Capítulo 35

 

-F

loyd Wayne Vishniak —dijo la voz digitalizada del ordenador, y un conjunto de nuevas ventanas aparecieron en la pantalla de alta resolución de Aaron Green. En una de las ventanas se veía una fotografía, una imagen de cabeza de un hombre de raza blanca y pelo rubio lacio, no tan corto como para ser corto ni tan largo como para ser largo, que salía de debajo de una gorra de béisbol azul con la visera hacia atrás, dándole una expresión triste y una apariencia desaliñada, y su piel aparecía sonrojada y brillante bajo el resplandor del flash electrónico. No era una fotografía posando. La habían tomado en un ángulo bajo mientras Floyd Wayne Vishniak iba en el ascensor de un centro comercial. Miraba a la cámara con una expresión vacía y confundida que todavía no se había convertido en sorpresa. Vestía una camiseta, del revés, muy ajustada, de color azul marino con un par de agujeros y poseía los músculos fibrosos de un hombre que los había logrado por medio de trabajo físico intenso y no ejercitándose en un gimnasio.

La imagen no era la única ventana en la pantalla. Había una pequeña a su lado, que mostraba un breve vídeo que se iniciaba continuamente. Mostraba a Floyd Wayne Vishniak sentado en los asientos baratos de un estadio, poniéndose en pie junto con el resto de la gente de su vecindad para lanzar insultos ante alguna maldad cometida abajo. En el vídeo, Vishniak llevaba una enorme mano de gomaespuma amarilla sobre su mano real. El dedo corazón de la mano estaba extendido. Por si el mensaje no quedaba claro, le habían impreso las palabras QUE SE JODA EL ÁRBITRO. Y por si el árbitro no miraba en esa dirección, a Vishniak se le podía ver vocalizando esas mismas palabras —cantándolas una y otra vez— junto con todos los fanáticos deportivos de su sección. En la otra mano Vishniak sostenía un vaso de plástico con cerveza del tamaño del Louvre. Mientras agitaba el gigantesco dedo amarillo, la cerveza se escapó por el borde y dio en el hombro del espectador sentado delante, quien reaccionó, pero o no le importó o tuvo miedo de darle demasiada importancia. Floyd Wayne Vishniak no era el tipo de personas con las que la mayoría de la gente fuera a pensar en pelearse. No era especialmente grande, pero saltaba a la mínima.

Otras personas agitaban gigantescos palos de hockey de gomaespuma y otros artículos relacionados con el hockey. Aunque en el vídeo no se veía lo que pasaba abajo —la fuente de la controversia—, era evidente que se trataba de un partido de hockey, y aparentemente al menos uno de los equipos se llamaba Quad Cities Whiplash.

Otra ventana, bajo el vídeo, mostraba un mapa de los cincuenta estados con una X roja parpadeante sobre el río Misisipí, entre el oeste de Illinois y el este de Iowa. Bajo la X parpadeante se leía DAVENPORT, IOWA (QUAD CITIES).

Había dos ventanas más en la pantalla, las dos con información textual. Una contenía un breve currículum de Floyd Wayne Vishniak. Había crecido en las Quad Cities, en la frontera entre Illinois y Iowa, dejó el instituto para trabajar en una fábrica de tractores, y en los últimos quince años había sido despedido y vuelto a contratar en seis ocasiones. Durante el pasado año apenas había conseguido ganar su peso en dólares.

La ventana restante era muy alta y estrecha y ocupaba un lado de la pantalla. Era una lista con exactamente cien elementos. Cada elemento era una frase que describía a un subconjunto de la población estadounidense, seguido del nombre de una persona.

