Capítulo LXXX
La acusación
El señor d’Avrigny hizo que el magistrado, que parecía un segundo cadáver en esa habitación fúnebre, volviera en sí enseguida.
—¡Oh! ¡La muerte en mi casa! —exclamó Villefort.
—Diga, más bien, el crimen —respondió el doctor.
—¡Señor d’Avrigny! —exclamó Villefort—. No puedo expresarle todo lo que siento en este momento: espanto, dolor, locura.
—Sí —dijo d’Avrigny con una calma imponente—; pero creo que es hora de que actuemos; creo que es hora de que opongamos un dique a este torrente de muerte. En cuanto a mí, no me siento capaz de cargar durante más tiempo con secretos así, sin esperanza de que surja la venganza para la sociedad y para las víctimas.
Villefort paseaba una lúgubre mirada por toda la sala.
—¡En mi casa! —murmuró—. ¿En mi casa?
—Veamos, magistrado —dijo d’Avrigny—, sea un hombre; un intérprete de la ley, hónrese con una inmolación completa.
—Me hace usted temblar, doctor, ¡una inmolación!
—Esa palabra he dicho.
—¿Entonces, usted sospecha de alguien?
—Yo no sospecho de nadie; la muerte llama a su puerta, entra, y va, no ciega, sino inteligente como es, de habitación en habitación. Y bien, yo espío su huella, reconozco su paso; adopto la sabiduría de los antiguos: tanteo, pues mi amistad por su familia y mi respeto por usted son dos vendas aplicadas sobre mis ojos; y bien…
—¡Oh! Hable, hable, doctor; tendré valor.
—Y bien, señor, usted tiene en su casa, en el seno de su casa, en su familia tal vez, uno de esos espantosos fenómenos como los que se producen, a veces, uno en cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo en el mismo siglo y al mismo tiempo, son una excepción que prueba el furor de la Providencia en perder el Imperio romano, mancillado por tantos crímenes. Brunegilda y Fredegunda son el resultado del penoso trabajo de una civilización en su génesis, en la que el hombre aprendía a dominar el espíritu, aunque fuera por el enviado de las tinieblas. Y bien, todas esas mujeres habían sido, o lo eran aún, jóvenes y bellas. Se había visto florecer sobre sus frentes, o se veía aún florecer sobre sus frentes, esa misma flor de inocencia que se encuentra también en la frente de la culpable que está en esta casa.
Villefort dio un grito, juntó las manos, y miró al doctor con gesto suplicante.
Pero este continuaba sin piedad:
—Busca en el crimen a quién beneficia dice un axioma de jurisprudencia…
—¡Doctor! —exclamó Villefort—. ¡Ay, doctor! ¡Cuántas veces se ha equivocado la justicia de los hombres por esas funestas palabras! No sé, pero me parece que ese crimen…
—¡Ah! ¿Confiesa, al fin, que el crimen existe?
—Sí, lo reconozco. ¿Qué quiere usted? Tengo que hacerlo, pero, déjeme continuar. Me parece, digo, que ese crimen cae solamente sobre mí, y no sobre las víctimas. Sospecho que me caerá algún desastre bajo todos esos desastres extraños.
—¡Oh, hombre! —murmuró d’Avrigny—. El más egoísta de todos los animales, la criatura más personal de todas las criaturas, que siempre cree que la tierra gira, que el sol brilla, que la muerte siega solamente por él y para él; ¡hormiga maldiciendo a Dios desde lo alto de una brizna de hierba! Y los que han perdido la vida, ¿es que ellos no han perdido nada? El señor de Saint-Méran, la señora de Saint-Méran, el señor Noirtier…
—¿Cómo? ¡El señor Noirtier!
—¡Eh, sí! ¿Cree usted, por ejemplo, que era al desgraciado sirviente al que querían? No, no: como el Polonio de Shakespeare, ha muerto en lugar de otro. Era Noirtier quien debía beber la limonada; es Noirtier quien la bebió siguiendo el orden lógico de las cosas; el otro la bebió por accidente; y aunque sea Barrois quien esté muerto, era Noirtier quien debía morir.
—Pero, entonces, ¿cómo es que mi padre no ha sucumbido?
—Ya se lo dije, una tarde, en el jardín, después de la muerte de la señora de Saint-Méran: porque su cuerpo está acostumbrado a ese mismo veneno; porque la dosis, insignificante para él, era mortal para cualquier otro; porque, en fin, porque nadie sabe, ni siquiera el asesino, que desde hace un año trato con brucina la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora, y se lo ha confirmado la experiencia, que la brucina es un violento veneno.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuraba Villefort retorciéndose las manos.
