medida que estas letras vencieran, cobrar los fondos de usted y hacer uso de dichos fondos.

Morrel suspiró profundamente, y se pasó la mano por la frente cubierta de sudor.

—¿De modo, señor, que usted tiene órdenes de pago firmadas por mí?

—Sí, señor, por una suma bastante considerable.

—¿Por cuánto? —preguntó Morrel con una voz que intentaba que sonara firme.

—Pues aquí tengo, en primer lugar —dijo el inglés sacando un fajo de su bolsillo—, una cesión de deuda de doscientos mil francos, que nos ha hecho el señor de Boville, inspector de prisiones. ¿Reconoce usted que debe esta suma al señor de Boville?

—Sí, señor, es una inversión que hizo con nosotros, al cuatro y medio por ciento, hace unos cinco años.

—Y que usted debe reembolsar…

—La mitad el 15 de este mes; la otra mitad el 15 del mes que viene.

—Eso es; además, treinta y dos mil quinientos francos, a final de mes: son una serie de letras firmadas por usted y que han pasado a nosotros desde terceros portadores.

—Lo reconozco —dijo Morrel, a quien el rubor de la vergüenza se le subía al rostro al pensar que, por primera vez en su vida, quizá no podría hacer honor a su firma—; ¿es eso todo?

—No, señor; tengo además para finales del mes próximo estos valores que nos ha pasado la casa Pascal y la casa Wild and Turner de Marsella, unos cincuenta y cinco mil francos, más o menos; en total doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Lo que sufría el desgraciado Morrel durante esa enumeración es imposible de describir.

«Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos», repetía maquinalmente.

—Sí, señor —respondió el inglés—. Ahora bien —continuó después de un momento de silencio—, no le ocultaré, señor Morrel, que, aún teniendo en cuenta su probidad sin tacha hasta ahora, el rumor público de Marsella es que usted no está en condiciones de hacer frente a esos pagos.

Ante este inicio casi brutal, Morrel palideció espantosamente.

—Señor —dijo—, hasta ahora y desde hace más de veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, y que él mismo había gestionado durante treinta y cinco años, hasta ahora ni una sola orden de pago, firmada por Morrel e hijo, ha sido presentada a la caja sin que fuera ejecutada de inmediato.

—Sí, sé eso —respondió el inglés—; pero de hombre de honor a hombre de honor, hable francamente. Señor, ¿pagará usted estas con la misma exactitud?

Morrel se sobresaltó y miró a quien así le hablaba con más aplomo del que había tenido hasta ese momento.

—Ante las preguntas hechas con esa franqueza —dijo—, tengo que darle una respuesta franca. Sí, señor, pagaré si, como espero, mi barco llega a puerto, pues su llegada me devuelve el crédito que los sucesivos accidentes de los que he sido víctima me han quitado; pero si por desgracia el Pharaon, el último recurso con el que cuento, me fallase…

Las lágrimas brotaron de los ojos del pobre armador.

—Y bien —preguntó su interlocutor—, ¿si ese último recurso le fallase?

—Pues bien —continuó Morrel—, señor, es cruel decirlo…, pero, habituado como estoy a la desgracia, tendré que habituarme a la vergüenza, pues bien, creo que me veré forzado a suspender pagos.

—¿No tiene usted amigos que puedan ayudarle en estas circunstancias?

Morrel sonrió tristemente.

—En los negocios, señor —dijo—, no se tienen amigos, usted bien lo sabe, sólo se tienen relaciones comerciales.

—Es cierto —murmuró el inglés—. ¿Así que no le queda ninguna esperanza?

—Solamente una.

—¿La última?

—La última.

—De manera que si esa esperanza fallase…

—Estoy perdido, señor, completamente perdido.

—Cuando venía hacia acá, un navío entraba en el puerto.

—Lo sé, señor. Un joven que permanece fiel a pesar de mi mala suerte pasa una parte del tiempo en la azotea, en la parte alta de la casa, con la esperanza de ser el primero en venir a anunciarme la buena nueva. Por él supe la llegada de ese barco.

—¿Y no es el suyo?

—No, es un navío de Burdeos, la Gironde; también viene de la India, pero no es el mío.

—Quizá sepa algo del Pharaon y pueda darle alguna noticia.

—¡Tengo que decírselo, señor! Casi tengo más miedo de tener noticias de mi tres palos que de quedarme en la incertidumbre. La incertidumbre me da, al menos, cierta esperanza.