Mientras esta presentación —este dossier informático— pasaba de un nombre al siguiente, el elemento correspondiente de la lista se destacaba, con una brillante caja púrpura dibujada alrededor para que el usuario supiese con qué categoría trataba en ese momento. Las cien categorías de la lista eran:

 

BOQUEADOR IRRELEVANTE

BEBEDOR DE FANTA DE 180 KILOS

CHICO URBANO HIERÁTICO

LICENCIADO EN HISTORIA QUE PREPARA HAMBURGUESAS

JOCKEY TOCADO DE CARAVANA

MONO DE PORCHE AGITABIBLIAS

GATO ATROPELLADO POR LA ECONOMÍAS

ESBIRRO CORPORATIVO REPRIMIDO

DOMINADOR MUNDIAL DE METABOLISMO ACELERADO

REINA DE LAS CHUCHERÍAS DEL CENTRO DEL PAÍS

RESIDENTE DE SÓTANO VENDEDROGAS

GUERRERO DE LA CARRETERA POSTADOLESCENTE

APILALATAS ACORRALADO POR LA DEPRESIÓN

ESCLAVO DEL ESTILO DE VIDA PRETENCIOSO

SUPERVIVIENTE DE QUIEBRA ANTIGUAMENTE

RESPETABLE RECORTACUPONES DE PELO LACADO

CÍNICO MANIPULADOR MEDIÁTICO

FANÁTICO DE LAS ARMAS RETICENTE

LOS OVNIS ME COMIERON EL CEREBRO

CONCUBINA CORPORATIVA FRECUENTADORA DE CENTRO COMERCIAL

APLASTAPATOS CON MUCHA FIBRA

COMESALSA POST-CONFEDERADO

EMPRESARIO MANIACO DEL TERCER MUNDO

PROFESIONAL JOVEN ESTRESADO

PERSONAL DE CENTRO COMERCIAL QUE VIVE EN UN

APARTAMENTO

CABEZA METÁLICA DE FORMACIÓN PROFESION

ALQUEMALIBROS DE ORANGE COUNTY

NEGRO SUBURBIAL DE PRIMERA GENERACIÓN

ARRIBISTA DE BONOS BASURA DE LOS 80

ESCLAVO ASALARIADO ACOSADO POR LAS DEUDAS

ACTIVISTA ALIMENTADOR

ANTIGUO TRABAJADOR DEL ACERO QUE LIMPIA BAÑOS

NEO-OKIE

MANIACO DE LA LUCHA PATALEANTE

COMANDO DE CONDOMINIO AL SOL

LUMPEN DEL CINTURÓN DEL ÓXIDO

 

Y otras...

Aaron le dio a la barra espaciadora del teclado de la estación de trabajo Calyx. Desaparecieron todas las ventanas, excepto la larga y delgada llena de categorías. Se destacó el siguiente elemento de la lista leído en voz digitalizada: FANÁTICO DE LAS ARMAS RETICENTE-JIM HANSON, N. PLATTE, NEBRASKA.

Apareció otro conjunto de ventanas, al igual que el último pero con información e imágenes diferentes. En esta ocasión la foto era en blanco y negro, reproducida de un periódico, mostrando a Jim Hanson, un hombre de rostro delgado de unos cincuenta años, vestido con un uniforme Boy Scout de adulto y por algún bosque. Como antes, había un vídeo corto. Le mostraba junto a una mesa de picnic en un jardín trasero, ocupándose de una barbacoa y actuando como eminencia gris de una multitud de chiquillos, presumiblemente sus nietos. La ventana del mapa era exactamente la misma, pero la X roja se había desplazado al centro de uno de esos estados en medio del país; aparentemente, Nebraska.

Jim Hanson no parecía demasiado interesante. Aaron le dio a la barra espaciadora, desplazándose al siguiente elemento de la lista: DOMINADOR MUNDIAL DE METABOLISMO ACELERADO — CHASE MERRI AN, BRIARCLIFF MANOR, N.Y. En esta ocasión, la fotografía era un buen trabajo de estudio. El vídeo mostraba a Chase Merrian jugando en un bonito campo de golf acompañado de otros tres dominadores mundiales de metabolismo acelerado.

