Capítulo 38

 

A

William A. Cozzano le llevó casi una hora ir desde el vestuario, donde le habían quitado el maquillaje de televisión, hasta su coche en el aparcamiento del centro cívico Decatur. Por el camino tuvo que apretar lo que parecían todas las manos del estado de Illinois, y besar a un buen porcentaje de sus bebés. Su coche, un vehículo deportivo utilitario con tracción en las cuatro ruedas y todos los extras y antenas conocidos por la ciencia, aparecía regularmente en la televisión del campo (cada vez que le cambiaba el aceite delante de su casa) y por tanto todos los presentes sabían adonde iba. Mientras tanto, Tip McLane salió por una salida de incendios oculta para subir a la caravana del servicio secreto.

El centro cívico Decatur tenía zonas de carga y rampas que hubiesen permitido al chofer de Cozzano ir directamente hasta el edificio y recogerle, pero parecía mejor hacerle atravesar una multitud de partidarios. Los hombres de Ogle habían montado una línea de cuerda doble para retenerlos, ofreciendo un pasillo despejado por el asfalto desde el edificio hasta el coche. Cy Ogle había recorrido personalmente ese pasillo con una cinta métrica, asegurándose de que era lo suficientemente estrecho como para dejar que la multitud casi se abalanzase sobre Cozzano mientras se inclinaban sobre las cuerdas y le agitaban bebés, bolígrafos y papeles ante la cara. Habían levantado bancos de luces sobre soportes móviles, iluminando la escena como un campo de fútbol de instituto un viernes por la noche, y los equipos de televisión daban buen uso a las plataformas que Ogle les había montado.

—No estuvo muy mal —dijo Cozzano. Estaba sentado en la parte de atrás del coche, junto a Zeldo. Su chofer y el patrullero del estado de Illinois iban delante. Conducían por una carretera de dos carriles a ciento treinta kilómetros por hora, acompañados de uno de los vehículos de Ogle, un coche del servicio secreto y algunos coches de la policía de carreteras. Esa mañana les había llevado varias horas llegar hasta Decatur porque habían tomado una ruta tortuosa a través de Champaign y Springfield. Pero por esa ruta directa, a esa velocidad, en unos minutos llegarían a Tuscola.

El cerebro de Zeldo estaba prácticamente sobrecargado por todo lo que acababa de suceder, pero para él el aspecto más maravilloso de toda la noche era que iban a ciento treinta kilómetros por hora, con un patrullero del estado en el coche con ellos.

Agitó la cabeza e intentó concentrarse en lo que tenían entre manos. Cozzano había encendido una pequeña lámpara que emitía luz dorada sobre su regazo, y estaba tomando algunas notas. Zeldo observó la mano derecha del gobernador, agarrando el cuerpo grueso de una pluma cara con tal fuerza que parecía que iba a romperse y soltar tinta por todo el coche. Escribía con letras mayúsculas inciertas, una a una, como si estuviese en primero de básica. Hasta ahora su recuperación había superado sus mayores sueños, y alguien que no supiese lo de su apoplejía jamás se daría cuenta, excepto cuando intentaba escribir. Cozzano lo sabía, le ponía furioso y pasaba mucho tiempo practicando su letra, intentando borrar el último vestigio de debilidad.

—Tenemos muchos datos que analizar. Vamos a hacer un estudio de toda esta noche —dijo Zeldo—. Lo vamos a analizar de todas las formas posibles. Luego repasaremos los resultados con usted.

—Bien —dijo Cozzano, pensando en otra cosa.

—Sólo tengo una pregunta —dijo Zeldo. Cozzano le miró expectante, y Zeldo vaciló durante un momento.

Incluso después de todo el tiempo que habían pasado juntos, Cozzano le seguía poniendo nervioso. A Zeldo siempre se le anudaba la lengua y se volvía muy tímido cuando estaba a punto de preguntarle algo personal al gobernador, algo que le parecía que a Cozzano no le gustaría. Al igual que muchos hombres poderosos —al igual que el jefe de Zeldo, Kevin Tice—, Cozzano no soportaba a los imbéciles.

