Capítulo 18

 

E

l rio South Platte parecía grande e importante en los mapas de Denver. Se acercaba a la ciudad desde el nornordeste. Su valle fluvial tenía varios kilómetros de ancho y servía de pasillo para un buen montón de importantes rutas de transporte: autopistas estatales, una interestatal, tuberías de gas natural, vías férreas importantes y líneas de alta tensión. Eleanor lo vio por primera vez poco después de que ella y Harmon llegasen a Denver y daban vueltas en coche buscando un sitio para vivir. Harmon conducía y Eleanor guiaba, y se había perdido. Se habían perdido porque había intentado emplear el grandioso South Platte como punto de referencia, y en lugar de eso no hacían más que pasar de un lado a otro sobre un arroyo insignificante o zanja de drenaje en mitad de ninguna parte. No fue hasta ver el nombre en un cartel junto al puente que se convenció de que aquel arroyuelo reseco era todo lo que había.

Habían vuelto a atravesar el Platte un par de años después, de camino al motel y refugio de autocaravanas Commerce Vista. En retrospectiva, Eleanor sabía que Harmon había escogido expertamente la trayectoria para llegar allí sin tener que pasar por ninguna parte de Commerce City en sí. Habían entrado por el noroeste, desde los suburbios de clase media donde habían criado a su familia, dejando atrás centros comerciales nuevos totalmente vacíos con gastados carteles de SE ALQUILA por toda la fachada, atravesando campos abiertos demasiado cercanos a la planicie aluvial o demasiado alejados de la autopista como para construir en ellos. En el límite de Commerce City habían atravesado rápidamente una breve y desagradable ráfaga de franquicias y luego habían llegado a Commerce Vista. Por alguna razón, Eleanor no había visto el cartel de TARIFAS SEMANALES en la marquesina del motel, y no se había molestado en mirar al otro lado de la autopista, el borde este del camping de caravanas. No había mirado porque no era más que un espacio vacío de campo que se extendía hasta el límite del cielo blanco, y a Eleanor no le gustaba mirar al este sobre ese territorio porque le indicaba con exactitud lo lejos que estaba de casa. Pero si hubiese mirado, habría visto que estaba rodeado de una verja coronada de alambre de espino, con carteles cada pocos metros que decían CUERPO DE INGENIEROS DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS — NO PASAR. Aquí y allá sobresalían del suelo misteriosos manojos de tuberías, y cada pocos cientos de metros había una caja blanca de madera con un tejado en pico, como si fuese una enorme casa para pájaros, que contenía instrumentos para monitorizar el aire.

La hierba era lo único que se atrevía a crecer en la harina amarilla de roca que pasaba por suelo en Commerce Vista. Pero la vegetación había desaparecido por completo y ahora no era más que una capa dura mezclada con vidrios rotos que centelleaba cuando la luz del sol incidía de cierta forma. No había carreteras o calles, sólo senderos dejados por el último vehículo que hubiese pasado. Lo único que impedía que el viento se lo llevase todo era la acción aplanadora de las ruedas de coches y camiones, y las pequeñas vallas hasta la cintura que dividían el terreno en pequeños espacios y ofrecían a cada caravana un patio propio.

En su primera visita a ese lugar, Eleanor se había dado cuenta de que la puerta de la vecina tenía un adorno. Lo había colocado uno de los hijos de Doreen. Era un payaso: un círculo de papel naranja de construcción con tres rectángulos negros, uno por cada ojo y uno abajo que aparentemente debía entenderse como la boca. Le había resultado curioso ver adornos de Halloween en pleno junio. No fue hasta que se mudaron que Doreen le explicó que el símbolo era, de hecho, una copia de una señal de radiación que los chicos habían visto en el arsenal, al otro lado de la autopista.

Recordó todo eso una noche, mientras se reclinaba en el asiento delantero del viejo Datsun, intentando dormir. Eleanor intentaba no pensar en el viejo Datsun como en un coche. Quería considerarlo como un hogar móvil muy compacto. Lo llamaba el Anexo.

Todavía podía recordar bajar las calles de D.C., con su madre, cuando era niña, y encontrarse con hombres sucios que dormían en coches aparcados. Podía recordar el miedo que le daban esos hombres y su forma de vida. No quería ser como ellos.

