Capítulo LXII
Los fantasmas
A primera vista, y examinada desde fuera, la casa de Auteuil no tenía nada de esplendorosa, nada de lo que se podía esperar de una vivienda destinada a la magnificencia del conde de Montecristo; pero esa simplicidad era la voluntad del dueño, que había ordenado positivamente que no fuera cambiado nada en su exterior. Para convencerse de esta idea, sólo era necesario considerar el interior. En efecto, apenas se abría la puerta, el espectáculo cambiaba.
El señor Bertuccio se había superado a sí mismo en el gusto de los arreglos y en la rapidez de su ejecución; como antaño el duque de Antin consiguió abatir en una noche una avenida de árboles que le tapaban la vista a Luis XIV, así en tres días el señor Bertuccio había hecho plantar un patio absolutamente desnudo, con hermosos álamos y sicomoros traídos con sus bloques enormes de raíces, que daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de los adoquines medio tapados por la hierba, se extendía un césped, cuyas placas habían sido colocadas la misma mañana y que formaban una vasta alfombra en la que perlaba aún el agua con la que había sido regada.
Por lo demás, las órdenes venían del conde; él mismo había remitido a Bertuccio un plano en el que estaban indicados el número de árboles y el lugar en el que debían plantarse, la forma y el espacio del césped que debía suplir a los adoquines.
Vista así, la casa se había hecho irreconocible, e incluso Bertuccio afirmaba que ya no la reconocía, encajada como estaba en su cuadro de verdor.
Al intendente no le hubiera molestado, mientras que estaba en ello, que el jardín sufriera algunas transformaciones, pero el conde le había prohibido expresamente tocar nada. Bertuccio se resarció llenando de flores las antecámaras, las escaleras y las chimeneas.
Lo que indicaba la extremada habilidad del intendente y la profunda sabiduría del amo, uno por servir, el otro por ser servido, es que esa casa, desierta desde hacía veinte años, tan sombría y tan triste aún la víspera, impregnada como estaba de ese triste olor, que podríamos llamar el olor del tiempo, había adquirido en un solo día, con la vuelta a la vida, los perfumes que prefería su dueño, y hasta su grado de luz favorito; y es que el conde, al llegar, tenía allí, al alcance de la mano, sus libros y sus armas; al alcance de la vista, sus cuadros preferidos; en las antecámaras, los perros a los que gustaba acariciar, los pájaros cuyos trinos le gustaba oír; y es que toda la casa, despertada de su largo sueño, como el palacio de La Bella durmiente, vivía, cantaba, se expandía, como esas casas que hemos amado tanto durante largo tiempo, y que por desgracia hemos abandonado, en las que dejamos involuntariamente una parte de nuestra alma.
Los criados iban y venían alegres en ese hermoso patio: unos, ocupados en las cocinas, y recorriendo, como si hubiesen vivido siempre en la casa, las escaleras restauradas la víspera; otros, ocupados en las cocheras, en las que los equipamientos, numerados y clasificados, parecían instalados desde hacía cuarenta años; y las cuadras, donde los caballos en los pesebres respondían relinchando a los palafreneros, que les hablaban con infinitamente mayor respeto que el que muchos criados emplean con sus señores.
La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, a cada lado de la pared, y contenía dos mil volúmenes más o menos; había todo un compartimento dedicado a la novela moderna, y hasta la última novela, que había salido la víspera, estaba ya colocada en su sitio, pavoneándose en su flamante encuadernación rojo y oro.
Al otro lado de la casa, haciendo juego con la biblioteca, estaba el invernadero, provisto de plantas raras abriéndose en anchos jarrones japoneses, y en medio del invernadero, maravilla a la vez para la vista y el olfato, una mesa de billar, que uno hubiera dicho recién abandonada por los jugadores, que habían dejado morir las bolas sobre el tapiz.
