Capítulo 62

 

E

l primer documento del sobre negro era una orden ejecutiva de una sola frase que seguía manteniendo en vigor todas las órdenes dadas por Cozzano desde la plataforma inaugural.

La presidenta Richmond trasladó su cuartel general provisional a la sala de prensa del Senado, que era más fácil de proteger que la Rotonda y disponía de buenos equipos de comunicaciones. Ordenó una confirmación de todos los afectados por las órdenes de Cozzano sobre si las habían recibido, las comprendían y las obedecerían. Envió por fax un mensaje al centro de operaciones del séptimo piso del Departamento de Estado y les pidió que enviasen una copia a todos los países del mundo. El mensaje afirmaba que la violencia de ese día era un asunto puramente interno, que todo estaba en orden y que pronto se daría una explicación completa.

Hizo venir a los líderes del Senado y el Congreso. Un médico los examinó a los dos. El presidente del Congreso, que había sufrido una apoplejía en noviembre y se había rehabilitado en el Instituto Radhakrishnan en California, fue declarado incapacitado, el documento que así lo decía ya estaba redactado en el sobre negro; el oficial de más alto rango del partido mayoritario ocupó su puesto como presidente en funciones.

Envió mensajes a los presentadores de las cuatro cadenas solicitando su presencia en la Rotonda. Ellos y sus equipos fueron registrados con sumo cuidado y luego se les llevó a la sala de prensa del Senado, donde entrevistaron a la presidenta Richmond, que estaba flanqueada por el representante del Senado y el presidente del Congreso en funciones. Habían convocado al miembro de segundo nivel del Tribunal Supremo y ahora también estaba presente.

La emisión fue en directo en todas las cadenas a las 2:08 p.m. Eleanor comenzó realizando la primera declaración oficial de la muerte del presidente Cozzano.

Luego dijo:

—Ven ante ustedes los tres poderes del gobierno de Estados Unidos. Nuestro propósito es garantizarles la continuidad de las instituciones básicas de este gobierno y responder a las preguntas de estos periodistas, que esperamos reflejen las preocupaciones de la nación.

Una presentadora alzó la mano. Eleanor le hizo un gesto.

La presentadora dijo:

—Señora presidenta, ¿cómo se siente en este momento?

 

Cyrus Rutherford Ogle, esposado en la parte de atrás del camión GODS, no tuvo ni idea de lo que pasaba hasta las 2:30, momento en que las puertas se abrieron de golpe y quedó cegado por un rectángulo de pura luz blanca.

Enmarcado en el rectángulo blanco había un hombre vestido de traje negro. Detrás había varios hombres vestidos con cazadoras del FBI.

—Ogle —dijo el hombre del traje negro—. Le he estado buscando.

—¡Hola! ¿Quién es usted? —preguntó Ogle.

—Soy el nuevo fiscal general de Estados Unidos —dijo el hombre.

—He estado desconectado durante un tiempo —dijo Ogle como disculpa.

—Oh. Lo lamento. Me llamo Mel Meyer.

Ogle quedó profundamente mortificado. Por no mencionar que también estaba confuso.

—Pensaba que el presidente Cozzano iba a nombrar a...

—Cambio de planes. Cuando usted no estaba para mantener las cosas controladas en el momento crucial, tuvimos que improvisar un poco. Tuve que dar un paso al frente y llenar el vacío. Usted lo sabe todo sobre llenar vacíos, ¿no, señor Ogle?

—Bien, de algunos me he ocupado.

—Pero creo que le alegrarán los resultados —dijo Mel Meyer. Hizo un gesto con la mano a los agentes del FBI—. He ordenado al FBI que le arreste. Seguro que lo entiende.

Ogle no entendía nada.

—¿De qué se me acusa?

—De convertir al mejor amigo del fiscal general en un esclavo degradado —dijo Mel—. Y otro buen montón de cargos que he preparado prolijamente y que podremos discutir en su momento. La presidenta Richmond ha ordenado su detención durante unos días hasta que podamos ordenarlo todo.

—¿La presidenta Richmond?

Los agentes del FBI agarraron los brazos de Ogle y le sacaron de la silla donde llevaba dos horas sentado. Los pies casi le resbalaron en el suelo cubierto de sangre; le agarraron los brazos con fuerza y le sacaron por la puerta y escalones abajo. Un helicóptero del FBI esperaba en el parque Taft.

