Capítulo LIII
Robert le diable[1]
La disculpa de la Ópera era tanto más excelente cuanto que aquella misma velada había sesión solemne en la Académie Royale de Musique. Levasseur, después de una larga indisposición, volvía en el papel de Bertram y, como siempre, la obra del maestro de moda había atraído a la más brillante sociedad de París.
Morcerf, como la mayoría de los jóvenes ricos, tenía su butaca de patio, más diez palcos de personas de su entorno a las que podía ir a pedir un asiento, sin contar el que tenía derecho a ocupar en el palco de los lions.
Château-Renaud ocupaba la butaca contigua.
Beauchamp, en su calidad de periodista, era el rey de la sala y tenía un sitio en todas partes.
Aquella noche, Lucien Debray tenía a su disposición el palco de platea del ministro, y le había ofrecido una invitación al conde de Morcerf, pero, tras la negativa de Mercedes, este se la había enviado a Danglars, avisándole de que probablemente iría a lo largo de la velada a hacer una visita a la baronesa y a su hija, si dichas damas tenían a bien aceptar el palco que le proponía. Las damas no lo habían rechazado. Nadie como un millonario es tan deseoso de palcos que no cuestan nada.
En cuanto a Danglars, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían acudir al palco del ministro. En consecuencia, la baronesa había escrito a Lucien para que viniera a recogerla, dado que no podía ir a la Ópera sola con Eugénie.
En efecto, si las dos mujeres hubieran ido solas, ciertamente eso hubiera estado muy mal visto, mientras que si la señorita Danglars iba a la Ópera con su madre y el amante de su madre, no había nada que decir. Hay que tomar el mundo como es.
Se levantó el telón, como de costumbre, estando la sala casi vacía. Sigue siendo una costumbre de nuestra fashion parisina llegar al espectáculo cuando el espectáculo ya ha comenzado; de ello resulta que el primer acto transcurre, por parte de los espectadores que van llegando, no mirando o escuchando la obra, sino mirando a los espectadores que entran, y no oyendo nada sino el ruido de las puertas y el de las conversaciones.
—¡Vaya! —dijo de repente Albert al ver abrirse un palco lateral de la primera fila—, ¡vaya! ¡La condesa G…!
—¿Qué es eso de la condesa G…? —preguntó Château-Renaud.
—¡Oh! Caramba, barón, esa es una pregunta que no le perdono; ¿usted pregunta qué es eso de la condesa G…?
—¡Ah! Es cierto —dijo Château-Renaud—, ¿no es esa encantadora veneciana?
—Justamente.
En ese momento la condesa G… vio a Albert e intercambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.
—¿Usted la conoce? —dijo Château-Renaud.
—Sí —dijo Albert—; me la presentó Franz en Roma.
—¿Querría usted hacerme en París el mismo servicio que Franz le hizo en Roma?
—Con mucho gusto.
—¡Chsss! —indicó el público.
Ambos jóvenes continuaron su conversación sin parecer inquietarse lo más mínimo del deseo que parecía sentir el patio de butacas de oír la música.
—La condesa G… estaba en las carreras del Champ-de-Mars —dijo Château-Renaud.
—¿Hoy?
—Sí.
—¡Vaya! De hecho, había carreras. ¿Apostaba usted?
—¡Oh! Una miseria, cincuenta luises.
—¿Y quien ganó?
—Nautilus; yo apostaba por él.
—¿Pero, había tres carreras?
—Sí. Había el premio del Jockey-Club, una copa de oro. Inclusó ocurrió una cosa bastante extraña.
—¿Qué fue?
—¡Chsss, chsss! —insistía el público.
—¿Qué fue? —repitió Albert.
—Pues que ganaron esa carrera un caballo y un jockey completamente desconocidos.
—¿Cómo fue eso?