Aaron empezó a golpear la barra espaciadora, recorriendo la lista, mostrando cien fotos una a una. Cuando llegaba abajo del todo, volvía a empezar por arriba, por lo que podría seguir eternamente si le apetecía. La X roja del mapa saltó por todo el país, dibujando un perfil demográfico perfectamente equilibrado de Estados Unidos.

 

Floyd Wayne Vishniak estaba sentado en su caravana, viendo Wheel, cuando oyó el sonido de las ruedas sobre la gravilla. Fue a la puerta principal, echando una mirada para asegurase de que su escopeta recortada estaba en el sitio secreto; allí estaba, astutamente oculta en el hueco estrecho tras tres cajas de cerveza apiladas, junto a la puerta. Habiendo establecido sus parámetros, miró por la ventana a ver quién se había llegado hasta allí para hacerle una visita. Si era otro cobrador, no iba a recibir una recepción muy amistosa.

Por su apariencia inicial, bien podría ser un cobrador. Era un hombre pequeño y delgado de pelo oscuro y gafas, y salió del coche vestido con camisa y corbata. Lo primero que hizo fue abrir la puerta trasera de su Ford LTD Crown Victoria gris y descolgar la chaqueta del gancho que había sobre la puerta trasera.

Floyd Wayne Vishniak iba en coche desde que era pequeño, claro, y había visto esos pequeños ganchos sobre las puertas, y hacía mucho tiempo alguien le había dicho que eran para colgar abrigos. Pero en esta ocasión, era la primera vez en toda su vida que veía cómo alguien lo usaba.

En su mente germinaba una semilla de resentimiento. Ganchos para prendas en los asientos traseros de los coches. Siempre allí, nunca usados. Un vestigio misterioso de otras épocas y lugares, como las escupideras. Nadie los usaba; así eran las cosas. Para empezar, nadie se ponía traje, como no fuese para ir a una boda o un funeral. Cuando te ponías traje, si por alguna razón te tenías que quitar la chaqueta, la estirabas sobre el asiento trasero. Colgarla de esa forma: ¿exactamente qué pretendía decir ese enano empollón? ¿Que la pelusa o lo que fuese del asiento trasero de su lujoso coche (inmaculado) no podía tocar la tela de su exquisita chaqueta?

Era un buen coche, la verdad, nuevo y probablemente había costado más de quince mil dólares. El hermoso acabado gris había quedado manchado, bajo el embellecedor, con un lodo marrón oscuro lanzado por las ruedas al salir de la autopista y recorrer la carretera de gravilla. A Floyd lo habían echado de su apartamento en Davenport para que el casero se lo pudiese alquilar a una gran familia de afroamericanos venida de Chicago a robar algunos más de los inexistentes trabajos de Davenport. Por suerte, conocía a alguien que tenía esa granja en las afueras de la ciudad y estaba dispuesto a dejarle vivir en la caravana.

El hombre se puso la chaqueta. El forro de satén relumbró bajo la luz horizontal del sol de la tarde. Se encogió de hombros un par de veces para que la chaqueta se ajustase y él tuviese buen aspecto. La chaqueta tenía hombreras que le hacían parecer mayor de lo que era en realidad. Metió la mano en el asiento trasero y sacó un maletín.

Tan pronto como vio la cartera, Floyd abrió la puerta de la caravana y se quedó apoyado contra la puerta, fumando un cigarrillo y mirando toda la longitud de la escalerilla improvisada y manchada de barro hasta el hombrecito.

—Hola, señor Vishniak —dijo el hombre, mirándole.

—Es curioso, todavía no me he presentado. ¿Cómo sabes mi nombre? Yo no sé el tuyo. No conozco a nadie como tú. Todos mis amigos llevan camionetas muy oxidadas. ¿Quién demonios eres?

El visitante pareció desconcertado.

—Me llamo Aaron Green —dijo. Parecía que efectivamente no quería estar allí. Lo que hizo que Floyd sintiese más simpatía hacia él, porque él tampoco quería estar allí. Así que era un comienzo.