Una sola habitación había sido respetada por el magnífico Bertuccio. Por delante de esa habitación, situada en el ángulo izquierdo del primer piso, y a la que se podía acceder por la escalera principal, y de la que se podía salir por la escalera secreta, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio, con terror.
A las cinco en punto llegó el conde, seguido de Alí, ante la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esa llegada con una impaciencia mezclada de inquietud; esperaba algunos cumplidos, sin dejar de temer algún fruncimiento del ceño.
Montecristo bajó al patio recorrió toda la casa y dio una vuelta por el jardín, silencioso y sin mostrar el menor signo, ni de aprobación ni de descontento.
Solamente al entrar en su dormitorio, situado en el lado opuesto al de la habitación cerrada, extendió el brazo hacia el cajón de un pequeño mueble de palo de rosa, que ya había observado en la primera visita.
—Esto sólo puede servir para guardar guantes —dijo.
—En efecto, Excelencia —respondió Bertuccio encantado—, abra y encontrará los guantes.
En los demás muebles el conde encontró lo que esperaba encontrar en cada uno de ellos: frascos, cigarros, joyas.
—¡Bien! —dijo.
Y el señor Bertuccio se retiró encantado, tan grande, poderosa y real era la influencia de ese hombre sobre todo lo que le rodeaba.
A las seis en punto se oyó el pisoteo de un caballo delante de la puerta de entrada. Era nuestro capitán de espahís que llegaba montando a Medea.
Montecristo le esperaba en la escalinata con la sonrisa en los labios.
—Aquí estoy el primero, ¡estoy seguro! —le gritó Morrel—. Lo he hecho a propósito para tenerle un instante para mí solo, antes de que llegue todo el mundo. Julie y Emmanuel me encargan que le diga un montón de cosas. ¡Ah! Pero, ¡sabe que esto es magnífico! Dígame, conde, ¿sus palafreneros cuidarán bien de mi caballo?
—Tranquilo, mi querido Maximilien, saben lo que hacen.
—Es que necesita que le cepillen bien. ¡Si supiera usted qué tren traía! ¡Una verdadera tromba!
—¡Pestes! Ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! —dijo Montecristo en el tono con el que un padre hablaría a su hijo.
—¿Lo lamenta, haberlos perdido? —dijo Morrel con una franca sonrisa.
—¡Yo! ¡Dios me libre! —respondió el conde—. No. Sólo lamentaría que el caballo no fuera bueno.
—Es tan bueno, mi querido conde, que el señor de Château-Renaud, el hombre más entendido de Francia, y el señor Debray, que monta los árabes del Ministerio, corren tras de mí en este momento, y están un poco distanciados, como ve, aunque les pisan los talones los caballos de la baronesa Danglars, que van a un trote como para hacer tranquilamente sus seis leguas a la hora.
—¿Entonces, vienen detrás de usted? —preguntó Montecristo.
—Sí, mire, ahí están.
En efecto, en el mismo momento, un cupé con el tiro de caballos echando humo y dos caballos de silla sin aliento llegaron ante la verja de la casa que se abrió ante ellos. Enseguida, el cupé describió el círculo y vino a pararse ante la escalinata, seguida de los dos jinetes.
En un instante Debray se apeó y se dirigió a la portezuela del cupé. Ofreció la mano a la baronesa, que al apearse tuvo un gesto imperceptible para cualquier otro que no fuera Montecristo.
Pero el conde no se perdía nada, y en ese gesto vio relucir una pequeña nota en papel blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó, con una facilidad que indicaba la costumbre de esa maniobra, de la mano de la señora de Danglars a la del secretario del ministro.
Tras su mujer, bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su cupé.
La señora Danglars echó una mirada por todo alrededor, mirada rápida e escrutadora que sólo Montecristo pudo comprender, y en la que abarcó todo el patio, el peristilo y la fachada de la casa; después, reprimiendo una ligera emoción, que ciertamente se hubiera traducido en su rostro si a su rostro se le hubiera permitido palidecer, subió la escalinata diciendo a Morrel:
—Señor, si fuera usted uno de mis amigos, le preguntaría si su caballo está en venta.
