Capítulo XXXVI

El carnaval de Roma

Cuando Franz volvió en sí, encontró a Albert bebiendo un vaso de agua, su palidez indicaba que lo necesitaba mucho, y vio al conde, que se ponía ya su traje de payaso. Echó una ojeada maquinal a la plaza: todo había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas; no quedaba más que el pueblo, ruidoso, atareado, alegre. La campana del monte Citorio, que sólo tocaba por la muerte del papa y el inicio de la mascherata, ahora repicaba al vuelo.

—Y bien —preguntó al conde—, ¿qué ha pasado?

—Nada, absolutamente nada —dijo—, como usted ve; solamente que el carnaval ha comenzado, vistámonos deprisa.

—En efecto —respondió Franz al conde—, de esa horrible escena, sólo queda la huella de un sueño.

—Es que no es otra cosa, sino un sueño, una pesadilla que ha tenido usted.

—Sí, yo; ¿pero, el condenado?

—Un sueño, también; solamente que él se ha quedado dormido, mientras que usted ha despertado: ¿y quién puede decir quién de los dos es el privilegiado?

—Pero Peppino —preguntó Franz—, ¿qué ha sido de él?

—Peppino es un muchacho con sentido común, que no tiene el mínimo amor propio, y que, contra la costumbre de los hombres, que se ponen furiosos cuando nadie se ocupa de ellos, él está encantado, encantado de ver que la atención general se dirigía hacia su compañero; en consecuencia, aprovechó la distracción para deslizarse entre la gente y desaparecer, sin ni siquiera dar las gracias a los dignos curas que le habían acompañado. Decididamente, el hombre es un animal bien ingrato y bien egoísta… Pero, vístase; mire, ya ve que el señor de Morcerf le da ejemplo.

En efecto, Albert se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán por encima del pantalón negro y de las botas de charol.

—Y bien, Albert —preguntó Franz—; ¿ya está listo para hacer locuras? Veamos, responda con franqueza.

—No —dijo—; pero de verdad que estoy contento de haber visto una cosa así, y comprendo lo que decía el señor conde, que una vez que se habitúa uno a un espectáculo semejante, este sea el único que pueda aún proporcionarnos emociones.

—Sin contar que esos momentos son los mejores para estudiar los caracteres —dijo el conde—; en el primer escalón del patíbulo la muerte arranca la máscara que se ha llevado en vida y aparece el verdadero rostro. Hay que convenir que el de Andrea no era agradable de ver… ¡Odioso sinvergüenza!… ¡Vistámonos, señores, vistámonos!

Hubiera sido ridículo que Franz se pusiera en plan niña mimada y no siguiera el ejemplo que le daban sus dos compañeros. Así que, a su vez, se puso el traje y la máscara, que no era ciertamente más pálida que su rostro.

Una vez listos, bajaron. El coche esperaba en la puerta, llena de confeti y de ramilletes de flores.

Se unieron a la fila.

Es difícil hacerse una idea del cambio tan completo que acababa de operarse. En lugar de ese espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del Popolo presentaba el aspecto de una loca y ruidosa orgía. Un gentío de máscaras salía, extendiéndose por todos los lados, escapándose por las puertas, bajando por las ventanas; los coches aparecían por todas las esquinas de la calle, cargados de pierrots, de arlequines, de caballeros, de campesinos; y todo eso, gritando, gesticulando, lanzando huevos llenos de harina, de confeti, de manojos de flores; atacando de palabra y de obra a amigos y a extraños, a conocidos y a desconocidos, sin que nadie tuviese derecho a enfadarse, sin que no se hiciese otra cosa sino reírse de todo.

Franz y Albert se parecían a esos hombres a los que, para distraerlos de un gran disgusto, se les lleva a una orgía, y que a medida que beben y que se emborrachan, sienten que un velo se espesa entre el pasado y el presente. Seguían viendo, o más bien seguían sintiendo en ellos el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco, la embriaguez general se fue amparando de ellos: les pareció que su razón titubeante iba a abandonarles; sentían una extraña necesidad de tomar parte en todo ese ruido, en todo ese movimiento, en todo ese vértigo. Un puñado de confeti que le llegó a Morcerf de un coche vecino, y que, cubriéndole de polvo, así como a sus dos acompañantes, le picó en el cuello y en todas las partes del rostro que la máscara no cubría, como si le hubieran lanzado un centenar de alfileres, acabó de empujarle a la batalla general en la que ya estaban enzarzadas todas las máscaras que se iban encontrando. Se incorporó a su vez en el coche, metió las manos en los sacos y, con todo el vigor y la destreza de la que era capaz, envió a su vez puñados de huevos y de peladillas a todos los que encontraba.

A partir de entonces el combate fue implacable. El recuerdo de lo que habían visto media hora antes se borró por completo de la mente de ambos, pues de tal manera el espectáculo abigarrado, alocado y en movimiento constante que tenían delante de los ojos, había llegado a distraerles. En cuanto al conde de Montecristo, como hemos dicho, en ningún momento se le vio impresionado.