—¿Qué quieres? —dijo Floyd.

—Quiero darle diez mil dólares.

—¿Los lleva encima?

—No, tengo un pago inicial de mil.

Floyd se quedó en la puerta durante un rato, fumándose el cigarrillo y considerando una situación tan poco común. Un hombre, probablemente un judío de Chicago, se había llegado hasta su caravana y le ofrecía diez mil dólares.

—¿Es como esos sorteos que llegan por correo? ¿Eres amigo de alguno de esos tipos?

—No, no es ninguna rifa. Represento a ODR, que es una empresa encuestadora radicada en Virginia. Le hemos identificado como representante típico de una parte en concreto de la población de Estados Unidos.

Floyd bufó burlón. Ya se imaginaba.

—Nos gustaría seguir sus reacciones a la campaña presidencial actual. Lo que opina de los distintos candidatos y temas.

—¿Quieres que vaya a Virginia?

—No. En absoluto. Queremos que cambie su vida lo mínimo posible. Es crucial para el sistema.

—Así que van a llamarme cada dos días y hacerme preguntas.

—Es todavía más fácil —dijo Green—. ¿Puedo entrar y mostrárselo?

Floyd volvió a bufar.

—Mi pequeño palacio no es gran cosa.

—No es problema. Sólo ocuparé diez o quince minutos de su tiempo.

—Entra entonces.

Aaron Green y Floyd se sentaron delante de la tele. Floyd bajó el volumen un poco y le ofreció una cerveza al visitante, que la rechazó.

—Esta noche tengo que conducir hasta Nebraska —dijo—, y si ahora tomo una cerveza, durante toda la noche tendré que parar para orinar.

—¿Nebraska? ¿Se trata de un tipo en cada estado?

—Algo así —dijo Aaron Green. Era evidente que no creía que Floyd Wayne Vishniak, un operario tonto y sin educación, pudiese tener cabeza suficiente para comprender los detalles.

—¿Ha leído cómics de Dick Tracy? —preguntó Aaron Green.

—No sale en el periódico de aquí —dijo Floyd—. ¿Tú has leído al Príncipe Valiente?

Una vez más, Aaron Green vaciló. Tenía muchos problemas para ganar impulso.

—Bien, habrá oído hablar del televisor de pulsera.

—Sí, he oído hablar de eso.

—Bien, aquí tiene la oportunidad de mirar uno. —Aaron Green sacó algo de la cartera.

Tenía el aspecto de un reloj de súper alta tecnología o algo así. Algo similar al artilugio secreto que llevaría un comando en una película.

La correa del reloj no era una tira de piel o similar. Estaba fabricada con plástico duro y negro, ventilada con un montón de agujeros. Era enorme, como unos siete centímetros de ancho. Estaba compuesta por varias placas de ese plástico rígido unidas entre sí para que pudiesen adoptar la forma de la muñeca.

En lugar de tener una esfera en la parte superior, tenía una especie de pantallita, como un reloj digital, que en ese momento no mostraba nada, sólo gris. Aparte de ésos había algunos contenedores negros y elevados moldeados en la superficie exterior de la correa, pero no tenían pantallas, botones ni nada similar, estaban lisos y debían contener pilas o algo.

—Mierda —dijo Floyd—, ¿qué demonios es eso?

—Normalmente es un reloj digital. Parte del tiempo es un receptor de televisión con un pequeño altavoz para el sonido.

—¿Puedo ver los partidos de Whiplash?

—Me temo que no. La televisión sólo le mostrará un tipo de programa, y sólo ese tipo, y es programación política relacionada con las elecciones.

—Mierda, sabía que tenía trampa.

—Es por eso que le ofrecemos el dinero. Pero no es todo diversión. Acepta algunas responsabilidades como parte del acuerdo.