Después, el señor Morrel añadió con voz sorda:

—Ese retraso no es natural; el Pharaon zarpó de Calcuta el 5 de febrero; debía estar aquí desde hace más de un mes.

—¿Qué es eso? —dijo el inglés aplicando el oído—. ¿Qué es todo ese ruido?

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Morrel palideciendo—. ¿Qué pasa ahora?

En efecto, había mucho ruido en la escalera; muchas idas y venidas, se oyó, incluso, un grito de dolor.

Morrel se levantó para abrir la puerta; pero le fallaron las fuerzas y se derrumbó en el sillón.

Los dos hombres se quedaron frente a frente, Morrel temblando en todos sus miembros, el extranjero mirándole con una expresión de profunda piedad. Ya no había ningún ruido; pero sin embargo, uno diría que Morrel esperaba que sucediera algo; aquel ruido tendría una causa y debía tener una consecuencia.

Al extranjero le pareció que subían la escalera muy despacio, y que los pasos, que eran de varias personas, se detenían en el descansillo.

Una llave entraba en la cerradura de la primera puerta, y esa puerta crujió en sus goznes.

—Solo hay dos personas que tengan la llave de esa puerta —murmuró Morrel—: Coclès y Julie.

Al mismo tiempo la segunda puerta se abrió y en ella apareció la joven pálida y con las mejillas bañadas de lágrimas.

El señor Morrel se levantó todo tembloroso y se apoyó en el brazo del sillón, pues no hubiera podido sostenerse en pie. Quería hablar, pero no le salía la voz.

—¡Oh, padre mío! —dijo la joven juntando las manos—. ¡Perdone a su hija que sea la mensajera de una mala noticia!

Morrel palideció espantosamente; Julie vino a echarse en sus brazos.

—¡Oh, padre, padre! —dijo—. ¡Valor!

—¿Es que el Pharaon ha naufragado? —preguntó Morrel con voz rota.

La joven no respondió, pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza, apoyada en el pecho de su padre.

—¿Y la tripulación? —preguntó Morrel.

—A salvo —dijo la joven—, salvada por el navío de Burdeos que acaba de atracar en el puerto.

Morrel levantó las manos al cielo con una expresión de resignación y de agradecimiento sublime.

—¡Gracias, Dios mío! —dijo Morrel—. Al menos sólo me golpeáis a mí.

Por muy flemático que fuera el inglés, una lágrima humedeció sus ojos.

—Entrad, entrad, pues presumo que estáis todos en la puerta.

En efecto, en cuanto pronunció esas palabras, la señora Morrel entró sollozando; Emmanuel la seguía; en el fondo de la antecámara se veían los rudos rostros de siete u ocho marinos medio desnudos. Al ver a esos hombres, el inglés se sobresaltó, dio un paso como para ir a su encuentro, pero se contuvo y se difuminó, por el contrario, en el rincón más oscuro y más alejado del gabinete.

La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogió una mano de su marido entre las suyas, mientras que Julie seguía apoyada en el pecho de su padre. Emmanuel se había quedado en medio de la estancia y parecía servir de unión entre el grupo formado por la familia Morrel y el de los marineros que se mantenían en la puerta.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó Morrel.

—Acérquese, Penelon —dijo el joven—, y cuéntele lo sucedido.

Un viejo marinero, bronceado por el sol del ecuador, se adelantó, dando vueltas a los restos de un sombrero que tenía entre las manos.

—Buenos días, señor Morrel —dijo, como si hubiera dejado Marsella la víspera viniendo de Aix o de Toulon.

—Buenos días, amigo mío —dijo el armador, sin dejar de sonreír entre lágrimas—; ¿pero, dónde está el capitán?

—En cuanto al capitán, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma; pero, si Dios quiere, no será nada, y le verá llegar dentro de unos días tan sano como usted y yo.

—Está bien…, ahora, hable, Penelon —dijo el señor Morrel.

Penelon pasó su mascada de tabaco de la mejilla derecha a la izquierda, se puso la mano delante de la boca, se dio la vuelta, lanzó a la antecámara un largo salivazo negruzco, avanzó un pie y balanceando las caderas dijo:

—En ese momento, señor Morrel, estábamos algo así como ahora nosotros, entre el cabo Blanc y el cabo Boyador, navegando con una buena brisa sur-suroeste, después de haber navegado de barlovento durante ocho días de calma, cuando el capitán Gaumard se acerca a mí (tengo que decirle que yo estaba en el timón), y me dice: “¡Eh!, compadre Penelon, ¿qué piensa de esas nubes que se levantan ahí, en el horizonte?”.