En efecto, hay que imaginarse la gran y hermosa calle del Corso, bordeada de un extremo al otro del palacio, con cuatro o cinco pisos con todos sus ventanas y balcones adornados con colgaduras; en esos balcones y ventanas trescientos mil espectadores, romanos, italianos, extranjeros llegados de las cuatro partes del mundo; todas las aristocracias juntas, la de nacimiento, la del dinero, la del ingenio; mujeres encantadoras, que, sometidas ellas también la influencia del espectáculo, se asoman a las ventanas, se inclinan sobre los balcones, tiran sobre los coches que pasan una granizada de confeti, recibiendo a su vez ramilletes de flores. La atmósfera se espesa con los confeti, las golosinas que bajan y las flores que suben; después, a pie, por las calles, un gentío alegre, incesante, alocado, con trajes imposibles: coles gigantescas que se pasean, cabezas de búfalo que mugen sobre cuerpos de hombre, perros que parecen caminar sobre las patas de atrás; en medio de todo eso, una máscara que se quita, y en esta Tentación de San Antonio soñada por Callot, alguna Astarté que muestra un rostro encantador, a la que todos quieren seguir y de la que les separan dos especies de demonios, como los que ve uno en sueños; si unimos todo eso, tendremos una débil idea de lo que es el carnaval de Roma.

A la segunda vuelta, el conde mandó parar el coche y pidió a sus invitados permiso para abandonarles, dejando el coche a su disposición. Franz levantó la vista: estaban frente al palacio Ruspoli; y en la ventana del centro, la que tenía una colgadura de damasco blanco con una cruz roja, se veía ahora a un disfraz de dominó azul, bajo el cual, la imaginación de Franz encarnó, sin esfuerzo, a la bella griega del teatro Argentina.

—Señores —dijo el conde apeándose—, cuando se cansen ustedes de ser actores y quieran ser de nuevo espectadores, saben que tienen un sitio en mis ventanas. Mientras tanto, dispongan de mi cochero, de mi coche y de mis sirvientes.

Hemos olvidado decir que el cochero del conde iba seriamente vestido con una piel de oso negra, exactamente igual a la de Odry en la obra de teatro L’Ours et le Pacha, y que los dos lacayos que iban de pie en la parte trasera de la calesa llevaban trajes de mono verdes, perfectamente adaptados a su talla, y máscaras a juego con las que hacían gestos a los transeúntes.

Franz agradeció al conde su generosa oferta; en cuanto a Albert, estaba en pleno coqueteo con un coche lleno de campesinas romanas, detenido como el del conde para uno de esos descansos tan comunes en los desfiles, y desmenuzaba ramilletes de flores.

Desgraciadamente para él, el coche se puso de nuevo en movimiento y, mientras que bajaba hacia la plaza del Popolo, el coche que le llamó la atención subía hacia el palacio de Venecia.

—¡Ah! ¡Querido amigo! —le dijo a Franz—. ¿No ha visto?…

—¿Qué? —preguntó Franz.

—Mire, esa calesa que se va toda cargada de campesinas romanas.

—No.

—Pues bien, estoy seguro de que son unas mujeres encantadoras.

—¡Qué desgracia que vaya usted con máscara, mi querido Albert —dijo Franz—, era el momento de resarcirse de sus fracasos amorosos!

—¡Oh! —respondió medio riendo, medio convencido—. Espero que el carnaval no se pase sin proporcionarme alguna compensación.

A pesar de la esperanza de Albert, toda la jornada transcurrió sin ninguna otra aventura más que el encuentro, dos o tres veces renovado, con la calesa de las campesinas romanas. En uno de esos encuentros, fuera por azar, fuera por cálculo, la máscara de Albert se le desató.

Entonces, Albert cogió lo que le quedaba del ramillete y lo lanzó a la calesa.

Sin duda, a una de las mujeres encantadoras que Albert adivinaba bajo el coqueto traje de campesina le gustó la galantería, pues a su vez, cuando el coche de los dos amigos volvió a pasar, ella le lanzó un ramillete de violetas.

Albert se precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que iba dirigido a él, dejó a Albert apoderarse del ramito. Albert se lo puso victoriosamente en el ojal, y el coche continuó su marcha triunfal.

—Y bien —le dijo Franz—, ¡ahí tiene el comienzo de una aventura!

—Ríase lo que quiera —respondió—, pero la verdad, creo que sí; así que no me quito el ramillete.

—¡Pardiez! Claro que no —dijo Franz riendo—, es una señal de agradecimiento.

La broma, por lo demás, tomó enseguida un carácter de realidad, pues cuando Franz y Albert, cuya calesa seguía en la carrera, se cruzaron de nuevo con el coche de las contadine, la que había lanzado el ramillete batía palmas al comprobar que Albert lo llevaba en el ojal.

—¡Bravo, querido! ¡Bravo! —le dijo Franz—. ¡Esto se prepara de maravilla! ¿Quiere que me vaya, si le es más agradable estar solo?

—No —dijo—, no forcemos nada; no quiero dejarme atrapar como un tonto a la primera demostración, ante una cita bajo el reloj, como decimos para el baile de la Ópera. Si la bella campesina tiene ganas de ir más lejos, nos la encontraremos mañana, o más bien, ella nos encontrará. Entonces ella me dará señales de vida, y yo veré lo que hago.

—De verdad, mi querido Albert —dijo Franz—, es usted sabio como Néstor y prudente como Ulises; y si su Circe consigue convertirle en cualquier animal, tendrá que ser muy hábil o muy poderosa.

Albert tenía razón. La bella desconocida había resuelto sin duda no ir más allá en la intriga de aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún algunas vueltas más, no volvieron a ver la calesa que buscaban: había desaparecido sin duda por una de las calles adyacentes.