—¡Oh! ¡Dios mío, sí! Nadie había prestado atención a un caballo inscrito con el nombre de Vampa y un jockey con el nombre de Job, cuando se vio avanzar de repente a un admirable alazán y a un jockey pequeño como un puño; tuvieron que llenarle los bolsillos con veinte libras de plomo, lo que no impidió que llegara a la meta por tres cuerpos antes que Ariel y Barbaro, que corrían con él.
—¿Y no se ha sabido a quién pertenecían caballo y jockey?
—No.
—Dice usted que el caballo se llamaba…
—Vampa.
—Entonces —dijo Albert—, yo sé más que usted, yo sé a quién pertenecían…
—¡Silencio! —gritó por tercera vez el patio de butacas.
Esta vez la protesta general era tan grande que los dos jóvenes se dieron cuenta, al fin, de que el público se dirigía a ellos. Volvieron la cabeza un instante, buscando entre el público a alguien que se responsabilizara por lo que ellos tomaban como una impertinencia; pero nadie se movió, y se volvieron de nuevo hacia el escenario.
En ese momento el palco del ministro se abrió, y la señora Danglars, su hija y Lucien Debray ocuparon sus asientos.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Château-Renaud—. Ahí tiene personas que usted conoce bien, vizconde. ¿Qué diablos mira usted a la derecha? Le están buscando.
Albert se dio la vuelta y sus ojos se encontraron efectivamente con los de la baronesa Danglars, que le hizo con su abanico un pequeño saludo. En cuanto a Eugénie, apenas si sus grandes ojos negros se dignaron dirigirse hacia el patio de butacas.
—De verdad, mi querido amigo —dijo Château-Renaud—, no comprendo, aparte de que sería un matrimonio desigual, y no creo que eso le preocupe a usted mucho; no comprendo, digo, aparte de un casamiento desigual, lo que puede usted tener contra la señorita Danglars; de verdad que es una hermosa criatura.
—Muy hermosa, ciertamente —dijo Albert—; pero le confieso que, en cuanto a la belleza, preferiría algo más dulce, más suave, más femenino, en fin.
—¡Vaya con los jóvenes! Nunca están satisfechos —dijo Château-Renaud, que, en su calidad de hombre de treinta años, se daba con Morcerf aires paternales—. ¡Cómo, querido amigo, le encuentran una prometida hecha bajo el modelo de la Diana Cazadora, y no está usted contento!
—Y bien, justamente, yo habría preferido algo más del tipo de la Venus de Milo o de Capua. Esta Diana Cazadora, siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco; temo que me trate como a Acteón.
En efecto, una ojeada a la joven podía casi explicar el sentimiento que acababa de confesar Morcerf. La señorita Danglars era hermosa, como había dicho Albert, pero de una belleza un poco decidida: el pelo, de un hermoso color negro, pero en cuyas ondas naturales se notaba cierta rebelión hacia la mano que quería imponer su voluntad; los ojos, negros como su pelo, bajo unas magníficas cejas que no tenían más que un defecto, el de fruncirse algunas veces; pero eran sobre todo notables por una expresión de firmeza que uno se asombraba de encontrar en una mirada femenina; la nariz tenía las proporciones exactas que un escultor hubiera dado a la de Juno; la boca quizá era demasiado grande, pero provista de hermosos dientes que hacían destacar más unos labios cuyo carmín, demasiado vivo, contrastaba con la palidez de su tez; finalmente, un lunar negro, en la comisura de los labios, y más grueso de lo que son de ordinario estos caprichos de la naturaleza, acababa de dar a esa fisonomía ese carácter decidido que asustaba un poco a Morcerf.
Por lo demás, todo el resto de la persona de Eugénie se aliaba a esa cabeza que acabamos de intentar describir. Era, como había dicho Château-Renaud, la Diana Cazadora, pero con algo más, si cabe, de firme y musculoso en su belleza.
En cuanto a la educación que había recibido, si había algún reproche que hacerle, era que, como ciertos aspectos de su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, la joven hablaba dos o tres lenguas, dibujaba con facilidad, componía versos y música; era sobre todo una apasionada de este último arte que estudiaba con una de sus amigas de pensionado, una joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para convertirse, por lo que aseguraban, en una excelente cantante. Un gran compositor, según se decía, tenía por esta última un interés casi paternal, y la hacía trabajar con la esperanza de que, un día, encontrara una fortuna en su voz.