—Siga un poco el camino del criminal; mata al señor de Saint-Méran.
—¡Oh, doctor!
—Yo lo juraría; lo que me han dicho de los síntomas concuerda demasiado bien con lo que han visto mis ojos.
Villefort dejó de luchar, y emitió un angustioso gemido.
—Mata al señor de Saint-Méran —repitió el doctor—, mata a la señora de Saint-Méran: doble herencia que recoger.
Villefort se enjugó el sudor que le caía por la frente.
—Escuche bien.
—¡Ay! —balbuceó Villefort—. No me pierdo ni una palabra, ni una sola palabra.
—El señor Noirtier —continuó con su implacable voz el señor d’Avrigny—, el señor Noirtier había testado antes contra usted, contra su familia, a favor de los pobres, en fin; el señor Noirtier se libra, puesto que ya nada se espera de él. Pero en cuanto acaba de destruir su primer testamento, en cuanto ha hecho el segundo, por temor quizás a que haga un tercero, va contra él. El testamento es de anteayer, creo; ya lo ve usted, el asesino no pierde el tiempo.
—¡Oh! ¡Piedad! Señor d’Avrigny.
—No hay piedad, señor; el médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplir con esta misión se remonta hasta los manantiales de la vida y desciende hasta las misteriosas tinieblas de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios, espantado sin duda, aparta su mirada del criminal, es el médico a quien le toca decir: ¡ahí está!
—¡Piedad para mi hija, señor! —murmuró Villefort.
—Ya ve que es usted quien la ha nombrado, usted, ¡su padre!
—¡Piedad para Valentine! Escuche, es imposible. ¡Preferiría acusarme yo mismo! ¡Valentine, un corazón de diamante, un lirio de inocencia!
—No hay piedad, señor fiscal; el crimen es flagrante: la señorita de Villefort embaló ella misma las medicinas que se enviaron al señor de Saint-Méran, y el señor de Saint-Méran murió.
»La señorita Valentine preparó las tisanas a la señora de Saint-Méran, y la señora de Saint-Méran murió.
»La señorita de Villefort cogió, de las manos de Barrois, a quien habían enviado a otro sitio, la jarra de limonada que el anciano se bebe normalmente a lo largo de la mañana, y el anciano escapó milagrosamente.
»¡La señorita de Villefort es la culpable! ¡Es la envenenadora! Señor fiscal, yo denuncio a la señorita de Villefort; cumpla con su deber.
—Doctor, ya no me resisto, no me defiendo, le creo; pero, por piedad, ¡salve mi vida, mi honor!
—Señor de Villefort —repuso el doctor con una fuerza creciente—, hay circunstancias en las que traspaso todos los límites de la simple prudencia humana. Si su hija hubiera cometido solamente un primer crimen, y la viese meditar un segundo crimen, le diría: adviértala, castíguela, que pase el resto de su vida en algún claustro, en algún convento, llorando y rezando. Si hubiera cometido ya ese segundo crimen, le diría: «mire, señor de Villefort, aquí tiene un veneno que no tiene antídoto conocido, presto como el pensamiento, raudo como el relámpago, mortal como el rayo; dele ese veneno encomendando su alma a Dios, y salve así su honor y su vida, pues es por usted por quien se interesa». ¡Y ya la veo acercarse a la cabecera de su cama con su sonrisa hipócrita y sus dulces exhortaciones! ¡Ay de usted, señor de Villefort, si usted no se da prisa en golpear el primero! Esto es lo que le diría si ella hubiera matado sólo a dos personas; pero ya ha visto tres agonías, ha contemplado a tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres; ¡al verdugo, la envenenadora! ¡Al verdugo! Usted habla de su honor, haga lo que le digo, ¡y es la inmortalidad la que le aguarda!
Villefort cayó de rodillas.
—Escuche —dijo—, yo no tengo esa fuerza que tiene usted o, más bien, esa fuerza que usted no tendría si, en lugar de mi hija Valentine, se tratara de su hija Madeleine.
El doctor palideció.
—Doctor, todo hombre hijo de mujer nace para sufrir y morir; doctor, yo sufriré y esperaré la muerte.
—Cuidado —dijo d’Avrigny—, será lenta… esa muerte; la verá acercarse después de golpear a su padre, a su mujer, a su hijo… tal vez.