—¿Cómo fue? —dijo Zeldo.

—¿Cómo fue qué? —dijo Cozzano.

—Usted es la única persona de la historia que lo ha hecho, así que no sé cómo preguntar. Sé que la pregunta es vaga. Pero algún día me gustaría tener mi propio implante, ya sabe.

—Eso has comentado —dijo Cozzano.

—Así que me gustaría hacerme una idea de cómo es comunicarse de esa forma... transmisiones del exterior, saltándose todo el subsistema sensorial, directamente a la red neuronal del cerebro.

—No estoy seguro de entender —dijo Cozzano.

Zeldo empezó a ir a tientas.

—Normalmente, recibimos los datos por los sentidos. La información llega por el nervio óptico, o a través de los nervios de la piel o lo que sea. Los nervios están conectados a zonas del cerebro y actúan como filtros entre nosotros y el ambiente.

Cozzano asintió ligeramente, más por amabilidad que por cualquier otra cosa. Seguía perplejo. Pero un aspecto positivo de Cozzano era que siempre estaba dispuesto a mantener una discusión intelectual.

—¿Alguna vez ha visto una ilusión óptica? —dijo Zeldo, probando con otra aproximación.

—Claro.

—Una ilusión óptica es lo que los informáticos llamarían un hack... un truco ingenioso que se aprovecha de un defecto de nuestro cerebro, un bug si quiere, para hacernos ver algo que realmente no está ahí. Normalmente nuestro cerebro es demasiado listo para caer en la trampa. Como cuando vemos algo en la tele y comprendemos que no está sucediendo realmente... no es más que una imagen en una pantalla.

—Creo que ahora te voy entendiendo —dijo Cozzano.

—Las entradas que recibía de Ogle no pasaban a través de ninguno de sus filtros normales... llegaban directamente a su cerebro, de forma similar a una ilusión óptica. ¿Cómo era?

—No estoy seguro de a qué te refieres con entradas —dijo Cozzano.

—Las señales que le enviaba desde la silla.

De pronto el rostro de Cozzano manifestó diversión y rió.

—Oh, eso —dijo. Luego agitó la cabeza con indulgencia—. Sé que eso os divierte mucho. No son más que trucos de feria. ¿Cy estaba con esa tontería esta noche?

—Lo hacía más o menos constantemente —dijo Zeldo.

—Bien, entonces le puedes decir que deje de malgastar su tiempo —dijo Cozzano—, porque no produjo ningún efecto. No me di cuenta de nada, Zeldo. ¿Alguna vez has estado en una situación como ésa? ¿Un debate en directo, por televisión, ante millones de personas?

—No, la verdad es que no —dijo Zeldo.

—Entras en una especie de zona, como les gusta decir a los jugadores de fútbol americano. Cada minuto parece durar una hora. Te olvidas de las luces, las cámaras y el público, y te concentras totalmente en el acontecimiento en sí, el intercambio de ideas, las respuestas retóricas. Puedo asegurarte que si Cy Ogle entrase en el estudio durante uno de esos debates y me arrojase un cubo de agua helada por la cabeza, yo ni me daría cuenta. Así que esas tonterías con botones y joysticks no tuvieron ningún efecto.

—¿No le estimuló recuerdos e imágenes?

Cozzano sonrió paternalista.

—Hijo, la mente es algo muy complicado. Es un mar revuelto de recuerdos, imágenes y todo lo demás. La mente siempre está llena de ideas compitiendo. Si Cy quiere lanzar una o dos más, que lo haga si le apetece, pero es más bien como mear en el océano.

Cozzano dejó de hablar y adoptó una mirada distante.

—¿Qué pasa? —dijo Zeldo.