Tampoco era para tanto, cuando lo pensaba racionalmente. Vivía en un camping de caravanas, por amor de Dios. ¿Qué era un hogar móvil sino un coche muy grande sin motor? El viejo Datsun, aparcado sobre cuatro ruedas deshinchadas delante del hogar móvil, era como un pequeño anexo, un apartamento para la suegra.

Los asientos no se reclinaban del todo, pero sí se reclinaban bastante. La única dificultad consistía en intentar encontrar un lugar cómodo en el que apoyar la cabeza, porque al relajarse tendía a rodar de un lado a otro sobre la superficie dura del reposacabezas. Después de un par de noches duras, consiguió una disposición de almohadas que le sostenía la cabeza con comodidad. Eso más un saco de dormir y estaría lista. Sabía que era posible que durmiese de tal forma durante un tiempo, así que fijó con alfileres sábanas limpias en el interior del saco de dormir y cada semana las sacaba y lavaba.

Al coche se le había agotado la batería, pero le quedaba lo suficiente para la radio, así que podía decirse que el Anexo poseía un sistema de entretenimiento hogareño. A veces Eleanor oía un poco de música, o las noticias sobre los candidatos presidenciales. Mirando por el parabrisas, podía ver la caravana de Doreen y a los candidatos paseándose por el receptor de televisión que Doreen tenía sobre el frigorífico. La tele vista de tal forma, desde muy lejos, a través de capas de vidrio sucio, incapaz de oír el sonido, poseía un extraño aspecto pixelado. Había tantos políticos yendo a tantos sitios, haciendo tantas cosas encantadoras para llamar la atención de las cámaras. Era como un parvulario, pensó, lleno de niños solitarios que se golpean unos a otros, corren con objetos afilados y se meten lápices en la nariz, lo que hiciese falta para llamar la atención. Los productores de televisión, como profesores de guardería con demasiado trabajo, cortaban frenéticamente de un plano de tres segundos a otro, intentando seguirlos a todos y todas sus actividades. Cada corte hacía saltar la imagen en el televisor de Doreen, tomando a Eleanor por sorpresa y haciendo que sus ojos se dirigiesen involuntariamente hacia la pantalla.

Vaya, así que era por eso que los niños no podían dejar de ver la tele.

Los candidatos no parecían poseer mucha capacidad de atención. A medida que avanzaban las semanas, la mayoría de ellos se encontró con problemas de uno u otro tipo —malos resultados en las primarias estatales, un escándalo o problemas financieros— y los afectados tenían que renunciar. Siempre parecían muy importantes en el momento de dar la noticia, y cuando Eleanor veía un candidato de pie y serio frente a unas cortinas azules, conectaba la radio del Anexo y escuchaba las noticias de su retirada. Pero unos días más tarde comprendía que apenas podía recordar el nombre del candidato y lo que defendía. Y llegó un punto en que cuando los candidatos declamaban sus discursitos de renuncia, ella decía:

—Ya era hora. —Y apagaba la radio.

 

Eleanor Richmond dormía en el coche porque no le quedaba sitio en su hogar móvil. Sólo tenía dos dormitorios. Hasta hacía poco, ella y Harmon habían dormido en uno y los niños, Clarice y Harmon, Jr., en el otro.

Ahora todo estaba patas arriba. Harmon se había suicidado. Harmon, Jr. salía hasta tarde. Clarice había seguido siendo equilibrada y de fiar, una buena chica, durante unas semanas tras el suicidio, y luego una noche no había vuelto a casa.

Posteriormente, la madre de Eleanor se había mudado con ellos. Eleanor pasó media hora de una noche intentando dormir en la misma cama que su madre antes de irse al salón, donde se encontró a Harmon, Jr. tirado en el sofá. A continuación había ido directamente al coche.

Eleanor adoraba a su madre, pero su madre había muerto hacía mucho tiempo. Sólo el cuerpo seguía vivo. El Alzheimer había empezado cuando estaba en el hogar de jubilados. El bonito. El caro. Para cuando se vieron obligados a trasladarla a uno no tan agradable, su estado se había deteriorado hasta el punto de que no tenía ni idea de qué pasaba a su alrededor, lo que era una bendición para todos los implicados.

Ahora estaba en casa con Eleanor. Había vuelto a los pañales. A Madre no le importaba, pero a Eleanor vaya que sí, y los chicos no podían soportarlo. Eleanor no había visto mucho a sus hijos desde que Madre vino.