Entonces volvieron al palacio Ruspoli, pero el conde también había desaparecido con el dominó azul. Por lo demás, las dos ventanas de donde colgaban las telas de damasco amarillo continuaban ocupadas por personas que sin duda él habría invitado.

En ese momento, la misma campana que había tocado el comienzo de la mascherata, tocó la retirada. La fila del Corso se rompió enseguida y, en un instante, todos los coches desaparecieron por las calles transversales.

Franz y Albert estaban en ese momento frente a la Via delle Maratte.

El cochero enfiló la calle sin decir nada y, llegando a la plaza de España, continuó a lo largo del palacio Poli y se detuvo frente al hotel.

Maese Pastrini vino a recibir a sus huéspedes en el umbral de la puerta.

Lo primero que hizo Franz fue preguntar por el conde y manifestar el pesar por no haberlo recogido a tiempo, pero Pastrini le tranquilizó diciendo que el conde de Montecristo había encargado otro coche para él, y que ese coche había ido a buscarle a las cuatro al palacio Ruspoli. Además, le había encargado, de su parte, que ofreciera a los dos amigos la llave de su palco en el teatro Argentina.

Franz preguntó a Albert sus intenciones, pero Albert tenía grandes proyectos que llevar a la práctica antes de pensar en ir al teatro; en consecuencia, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podría procurarle un sastre.

—¿Un sastre? —preguntó el hotelero—. ¿Y para qué?

—Para que nos haga, de aquí a mañana, dos trajes de campesinos romanos, tan elegantes como sea posible —dijo Albert.

Maese Pastrini meneó la cabeza.

—¡Que les haga de aquí a mañana dos trajes! —exclamó—. Perdonen Sus Excelencias, pero eso sí que es una petición a la francesa; ¡dos trajes! Cuando en estos ocho días seguramente ustedes no encuentren un sastre que se digne coser seis botones en un chaleco, ¡aunque le pagasen los botones a un escudo cada uno!

—Entonces, ¿hay que renunciar a los trajes que deseo?

—No, porque tenemos ese tipo de trajes ya hechos. Déjeme que me ocupe de eso, y mañana encontrará al despertarse una colección de sombreros, de chaquetas y de pantalones con los que quedará satisfecho.

—Querido amigo —dijo Franz a Albert—, confiemos en nuestro anfitrión, ya nos ha dado pruebas de ser un hombre de recursos; cenemos, pues, tranquilamente y, después de cenar, vayamos a ver L’Italiana in Algeri[1].

—Va por L’Italiana in Algeri —dijo Albert—; pero piense, maese Pastrini, que el señor y yo —continuó, señalando a Franz— damos la mayor importancia a tener mañana los trajes que le hemos pedido.

El hotelero afirmó por última vez a sus huéspedes que no tenían que inquietarse por nada y que sus deseos se verían complacidos. Y tras ello, Franz y Albert subieron para quitarse sus trajes de payaso.

Albert, al quitarse el suyo, estrechó con el mayor cuidado su ramillete de violetas: era la señal de agradecimiento para el día siguiente.

Los dos amigos se sentaron a la mesa; pero, mientras cenaban, Albert no pudo impedir observar la diferencia notable que existía entre los respectivos méritos de los cocineros: el de maese Pastrini y el del conde de Montecristo. Y Franz se vio forzado a admitir, a pesar del recelo que parecía tener contra el conde, que la comparación no favorecía nada al chef de maese Pastrini.

En los postres, el criado se informó sobre la hora en la que los jóvenes desearían el coche. Albert y Franz se miraron, temiendo realmente ser inoportunos. El criado comprendió:

—Su Excelencia el conde de Montecristo —les dijo— ha dado órdenes concretas para que el coche esté durante todo el día a disposición de Sus Señorías; Sus Señorías pueden, pues, disponer sin temor a ser inoportunos.

Los jóvenes resolvieron aprovechar hasta el final la cortesía del conde, y ordenaron enganchar los caballos, mientras iban a cambiarse de ropa para sustituir su vestimenta de día por la de noche, aunque no estuviera muy arrugada después de los numerosos combates de confeti a los que se habían entregado.

Tomada esa precaución, se dirigieron al teatro Argentina y se instalaron en el palco del conde.

Durante el primer acto, la condesa G… entró en el suyo; su primera mirada se dirigió hacia donde la víspera había visto al conde, de manera que vio a Franz y a Albert en el palco de la persona de quien ella había expresado tan extraña opinión apenas si hacía veinticuatro horas.

Su catalejo estaba dirigido con tanto apasionamiento hacia Franz, que este comprendió que sería crueldad el retrasar por más tiempo la curiosidad de la condesa; así, usando del privilegio que se concede a los espectadores de los teatros italianos, que consiste en transformar la sala de espectáculos en salones de recepción, los dos amigos dejaron su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa.

Apenas entraron en el palco, la condesa indicó a Franz que se situara en el sitio de honor.

Albert, a su vez, se sentó detrás.

—Y bien —dijo ella sin apenas dar tiempo a Franz a que se sentara—, parece que no ha tenido usted nada más urgente que hacer que ir a conocer al nuevo lord Ruthwen, y ahí les veo convertidos en los mejores amigos del mundo.

—Sin que estemos tan íntimamente unidos como usted dice, no puedo negar, señora condesa —respondió Franz—, que no hayamos abusado durante todo el día de la amabilidad del conde.

—¿Cómo que durante todo el día?