—Espero que no vaya a usar el poder de su puesto para una venganza personal —dijo Ogle, gritando por encima del hombro mientras los agentes le llevaban al otro lado de Louisiana Avenue.

—Oh, al contrario —dijo Meyer—. Me he tomado la molestia de buscarle una celda que creo que le gustará.

—No irá a ponerme con traficantes de crack, ¿verdad?

—Claro que no —dijo Mel—. Estará con gente como usted.

—Le agradezco la cortesía —dijo Ogle.

Le subieron al helicóptero, le ataron al asiento y se elevaron, cortando hacia Constitution con un ángulo bajo. Ogle veía por su ventanilla una vista espectacular de la bóveda del Capitolio.

Había estado muy cerca. Y ahora, de una forma que nadie se había molestado en explicarle, había perdido.

No había problema. Ahora estaba unido a la Red. La Red le necesitaba. Mientras fuese así, nunca tendría que preocuparse de nada.

El helicóptero se dirigió al sur, atravesando la autopista del sudeste y luego pasando sobre el fuerte McNair, en la zona donde el Potomac y el Anacostia se unían. Fueron por el centro del Potomac hasta encontrarse al sur del Aeropuerto Nacional, luego se inclinaron para dar un suave giro a la derecha y se dirigieron en dirección sudsudeste, pasando cerca de la torre del Masonic Memorial en Alexandria.

—¿Adonde vamos? —preguntó dos veces. Pero los agentes del FBI no le oían o fingían no oírle.

Volaron durante varios kilómetros sobre la extensión suburbana del norte de Virginia, siguiendo más o menos en paralelo la 1-395. A la izquierda eran visibles las grandes extensiones de césped del fuerte Belvoir. Quizás estuviesen empleando el fuerte Belvoir como campamento provisional para prisioneros políticos. No estaría tan mal; la gente del ejército llamaba a Belvoir el Club de Campo.

En lugar de eso, descendieron en un patio en medio de enormes edificios feos, rodeados de altas verjas coronadas de alambres que cortaban como cuchillas.

Lorton. Le estaban metiendo en el Reformatorio de Lorton. El Distrito de Columbia era tan pequeño y estaba tan repleto de criminales que no había sitio para construir una prisión lo suficientemente grande; en su lugar, la habían construido en Virginia. Y ahora Ogle iba a ser un interno.

Supuso que le pondrían en alguna ala de mínima seguridad, quizás en una agradable zona arbolada. Pero le llevaron directamente a uno de los grandes edificios de prisioneros. Directamente al ala de máxima seguridad, donde los prisioneros permanecían encerrados en sus celdas durante todo el día.

Los prisioneros se colgaron de sus barrotes y observaron a Ogle con avidez mientras recorría el pasillo con su buen traje y sus zapatos abrillantados. Le gritaban cosas. Cosas desagradables.

Ogle estaba paralizado por el terror. Meyer le había mentido.

Finalmente llegaron hasta una celda vacía. Quizá le metiesen allí.

Pero la dejaron atrás y fueron a la siguiente. En esa celda había un hombre, formando un ovillo en el camastro superior, sin moverse. Ogle apenas le entrevió antes de que le empujasen al interior: su nuevo compañero era bajito, de hombros encorvados, de unos cincuenta años, vestido con camisa y pantalones igual que Ogle.

La pesada puerta de hierro se cerró de un golpe.

Ogle se volvió para saludar a su nuevo compañero de celda. El hombre se había apoyado en manos y rodillas y ahora miraba a Ogle desde el camastro superior como si fuese un jaguar colgado de un árbol. Respiraba rápida y entrecortadamente.

Una enorme burbuja de moco creció en la fosa derecha de la nariz de Jeremiah Freel y estalló.

Freel se lanzó de cabeza desde el camastro, intentando hundir los dientes en la mejilla de Ogle. Ogle instintivamente apartó la cabeza y la echó atrás. El impacto le hizo chocar contra los barrotes. Freel cayó al suelo.

Freel intentó alcanzar la entrepierna de Ogle. Ogle se inclinó e intentó clavar el dedo en uno de los ojos de Freel. Freel apartó la cabeza en el último momento y mordió el dedo de Ogle. Ogle pisó una de las manos de Freel.

Y luego empezaron a pelear. En las celdas que les rodeaban, los convictos de D.C. convergían a los barrotes gritando, riendo y agitando los puños jubilosos.