»Justamente yo las estaba mirando en ese momento.

»“¿Lo que pienso, capitán? Pienso que suben un poco más deprisa de lo que debieran, y que son más negras de lo conviene si fueran nubes sin malas intenciones.”

»“Yo también pienso lo mismo”, dijo el capitán, “y voy a tomar precauciones. Tenemos demasiadas velas para el viento que va hacer enseguida… ¡eh!, ¡eh! Dispuesto a apretar el mastelerillo de juanete y a halar el petifoque”.

»Y fue justo a tiempo; la orden no había sido ejecutada, cuando el viento nos estaba pisando los talones y el navío daba de banda.

»“Bueno”, dijo el capitán, “tenemos aún demasiadas velas, ¡que arríen la vela mayor!”.

»Cinco minutos después, la vela mayor estaba arriada y navegábamos con el trinquete, las gavias y los juanetes.

»“Y bien, compadre Penelon”, me dijo el capitán, “¿qué le pasa que mueve así la cabeza?”.

»“Me pasa, mire usted, que yo en su lugar no me quedaría en esa derrota.”

»“Creo que tienes razón, viejo”, dijo, “vamos a tener un buen golpe de viento”.

»Y yo le respondo: “¡Ah! Vamos capitán, el que apostara que allá se cuece un buen golpe de viento ganaría un montón en esa apuesta; ¡es una fantástica tempestad lo que se nos avecina, o yo no sé nada de nada!”.

»Es decir, que se venía venir el viento como se ve venir el polvo en Montredon; menos mal que tenía que vérselas con un hombre que conocía ese maldito viento.

»“¡Preparado para cobrar dos rizos a las gavias!”, gritó el capitán; “¡larga las bolinas, bracea al viento, amaina las gavias, baja el palanquín sobre las vergas!”.

—No era suficiente en esos parajes —dijo el inglés—; yo hubiera cobrado cuatro rizos y me hubiera deshecho de la mesana.

Esa voz firme, sonora e inesperada, estremeció a todo el mundo. Penelon se puso la mano sobre los ojos y miró a quien, con tanto aplomo, controlaba la maniobra de su capitán.

—Hicimos algo mejor que eso, señor —dijo el viejo marino con cierto respeto—, pues cargamos la cangreja y pusimos el timón al viento para correr delante de la tempestad. Diez minutos después, cargamos las gavias y nos fuimos a palo seco.

—El barco era muy viejo para arriesgar esa maniobra —dijo el inglés.

—¡Pues bien, justamente! Eso fue lo que nos perdió. Al cabo de doce horas en las que fuimos zarandeados como si el diablo hubiera tomado las armas, se declaró una vía de agua. “Penelon”, me dijo el capitán, “creo que nos hundimos, viejo; dame el timón y baja a la bodega”.

»Yo le paso el timón, bajo; había ya tres pies de agua. Subo gritando: “¡A las bombas!, ¡a las bombas!”. ¡Ah! Claro, era ya demasiado tarde. Nos pusimos a la tarea; pero cuanta más agua sacábamos, más entraba.

»“¡Ah!”, dije al cabo de cuatro horas de trabajo, “ya que nos hundimos, dejémonos hundir, ¡sólo se muere una vez!”.

»“¿Es así como das ejemplo, maese Penelon?”, me dijo el capitán; “pues bien, ¡espera, espera!”.

»Y se fue a la cabina a buscar un par de pistolas.

»“¡Al primero que deje las bombas le levanto la tapa de los sesos!”, dijo.

—Bien —dijo el inglés.

—No hay nada mejor que dé valor como las buenas razones —continuó el marinero—, sobre todo porque, mientras tanto, el tiempo se había aclarado y el viento había amainado; pero no es menos cierto que el agua seguía subiendo, no mucho, quizá dos pulgadas por hora, pero de todas formas subía. Dos pulgadas por hora, mire usted, eso parece que no es nada; pero en doce horas no son menos de veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas son dos pies. Con dos o tres pies que ya teníamos, eso nos suma cinco. Ahora bien, cuando un barco tiene cinco pies de agua en el vientre, bien puede pasar por estar aquejado de hidropesía.