Floyd Wayne Vishniak pensó que si Aaron Green no estuviese intentando pagarle diez mil dólares, lo echaría escaleras abajo, le saltaría encima y le daría unos golpes. No le gustaba nada que ese hombrecito, que tenía aproximadamente su edad, e incluso podría ser un poco más joven, le estuviese sermoneando sobre la responsabilidad. Era el tipo de cosas que papá le decía.

Pero por ahora iba a mantener la calma. Puso los pies sobre la mesilla cerca del maletín, se recostó, alzó las cejas, miró a Aaron Green a través del humo del cigarrillo.

—Bien, por diez mil dólares supongo que podría ser responsable.

—Considérelo un trabajo a tiempo parcial. Le llevará como diez minutos de su tiempo cada día. No le impide tener otros trabajos. Y la paga es muy, muy buena.

—¿Qué tengo que hacer?

—Ver la tele.

Floyd rió.

—¿Ver la tele? ¿En esa cosita de pulsera?

—Exacto. Bien, la mayor parte del tiempo funcionará como un reloj digital. —Green pulsó un botón y la pantalla empezó a mostrar numerales negros sobre un fondo gris, ofreciendo la fecha y la hora actual—. Es una comodidad para usted —explicó—. Pero de vez en cuando, pasará algo así.

El reloj emitió un pitido penetrante. Los números desaparecieron y quedaron reemplazados por una carta de ajuste.

—¡Guau, en color! —dijo Floyd.

—Sí. Claro, no se puede ver en color cuando finge ser un reloj. Pero en modo televisión, es como un pequeño aparato de televisión en color.

Después de un par de segundos, la carta de ajuste quedó reemplazada por una grabación de John F. Kennedy dando su discurso de «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti».

—Ésta es una pequeña demostración. Una vez que comience el programa, le mostrará reportajes sobre los actos de campaña. Debates, conferencias de prensa y demás.

—¿Por qué no verlo en mi aparato?

—Porque le vamos a enviar directamente nuestros propios programas, a través del reloj. Puede que queramos que vea algún acto que las cadenas no comentaron, así que nosotros mismos generamos la programación. Además, nos parece que de esta forma obtendremos mejor cumplimiento.

—¿Cumplimiento?

—Supongamos que no está en casa. Quizás ha ido a un partido de Whiplash. No podría ver la televisión normal. Pero con este reloj PIPER puede verla donde esté.

—¿PIPER?

—Así se llama el programa.

—¿Cuánto tengo que ver?

—Muchos días no habrá nada. Puede que le mostremos quince minutos o media hora de programación un par de veces por semana. A veces será un poco más intenso. El único momento donde le daremos un montón de material para ver será durante las convenciones en julio y agosto.

—¿Qué más tengo que hacer? ¿Me llamarán para preguntarme o qué?

—Eso es todo. Ver la tele.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Entonces, ¿cómo sabrán lo que opino? Pensaba que la idea era obtener mis opiniones.

—Lo es. Pero podemos hacerlo electrónicamente.

—¿Cómo?

—A través del reloj PIPER. —Green metió la mano en la cartera y sacó una cinta—. Veo que tiene vídeo. Debería ver esta cinta. Explica cómo funciona.

—No comprendo.

—El reloj PIPER hace algo más que mostrarle actos de campaña. También monitoriza sus reacciones. ¿Alguna vez ha ido a un centro comercial o a un parque de atracciones y ha visto una de esas máquinas donde echa una moneda y da los biorritmos o el estado emocional?

—En la taberna de Duke tienen una que te da tu valoración sexual.

—Oh. —Green parecía avergonzado—. ¿Cómo funciona?

—Agarras una barra que sobresale de la parte superior, mide tu cociente sexual y lo muestra en pantalla. Yo siempre saco una puntuación bien alta.

—Bien, probablemente sea un dispositivo de respuesta galvánica de la piel.

—¿Cómo dices?

—Este reloj PIPER tiene en su interior un mecanismo similar al de la máquina de cociente sexual. Así que podría ofrecer una lectura continua, las veinticuatro horas del día, de su cociente sexual, si quisiéramos.