La posibilidad de que la señorita Louise d’Armilly, era el nombre de la joven llena de virtuosismo, entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibía en su casa, no se mostrase con ella en público. Por lo demás, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, Louise gozaba de una posición superior a la de las institutrices normales.
Algunos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, se había bajado el telón, y gracias a esa facultad, debida a la larga duración de los entreactos, de pasearse por el foyer o de hacer visitas durante media hora, el patio de butacas estaba casi vacío.
Morcerf y Château-Renaud habían salido los primeros. Un instante después, la señora Danglars pensó que esas prisas de Albert tenían como objetivo venir a presentarles sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esa visita, pero esta se contentó con mover negativamente la cabeza sonriendo; y al mismo tiempo, como para demostrar lo fundado que estaba el gesto de negación de Eugénie, Morcerf apareció en el palco de platea contiguo. Ese palco era el de la condesa G…
—¡Ah! Aquí está el señor viajero —dijo esta tendiéndole la mano con toda la cordialidad de una antigua conocida—; es muy amable por su parte el haberme reconocido, y sobre todo el haberme dado preferencia en su primera visita.
—Créame, señora —respondió Albert—, que si hubiese sabido su llegada a París y hubiese conocido dónde se aloja, no hubiese esperado tanto. Pero, acepte permitirme que le presente al señor barón de Château-Renaud, mi amigo, uno de los pocos gentilhombres que quedan aún en Francia, y por el que acabo de saber que estuvo usted en las carreras del Champ-de-Mars.
Château-Renaud saludó.
—¡Ah! ¿Estaba usted en las carreras, señor? —dijo rápidamente la condesa.
—Sí, señora.
—Y bien —replicó con viveza la señora G…—, ¿puede usted decirme a quién pertenecía el caballo ganador del premio del Jockey-Club?
—No, señora —dijo Château-Renaud—; ahora mismo le hacía yo la misma pregunta a Albert.
—¿Y le interesa mucho, señora condesa? —preguntó Albert.
—¿Qué es lo que puede interesarme?
—Conocer al dueño del caballo.
—Pues sí, infinitamente. Imagínense… ¿pero, usted lo sabe, por casualidad, vizconde?
—Señora, iba usted a contarnos algo: imagínense…, ha dicho usted.
—Pues bien, imagínense que ese encantador caballo alazán y ese gentil jockey de casaca rosa me habían inspirado, nada más verlos, una simpatía tan viva que deseaba que ganasen, el uno y el otro, exactamente como si hubiera apostado por ambos la mitad de mi fortuna; así que cuando les vi llegar a la meta, adelantando a los demás corredores por tres cuerpos, me sentí tan contenta que me puse a aplaudir como una loca. ¡Figúrense mi sorpresa cuando, al volver a casa, me encuentro en la escalera con el pequeño jockey rosa! Creí que el ganador de la carrera, por casualidad, se alojaba en la misma casa que yo, cuando, al abrir la puerta del salón, lo primero que veo es la copa de oro que habían ganado el caballo y el jockey desconocidos. En la copa había una pequeña nota en la que estaban escritas estas palabras: «A la condesa G…, lord Ruthwen».
—Es justamente eso —dijo Morcerf.
—¡Cómo, justamente eso!, ¿qué quiere usted decir?
—Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
—¿Qué lord Ruthwen?
—El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentina.
—¿De verdad? —exclamó la condesa—. ¿Está entonces aquí?
—Perfectamente.
—¿Y usted le ve? ¿Le recibe? ¿Va usted a su casa?
—Es mi amigo íntimo, y el mismo señor de Château-Renaud también tiene el honor de conocerlo.
—¿Qué es lo que le hace a usted creer que se trata de él?