—A fe mía que esa es la palabra adecuada: por la mañana, aceptamos su almuerzo, durante toda la mascherata hemos recorrido el Corso en su coche y, finalmente, esta noche asistimos al espectáculo desde su palco.

—¿Así que le conocen?

—Sí y no.

—¿Cómo es eso?

—Es una larga historia.

—¿Y me la contará usted?

—Le daría demasiado miedo.

—Razón de más.

—Espere, al menos, a que esta historia tenga un desenlace.

—De acuerdo, a mí me gustan las historias completas. Mientras tanto, ¿cómo se pusieron ustedes en contacto? ¿Quién se lo presentó?

—Nadie; al contrario, fue él quien se presentó a nosotros.

—¿Cuándo fue eso?

—Ayer por la noche, cuando la dejé a usted.

—¿Y su intermediario?

—¡Oh! ¡Dios mío! Un intermediario de lo más prosaico, ¡nuestro hotelero!

—¿Entonces se aloja en el hotel de la plaza de España, como ustedes?

—No solamente en el mismo hotel, sino en la misma planta.

—¿Y cómo se llama? Pues sin duda sabrá usted su nombre.

—Perfectamente: conde de Montecristo.

—¿Pero qué clase de nombre es ese? No es un nombre de linaje.

—No, es el nombre de una isla que ha comprado.

—¿Y es conde?

—Conde toscano.

—En fin, nos lo tragaremos junto con lo demás —repuso la condesa, que pertenecía a una de las familias más antiguas de los alrededores de Venecia—; ¿y qué tal hombre es?

—Pregunte al vizconde de Morcerf.

—Ya oye, señor, que me remiten a usted —dijo la condesa.

—Sería difícil no encontrarle encantador, señora —respondió Albert—; una amistad de diez años no hubiera hecho más por nosotros de lo que ha hecho él, y todo eso con una gentileza, una delicadeza, una cortesía que indican que realmente es un hombre de mundo.

—Vamos —dijo la condesa riendo—, ya verán cómo mi vampiro no será más que algún nuevo rico que quiere hacerse perdonar sus millones, y que habrá tomado la mirada de Lara para que no le confundan con el señor de Rothschild. Y a ella, ¿la han visto?

—¿Quién, ella? —preguntó Franz riendo.

—La hermosa griega de ayer.

—No. Creo que oímos el sonido de su guzla, pero ella quedó perfectamente invisible.

—Es decir, cuando usted dice invisible, mi querido Franz —dijo Albert—, es sencillamente para crear misterio. ¿De quién creyó que era entonces el disfraz de dominó azul que estaba en la ventana del damasco blanco?

—¿Y dónde estaba esa ventana con la colgadura de damasco blanco? —preguntó la condesa.

—En el palacio Ruspoli.

—¿Es que el conde tenía tres ventanas en el palacio Ruspoli?

—Sí. ¿Pasó usted por la calle del Corso?

—Sin duda.

—Pues bien, ¿observó usted dos ventanas con colgaduras de damasco amarilllo y una de damasco blanco con una cruz roja? Esas tres ventanas eran del conde.

—¡Ah, vaya! ¡Pero ese hombre es un nabab! ¿Sabe lo que cuestan tres ventanas como esas los ocho días de carnaval y en el palacio Ruspoli, es decir, en la mejor situación del Corso?

—Doscientos o trescientos escudos romanos.

—Diga mejor dos mil o tres mil.

—¡Ah, diablos!

—¿Y es su isla la que le proporciona esa hermosa renta?

—¿Su isla? Su isla no da ni un bayoco[2].

—Entonces, ¿por qué la ha comprado?

—Por capricho

—¿Así que es un original?

—El hecho es —dijo Albert—, que me ha parecido bastante excéntrico. Si viviera en París, si frecuentara nuestros espectáculos, yo le diría, querido, que, o es un mal bromista que tiene sus poses, o que es un pobre diablo a quien le ha perdido la literatura; de verdad, esta mañana ha tenido dos o tres salidas dignas de Didier o de Anthony[3].

En ese momento entró una visita y, según las reglas al uso, Franz cedió el sitio al recién llegado, circunstancia que acarreó no sólo el desplazamiento, sino también el cambio de tema de conversación.

Una hora después, los dos amigos volvían al hotel. Maese Pastrini se había ocupado ya de los disfraces del día siguiente, y les prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad.

En efecto, al día siguiente a las nueve, maese Pastrini entraba en la habitación de Franz acompañado de un sastre cargado con ocho o diez trajes de campesino romano. Los dos amigos escogieron dos iguales, que eran más o menos de sus tallas, y encargaron al hotelero que les hiciera coser una veintena de metros de cintas en cada uno de los sombreros, y que les agenciara dos bonitos echarpes de seda con bandas transversales y de vivos colores, iguales a los que los hombres del campo acostumbran a ponerse en la cintura.

Albert estaba impaciente por ver cómo le quedaría su nuevo traje: se trataba de una chaqueta y un pantalón de terciopelo azul, medias con adornos bordados, zapatos de hebillas y un chaleco de seda. Por lo demás, Albert no podía más que salir ganando con ese traje pintoresco; y cuando el echarpe hubo apretado su elegante talle, cuando el sombrero, ligeramente ladeado, dejó caer sobre el hombro montones de cintas, Franz se vio forzado a confesar que el traje, a menudo, tiene mucho que ver con la superioridad física que acordamos a ciertos pueblos. Los turcos, tan pintorescos antaño con sus anchos vestidos de vivos colores, ¿no resultan ahora más odiosos con sus levitas azules abotonadas y sus gorros griegos con los que parecen botellas de vino de tapón rojo?