Villefort, ahogándose, apretó el brazo del doctor.
—¡Escúcheme! —gritó—. Tenga compasión de mí, ayúdeme… No, mi hija no puede ser culpable… arrástrenos ante un tribunal, y seguiré diciendo: «No, mi hija no es culpable». No hay ningún crimen en mi casa…, no quiero, me oye, no quiero que haya ningún crimen en mi casa, pues cuando el crimen entra en algún sitio, es como la muerte: no viene nunca solo. Escuche, ¿a usted qué le importa que yo muera asesinado? ¿Es usted amigo mío? ¿Es usted humano? ¿Tiene usted un corazón…? No, ¡usted es médico…! Y bien, yo le digo: ¡No! ¡No arrastraré a mi hija para entregarla a las manos de un verdugo…! ¡Ah! ¡Esa es una idea que me devora, que me lleva, como un insensato, a arrancarme el corazón con mis propias uñas! ¡Y si usted se equivocara, doctor! ¡Si fuera otra persona, y no mi hija! Si un día yo viniera, pálido como un espectro, a decirle: ¡asesino! Tú mataste a mi hija…, mire, si eso sucediera, soy cristiano, señor d’Avrigny, pero a pesar de eso, ¡yo me mataría!
—Está bien —dijo el doctor, después de un instante de silencio—, aguardaré.
Villefort le miró, como dudando de sus palabras.
—Solamente que —continuó d’Avrigny, con una voz lenta y solemne—, solamente que si alguien de su casa cae enfermo, si usted mismo se siente atacado, no me llame, pues ya no volveré a venir. Acepto compartir con usted este terrible secreto, pero no quiero que la vergüenza y el remordimiento entren en mi casa, fructificando y creciendo en mi conciencia, como el crimen y la desgracia crecen y fructifican en su casa.
—¡Así que me abandona, doctor!
—Sí, pues no puedo seguirle más, me detengo al pie del cadalso. Llegará otra revelación que me traiga el final de esta terrible tragedia. Adiós.
—¡Doctor, se lo ruego!
—Todos los horrores que mancillan mi pensamiento hacen que su casa me resulte odiosa y mortal. ¡Adiós, señor!
—¡Una palabra más, sólo una palabra más, doctor! Usted se va, dejándome todo el horror de la situación, horror que usted ha hecho mayor por todo lo revelado. Pero, de la muerte instantánea, súbita, de este viejo sirviente, ¿qué vamos a decir?
—Tiene razón —dijo d’Avrigny—, acompáñeme.
El doctor salió el primero, seguido de Villefort; los criados, inquietos, estaban por los pasillos y por las escaleras por donde tenía que pasar el médico.
—Señor —dijo d’Avrigny a Villefort hablando en voz alta, de manera que todo el mundo pudiera oírle—, el pobre Barrois era demasiado sedentario desde hacía algunos años; él, a quien le gustaba tanto montar a caballo o viajar en coche por los cuatro rincones de Europa, con su señor, se ha matado en el servicio monótono alrededor de ese sillón. La sangre devino espesa. Estaba obeso, tenía el cuello grueso y corto, y le ha dado un ataque de apoplejía fulminante, de tal manera que, cuando me avisaron, ya era demasiado tarde.
—A propósito —añadió en voz baja—, ocúpese de tirar esa taza de violetas a las cenizas.
Y el doctor, sin dar la mano a Villefort, sin desdecirse ni un instante de lo dicho, salió escoltado por las lágrimas y los lamentos de toda la servidumbre de la casa.
Aquella misma tarde, todos los criados de Villefort, que se habían reunido en la cocina y que habían hablado largo y tendido entre ellos, vinieron a solicitar de la señora de Villefort el permiso para despedirse. Ninguna instancia, ninguna propuesta de aumento de salario pudo retenerles; a todo ello respondían: «Queremos irnos porque la muerte está en esta casa».
Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que se les hizo, testimoniando todo el pesar por dejar a tan buenos señores, y sobre todo a la señorita Valentine, tan buena, tan benevolente y tan dulce.
Villefort, ante esas palabras, miró a Valentine.
Estaba llorando.
¡Cosa extraña! A través de la emoción que le causaban esas lágrimas, miró también a la señora de Villefort, y le pareció que una sombría y fugitiva sonrisa pasaba por sus delgados labios, como esos meteoros que vemos deslizarse siniestros entre dos nubes, al fondo de un cielo tormentoso.