Capítulo 9

 

T

uscola a última hora de la mañana se encontraba en silencio excepto por los silbatos de los trenes de carga de cien vagones que atronaban de norte a sur siguiendo la Illinois Central o este a oeste en la B&O, o por el estruendo ocasional de un camión lejano reduciendo marcha en la autopista. La luz fría del invierno penetraba a través de las ventanas de vidrio biselado que rodeaban la puerta principal, formando una cascada de pequeños arcoíris sobre la envejecida moqueta tupida que cubría el suelo del cuarto de estar. Los Cozzano siempre habían valorado más el calor que el gusto exquisito, y por tanto tenían una moqueta peluda. William A. Cozzano sabía que debajo había un buen suelo de roble y había decidido, durante los últimos veinte años, retirar la moqueta, pulirlo y dejarlo como nuevo. Era una de esas cosas que tendrían que esperar hasta su jubilación.

Pero ahora ya no podría hacerlo. No había forma de que pudiese manejar una enorme lijadora de suelos. Tendría que pagarle a alguien para que hiciese el trabajo por él. Él siempre se había ocupado de los arreglos de su propia casa, incluso cuando eso implicaba esperar a tener un fin de semana libre.

La calle estaba formada por ladrillo rojo. También la acera. Los ladrillos se elevaban aquí y allá por la presión de las raíces de los grandes robles del jardín delantero. En otros puntos se hundían gradualmente en el césped. Los niños de la clase de parvulario de la tarde recorrían la acera de camino a la escuela elemental Everett Dirksen a dos manzanas de allí, que era un antiguo hospital reconvertido. No prestaron atención a la casa. Los chicos mayores, que podían leer las palabras LOS COZZANO en la señal que colgaba de las farolas en el jardín delantero, miraban y señalaban, pero no los párvulos. Cozzano vio a un sobrino segundo e intentó saludar, pero el brazo no se movió.

—Maldición —dijo.

Al mover la lengua, una oleada de baba le saltó al labio inferior y le corrió por la comisura izquierda de la boca. Sintió cómo le descendía por la barbilla.

Patricia volvió a entrar en la estancia, justo a tiempo de darle un buen vistazo. Era una chica de la zona, antigua niñera de James y Mary Catherine, había trabajado en Peoria durante unos años como enfermera y ahora había vuelto a Tuscola, para volver a trabajar de niñera. En esta ocasión para William. Antes de la apoplejía, había tratado a William Cozzano con sobrecogimiento y deferencia.

—Vaya, ¿hemos tenido un accidente? —dijo—. Vamos a limpiarlo. —Se sacó una toallita del bolsillo y la pasó por la barbilla de Cozzano, un gancho súbito—. Bien, aquí tienes el café... descafeinado, claro, y las pastillas. Un montón de pastillitas.

—¿Qué son esos pepinos? —dijo Cozzano.

—Disculpa, William, ¿qué has dicho?

Señaló la taza de plástico que Patricia había situado a su lado, llena de círculos y rectángulos de colores.

Patricia lanzó un tremendo suspiro, haciéndole saber que preferiría que no hiciese esas preguntas.

—Presión arterial, anticoagulantes, estimulación cardiaca, eliminación, respiración y, claro está, algunas vitaminas.

Cozzano cerró los ojos y agitó la cabeza. Plasta hacía dos semanas, no había tomado nada que no fuese vitamina C y aspirina.

—He puesto un poco de leche desnatada en el café —dijo Patricia.

—Yo lo tomo púrpura —dijo Cozzano.

Patricia sonrió.

—¿Quieres decir que lo tomas solo?

—Sí, maldita sea.

—Es que estaba un poco caliente, William, así que quise enfriarlo un poco para que no te quemases la boca al tomar la medicina.

—No me llames así. Soy el entrenador —dijo Cozzano. Luego cerró los ojos y agitó la cabeza por la frustración.

—Claro que sí, William —dijo ella con voz aterciopelada y le puso en la mano derecha el vasito lleno de pastillas—. Ahora, ¡escotilla abajo!

Cozzano no quería tomarse las pastillas, más que nada porque no quería darle a Patricia ningún tipo de satisfacción. Pero en cierto nivel, sabía que era una actitud pueril. Así que se echó las pastillas a la boca. Patricia tomó de nuevo el vaso y le dio el café, que estaba tibio y beige. Cozzano había adquirido la costumbre de beber café torrefacto, y el único disponible por allí era la variedad amarga y verdosa del supermercado. Se llevó la taza a los labios y se obligó a dar un par de tragos, sintiendo cómo las pastillas se le acumulaban en la garganta y se atascaban a mitad de camino del esófago. Preferiría dejarlas allí atoradas que seguir bebiendo ese café de provincias.