Franz felicitó a Albert que, por lo demás, de pie delante del espejo, sonreía con un aire de satisfacción que no tenía nada de equívoco.

En estas estaban cuando entró el conde de Montecristo.

—Señores —les dijo—, como por muy agradable que sea un compañero de ocio, la libertad es más agradable aún, vengo a decirles que para hoy y para los días siguientes, dejo a su disposición el coche que utilizaron ayer. Nuestro anfitrión debió decirles que tengo tres o cuatro coches alquilados en su establecimiento; no dejen de usarlo, ya sea por placer o para otros asuntos. Nuestros encuentros, si tenemos algo que decirnos, serán en el palacio Ruspoli.

Los jóvenes quisieron poner alguna objeción, pero realmente no tenían ninguna buena razón para rechazar su oferta, que, por lo demás, les resultaba muy agradable. Acabaron, pues, por aceptar.

El conde de Montecristo se quedó un cuarto de hora más con ellos, hablando de todo con una extrema facilidad. El conde, como se ha podido observar, estaba muy al corriente de la literatura de todos los países. Una ojeada a las paredes de su salón había demostrado a Franz y a Albert que era amante de los cuadros. Algunas palabras sin pretensiones, que dejó caer de paso, eran la prueba de que las ciencias no le eran ajenas: sobre todo, parecía que se había ocupado en particular de la química.

Los dos amigos no pretendían devolver al conde el almuerzo que él les había dado; hubiera sido una broma de mal gusto ofrecerle, a cambio de su excelente mesa, la ordinaria y muy mediocre de maese Pastrini. Se lo dijeron con franqueza, y él recibió sus disculpas como hombre que apreciaba la delicadeza de los muchachos.

Albert estaba encantado de las maneras del conde, y sólo su ciencia le impedía reconocerlo como un verdadero gentilhombre. La libertad de disponer enteramente del coche le colmaba de alegría: tenía sus intenciones en relación a las gentiles campesinas; y como ellas habían aparecido la víspera en un coche muy elegante, no le desagradaba continuar apareciendo, sobre este punto, en pie de igualdad.

Los jóvenes bajaron a la una y media; el cochero y los lacayos habían tenido la idea de ponerse sus trajes de librea sobre las pieles de oso, lo que les daba un aspecto aún más grotesco que la víspera, y lo que les valió todas las felicitaciones de Franz y de Albert.

Albert llevaba, sentimentalmente, su ramo de violetas marchitas en el ojal.

Al primer tañido de la campana, partieron y se precipitaron hacia la calle del Corso por la Via Vittoria.

En la segunda vuelta, un ramito de violetas frescas, que partió desde una calesa llena de payasitas y que vino a caer en la calesa del conde, indicó a Albert que, como su amigo y él, las campesinas de la víspera habían cambiado de disfraz, y que, fuera por azar, o por un sentimiento igual al suyo, mientras que ellos habían adoptado galantemente el disfraz de las chicas, ellas, por su parte, habían adoptado el de ellos.

Albert se colocó el ramillete fresco en el lugar del otro, pero conservó el ramillete marchito en la mano; y cuando las calesas se cruzaron de nuevo, se lo llevó amorosamente a los labios; acción que pareció regocijar mucho, no sólo a la que había lanzado el ramo, sino también a sus alocadas acompañantes.

La jornada resultó no menos animada que la víspera; es incluso probable que un observador profundo hubiera reconocido un aumento del bullicio y de la alegría. Por un instante se vio al conde en la ventana, pero cuando el coche volvió a pasar, había desaparecido.

Ni que decir tiene que el intercambio de coqueterías entre Albert y la payasita de las violetas duró todo el día.

Por la noche, al volver al hotel, Franz se encontró con una carta de la embajada; le anunciaban que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad. En cada viaje precedente que había hecho a Roma, había solicitado y obtenido el mismo favor; y tanto por religión como por agradecimiento, no había querido parar en la capital del mundo cristiano sin presentar sus respetos a los pies de uno de los sucesores de San Pedro, que da el raro ejemplo de todas las virtudes.

No se trataba, pues, para él, aquel día, de pensar en el carnaval; pues, a pesar de la bondad con la que rodea su grandeza, es siempre con un respeto lleno de profunda emoción como uno se dispone a inclinarse ante este noble y santo anciano que se llama Gregorio XVI.

Al salir del Vaticano, Franz se volvió derecho al hotel, evitando pasar por la calle del Corso. Llevaba consigo un tesoro de piadosos pensamientos, por lo que el contacto de las locas algaradas de la mascherata hubiera sido una profanación.

A las cinco y diez llegó Albert. Estaba en el colmo de su alegría; la payasita se había vuelto a poner su vestido de campesina y, al cruzarse con la calesa de Albert, se había levantado la máscara.

Era encantadora.

Franz felicitó a Albert muy sinceramente; y él recibió estos parabienes como alguien que sabe que los merece. Había reconocido —decía— por ciertos signos de elegancia inimitable, que su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.

Estaba decidido a escribirle al día siguiente.