Morrel gesticuló una sonrisa que parecía más una mueca y se volvió hacia Montecristo, como para rogarle que le sacara del apuro en el que se encontraba.
El conde lo comprendió.
—¡Ah! Señora —respondió—, ¿por qué no me dirige a mí esa pregunta?
—Con usted, señor —dijo la baronesa—, uno no tiene derecho a desear nada, pues está seguro de conseguirlo. Por eso se lo pregunto al señor Morrel.
—Desgraciadamente —repuso el conde—, soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, su honor está comprometido en quedarse con él.
—¿Cómo es eso?
—Ha apostado domar a Medea en seis meses. Comprende usted ahora, baronesa, que si se deshiciera del caballo antes del término fijado por la apuesta, no solamente lo perdería, sino que se diría que tuvo miedo; y un capitán de espahís, aunque fuera por el capricho de una hermosa dama, lo que es, a mi entender, una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que se hable así de él.
—Ya lo ve, señora… —dijo Morrel, dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.
—Me parece, además —dijo Danglars en un tono desabrido, mal disimulado con su sonrisa espesa—, que usted tiene ya suficientes caballos como ese.
No era costumbre de la señora Danglars dejar pasar tales ataques sin replicar y, sin embargo, para gran asombro de los jóvenes, hizo como que no había oído y no respondió nada.
Montecristo sonreía por ese silencio que denunciaba una humildad desacostumbrada, a la vez que mostraba a la baronesa dos inmensos recipientes de porcelana de China, sobre los que serpenteaban vegetaciones marinas de un grosor y un trabajo tales que sólo la naturaleza podría disponer de esa riqueza, de esa energía y de ese espíritu.
La baronesa estaba maravillada.
—¡Eh! Pero si podría plantar dentro un castaño de las Tullerías! —dijo—. ¿Cómo es que han podido cocer recipientes tan enormes?
—¡Ah! Señora —dijo Montecristo—, no debemos preguntarnos eso a nosotros, que sólo sabemos hacer estatuillas o cristal fino; esto es un trabajo de otras épocas, una especie de obra de genios de la tierra y del mar.
—¿Cómo es eso? ¿De qué época pueden ser?
—No lo sé; solamente he oído decir que un emperador de China hizo construir un horno a propósito; que en ese horno, uno tras otro, se habían cocido doce recipientes como estos. Dos se rompieron por el ardor del fuego; bajaron los otros diez a trescientas brazas al fondo del mar. El mar, que sabía lo que se esperaba de él, echó sobre ellos sus lianas, retorció sus corales, incrustó sus conchas; todo ello se cimentó en doscientos años bajo profundidades inauditas, pues una revolución se llevó al emperador que hizo esa prueba y sólo quedó el acta que constataba la cocción de los jarrones y el haberlos bajado al fondo del mar. Al cabo de doscientos años encontraron dicha acta, y pensaron en sacar los jarrones. Nadadores expertos, en máquinas que prepararon a tal efecto, buscaron en la bahía donde los habían depositado; pero, de los diez, sólo encontraron tres, los otros se habían dispersado y roto bajo el efecto de las olas. Me gustan estos jarrones, en cuyo fondo me figuro a veces que monstruos informes, espantosos, misteriosos, como los que solamente pueden ver los que se adentran en el mar, fijaron con asombro su mirada mate y fría, y en los que habrán dormido miríadas de peces que se refugiaban en ellos para huir de la persecución de sus enemigos.
Mientras tanto, Danglars, poco amante de las curiosidades, arrancaba maquinalmente, una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; cuando terminó con el naranjo, la emprendió con el cactus, pero entonces el cactus, de carácter menos fácil que el naranjo, le picó extremadamente.
Entonces se sobresaltó y se frotó los ojos, como si saliese de un sueño.