Con otros hijos, la situación hubiese sido preocupante. Pero los chicos de Eleanor no eran así. Los había criado como Madre la había criado a ella. Tenían la cabeza mirando al frente. Incluso cuando Clarice se quedaba fuera toda la noche, Eleanor confiaba totalmente en que estaría usando la cabeza y no se dedicaría a esos comportamientos estúpidos de clase baja.

Harmon, Jr. era un ejemplo. Se había mostrado horrorizado la primera mañana cuando se encontró a su madre durmiendo en el coche. Había intentado insistir en que él debería ser el que durmiese fuera. Eleanor se había impuesto. Seguía siendo la madre; Harmon, Jr. seguía siendo su hijo. El deber de una madre era cuidar de sus hijos. Ningún hijo suyo iba a dormir fuera, no mientras pudiese evitarlo. Harmon, Jr. acabó cediendo. Pero al día siguiente volvió a casa con unas láminas de un material plástico plateado que había pillado en una tienda de material para coches. Fue al Datsun y las pegó a la superficie interna de todas las ventanillas, convirtiéndolas en espejos de un solo sentido. Desde el interior del coche, no hacían más que dar un ligero tono a las ventanillas. Desde fuera, no se podía ver el interior.

A Eleanor le gustaba de verdad. Le gustaba salir y meterse en el saco, poner el seguro de las puertas, y quedarse tendida durante un rato, mirando por las ventanillas. Normalmente, cuando ibas a la cama estabas ciego. Si oías un ruido misterioso al otro lado de la ventana o en la casa, sentías miedo e indefensión. Tenías que salir de la cama y encender todas las luces para descubrir qué pasaba. Allí, en su burbuja plateada, podía verlo todo, pero nadie podía verla a ella. Si oía un ruido, no tenía más que abrir los ojos, y ver que era un gato rascando el suelo o Doreen regresando de su turno en el 7-Eleven. Y si era algo más que eso, tenía la vieja 45 de oficial de Harmon en la guantera, justo al lado, prácticamente en el regazo. Eleanor había pasado algunos años en el ejército y sabía usarlo. Sabía perfectamente cómo usarlo.

Cuando el dinero escaseaba y las cosas se ponían mal, dejabas de preocuparte de todas las tonterías superficiales de la vida moderna y volvías a lo fundamental. Lo fundamental para una madre era proteger a su familia. Era por eso que Eleanor Richmond se sentía más cómoda, y dormía mucho mejor, en su burbuja de vidrio plateado con un arma cargada a veinte centímetros. Por mucho que lo demás estuviese fatal, sabía que si alguien intentaba entrar en su casa y hacer daño a su familia, ella lo mataría. Eso al menos lo tenía controlado. Lo demás eran detalles.

 

Abrió los ojos en medio de la noche y supo que algo iba mal sin tener siquiera que girar la cabeza.

Commerce Vista estaba justo en el borde de la autopista y no tenía esas tonterías de rampas de salida. Ibas a cien kilómetros por hora y de pronto te encontrabas deslizándote sobre polvo amarillo y vidrio roto, intentando reducir la velocidad. Siempre que alguien ejecutaba esa maniobra, Eleanor lo oía y abría los ojos. Lo primero que veía siempre era la delantera de aluminio blanco del hogar móvil. Si el coche giraba hacia la suya, los faros recorrían la superficie.

Había sucedido hacía unos segundos. Y ahora oía pasos aplastando la gravilla, junto al coche.

Levantó la cabeza lenta y silenciosamente. Un hombre caminaba delante del coche. Un hombre blanco, fornido y con barba, de aspecto juvenil pero con el volumen de la mediana edad, vestido con tejanos y una cazadora oscura, coronado por una gorra de béisbol. Se movía confiado, como si su sitio estuviese en el patio delantero, como si su sitio estuviese en los escalones.

Y definitivamente no era así.

Eleanor había practicado; había estado preparada desde la primera noche en el Anexo. Mientras el hombre subía los escalones hasta la puerta principal, dándole la espalda, ella salió rodando por la portezuela delantera del coche, poniéndose de rodillas, sacando el arma de la guantera y protegiéndose tras la esquina del hogar móvil, observando el lateral de la casa, apuntando al centro de la cazadora del hombre. Desde allí tenía exactamente el aspecto de un blanco en silueta de un campo de tiro.