Franz, al recibir esa confidencia, observó que Albert parecía tener algo que pedirle, y que, sin embargo, dudaba en hacerlo. Franz insistió, diciéndole por adelantado que estaba dispuesto a hacer, en provecho de su felicidad, todos los sacrificios que estuvieran en su poder. Albert se hizo rogar justo el tiempo que exigía la amistosa cortesía; después, finalmente, confesó a Franz que le haría un gran servicio si le dejaba la calesa para él solo, al día siguiente.

Albert atribuía la extremada amabilidad que había tenido la bella campesina de quitarse la máscara a la ausencia de su amigo.

Se comprende que Franz no era tan egoísta como para cortar a Albert en medio de una aventura que prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan halagadora para su amor propio. Conocía suficientemente la perfecta indiscreción de su digno amigo como para estar seguro de que le mantendría al corriente de los más mínimos detalles de su aventura; y como desde hacía dos o tres años que recorría Italia en todas las direcciones, y no había tenido nunca la suerte de esbozar semejante intriga por su cuenta, Franz se alegraba de saber cómo ocurrían las cosas en casos así.

Prometió, pues, a Albert que al día siguiente se contentaría con mirar el espectáculo desde las ventanas del palacio Ruspoli.

En efecto, al día siguiente vio pasar y volver a pasar a Albert. Llevaba un enorme ramo que sin duda había sido el encargado de llevar su epístola amorosa. Esa probabilidad se cambió en certeza cuando Franz volvió a ver el mismo ramo, que reconoció porque llevaba un círculo de camelias blancas, en las manos de la encantadora payasita vestida de satén rosa.

Así que por la noche, ya no fue alegría, fue delirio. Albert no dudaba de que la bella desconocida le respondiese por la misma vía. Franz se adelantó a sus deseos diciéndole que todo ese jaleo le cansaba y que había decidido emplear el día repasando su álbum y tomando notas.

Por lo demás, Albert no se había equivocado en sus previsiones: al día siguiente por la noche, Franz le vio entrar de un salto en la habitación, enarbolando maquinalmente un trozo de papel que sujetaba por un extremo.

—Y bien —dijo—, ¿me equivocaba?

—¿Ha contestado? —exclamó Franz.

—Lea.

Esa palabra fue pronunciada con una entonación imposible de imitar. Franz cogió el billetito y leyó:

El martes por la tarde, a las siete, baje del coche frente a la Via dei Pontefici, y siga a la campesina romana que le cogerá su moccoletto. Cuando llegue al primer escalón de la iglesia de San-Giacomo, tenga el cuidado, para que ella pueda reconocerle, de atar una cinta rosa sobre el hombro de su traje de payaso.

De ahora hasta entonces, usted no me volverá a ver.

Constancia y discreción.

—Y bien —dijo a Franz cuando este terminó la lectura—; ¿qué piensa de esto, querido amigo?

—Pues pienso —respondió Franz— que la cosa toma todo el cariz de una aventura muy agradable.

—Eso es lo que yo pienso, también —dijo Albert—, y mucho me temo que va a tener que ir usted solo al baile del duque de Bracciano.

Franz y Albert habían recibido esa misma mañana una invitación del célebre banquero romano.

—Cuidado, mi querido Albert —dijo Franz—, toda la aristocracia estará en casa del duque; y si su bella desconocida es realmente de la aristocracia, no podrá dejar de ir.

—Que vaya o no, yo mantengo mi opinión sobre ella —continuó Albert—, ¿ha leído usted la nota?

—Sí.

—¿Usted sabe la pobre educación que reciben en Italia las mujeres del mezzo cito?

Así se llama a la burguesía.

—Sí —respondió otra vez Franz.

—Y bien, vuelva a leer el billete, examine la escritura y encuéntreme una falta o de lengua o de ortografía.

En efecto, la escritura era encantadora y la ortografía irreprochable.

—Está usted predestinado, Albert —dijo Franz devolviéndole por segunda vez la carta.

—Sí, ríase lo que quiera, bromee todo lo que le plazca —repuso Albert—: estoy enamorado.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Me espanta! —exclamó Franz—. Veo que no solamente iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que además podría muy bien tener que volver solo a Florencia.

—Lo cierto es que si mi desconocida es tan digna de amor como hermosa, le declaro que me asiento en Roma por seis semanas al menos. Adoro Roma, y además siempre he tenido un marcado gusto por la arqueología.

—Vamos, un encuentro o dos como ese, y no desespero de verle miembro de la Academia de las Inscripciones y de las Bellas-Letras.

Sin duda Albert iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico, pero vinieron a anunciar a los dos amigos que la mesa estaba servida. Ahora bien, el amor en Albert no era nada contrario al apetito. Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, bajo el riesgo de retomar la discusión después de cenar.

Tras la cena, anunciaron al conde de Montecristo. Hacía dos días que no le veían. Un asunto, había dicho maese Pastrini, le había llamado a Civita-Vecchia. Se había marchado la víspera por la tarde, y se encontraba de vuelta desde hacía apenas una hora.

El conde estuvo encantador; sea porque estaba observando, sea porque la ocasión no despertaba en él las fibras acrimoniosas, reveladas en ciertas circunstancias dos o tres veces a través de sus amargas palabras, estuvo poco más o menos como todo el mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma. El conde no podía tener dudas de que el joven viajero le hubiese reconocido; y sin embargo, ni una sola palabra desde el nuevo encuentro parecía indicar en su boca que recordase haberle visto antes. Por su parte, por muchas ganas que tuviera Franz de hacer alusión a su primer encuentro, el temor a ser desagradable a un hombre que le había colmado de atenciones, a él y a su amigo, le retenía. Continuó, pues, manteniendo la misma reserva que él.