—El caballo inscrito con el nombre de Vampa…
—¿Y eso?
—Bueno, ¿usted no recuerda el nombre del famoso bandido que me hizo prisionero?
—¡Ah! Es cierto.
—¿De cuyas manos me arrancó el conde milagrosamente?
—Sí, claro.
—Se llamaba Vampa. Ya ve usted que es él.
—¿Pero, por qué me envió esa copa a mí?
—En primer lugar, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de usted, como puede imaginarse; después, porque le habrá encantado encontrar a una compatriota, y se sentirá muy feliz por el interés que esta compatriota demostraba por él.
—¡Espero que no le haya usted contado todas las locuras que dijimos sobre él!
—A fe mía que no le juraría que no, y esa manera de regalarle la copa bajo el nombre de lord Ruthwen…
—Pero es espantoso, me va a odiar a muerte.
—¿Es que ha obrado como un enemigo?
—No, lo confieso.
—¡Y entonces!
—Así que está en París.
—Sí.
—¿Y qué sensación ha causado?
—Pues —dijo Albert— se habló de él durante ocho días, después vino la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y sólo se ha hablado de ello.
—Querido amigo —dijo Château-Renaud—, ya veo que el conde es su amigo y le trata en consecuencia. No crea lo que le dice Albert, señora condesa, al contrario, en París sólo se sigue hablando del conde de Montecristo. En primer lugar, se estrenó enviando a la señora Danglars unos caballos de treinta mil francos; después, salvó la vida a la señora de Villefort; ahora ha ganado la carrera del Jockey-Club, por lo que parece. Yo mantengo, por el contrario, diga lo que diga Morcerf, que en este momento la gente se ocupa aún del conde, y que incluso no se ocuparán más que de él a lo largo del mes, si sigue haciendo excentricidades, lo que, por lo demás, parece ser su manera ordinaria de vivir.
—Es posible —dijo Morcerf—; mientras tanto, ¿quién ocupa el palco del embajador de Rusia?
—¿Dónde está ese palco? —preguntó la condesa.
—Ese de platea, situado entre dos columnas; me parece que lo han remozado totalmente.
—En efecto —dijo Château-Renaud—. ¿Había alguien en el primer acto?
—¿Dónde?
—Pues en ese palco.
—No —repuso la condesa—, no vi a nadie; así que —continuó la condesa volviendo a la primera conversación—, ¿usted cree que es su conde de Montecristo el ganador de la copa?
—Estoy seguro de ello.
—¿Y que es él quien me la envió?
—Sin ninguna duda.
—Pero yo no le conozco —dijo la condesa—, y me dan muchas ganas de devolvérsela.
—¡Oh! No haga nada de eso; le enviaría otra, tallada en algún zafiro, o en algún rubí. Es su manera de obrar; qué quiere usted, hay que tomarlo como es.
En ese momento se oyó el timbre que anunciaba que el segundo acto iba a comenzar. Albert se levantó para volver a su asiento.
—¿Le volveré a ver? —preguntó la condesa.
—En los entreactos, si me lo permite, vendré a informarme por si puedo serle de alguna utilidad en París.
—Señores —dijo la condesa—, todos los sábados, en la calle Rivoli, 22, estoy en casa para mis amigos. Ya están avisados.
Los jóvenes se saludaron y salieron.
Al entrar en la sala, vieron a todo el patio de butacas de pie y con los ojos fijos en un punto de la sala; sus miradas siguieron la dirección general y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar con una mujer vestida con un traje oriental. La mujer era de una gran belleza, y el traje de una riqueza tal que, como hemos dicho, todos los ojos al instante se habían vuelto hacia ella.
—¡Eh! —dijo Albert—. Es Montecristo y su griega.
En efecto, eran el conde y Haydée.
Al cabo de un instante, la joven era objeto de la atención, no sólo del patio de butacas, sino de toda la sala; las mujeres se asomaban desde los palcos para ver brillar bajo la luz de las lámparas esa cascada de diamantes.