—¿Para qué querrían mi cociente sexual?

—Para ser sinceros, probablemente no nos interesase... ¡no se ofenda! —Green rió con nerviosismo—. Pero usando el mismo tipo de detectores, podemos hacernos una idea de cómo reacciona a los programas que aparecen en la pantalla. Esa información nos llega directamente por radio.

—Por tanto, les transmite mis emociones. Les indica lo que piensa mi cuerpo.

Green sonrió.

—Es una buena forma de describirlo. Lo que piensa su cuerpo. Me gusta.

—Pero ¿qué hay de mis opiniones?

Green agitó la cabeza y frunció el ceño.

—No estoy seguro de a qué se refiere.

—Bien, esto les dice cómo responden mis emociones, ¿cierto?

—Sí.

—Pero no es lo mismo que una opinión, ¿no?

Green parecía confundido, perdido.

—¿No lo es? No estoy seguro de a qué se refiere.

—Bien, quizá vea a un tipo dar un discurso. Quizá se le da de maravilla dar discursos y por tanto mis emociones sean buenas. Luego, me quedo despierto en plena noche, pensando en lo que dijo, y de pronto ya no me parece tan lógico, y puedo ver un montón de fallos en sus argumentos y cambio de opinión y decido que no es más que otro estúpido hijo de puta mediático dispuesto a robarme el dinero y mandar los trabajos a Borneo. Por tanto, mi opinión final del tipo es que es un cabrón. Pero lo único que sabéis es que he mostrado una buena respuesta emocional al discurso.

Floyd sabía que había pillado a Green. Estaba claro que a Green, el intelectual con buen sueldo de la gran ciudad, no se le había ocurrido algo así. No había anticipado que alguien pudiese pensar en esa objeción. No sabía qué decir.

—No tenemos la tecnología para leer algo así —dijo al fin, hablando lenta y cuidadosamente—. No tenemos forma de leer su mente en plena noche para descubrir que piensa que el senador fulano va a enviar su trabajo a Borneo.

—Ajá —dijo Floyd, agitando la cabeza.

—Pero PIPER es una forma de obtener información —dijo Green, ganando impulso. Floyd tuvo la impresión clara de que intentaba escapar de la esquina donde Floyd lo había atrapado—. No hace falta decir que nos mostraremos receptivos a cualquier comentario que desee hacer. Así que si se le ocurren esas ideas en medio de la noche...

—Se me ocurren —afirmó Floyd—, continuamente. Me vienen como ladrones en la noche.

—... en ese caso, nos encantaría que nos las ofreciese.

—Me han cortado el teléfono —dijo Floyd—. Pero podría escribiros una carta.

—Eso sería perfecto —dijo Green—. Nuestra dirección aparece en la cinta. Envíenos todas las cartas que quiera. Nos gustaría oír su opinión sobre lo que sea.

—¿Así que tengo que llevarlo puesto veinticuatro horas al día?

Green se encogió de hombros.

—Sólo cuando esté despierto.

—¿Y qué más debo hacer para conseguir esos diez mil dólares?

—Absolutamente nada.

—¿Absolutamente nada?

—Sólo levantarse por la mañana y ponérselo, todos los días desde ahora hasta el día de las elecciones. Si acepta, le daré mil dólares ahora mismo. Sabremos, comprobando las señales del reloj, si lo lleva puesto o no. Siempre que lo lleve puesto durante todos los segmentos de programación que le enviemos, seguirá recibiendo mil dólares al mes. El día de las elecciones le entregaremos el resto de los diez mil dólares.

Floyd cogió el reloj PIPER. Las dos mitades de la correas estaban separadas. Se lo puso en la muñeca, le puso la otra mano alrededor y la correa se enganchó con firmeza pero con comodidad.

—Para quitárselo, pulse ese botoncito y los trinquetes se soltarán —dijo Green.

—Trato hecho —dijo Floyd—. ¿Dónde están mis mil dólares?