El conde se había enterado de que los dos amigos habían querido coger un palco en el teatro Argentina, y que les habían dicho que todos estaban completos.

En consecuencia les traía la llave del suyo; al menos ese era el motivo de su visita.

Franz y Albert hicieron algunas objeciones, alegando que temían privarle a él del palco; pero el conde les respondió que puesto que él iba aquella noche al teatro Palli, su palco del teatro Argentina quedaría vacío si ellos no lo aprovechaban.

Esto determinó a los jóvenes a aceptar.

Franz casi se había habituado a la palidez del conde que tanto le llamó la atención la primera vez que lo vio. No podía evitar hacer justicia a la belleza de su rostro severo, cuya palidez era el único defecto, o quizá la principal cualidad. Verdadero héroe de Byron, Franz no podía, no diríamos verle, sino solamente pensar en él sin que se le representase ese rostro sombrío sobre los hombros de Manfredo o bajo el tocado de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la presencia incesante de un pensamiento amargo; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de las almas; tenía esos labios altivos y burlones que dan a las palabras que de ellos se escapan ese carácter particular que hace que se graben profundamente en la memoria de quienes las escuchan.

El conde ya no era joven; tenía al menos cuarenta años, y sin embargo, se comprendía de maravilla que estaba hecho para prevalecer sobre los jóvenes con los que se encontraba. En realidad, es que, como última semejanza con los héroes de la fantasía del poeta inglés, el conde parecía tener el don de la fascinación.

Albert no se cansaba de hablar sobre la dicha que él y Franz habían tenido de encontrar a un hombre así. Franz era menos entusiasta, y sin embargo sufría la influencia que ejerce todo hombre superior sobre el espíritu de los que le rodean.

Pensaba en ese proyecto de ir a París que el conde había manifestado ya dos o tres veces, y no dudaba de que, con ese carácter excéntrico, ese rostro característico y esa colosal fortuna, el conde produciría el mayor efecto.

Y sin embargo, no le gustaría estar allí cuando el conde llegase.

La velada transcurrió como transcurren de ordinario las veladas de teatro en Italia, no escuchando a los cantantes, sino haciendo visitas y charlando. La condesa G… quería llevar la conversación hacia el conde, pero Franz le anunció que tenía algo más novedoso que contarle, y, a pesar de las demostraciones de falsa modestia a las que se entregó Albert, Franz relató a la condesa el gran acontecimiento que desde hacía tres días era objeto de la preocupación de los dos amigos.

Como estas intrigas no son raras en Italia, o al menos es lo que se hace creer a los viajeros, la condesa no fue en absoluto incrédula, y felicitó a Albert por los comienzos de una aventura que prometía terminar de una manera tan satisfactoria.

Se despidieron prometiendo volverse a ver en el baile del duque de Bracciano, al que estaba invitada toda Roma.

La dama del ramillete mantuvo su promesa: ni al día siguiente, ni al siguiente, dio señales de vida a Albert.

Por fin llegó el martes, el último y más ruidoso de los días de carnaval. El martes de carnaval los teatros abren a las diez de la mañana, pues pasadas las ocho de la tarde se entra en la cuaresma. El martes, todo aquel que por falta de tiempo, de dinero o de entusiasmo aún no ha tomado parte en las fiestas precedentes, se inmiscuye en la bacanal, se deja arrastrar por la orgía, y aporta su cuota de ruido y de bullicio al bullicio y al ruido general.

Desde las dos hasta las cinco, Franz y Albert participaron en las filas, intercambiando puñados de confeti con los coches de la fila opuesta y los peatones que circulaban entre los pies de los caballos, entre las ruedas de las carrozas, sin que sobreviniera en medio de ese espantoso tropel ni un solo accidente, ni una sola disputa, ni una sola agarrada. Los italianos son el pueblo por excelencia en ese sentido. Las fiestas son para ellos verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad de este tipo que se viera turbada por uno solo de esos sucesos que sirven siempre de corolario a las nuestras en Francia.

Albert tenía un gran éxito con su disfraz de payaso. Llevaba sobre el hombro un lazo de cintas rosas cuyos extremos le llegaban hasta las corvas. Para no prestarse a confusión alguna entre él y Franz, este seguía llevando su disfraz de campesino romano.

Cuanto más avanzaba el día, más aumentaba el tumulto; en cada calle, en cada coche, en cada ventana, no quedaba ni una sola boca cerrada, ni un solo brazo que quedase ocioso; era verdaderamente una tempestad humana compuesta de truenos de gritos, de granizadas de peladillas, ramilletes, huevos de harina, naranjas y flores.

A las tres, las salvas de morterete, disparadas a la vez en la plaza del Popolo y en el palacio de Venecia, atravesando con gran esfuerzo ese horrible tumulto, anunciaban que las carreras iban a comenzar.

Las carreras, como los moccoli, son uno de los episodios particulares de los últimos días de carnaval. Al ruido de las salvas, los coches rompieron de inmediato sus filas y se refugiaron en la calle transversal más próxima al lugar en el que se encontraban.

Todas esas evoluciones se llevaron a cabo, por lo demás, con una inconcebible destreza y una maravillosa rapidez, y ello sin que la policía se preocupara lo más mínimo de asignar a cada uno un puesto o de trazar para cada uno una ruta.