—¡Muy bien! —dijo Patricia—. Veo que se te da bien.

Cozzano estaba acostumbrado a ser un superhombre y ahora la Chica del Pelo Esponjoso le alababa por su capacidad de tragar pastillas.

—¿Te apetecería ver un poco la tele? —dijo Patricia.

—Sí —dijo él. Lo que fuese para que se largase de allí.

—¿Qué canal?

¿Por qué no se limitaba a darle el mando a distancia? Cozzano suspiró. Quería ver el canal 10, CNBC. En su estado, una de las pocas cosas que Cozzano podía hacer era administrar las inversiones de la familia. Y dado el caos económico desatado por el discurso del Estado de la Nación del presidente, requerían mucha administración.

—Cinco millones —dijo—. ¡No, maldita sea!

—La verdad es que en ocasiones da la impresión de que la televisión por cable dispone de cinco millones de canales, ¡pero no creo que pueda hacerlo! —dijo Patricia con un tono agudo e inflado, su voz de «estoy bromeando»—. ¿Querías decir el canal cinco?

—¡No! —dijo él—. El doble.

—¿Dos?

—¡No! Tres al cuadrado más uno. Seis más cuatro. La raíz cuadrada de cien —dijo. ¿Por qué no se limitaba a darle el mando a distancia?

—Oh, aquí hay un noticiario. ¡Qué cosas! —dijo Patricia. Le había dado a una de las cadenas generales. Se trataba de una pequeña pausa comercial al comienzo de la hora, entre culebrones.

—Sí —dijo.

—Aquí tienes el mando a distancia por si cambias de opinión —le dijo y lo dejó en la mesilla que tenía al lado.

Cozzano se quedó mirando el noticiario. Era totalmente intrascendente: candidatos presidenciales retozando por Iowa en una sucesión de encuentros preparados para la prensa. Los caucuses serían dentro de una semana y media.

Cozzano podría haber ganado los caucuses sin levantar un dedo. La gente de Iowa le adoraba, sabía que era un chico de pueblo. Cualquiera que viviese en el lado este del estado le veía continuamente en televisión. No tenía más que levantar el teléfono y se convertiría en candidato. Mirando a los candidatos en la tele, se sintió tentado de hacerlo y acabar con tanta tontería.

Los senadores y gobernadores andaban por la nieve, alzando animales recién nacidos, ordeñando vacas, de pie en los patios de los colegios cubiertos por abrigos bien gruesos, lanzando balones de fútbol a chicos rubios y sonrosados. Cozzano se rió con ganas al ver a Norman Fowler, Jr., idiota multimillonario de alta tecnología, recorriendo los rastrojos congelados de un campo de cereales calzado con zapatos de ochocientos dólares. La sensación térmica era de treinta bajo cero y esos tipos andaban por la pradera sin sombrero. Eso era lo único que había que ver para comprender que no eran adecuados como presidentes.

La familia de Cozzano siempre le había dicho que algún día debería presentarse a presidente. Parecía buena idea, ofrecida tras la cena y un par de copas de vino. En la práctica sería desagradable y brutal. Al saberlo, nunca había considerado en serio la idea. Desde hacía tiempo sabía que Mel había organizado en secreto un comité de campaña en la sombra y había realizado las labores preliminares. Ése era el trabajo de Mel, como abogado, se suponía que lo anticipaba todo.

Por supuesto, Cozzano, ahora que había sufrido una apoplejía y no podía presentarse, deseaba ser presidente más que nada. Podría realizar una llamada de teléfono y unas horas más tarde un avión de campaña le estaría esperando en el aeropuerto de Champaign, y de pronto habría panfletos y vídeos de campaña por todo Estados Unidos. Mel haría que pasase. Y luego Patricia le sacaría del avión en silla de ruedas, babeando para la cámara.

Ésa era la fase más dura de la recuperación de una apoplejía. Cozzano todavía no había reajustado sus expectativas vitales. Cuando sus grandes expectativas chocaban con la realidad, le hacía mucho daño.

El noticiario se transformó en un anuncio de una medicina para el resfriado. Luego regresó el presentador para contarle a Estados Unidos cuándo vería el próximo noticiario. Y a continuación, un nuevo programa: Vídeos ocultos de citas a ciegas.

Cozzano quedó tan asqueado que no pudo cambiar de programa a la velocidad suficiente. Era como si ese programa hortera fuese a provocarle daños físicos si lo veía durante más de diez segundos.