—Señor —le dijo Montecristo sonriendo—, a usted, que es amante de los cuadros y que tiene tan magníficas cosas, no le recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tiene dos Hobbema, un Paul Potter, un Miréis, dos Gérard Dow, un Rafael, un Van Dyck, un Zurbarán y dos o tres Murillo, que son dignos de que se los muestre.
—¡Vaya! —dijo Debray—. He ahí un Hobbema que reconozco.
—¡Ah! ¿De verdad?
—Sí, nos lo propusieron al Museo.
—Que no tiene ninguno, creo —aventuró Montecristo.
—No, y que, sin embargo, se negó a comprarlo.
—¿Por qué? —preguntó Château-Renaud.
—Es usted un encanto; pues porque el Gobierno no es lo bastante rico.
—¡Ah! ¡Perdón! —dijo Château-Renaud—. Sin embargo oigo decir cosas así todos los días, desde hace ocho años, y todavía no puedo acostumbrarme.
—Todo se andará —dijo Debray.
—No lo creo —respondió Château-Renaud.
—¡El mayor Bartolomeo Cavalcanti! ¡El señor vizconde Andrea Cavalcanti! —anunció Baptistin.
Un cuello de satén negro, recién salido de las manos del fabricante, una barba recién cortada, mostachos grises, mirada segura, un uniforme de mayor adornado con tres placas y cinco cruces, en suma, un atuendo irreprochable para un viejo soldado: así apareció el mayor Bartolomeo Cavalcanti, ese tierno padre que ya conocemos.
Junto a él, vestido con ropa totalmente nueva, avanzaba, con la sonrisa en los labios, el vizconde Andrea Cavalcanti, ese respetuoso hijo que también conocemos.
Los tres jóvenes charlaban aparte; sus miradas iban del padre al hijo y, muy naturalmente, se detuvieron más tiempo es este último, al que observaron detalladamente.
—¡Cavalcanti! —dijo Debray.
—Un nombre precioso —dijo Morrel—. ¡Peste!
—Sí —dijo Château-Renaud—, es cierto. Estos italianos se nombran bien, pero visten mal.
—Hay que ver qué difícil es usted, Château-Renaud —repuso Debray—; esos trajes son de un sastre excelente, y completamente nuevos.
—Eso es exactamente lo que les reprocho. Este señor tiene todo el aspecto de haberse vestido hoy por primera vez.
—¿Quiénes son estos señores? —preguntó Danglars al conde de Montecristo.
—Ya lo ha oído, los Cavalcanti.
—Eso sólo me dice su nombre, eso es todo.
—¡Ah! Es cierto; usted no está al corriente de nuestra nobleza italiana; quien dice Cavalcanti dice estirpe de príncipes.
—¿De gran fortuna? —preguntó el banquero.
—Fabulosa.
—¿Y qué hacen?
—Pues intentan comérsela, sin conseguirlo del todo. Además tienen créditos con usted, según me dijeron al venir a verme anteayer. Incluso les he invitado en interés de usted. Se los presentaré.
—Pero me parece que hablan un francés muy puro —dijo Danglars.
—El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en los alrededores, creo. Le verán entusiasmado.
—¿Con qué? —preguntó la baronesa.
—Con las francesas, señora. Quiere, a toda costa, encontrar mujer en París.
—¡Vaya una hermosa idea! —dijo Danglars encogiéndose de hombros.
La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado tormenta, pero, por segunda vez, guardó silencio.
—El barón parece muy taciturno hoy —dijo Montecristo a la señora de Danglars—; ¿es que acaso quieren nombrarle ministro?
—No, todavía no, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado en Bolsa, que habrá perdido y que no sabe con quién emprenderla.
—¡El señor y la señora de Villefort! —gritó Baptistin.
Las dos personas anunciadas entraron. El señor de Villefort, a pesar del control sobre sí mismo, estaba visiblemente afectado. Al dar la mano, Montecristo notó que le temblaba.