El segundo acto transcurrió en medio de ese rumor sordo que indica, entre las masas reunidas, un gran acontecimiento. A nadie se le ocurrió exigir silencio. Esa mujer, tan joven, tan bella, tan resplandeciente, era el más curioso espectáculo que se pudiera presenciar.
Esta vez, un gesto de la señora de Danglars indicó claramente a Albert que la baronesa deseaba que fuera a verlas en el entreacto siguiente.
Morcerf tenía demasiado buen gusto como para hacerse esperar cuando se le indicaba claramente que era esperado. Terminado el acto, se apresuró, pues, a subir al palco del proscenio.
Saludó a las damas y dio la mano a Debray.
La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa, y Eugénie con su frialdad habitual.
—A fe mía, querido amigo —dijo Debray—, aquí tiene usted a un hombre agotado y que le pide ayuda para que le releve. La señora me abruma a preguntas sobre el conde, y quiere que yo sepa dónde está, de dónde viene y adónde va; a fe mía que yo no soy Cagliostro, y para salir de apuros le he dicho: «pregunte todo eso a Morcerf, él conoce a su Montecristo como la palma de la mano»; entonces le hemos llamado a usted.
—¿No es increíble —dijo la baronesa— que teniendo a su disposición medio millón de fondos reservados no esté mejor informado que todo eso?
—Señora —dijo Lucien—, le ruego que crea que si yo tuviera medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no fuera informarme sobre el señor de Montecristo, que no tiene más mérito, a mi entender, que el de ser dos veces más rico que un nabab; pero cedo la palabra a mi amigo Morcerf; arrégleselas con él, a mí no me concierne.
—Desde luego que un nabab no me hubiera enviado un par de caballos de treinta mil francos, con cuatro diamantes en las orejeras de cinco mil francos cada uno.
—¡Oh! Los diamantes —dijo riendo Morcerf— son su manía. Creo que, como Potemkin, siempre tiene alguno en sus bolsillos, y que los va sembrando por el camino, como hacía Pulgarcito con las piedrecitas.
—Habrá encontrado alguna mina —dijo la señora Danglars—; ¿sabe que tiene un crédito ilimitado con la casa del barón?
—No, no lo sabía —respondió Albert—, pero así será.
—¿Y que dijo al señor Danglars que contaba con quedarse un año en París y gastarse en ese tiempo seis millones?
—Es el sah de Persia que viaja de incógnito.
—Y esa mujer, señor Lucien —dijo Eugénie—, ¿ha visto usted qué guapa es?
—De verdad, señorita, que no conozco a nadie más que a usted que sea tan justa con las personas de su mismo sexo.
Lucien se acercó el monóculo al ojo.
—¡Encantadora! —dijo.
—Y esa mujer, ¿el señor Morcerf sabe quién es?
—Señorita —dijo Albert, respondiendo a esa interpelación casi directa—, lo sé más o menos, como todo lo que concierne al personaje misterioso que nos ocupa. Esa mujer es una joven griega.
—Eso se ve fácilmente por su indumentaria, usted no me dice nada que no sepa ya toda la sala.
—Pues siento ser un cicerone tan ignorante, pero debo confesar que hasta ahí llegan todos mis conocimientos; sé, además, que es amante de la música, pues, un día que desayuné en casa del conde, oí el sonido de una guzla que no podía venir sino de ella.
—¿Así que recibe, su conde? —preguntó la señora Danglars.
—Y esplendorosamente, se lo juro.
—Tengo que exigir a Danglars que le invite a alguna cena, a algún baile, para que él nos invite a su vez.
—¡Cómo! ¿Iría usted a su casa? —dijo Debray riendo.
—¿Por qué no? ¡Con mi marido!
—Pero está soltero, ese misterioso conde.
—Ya ve usted que no —dijo riendo a su vez la baronesa, señalando a la hermosa griega.
—Esa mujer es su esclava, por lo que nos dijo él mismo, ¿lo recuerda, Morcerf? En su almuerzo.