—Por ejemplo, ahora mismo tengo la mente llena de imágenes, un torrente incontrolable de recuerdos e ideas... ¿tienes alguna idea de la cantidad de recuerdos que hay enterrados en la mente? Pescando lenguados en el lago Argyle con mi padre, se clavó el anzuelo en el pulgar, tuvo que obligarlo a salir por el otro lado y cortarlo con unos alicates, el gancho cortado volando peligrosamente por el aire girando, con la zona cortada reluciendo al sol y yo retrocediendo por temor a que se me clavase en el ojo, cerrándolos para protegerlos, al volver a abrir los ojos hay barro, todo barro, un universo de barro y el proyectil de mortero ha empezado a volar, los dedos metidos en los oídos, el olor de la explosión penetrando en mi fosas nasales, obligándolas a cerrarse y a sangrar, el proyectil explotando en los árboles, un penacho de humo blanco pero los árboles siguen allí y el fuego de las armas sigue cayendo como el granizo sobre la puerta del sótano el día en que el tornado destrozó la granja y nos ocultamos en el sótano de fruta de nuestra tía y yo miraba los frascos apilados de ruibarbo y tomates y me preguntaba qué nos iba a pasar cuando el vidrio estallase y saliese volando por los aires como aguanieve horizontal en Soldier Field el día que la atrapé en las ochenta y siete yardas y empujé de tal forma a Cornelius Hayes que le hicieron falta cinco minutos para volver a ponerse en pie. ¡Dios, puedo ver toda mi vida! ¡Para el coche! ¡Para el coche!

Luego William A. Cozzano quedó completamente inmóvil, excepto por los ojos, que se agitaban de un lado al otro en sus cuencas, el iris abriéndose y cerrándose esporádicamente, el enfoque modificándose al intentar centrarse en cosas que realmente no estaban presentes.

Pararon en el arcén, abrieron la portezuela trasera del vehículo y tendieron a Cozzano en el asiento de atrás. Pero luego se puso en pie como un resorte, salió por la puerta abierta a la cuneta y empezó a marchar por el campo de maíz de dos metros y medio de alto, aullando en italiano. Al principio era un sonido incoherente, pero luego se convirtió en una interpretación bastante pasable de un aria de Verdi, barítono, el papel de un villano. Los patrulleros del estado no sabían qué hacer, si debían retenerle o no, así que hicieron lo que hace la policía cuando no sabe qué hacer: lo iluminaron con luces. Convenientemente, se había quitado la chaqueta y por tanto la camisa blanca, exquisitamente dividida por los tirantes, resaltaba entre el maíz. Atravesaba el campo, dejando tallos aplastados a su paso, seguido a una distancia respetuosa por un par de patrulleros. La trayectoria se desviaba de un lado a otro, pero parecía dirigirse a un punto en concreto. Se dirigía al único punto destacable de los alrededores: una torre alta y estrecha que se elevaba del campo a varios cientos de metros de la carretera, con luces rojas parpadeantes.

—Las luces rojas —dijo uno de los patrulleros—. ¡Le atraen las luces!

Pero Zeldo negó con la cabeza. En ese momento tenía el cerebro casi tan sobrecargado como el de Cozzano, y apenas pudo emitir una palabra de explicación:

—Microondas.

Cozzano al fin se derrumbó a un tiro de piedra de la torre de reemisión de microondas. Los patrulleros corrieron hacia él, lo alzaron y se lo llevaron de vuelta.

Para cuando llegaron al coche ya volvía a agitarse, pero la saliva y la sangre alrededor de la boca le indicaron a Zeldo que había sufrido un ataque y probablemente se hubiese mordido la lengua.

—¡Salgamos de aquí! —dijo Zeldo.

Zeldo ya había desplegado el asiento trasero del vehículo de Cozzano y había abierto la portezuela trasera. Lo echaron en la parte de atrás como si fuese una alfombra pesada.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Zeldo, y el chofer salió del arcén y entró en la carretera, quemando goma con las cuatro ruedas.