 

A varios metros bajo la superficie de Cacher, Oklahoma, Otis Simpson estaba sentado en una silla giratoria en el centro de comunicaciones, mirando la pared de pantallas muertas. Llevaba mirándolas desde aproximadamente las 19:08 hora de Greenwich. En ese momento, la presidenta Richmond había comparecido en directo ante el mundo, flanqueada por los líderes de los poderes judicial y legislativo. Luego las pantallas habían quedado negras. Los faxes habían callado. Los enlaces informáticos se habían cortado. Había intentado enviar un mensaje a la Red, pero habían cambiado todas las claves de cifrado.

Finalmente se puso en pie, recogió algunos faxes restantes que habían salido de las máquinas a primera hora y los pasó por el destructor de documentos. Tecleó en el sistema informático la orden que reformatearía sus discos siete veces seguidas, destruyendo toda la información del sistema.

Otho estaba tendido en su cama. Llevaba allí desde primera hora y el rigor mortis empezaba a aparecer. Otis se inclinó sobre él, le cerró los ojos y le alisó lo que le quedaba de pelo.

Luego subió al ascensor y fue a la superficie. Era un día desapacible de mitad del invierno, un viento fuerte y firme llegaba desde las praderas por el noroeste, silbando y soplando entre los montones de desechos de plomo mientras recogía su cargamento de polvo metálico tóxico. Otis se puso el grueso abrigo, los guantes y el gorro con orejeras. Luego empezó a caminar siguiendo el arcén de la carretera, en dirección sur, donde le parecía que debía de hacer más calor.

 

El doctor Gangadhar V.R.J.V.V. Radhakrishnan estaba situado sobre su paciente anestesiado, a punto de darle al interruptor de la sierra, cuando los primeros tentáculos de ruido comenzaron a filtrarse por los muros de acero reforzado del Instituto Radhakrishnan. Era un ruido que se sentía por las plantas de los pies, no tanto un sonido real como un cambio en la sensación que producía el suelo. Quizá se hubiese producido otro terremoto en Uttar Pradesh. Le dio al interruptor y pegó la hoja alocadamente vibrante de la sierra contra el cráneo recién pelado de Sasha Yakutin, un prometedor joven político ruso que había sufrido, en el mejor momento de su vida, una trágica apoplejía.

Cuando terminó de cortar la abertura en la cabeza del señor Yakutin, desconectó la sierra y la sala quedó en silencio, pero no del todo. Un ruido palpable penetraba los muros del quirófano.

Entró una enfermera.

—Su hermano Arun está al teléfono —dijo.

—¿No ve que estoy en medio de una operación?

—Dice que es urgente. Dice que debe usted abandonar el país.

Un impacto tremendo reverberó a través de la estructura del edificio, haciendo que el instrumental de acero vibrase en las bandejas. Alguien gritó al fondo del pasillo.

—Sigue con la operación —le dijo el doctor Radhakrishnan a Toyoda, uno de sus jóvenes protegidos más prometedores.

—¿Doctor? —dijo Toyoda.

El doctor Radhakrishnan se quitó los guantes y los lanzó a los desechos.

Cuando salió al pasillo, el ruido ganó en volumen. En una ocasión, en Elton, había oído algo así. Un ruido espantoso le había despertado muy de madrugada, un ruido que podía arrancar la pintura de las paredes, el ruido que los locos deben de oír en sus pesadillas, y durante unos momentos se había estremecido bajo las mantas, creyendo que era el fin del mundo; luego miró bajo la persiana y descubrió que una vasta bandada de estorninos había ocupado los árboles del jardín, millones de estorninos, todos chillando lo que daban sus pulmones.

El doctor Radhakrishnan se acercaba a una puerta cerrada al final del pasillo. El ruido venía de la puerta, penetrando por las ranuras.

Abrió la puerta. El sonido era aplastante, enloquecedor, un sonido que podía hundirte el cráneo. La habitación era una oficina del tercer piso con un ventanal que miraba a una calle importante. Pero el ventanal estaba roto. Había fragmentos de vidrio ahumado dispersos por explosión por todo el suelo. Se veían algunas piedras y ladrillos por el suelo, con un aspecto tosco y sucio en ese espacio limpio de alta tecnología. El caliente aire contaminado penetraba por el ventanal y daba en la cara del doctor Radhakrishnan. Avanzó, caminando con cuidado sobre el vidrio roto, y miró por la ventana.