«Decididamente no hay como las mujeres para saber disimular», se dijo Montecristo a sí mismo, mirando a la señora de Danglars, que sonreía al fiscal del rey y que besaba a su mujer.
Después de los primeros cumplidos, el conde vio a Bertuccio que, ocupado hasta ese momento en el office, se deslizaba a un saloncito colindante al gran salón.
Montecristo fue hasta él.
—¿Qué quiere usted, señor Bertuccio? —le dijo.
—Su Excelencia no me ha dicho el número de comensales.
—¡Ah! Es cierto.
—¿Cuántos cubiertos?
—Cuente usted mismo.
—¿Ya ha llegado todo el mundo, Excelencia?
—Sí.
Bertuccio observó a través de la puerta entreabierta. Montecristo no le quitaba los ojos de encima.
—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó.
—¿Qué pasa? —preguntó el conde.
—¡Esa mujer…! ¡Esa mujer…!
—¿Quién?
—¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes…! ¡La rubia…!
—¿La señora Danglars?
—No sé cómo se llama. Pero es ella, señor, ¡es ella!
—¿Quién, ella?
—¡La mujer del jardín! ¡La que estaba encinta! ¡La que se paseaba esperando…! ¡Esperando…!
Bertuccio se quedaba con la boca abierta, pálido y con el pelo erizado.
—¿Esperando a quién?
Bertuccio, sin responder, señaló con el dedo a Villefort, más o menos con el mismo gesto con el que Macbeth señaló a Banco[1].
—¡Oh…! ¡Oh…! —acertó a murmurar—. ¿Lo ve?
—¿Qué? ¿A quién?
—A él.
—¡A él! ¿Al señor fiscal del rey, al señor de Villefort? Sin duda, claro que le veo.
—¿Pero, yo no lo había matado?
—¡Ah, vaya! Creo que se está usted volviendo loco, mi buen Bertuccio —dijo el conde.
—¿Pero, no está muerto?
—¡Pues no! No está muerto, ya lo ve; en lugar de apuñalarle entre la sexta y la séptima costilla del lado izquierdo, como es costumbre de sus compatriotas, le habrá usted apuñalado un poco más abajo o un poco más arriba; y esta gente de la Justicia tiene siete vidas como los gatos; o bien nada de lo que usted me contó es cierto, fue un sueño fruto de su imaginación, una alucinación de su mente. Se dormiría usted digiriendo mal su venganza y le habrá pesado en el estómago, habrá tenido una pesadilla, eso es todo. Veamos, recupere la calma, cuente: señor y señora de Villefort, dos; señor y señora Danglars, cuatro; los señores Château-Renaud, Debray y Morrel, siete; el mayor Cavalcanti, ocho.
—¡Ocho! —repitió Bertuccio.
—¡Espere, espere! ¡Pues vaya ganas que tiene usted de marcharse, qué diablos! Olvida a uno de los invitados. Mire un poco a la izquierda…, mire…, el señor Andrea Cavalcanti, ese joven de traje negro que contempla La Virgen de Murillo, y que ahora se da la vuelta.
Esta vez Bertuccio inició un grito que la mirada de Montecristo extinguió en sus labios.
—¡Benedetto! —murmuró por lo bajo—. ¡Fatalidad!
—Están dando las seis y media, señor Bertuccio —dijo severamente el conde—; es la hora que indiqué para sentarse a la mesa; ya sabe usted que no me gusta esperar.
Y Montecristo entró en el salón donde le esperaban sus invitados, mientras que Bertuccio volvía al comedor apoyándose en las paredes.
Cinco minutos después, las dos puertas del salón se abrieron.
Bertuccio apareció, haciendo un último y heroico esfuerzo, como Vatel en Chantilly[2]:
—El señor conde está servido —dijo.
Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.
—Señor de Villefort —dijo—, sea el caballero de la baronesa Danglars, se lo ruego.
Villefort obedeció, y pasaron al comedor.