El mando a distancia estaba en la mesilla a la derecha, en el lado bueno del cuerpo. Alargó la mano, pero Patricia lo había dejado un poco más atrás, algo más retirado; podía tocarlo con el lado de la mano, pero no con los dedos. Intentó retorcer el brazo en una especie de llave de lucha autoinducida, pero tan alterado estaba que lo hizo demasiado rápido y acabó echándolo todavía más atrás. Salió disparado y aterrizó sobre la moqueta espesa. Ahora estaba atrapado entre la mesa y un revistero lleno de viejos periódicos: una acumulación de dos semanas de Trib, The New York Times y The Wall Street Journal, que jamás leería.

No podía coger la mierda de aparato. Tendría que pedir ayuda a Patricia.

En la pantalla, los aplausos histéricos de la multitud se habían acallado y el presentador lanzaba un par de chistes. El humor era tosco y sexual, algo que avergonzaría incluso a un estudiante de instituto, pero a la masa le encantaba: en una serie de planos, Chicas de Pelo Esponjoso y mujeres gordas de mediana edad y surferos californianos doblados en sus asientos, con las bocas abiertas a consecuencia del júbilo narcótico. El presentador sonrió diabólicamente a la cámara.

—¡Maldita sea! —dijo Cozzano.

Patricia fregaba platos en la cocina y tenía el agua al máximo, por lo que no podía oírle.

No quería que Patricia le oyese. No quería tener que suplicarle a Patricia que entrase en la sala y le cambiase el canal de la tele. No podía soportarlo.

Tampoco podía soportar el programa de televisión. William A. Cozzano veía Vídeos ocultos de citas a ciegas. Al otro lado de la ciudad, John, Giuseppe y Guillermo estarían revolviéndose en sus tumbas.

De pronto, tuvo lágrimas en los ojos. Sucedió sin previo aviso. No había llorado desde la apoplejía. De pronto sollozaba, con lágrimas corriéndole por las mejillas y cayendo desde la mandíbula a la manta. Esperaba por todo lo sagrado que Patricia no entrase.

Tenía que dejar de llorar. No podía ser. Era demasiado patético. Cozzano respiró hondo un par de veces y se controló. Por alguna razón, para él lo más importante de este mundo era que Patricia no descubriese que había estado llorando.

Sentado en la silla de ruedas, intentando no mirar la tele, Cozzano dejó que los ojos vagasen por la sala, intentando concentrarse en algo.

Al otro extremo del cuarto de estar, un par de gruesas puertas deslizantes llevaba hasta un pequeño estudio. Cozzano nunca le había dado mucho uso. Disponía de un pequeño buró donde se encargaba de las cuentas. Contra una pared había un hermoso mueble armero antiguo. Como el resto del mobiliario de la casa de Cozzano, lo habían fabricado en el siglo XIX, en madera dura, gente que sabía lo que hacía. Había más madera sólida en uno de esos muebles de la que hoy en día se encontraba en toda una casa. La parte superior del mueble era un armario para armas largas, cerrado por un par de puertas de vidrio biselado empleando una pesada cerradura de cobre. Del ojo de la cerradura sobresalía la llave. Allí Cozzano guardaba media docena de escopetas y dos rifles: todas las armas de su padre y su abuelo, y algunas que él había ido acumulando a lo largo de su vida. Tenía el fusil que había usado en Vietnam, una monstruosidad fea, barata y rayada que decía todo lo que hacía falta saber sobre esa guerra. Cozzano lo guardaba como recordatorio de cómo era la realidad. Contrastaba agradablemente con las armas bonitas, las delicadas piezas de coleccionista que varios sicofantes ricos e importantes le habían entregado.

Por encima y por debajo de las armas largas colgaban algunas pistolas. La mitad inferior del armario estaba compuesta en su totalidad por pequeños cajones con partes delanteras talladas exquisitamente, donde guardaba la munición, trapos, aceite y otros artefactos balísticos.

Sentado en una silla de ruedas en la habitación contigua, Cozzano intentó un pequeño experimento. Alzó la mano derecha en el aire, para comprobar hasta dónde podía elevarla. Estaba razonablemente seguro de que podía llegar hasta la llave de las puertas del armario de armas. Y si no, siempre podía elevarse desde la silla de ruedas durante unos momentos y soportar el peso sobre la pierna derecha. El armario era pesado y estable, y probablemente pudiese usarlo para ayudarse.