Dos millones de personas habían rodeado el Instituto Radhakrishnan.

Todas agitaban el puño al aire y cantaban. Como estorninos. Cubrían la tierra varios kilómetros en cada dirección, fluyendo en una capa lisa alrededor de edificios y vehículos, como las inundaciones del monzón.

La multitud no parecía poseer un centro concreto. Pero a unos cientos de metros, podía ver una especie de vórtice, un centro agitándose con la actividad, desplazándose lentamente por entre la multitud. Acercándose al Instituto.

Era un elefante. Al contrario que la multitud, en la que la mayoría de sus miembros estaba pobre y mínimamente vestida, el elefante estaba cubierto de oro y sedas bordadas de relucientes colores. Había un hombre sentado a lomos del elefante. Sentado en una silla situada en el lomo del animal. En realidad, atado a la silla, para que no se cayese.

El doctor Radhakrishnan reconoció al hombre. Era un antiguo paciente. Y luego, al fin, comprendió lo que cantaba la multitud.

WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA.

 

El teléfono de Zeldo volvió a sonar a última hora de la tarde; probablemente fuese otro de sus amigos llamando para preguntarle si había oído lo del presidente Cozzano y Richmond. Zeldo ahora no tenía tiempo para eso. Llevaba casi veinticuatro horas en la delegación californiana del Instituto Radhakrishnan, repasando los datos de uno de sus más recientes pacientes, un tal Aaron Green. Green había ingresado alrededor del día de las elecciones, lleno de problemas psicológicos, estrés post-traumático tras el baño de sangre en Pentagon Towers. Al final se había ofrecido voluntario para que le implantasen varios chips en la cabeza.

Zeldo descolgó el teléfono.

—¿Qué?

—Soy yo. —Zeldo hubiese reconocido la voz en cualquier parte: era Mary Catherine Cozzano—. Están borrando el rastro. Hemos recibido información extraña del Pentágono y creemos que tienes problemas. Súbete a esa bici tuya y pedalea como si tu vida dependiese de ello, porque así es. Te veré para cenar.

Algo en la voz de Mary Catherine hizo que Zeldo se pusiese en pie. Agarró la mochila, bajó las escaleras y sacó la bici del aparcamiento de bicicletas para empleados. Atravesó el pequeño aparcamiento del Instituto Radhakrishnan y llegó al comienzo del paseo para bicicletas.

Estaba a casi un kilómetro del Instituto cuando algo le llamó la atención: un avión. Normalmente no te fijas en los aviones, eran parte del escenario. Pero éste le llamó la atención porque volaba increíblemente bajo. Pensó que quizá se estuviese aproximando para aterrizar en la pista del Instituto. Pero iba demasiado rápido para aterrizar. Sobrevolaba el paisaje como una exhalación, incluso levantando polvo del suelo. Era muy pequeño y muy oscuro.

Zeldo reconoció la forma. Unos años antes, había visto en 60 minutos un reportaje sobre esas cosas. Era un misil crucero invisible de Gale Aerospace. Había logrado mucha fama saliéndose del rumbo durante los vuelos de prueba.

El misil crucero pasó por encima de la pista de aterrizaje, corrigió mínimamente el rumbo y luego se fue directamente hacia el Instituto Radhakrishnan, sin esforzarse por reducir velocidad. Finalmente, para alivio de Zeldo, saltó al aire. Iba a fallar y caer al mar sin causar daños.

Pero no fue así. Se elevó varios cientos de metros, y luego se dejó caer en picado. Recorrió los dos últimos kilómetros de su trayectoria en unos segundos y entró en el Instituto Radhakrishnan por la cristalera del tejado que le llevó directamente al atrio central.

De todas las puertas y ventanas del Instituto surgieron llamas blancas. En un instante, la imagen se quemó en la retina de Zeldo y luego quedó ciego durante un momento. La onda expansiva le derribó de la bicicleta, le sacó del camino para bicicletas y le arrojó al polvo.

No sentía nada. Su mente estaba dándole vueltas a lo último que le había dicho Mary Catherine: Te veré para cenar.

 

La presidenta Richmond recorrió Pennsylvania Avenue y tomó posesión de la Casa Blanca a las cinco de la tarde, acompañada de los líderes de los partidos y el Congreso. Su primer acto fue despedir a todos los asistentes administrativos y al equipo de transición, que se habían instalado durante el cambio de poder. A varias de esas personas también se las llevó detenidas el formidable contingente del FBI que ahora la seguía a todas partes, bajo la dirección del fiscal general, capturando conspiradores en masa y cargándolos en buses.