»“Vamos”, dijo el capitán, “es así como el señor Morrel no tendrá nada que reprocharnos: hemos hecho lo que hemos podido por salvar el barco; ahora hay que tratar de salvar a los hombres: ¡a la chalupa, muchachos, y más deprisa que eso!”.

»Escuche, señor Morrel —continuó Penelon—, queríamos mucho al Pharaon, pero por mucho que un marino quiera a su barco, más quiere a su pellejo. Así que no nos lo tuvo que decir dos veces; mientras tanto, mire usted, que hasta el barco se quejaba y parecía que nos decía: “¡Pero marchaos de una vez, marchaos de una vez!”. Y no mentía, el pobre Pharaon, literalmente le veíamos hundirse bajo nuestros pies. Tanto que en un abrir y cerrar de ojos la chalupa estaba en el mar, y estábamos los ocho allí dentro.

»El capitán bajó el último, o más bien no, él no bajó, pues no quería abandonar el barco, fui yo quien le agarré y le tiré a los camaradas, después de lo cual yo también salté. Era justo el momento. En cuanto caí en la lancha, el puente se derrumbó con tal estruendo que se hubiera dicho la andanada de un navío de cuarenta y ocho.

»Diez minutos después, se hundió por la proa, después, la popa, después se puso a girar sobre sí mismo como un perro que quiere alcanzarse la cola; y finalmente, adiós a la compañía, ¡brrruuu!…, ya está todo dicho, ¡adiós al Pharaon!

»En cuanto a nosotros, nos quedamos tres días sin comer ni beber; tanto que echamos a suertes para saber quién de nosotros alimentaría a los demás, cuando avistamos la Gironde: hicimos señales, nos vio, puso rumbo hacia nosotros, nos envío su chalupa y nos recogió. Así es como ocurrió todo, señor Morrel, ¡palabra de honor! ¡Palabra de marino! ¿No es así, eh, vosotros?

Un murmullo general de aprobación indicó que el narrador había reunido todos los sufragios por la verdad de fondo y por lo pintoresco de los detalles.

—Bien, amigos míos —dijo el señor Morrel—, son ustedes gente valiente, y ya sabía yo por adelantado que en la desgracia que me venía no había ningún culpable sino el destino. Es la voluntad de Dios, y no la culpa de los hombres. Adoremos la voluntad de Dios. Ahora, ¿cuánto se les debe de sueldo?

—¡Oh! ¡Bah! No hablemos de eso ahora, señor Morrel.

—Al contrario, hablemos de ello —dijo el armador con una triste sonrisa.

—Pues bien, se nos debe tres meses… —dijo Penelon.

—Coclès, pague doscientos francos a cada uno de estos valientes muchachos. En otra época, amigos míos —continuó Morrel—, hubiese añadido: «Dé a cada uno doscientos francos de gratificación»; pero son malos tiempos, amigos míos, y el poco dinero que me queda ya no me pertenece. Discúlpenme, pues, y no me aprecien menos por ello.

Penelon hizo una mueca de ternura, se volvió hacia sus compañeros, intercambió con ellos algunas palabras y volvió.

—Respecto a eso, señor Morrel —dijo pasando su mascada de tabaco al otro lado de la boca y lanzando a la antecámara un segundo salivazo que fue a acompañar al primero—, respecto a eso…

—¿A qué?

—Al dinero.

—¿Y bien?

—Y bien, señor Morrel, los camaradas dicen que, por el momento, les bastaría cincuenta francos a cada uno y que esperaremos para el resto.

—¡Gracias, amigos, gracias! —exclamó el señor Morrel, conmovido hasta el corazón—. Sois todos buena gente; pero coged el dinero, cogedlo, y si encontráis un servicio mejor, aceptadlo, sois libres.

Esta última parte de la frase produjo un efecto prodigioso en los dignos marineros. Se miraron unos a otros asustados. Penelon, a quien le faltaba el aire, por poco se traga el tabaco; menos mal que se llevó a tiempo la mano a la garganta.

—¿Cómo es eso, señor Morrel? —dijo con voz rota—. ¿Cómo es eso, nos despide? ¿Es que está usted descontento de nosotros?

—No, hijos míos —dijo el armador—; no, no estoy descontento de ustedes, muy al contrario. No, no les despido. ¿Pero, qué quieren? Ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

—¡Cómo que ya no tiene barcos! —dijo Penelon—. Pues bien, mande construir otros, esperaremos. Gracias a Dios, nosotros sabemos bien lo que es barloventear.