—Convenga, mi querido Lucien —dijo la baronesa—, que tiene más bien el aspecto de una princesa.
—Una princesa de Las mil y una noches.
—De Las mil y una noches, no digo que no; ¿pero qué es lo que hace a una princesa, querido? Son los diamantes, y esta va cubierta de ellos.
—Lleva incluso demasiados —dijo Eugénie—; sería más bella sin ellos, pues se le verían el cuello y los brazos, que tienen una forma encantadora.
—¡Oh! ¡Ya salió la artista! Vaya —dijo la señora Danglars—, ¿la ven cómo se apasiona?
—Yo amo todo lo que es bello —dijo Eugénie.
—¿Pues entonces qué dice usted del conde? —dijo Debray—. Me parece que tampoco está mal.
—¿El conde? —dijo Eugénie, como si no hubiera aún ni pensado en mirarle—. El conde está muy pálido.
—Justamente —dijo Morcerf—, en esa palidez está el secreto que buscamos. La condesa G… pretende, usted ya lo sabe, pretende que es un vampiro.
—¿Es que la condesa G… ha vuelto a París? —preguntó la baronesa.
—Está en ese palco lateral —dijo Eugénie—, casi enfrente de nosotros, madre; esa mujer de admirables cabellos rubios, es ella.
—¡Oh! Sí —dijo la señora Danglars—; ¿sabe lo que debería hacer usted, Morcerf?
—Ordene, señora.
—Debería ir usted a hacer una visita a su conde de Montecristo y traérnoslo.
—¿Para qué? —dijo Eugénie.
—Pues para hablar con él; ¿no tienes curiosidad por verle?
—En absoluto.
—¡Qué niña más rara! —murmuró la baronesa.
—¡Oh! —dijo Morcerf—, seguramente vendrá por sí mismo. Mire, la ha visto, señora, y la saluda.
La baronesa devolvió al conde el saludo, acompañado de una encantadora sonrisa.
—Vamos —dijo Morcerf—, me sacrifico; las dejo y voy a ver si hay algún modo de hablar con él.
—Vaya a su palco; es bien sencillo.
—Pero no he sido presentado.
—¿A quién?
—A la hermosa griega.
—Es una esclava, dijo usted.
—Sí, pero usted pretende que es una princesa… No, espero que, cuando me vea salir, él salga.
—Es posible. Vaya.
—Ya voy.
Morcerf saludó y salió. Efectivamente, en el momento en el que pasaba por delante del palco del conde, la puerta se abrió; el conde dijo unas palabras en árabe a Alí, que hacía guardia en el corredor, y cogió el brazo de Morcerf.
Alí volvió a cerrar la puerta, y se mantuvo de pie ante ella; en el corredor había un montón de gente alrededor del nubio.
—De verdad —dijo Montecristo—, que su París es una extraña ciudad, y sus parisinos, un pueblo singular. Se diría que es la primera vez que ven a un nubio. Míreles cómo se amontonan alrededor de ese pobre Alí, que no sabe lo que eso significa. Le respondo de una cosa, por ejemplo, y es que un parisino puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y nadie haría un círculo a su alrededor.
—Es que sus orientales son gentes sensatas, y que sólo observan lo que merece ser observado; pero, créame, Alí no goza de esa popularidad más que porque le pertenece a usted, y porque usted es el hombre de moda en este momento.
—¿De verdad?, ¿y a qué se debe ese favor?
—¡Pardiez! A usted mismo. Usted regala tiros de caballos de dos mil luises; salva la vida a mujeres de fiscales del rey; inscribe en las carreras, bajo el nombre de major Brack, a caballos pura sangre y jockeys delgados como titís; finalmente gana usted copas de oro, y se las envía a hermosas mujeres.
—¿Y quién diablos le ha contado todas esas locuras?
—¡Hombre! La primera, la señora Danglars, que se muere de ganas de que la visite en su palco o, más bien, ya le ve a usted en él; la segunda, el periódico de Beauchamp; y la tercera, mi propia imaginación. ¿Por qué llama usted a su caballo Vampa, si quiere mantener el incógnito?