Los peatones se pegaron a los muros del palacio, después se oyó un enorme ruido de caballos y de vainas de sables.

Una escuadra de carabineros de quince en fondo recorría al galope y en toda su anchura la calle del Corso, que iba barriendo para hacer sitio a los barberi. Cuando la escuadra llegó al palacio de Venecia, el eco de otra batería de salvas anunció que la calle quedaba libre.

Casi enseguida, en medio de un clamor inmenso, universal, inaudito, se vio pasar como sombras a siete u ocho caballos bereber, los llamados barberi, espoleados por el clamor de trescientas mil personas y por las láminas numeradas que, como excrecencias de hierro, les rebotaban sobre el lomo; después, el cañón del castillo Sant’Angelo lanzó tres cañonazos: era para anunciar que el número tres había ganado.

Al pronto, sin otra señal que esa, los coches se pusieron de nuevo en movimiento, refluyendo hacia el Corso, desembocando por todas las calles como torrentes que, retenidos un instante, se lanzaran todos juntos al lecho del río que alimentan con sus aguas, y la oleada inmensa, más rápida que nunca, volvió a retomar su curso entre las dos orillas de granito.

Sólo que un nuevo elemento de ruido y bullicio se había mezclado al gentío: los vendedores de moccoli acababan de entrar en escena.

Los moccoli o moccoletti son velas que varían de grosor, desde el cirio pascual a la torcida de cera o cerilla larga, que despiertan entre los actores de la gran escena con la que concluye el carnaval romano dos preocupaciones opuestas:

1.ª La de conservar encendido su moccoletto.

2.ª La de intentar apagar el moccoletto de los demás.

Ocurre con el moccoletto como con la vida: el hombre no ha encontrado más que un medio de trasmitirla, y ese medio le viene de Dios.

Pero ha encontrado mil maneras de quitarla; es cierto que para esa operación suprema, el diablo le ha venido un poco en ayuda.

El moccoletto se enciende al acercarlo a una llama cualquiera.

¿Pero quién puede describir las mil maneras inventadas para apagarlo; los soplos gigantescos, los apagavelas monstruosos, los abanicos sobrehumanos?

Todo el mundo se apresuró, pues, a comprar moccoletti; Franz y Albert como los demás.

La noche caía rápidamente, y ya, al grito de: «Moccoli!», repetido por las estridentes voces de un millar de vendedores, dos o tres estrellas comenzaron a brillar por encima del gentío.

Fue como una señal.

Al cabo de diez minutos, cincuenta mil luces brillaron bajando del palacio de Venecia a la plaza del Popolo, y subiendo de la plaza del Popolo al palacio de Venecia.

Se diría que era la fiesta de los fuegos fatuos.

Uno no puede hacerse una idea del espectáculo, si no lo ha visto.

Imaginemos a todas las estrellas desprendiéndose del cielo y viniendo a la tierra en una alocada danza.

Y todo ello acompañado de gritos como jamás oído humano haya escuchado sobre el resto de la superficie del globo.

Es sobre todo en ese momento cuando ya no hay distinciones sociales. El facchino se une al príncipe, el príncipe al trastevere, el trastevere al burgués; unos y otros, soplando, apagando, encendiendo. Si el viejo Eolo apareciera en ese momento, sería proclamado rey de los moccoli, y Aquilón, presunto heredero de la corona.

Esa carrera alocada y llameante duró dos horas poco más o menos; la calle del Corso estaba iluminada como en pleno día, se distinguían los rostros de los espectadores hasta los del tercer y cuarto piso.

Cada cinco minutos Albert sacaba el reloj; finalmente, el reloj marcó las siete.

Los dos amigos se encontraban justamente a la altura de la Via dei Pontefici; Albert se apeó de un salto de la calesa con su moccoletto en la mano.

Dos o tres máscaras quisieron acercársele para apagárselo o arrebatárselo, pero, como hábil boxeador, Albert las envió rodando a unas y a otras a diez pasos de él, mientras continuaba su carrera hacia la iglesia de San-Giacomo.

Las gradas estaban llenas de curiosos y de enmascarados que peleaban por quitase la vela de las manos. Franz seguía con la mirada a Albert y le vio poner el pie sobre el primer escalón; después, casi enseguida, una máscara que llevaba el tan conocido disfraz de la campesina del ramillete alargó el brazo y, sin que esta vez Albert opusiera resistencia alguna, le llevó el moccoletto.

Franz estaba demasiado lejos para oír las palabras que intercambiaron, pero sin duda no tenían nada de hostiles, pues vio que Albert y la campesina se alejaban cogidos del brazo.

Les siguió por algún tiempo en medio de la gente, pero, en la Via Macello, les perdió de vista.

De repente, el sonido de la campana que da la señal del cierre del carnaval resonó en el aire, y al mismo tiempo todos los moccoli se apagaron como por ensalmo. Uno diría que una única e inmensa bocanada de aire los había apagado todos.

Franz se vio en la oscuridad más profunda.

A la vez, todos los gritos cesaron, como si el potente soplo que se había llevado las luces se hubiera llevado al mismo tiempo el ruido.

Sólo se oyó el rodar de las carrozas que llevaban a las máscaras cada una a su casa; sólo se vieron las escasas luces que brillaban detrás de las ventanas.

El carnaval había terminado.