—No me queda dinero para construir más barcos, Penelon —dijo el armador con una triste sonrisa—, ya no puedo aceptar la oferta de ustedes, por muy amable que sea.

—Pues bien, si no le queda dinero, no hace falta que nos pague; entonces haremos como el pobre Pharaon, iremos a palo seco, ¡eso es todo!

—Basta, basta, amigos míos —dijo Morrel ahogado por la emoción—; vamos, se lo ruego. Nos volveremos a ver en tiempos mejores. Emmanuel —añadió el armador—, acompáñeles y vele por que se cumplan mis deseos.

—Al menos será un hasta luego, ¿no es así, señor Morrel? —dijo Penelon.

—Sí, amigos míos, eso espero, al menos; vamos.

E hizo un gesto a Coclès, que fue delante de ellos. Los marineros siguieron al cajero, y Emmanuel fue detrás de ellos, cerrando el paso.

—Ahora —dijo el armador a su mujer y a su hija—, dejadme solo un instante; tengo que hablar con este señor.

E indicó con la mirada al mandatario de la casa Thomson y French, que se había quedado de pie e inmóvil en un rincón a lo largo de toda esa escena, en la que no había tomado parte más que con algunas palabras que ya hemos constatado. Las dos mujeres levantaron la vista hacia el extranjero, al que habían completamente olvidado, y se retiraron; pero al retirarse, la joven echó una mirada a ese hombre, una mirada sublime de súplica, a la que el extranjero respondió con una sonrisa que un frío observador habría visto con asombro aflorar en ese rostro de hielo. Los dos hombres se quedaron solos.

—Y bien, señor —dijo Morrel dejándose caer en el sillón—, usted ha visto todo, ha oído todo, no tengo nada más que decirle.

—He visto, señor —dijo el inglés—, que le ha sucedido una nueva desgracia inmerecida como las otras, y eso me ha confirmado en mi deseo de serle útil.

—¡Oh, señor! —dijo Morrel.

—Veamos —continuó el extranjero—. Yo soy uno de sus principales acreedores, ¿no es así?

—Usted es, al menos, el que posee los valores de vencimiento más próximo.

—¿Desea usted una moratoria para pagarme?

—Una moratoria podría salvarme del honor, y en consecuencia, podría salvarme la vida.

—¿Qué tiempo necesita?

Morrel dudó.

—Dos meses —dijo.

—Bien —dijo el extranjero—, le doy tres.

—¿Pero cree usted que la casa Thomson y French…?

—Esté tranquilo, señor, yo me hago cargo de todo. Hoy estamos a 5 de junio.

—Sí.

—Y bien, renuéveme todos los pagos al 5 de septiembre; y el 5 de septiembre, a las once de la mañana —el reloj marcaba las once en ese momento—, me presentaré aquí.

—Le esperaré, señor —dijo Morrel—, y a usted se le pagará, o yo estaré muerto.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas en voz tan baja, que el extranjero no pudo oírlas.

Los pagos fueron renovados, destruyeron los antiguos, y el pobre armador se encontró, al menos, con tres meses por delante para reunir todos sus recursos.

El inglés recibió las muestras de agradecimiento con la flema particular de su país, y se despidió de Morrel, que le acompañó bendiciéndole hasta la puerta.

En la escalera se encontró con Julie. La joven simulaba bajar la escalera, pero en realidad le estaba esperando.

—¡Oh, señor! —dijo juntando las manos.

—Señorita —dijo el extranjero—, recibirá usted un día una carta firmada por… Simbad el Marino… Haga punto por punto lo que le digan en esa carta, por muy extraño que le parezca.

—Sí, señor —respondió Julie.

—¿Me promete que lo hará?

—Se lo juro.

—¡Bueno! Adiós señorita. Siga siendo usted una buena y santa hija como lo es ahora, y espero que Dios le recompensará dándole a Emmanuel por marido.

Julie dio un pequeño grito, se puso roja como una cereza y se sujetó a la rampa para no caer.

El extranjero continuó su camino haciéndole un gesto de adiós.

En el patio se encontró con Penelon, que llevaba un billete enrollado de cien francos en cada mano, y que parecía que no se decidía a quedárselos.

—Venga, amigo mío —le dijo el extranjero—, tengo que hablar con usted.