—¡Ah! Es cierto —dijo el conde—, es una imprudencia. Pero, dígame, ¿es que el conde de Morcerf no viene algunas veces a la Ópera? Le he buscado y no le veo en ningún sitio.
—Vendrá a lo largo de la sesión.
—¿Dónde estará?
—En el palco de la baronesa, creo.
—¿Esa encantadora personita que está con ella es su hija?
—Sí.
—Le felicito.
Morcerf sonrió.
—Ya hablaremos en detalle más tarde —dijo—. ¿Qué le parece la música?
—¿Qué música?
—Pues la que acaba usted de oír.
—Digo que es una muy hermosa música para ser música compuesta por un compositor humano y cantada por aves de dos pies y sin plumas, como decía el difunto Diógenes.
—¡Ah, vaya! Mi querido conde, pues se diría que usted fuera capaz de oír, a su capricho, los siete coros del Paraíso.
—Pues es un poco eso. Cuando quiero oír música admirable, señor vizconde, música como jamás oído humano haya escuchado, entonces, duermo.
—Pues bien, entonces está usted de maravilla aquí; duerma, mi querido conde, duerma, la ópera no ha sido inventada para otra cosa.
—No, de verdad, su patio de butacas hace demasiado ruido. Para que yo duerma con el sueño del que le hablo, necesito la calma y el silencio, y además un cierto preparado…
—¡Ah! ¿El famoso hachís?
—Justamente, vizconde, cuando usted quiera oír música, venga a cenar conmigo.
—Pero ya oí música cuando fui a almorzar —dijo Morcerf.
—¿En Roma?
—Sí.
—¡Ah! Era la guzla de Haydée. Sí, la pobre exiliada se entretiene a veces tocando las melodías de su país.
Morcerf no insistió más; por su parte, el conde guardó silencio.
En ese momento sonó el timbre.
—¿Me disculpa? —dijo el conde volviendo a su palco.
—¡Claro!
—Llévese un saludo para la condesa G… de parte de su vampiro.
—¿Y para la baronesa?
—Dígale que tendré el honor, si me permite, de ir a presentarle mis respetos a lo largo de la velada.
El tercer acto comenzó. Durante el tercer acto, llegó el conde de Morcerf, como había prometido, para reunirse con la señora Danglars.
El conde no era uno de esos hombres que causen un gran revuelo en una sala, así que nadie se apercibió de su llegada más que los del palco donde el conde se acomodó.
Sin embargo, Montecristo le vio, y una ligera sonrisa afloró a sus labios.
En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estuviera levantado; como todas las naturalezas primitivas, ella adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.
El tercer acto trancurrió como de costumbre: las señoritas Noblet, Julie y Leroux ejecutaron sus trenzados de danza ordinarios; el príncipe de Granada fue desafiado por Robert-Mario; finalmente, el majestuoso rey que ustedes saben dio la vuelta a la sala para mostrar su capa de terciopelo, llevando a su hija de la mano; después cayó el telón, y la sala se extendió enseguida por el foyer y por los pasillos.
El conde salió de su palco, y un instante después apareció en el de la baronesa Danglars.
La baronesa no pudo evitar un grito de sorpresa ligeramente mezclado de alegría.
—¡Ah! ¡Pase, señor conde! —exclamó—. Pues de verdad que estaba deseosa de unir mi agradecimiento verbal a las gracias que ya le di por escrito.
—¡Oh! Señora —dijo el conde—, ¿todavía recuerda esa miseria? Yo ya lo había olvidado.
—Sí, pero lo que no se olvida, señor conde, es que al día siguiente usted salvó a mi buena amiga, la señora de Villefort, del peligro que corría con esos mismos caballos.
—Esta vez de nuevo, señora, no merezco su agradecimiento; fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort ese eminente servicio.
—¿Y también fue Alí —dijo el conde de Morcerf—, quien rescató a mi hijo de los bandidos romanos?