Cozzano se relajó y, sin venir a cuento, citó un largo pasaje, de memoria, del Acuerdo General de Aranceles y Comercios. Luego quedó en silencio durante un rato.

A continuación dijo:

—¿Por qué demonios está abierta la portezuela trasera? ¿Quieres que acabemos como Bianca Ramírez?

 

Floyd Wayne Vishniak quería dormir pero sus pensamientos no se lo permitían. Se quedó tendido sobre el colchón manteniendo una conversación imaginaria dentro de su cabeza, moviendo los labios y haciendo gestos en el aire con las manos mientras discutía de política con William A. Cozzano y Tip McLane. Cuanto más repasaba la discusión en su cabeza, más se le aclaraban las ideas y encontraba formas de explicarlas. Finalmente se decidió a escribirlas.

La luz de la cocina le hacía daño en los ojos. Se llevó una mano a la cara para hacer de visera y trasteó por la cocina buscando algo con lo que escribir. Al fin localizó un cabo de lápiz sobre el refrigerador. Junto a la cama tenía su banco de pesas y debajo había una caja llena de pesas. Al fondo de todo, bajo las pesas, había un viejo cuaderno de espiral al que le faltaban la mitad de las páginas, que había empleado para registrar sus progresos en la época en que cumplía su programa de ejercicios. Lo abrió por una página en blanco y lo tiró sobre la mesa de la cocina; justo bajo la luz, la página en blanco le resultaba muy brillante y le obligaba a entrecerrar los ojos. Cogió una cerveza del frigorífico y se sentó a ordenar las ideas.

Tomó la dirección de la cinta, como le había indicado Aaron Green.

 

Floyd Wayne Vishniak

R.R. 6 Box 895

Davenport, Iowa

 

Aaron Green

Ogle Data Research

Pentagon Towers

Arlington, Virginia

 

Estimado señor Green:

Le escribo esta carta para expresarle mis ideas y opiniones adicionales, que me dijo que deseaba conocer. Quizá ya se haya olvidado de mí ya que soy un don nadie que vive en una caravana. Pero nos vimos cara a cara en una ocasión y quizá nos volvamos a ver. Esta carta se refiere al debate de anoche en Decatur, Illinois, no muy lejos de donde vivo.

Es realmente interesante que hace cien años la gente pensase lo mismo que ahora del hecho de que los reyes financieros de Wall Street controlen el país. Qué irónico que no haya cambiado nada. Me pregunto a qué se debe. Quizá se deba a que todos los políticos funcionan a base de dinero, dinero, dinero.

McLane es basura ansiosa de poder y se le ve en la cara y en su forma de actuar, rígido como un palo. Eso se debe a que si actuase con naturalidad y dijese la verdad probablemente ofendería a alguien que le da dinero.

Pero Cozzano es un hombre honrado y dice las cosas directamente. Es el único hombre honrado allá arriba porque es el único que no está a sueldo de nadie. Para mí, lo mejor del debate fue cuando invitó a McLane a salir. Me sentí bien cuando oí a Cozzano expresar su indignación, como en la Biblia, y realmente deseaba que su puño destrozase la cara de McLane.

Apuesto a que en ese momento recibió usted buenas reacciones de mi reloj. Estoy seguro de que las lecturas se salieron de la escala. Bien, probablemente piense que soy una persona violenta.

Pero en mi corazón, ésa no es la verdad. Cuando me tiendo en la cama, me avergüenza pensar que he sentido deseos tan violentos. Incluso si Tip McLane es un montón de mierda, no estaría bien pegarle porque ésa no es la base de nuestro sistema democrático. Por tanto creo que no votaría por Cozzano después del debate de esta noche, independientemente de lo que sus sistemas informáticos digan sobre mí. Por favor, téngalo en cuenta.

Estoy seguro de que pronto tendrán más noticias mías.

Sinceramente,

FLOYD WAYNE VISHNIAK