Así que probablemente podría abrir las puertas. Podía sacar una de las armas. Probablemente tuviese más sentido usar alguna de las armas cortas, porque las armas largas eran todas enormes y pesadas y sería difícil manejar una con una sola mano.

El Magnum 357. Era el adecuado. Sabía que tenía munición para el arma, almacenada en el cajón superior derecho, que podía alcanzar con facilidad. Tiraría de la clavija que sostenía el tambor y dejaría que se le abriese en la mano. Luego lo dejaría caer sobre el regazo, dejándolo descansar sobre la manta y entre los muslos. Buscaría en el cajón y sacaría un puñado de balas. Metería algunas en el tambor —una sería suficiente— y luego lo volvería a cerrar. Colocaría el tambor en posición para asegurarse de que una de las cámaras cargadas fuese la siguiente.

¿Luego qué? Dada la potencia del arma, era probable que la bala saliese volando por el otro lado de la cabeza y golpease alguna otra cosa. Cerca había una escuela elemental y no podía arriesgarse.

La respuesta estaba allí mismo: al otro lado del estudio, al lado opuesto del armario de armas, había una pesada librería de roble.

Cozzano no podía verla desde allí. Alargó la mano y le dio al joystick unido al brazo derecho de la silla de ruedas. El pequeño motor eléctrico emitió un quejido y empezó a avanzar. Cozzano tuvo que maniobrar un poco para librarse del mobiliario de la sala de estar, luego fue por detrás del sofá en dirección al estudio. Hizo girar la silla de ruedas en medio del estudio y retrocedió hasta la pared junto a la librería.

Era perfecto. La bala saldría de la cabeza, golpearía el lateral de la librería y si atravesaba esa pulgada de madera dura, penetraría directamente la contratapa del primer volumen de una edición conmemorativa de las obras completas de Mark Twain. Ninguna bala del mundo podía atravesar por completo a Mark Twain.

Así que la libertad estaba a su alcance. Ahora no tenía más que pensarlo bien.

El suicidio anularía sus seguros de vida. Eso era un punto en contra. Pero no importaba demasiado; su esposa ya había muerto y los niños podían mantenerse por sí mismos. De hecho, los niños ni siquiera tenían que trabajar, ya que disponían de fondos de fideicomiso.

Patricia descubriría su cuerpo. Eso era un punto a favor. No querría que un miembro de la familia pasase por ese trauma. Había buenas probabilidades de que sus sesos acabasen por todo el estudio. Patricia era una profesional de la sanidad, equipada psicológicamente para soportarlo, y Cozzano creía que la experiencia le haría bien. Puede que incluso la hiciese algo menos edulcoradamente tonta.

Se preguntó si debería dejar una nota. Allí mismo tenía el buró. Decidió que no. Quedaría patética, escrita con la otra mano. Era mejor que le recordasen por lo que había hecho antes de la apoplejía. Para cualquiera que le conociese, Vídeos ocultos de citas a ciegas en su tele era una nota de suicidio más que adecuada.

Además, era posible que Patricia entrase y le pillase escribiéndola. Sabía bien que luego le quitarían las armas y todo lo demás que pudiese usar para hacerse daño. Le llenarían de medicinas hasta arriba y le trastocarían el cerebro.

Y quizás hiciesen bien. Quizás el suicidio fuese una idea estúpida.

Claro que no era una idea estúpida. El suicidio era un acto noble sise realizaba en las circunstancias adecuadas. Era el acto de un guerrero. Cozzano estaba a punto de arrojarse sobre su propia espada para evitarse más humillaciones.

Y ahora era el mejor momento. Antes de que la baba en la barbilla y el asalto atontado de la televisión diurna rompiesen su resolución, antes de que una arpía mediática descubriese su estado de debilidad y lo emitiese por todo el mundo.

Los médicos habían dicho que con el paso del tiempo podría sufrir apoplejías adicionales. Lo que significaba que podía volverse aún más patético, incapaz de suicidarse.

Cozzano no había estado enfermo nunca. Cozzano siempre había sabido que, excepto por algún conductor borracho o un tornado, iba a vivir hasta bien entrado en los ochenta años.

Décadas. Décadas de infierno. De ver Vídeos ocultos de citas a ciegas. De mirar esa horripilante moqueta tupida y desear ser al menos un hombre capaz de coger una enorme lijadora de suelos. Era inimaginable. Cozzano agarró el joystick y rodó al otro lado del estudio para llegar al armario de armas.

Oyó unos golpes. Alguien llamaba por la ventana.

Cozzano giró la silla a mitad de camino y miró. Era Mel Meyer, de pie en el porche, saludándole.