—No, señor conde —dijo Montecristo estrechando la mano que el general le tendía—, no; esta vez acepto las gracias para mí, pero ya me las había usted dado, y yo las había aceptado, y de verdad, me avergüenzo de verle tan agradecido. Así que, hágame el honor, se lo ruego, señora baronesa, de presentarme a la señorita, su hija.
—¡Oh! Ya está usted presentado, al menos de nombre, pues desde hace dos o tres días no hablamos más que de usted. Eugénie —continuó la baronesa dirigiéndose a su hija—: ¡el señor conde de Montecristo!
El conde hizo una inclinación; la señorita Danglars hizo un ligero movimiento de cabeza.
—Está usted con una persona admirable, señor conde —dijo Eugénie—; ¿es su hija?
—No, señorita —dijo Montecristo, asombrado por esa extremada ingenuidad o ese aplomo sorprendente—, es una pobre joven griega de quien soy tutor.
—¿Y se llama?…
—Haydée —respondió Montecristo.
—¡Una griega! —murmuró el conde de Morcerf.
—Sí, conde —dijo la señora Danglars—; y dígame si vio alguna vez en la corte de Ali-Tebelin, a quien sirvió tan gloriosamente, un vestido tan admirable como el que tenemos delante de nuestros ojos.
—¡Ah! —dijo Montecristo—. ¿Usted sirvió en Janina, señor conde?
—Fui general-inspector de las tropas del pachá —respondió Morcerf—, y mi poca fortuna, no lo oculto, viene de la generosidad del ilustre jefe albanés.
—¡Miren, miren! —insistió la señora Danglars.
—¿Dónde? —balbuceó Morcerf.
—¡Mire! —dijo Montecristo.
Y rodeando al conde con su brazo, se asomó hacia fuera del palco.
En ese momento, Haydée, que buscaba con la mirada al conde, vio su cara pálida cerca de la del señor de Morcerf, a quien rodeaba con el brazo.
Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de la Medusa; se impulsó hacia adelante como para devorar a ambos con la mirada, después, casi enseguida, se echó hacia atrás con un débil grito, que sin embargo fue oído por las personas que estaban más cerca de ella y por Alí, que enseguida abrió la puerta.
—Vaya —dijo Eugénie—, ¿qué es lo que le ocurre a su pupila, señor conde? Parece que se encuentra mal.
—En efecto —dijo el conde—, pero no se asuste, señorita; Haydée es muy nerviosa y en consecuencia muy sensible a los olores: un perfume que le resulte antipático basta para provocarle un desmayo; pero —añadió el conde sacando un frasco del bolsillo—, aquí tengo el remedio.
Y después de saludar a la baronesa y a su hija con un mismo y único saludo, intercambió un apretón de manos con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.
Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida; en cuanto el conde entró, Haydée le cogió la mano.
Montecristo comprobó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas a la vez.
—¿Con quién estabas hablando, mi señor? —preguntó la joven.
—Pues con el conde de Morcerf, que estuvo al servicio de tu ilustre padre, y que confiesa que le debe su fortuna.
—¡Ah! ¡El miserable! —exclamó Haydée—. Fue él quien le vendió a los turcos; y esa fortuna es el precio de su traición. ¿Es que no sabías eso, mi querido señor?
—Ya había oído algo de esa historia en el Epiro —dijo Montecristo—, pero ignoro los detalles. Ven, hija mía, tú me los contarás, debe ser algo curioso.
—¡Oh! Vamos, vámonos; me parece que voy a morir si me quedo más tiempo frente a ese hombre.
Y Haydée se levantó rápidamente, se envolvió en un albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió rápidamente en el momento en el que se levantaba el telón.
—¡Mire cómo ese hombre nunca obra como los demás! —dijo la condesa G… a Albert, que había vuelto junto a ella—; escucha religiosamente el tercer acto de Robert le Diable, y se va en el momento en el que va a empezar el cuarto.