Había mucho que hacer. Se instaló en el Despacho Oval incluso mientras el FBI buscaba dispositivos de escucha. A las siete en punto, toda la gente importante de Washington fue a su despacho: los líderes del Congreso, los líderes de los partidos, varios de los jefes del Estado Mayor, todos los miembros en funciones del gabinete, los jefes de diversas agencias incluyendo a la CIA y la NSA. No se sentía con ganas de ser ceremoniosa, y tampoco en posición de serlo; esa gente se apiló en su despacho como un grupo de turistas de Oskaloosa y se quedó en los extremos mirándola. Ella les miró por encima de una mesa cubierta de cajas de cartón y documentos sacados del sobre negro.

—Sé lo que están pensando —dijo—. Esto no puede estar pasando. No es posible que esta zorra sea nuestro presidente. No durará. Bien, está pasando. Soy la presidenta. Y seguiré siéndolo durante los próximos ocho años. Será mejor que se acostumbren. Gracias por venir. Ahora salgan a hacer su trabajo.

Había cajas por todas partes. Por la mañana habían traído las cajas de Cozzano. Las cajas de Eleanor las habían llevado al Observatorio Naval. Ahora se estaban llevando las cajas de Cozzano y traían las de Eleanor a la Casa Blanca.

Hizo que uno de los encargados del traslado le buscase un objeto en particular: uno muy largo y delgado. Un tubo de cartón de dos metros y medio. Acabó presentándose llevando el tubo sobre el hombro como si fuese una lanza. Él retiró la cinta adhesiva de un extremo y ella sacó lo que había dentro: una tira de moldura barata de madera de la que sobresalían algunos clavos. Eleanor tomó prestado un martillo de la gente de mantenimiento de la Casa Blanca y la instaló personalmente, clavándola a la pared del Despacho Oval, para conmoción y disgusto del servicio de la Casa Blanca, cuyos miembros vinieron corriendo en cuanto oyeron esos ruidos. Parecía quebradiza y barata, y así era. Pero cualquiera que se acercase vería que tenía líneas horizontales marcadas con bolígrafo, con fechas y los nombres de sus hijos. A Eleanor le gustaba.

No fue hasta las nueve en punto cuando pudo cumplir con su cita con Mary Catherine. Se reunieron en los escalones del monumento a Jefferson, acompañadas del variopinto grupo de jugadores de fútbol y encanecidos veteranos del Vietnam que les habían estado siguiendo durante todo el día.

Comprobaron la zona y le dieron el visto bueno. Eleanor y Mary Catherine subieron los escalones del monumento, se giraron y miraron al otro lado del dique de marea, hacia la Casa Blanca, a dos kilómetros y medio de distancia, reluciente bajo los focos.

Eleanor y Mary Catherine se sentaron juntas en el escalón superior, protegiéndose mutuamente del viento frío que venía del Potomac. Mary Catherine apoyó la cabeza en el hombro de Eleanor y lloró durante un rato. Eleanor la sostuvo pacientemente, acariciándole el pelo como lo haría una madre, y esperando a que lo dejase salir todo.

Luego señaló el Mall con la mano.

—Mira. Es hermoso —dijo.

La moratoria del tráfico aéreo sobre el Aeropuerto Nacional de D.C., al otro lado del río, seguía en vigor y había silencio por primera vez en décadas. En consecuencia, el dique de marea se mostraba tal como se suponía que debía ser: apacible, sin sufrir los chillidos y los truenos de los 767 virando para aterrizar de golpe. El cielo era de un azul cobalto y se veía Venus, con el aspecto exacto de un diamante sobre las torres curvadas de los altos edificio de Rosslyn. Las banderas de Estados Unidos a media asta que rodeaban el monumento a Washington flameaban sus siluetas, más bajas de lo habitual, contra la caliza blanca.

—Es bonito —dijo Mary Catherine, sintiéndose mejor de pronto—. Pero me estoy congelando.

—Yo también —le confesó Eleanor. Luego señaló, al otro lado del Mall, a la Casa Blanca—. ¿Te gustaría venir a mi casa y ayudarme a deshacer las maletas?

 

Fin

 

 

Escaneo y corrección del doc original

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Maquetación ePub: Ratón librero (tereftalico)

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