Él todavía no la había oído. Alzó la cabeza durante un segundo y miró el coche. Era un viejo sedán sin nadie más. El hombre había venido solo. Un error.

—¡Alto! Le estoy apuntando con una 45 —di j o—. Soy veterana del ejército y he disparado cientos de veces contra blancos que eran más pequeños y estaban más lejos.

—Vale —dijo el hombre—. ¿Puede verme las manos? Las tengo en alto.

—Las veo. Póngaselas detrás de la cabeza y luego gírese para mirarme.

—Vale, lo haré —dijo el hombre. Y lo hizo.

—¿Qué hace aquí? —dijo Eleanor.

—Mi trabajo.

—¿Es un ladrón?

—No. Soy policía. Detective Larsen del departamento de policía de Commerce City.

—¿Puede demostrarlo?

—Puedo demostrarlo mostrándole mi identificación —dijo el detective Larsen—. Pero para poder hacerlo, señora, tendría que sacarla del bolsillo, y sería una pena que usted interpretase ese gesto como que estuviese sacando una pistola. Por tanto, hablémoslo durante unos segundos y veamos si podemos negociar una forma de que pueda sacar la identificación del bolsillo sin darle falsas impresiones.

—No se preocupe —dijo Eleanor, apuntando al cielo y mostrándose—. Sólo un poli hablaría así.

—Bien, deje que le muestre la identificación de todas formas —dijo Larsen. Se giró de lado para que ella pudiese verle el culo. Lentamente metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una cartera negra. La lanzó seis metros hacia Eleanor, dejando las manos bien apartadas mientras ella la abría y la miraba.

—Vale —dijo, lanzándosela de vuelta—. Lamento haberle asustado.

—Normalmente estaría realmente cabreado —admitió—. Pero dadas las circunstancias, señora, no hay problema. ¿Es usted Eleanor Richmond?

La cara de Larsen se desdibujó y se desenfocó. Los ojos de Eleanor se llenaron de lágrimas. Todavía no sabía por qué.

—Tengo la sensación de que ha pasado algo terrible —dijo.

—Tiene razón. Pero todo saldrá bien, dadas las circunstancias.

—¿Qué ha pasado?

—Su hijo está en el hospital. El estado es grave pero estable. Va a recuperarse.

—¿Accidente de coche?

—No, señora. Le dispararon.

—¿¡Le dispararon!?

—Sí, señora. Le disparó en la espalda un miembro de una banda, en el centro de Denver. Pero se va a recuperar. Tuvo mucha suerte.

De pronto Eleanor volvía a ver con claridad. Las lágrimas habían desaparecido. Resultaba impactante que en un minuto la curiosidad superase a todo lo demás.

Era terrible. Debería estar histérica y atemorizada. En lugar de eso, se sentía extrañamente tranquila y despierta, como una persona que ha caído de un avión comercial a un cielo azul y centelleante. Ahora su vida se estaba desmoronando por completo. Sentía el abandono total de una persona en caída libre.

—¿Han disparado a mi hijo y me dice que tuvo suerte?

—Sí, así es, señora Richmond. He visto muchos disparos. Lo sé bien.

—Detective Larsen, ¿mi hijo pertenece a una banda y yo ni siquiera lo sé?

—No por lo que sabemos.

—Entonces, ¿por qué le dispararon?

—Él estaba usando una cabina en el centro. Y ellos querían usarla.

—¿Le dispararon por una cabina telefónica?

—Por lo que sabemos, sí.

—¿Mi hijo no quería dejársela?

—Bien, nadie usa continuamente una cabina de teléfono. Pero él no quería renunciar tan rápido como ellos deseaban. Ellos no querían esperar. Así que le dispararon.

Eleanor frunció el ceño.

—¿Qué tipo de persona hace algo así?

El detective Larsen se encogió de hombres.

—Hoy en día hay mucha gente así.

—Bien, ¿por qué están los candidatos presidenciales corriendo por ahí haciendo el amor con tías buenas y metiéndose lápices en la nariz cuando en Denver, Colorado, hay gente que crece sin valores?

El detective Larsen parecía cada vez más desconcertado.

—La política presidencial no es mi especialidad, señora.

—Bien, quizá debería serlo.

 

Unas semanas más tarde, Eleanor se encontró sentada en un banco de acero forjado completamente nuevo y bastante cómodo delante del centro comercial Boulevard en pleno Denver. No le apetecía nada estar en un centro comercial, pero las circunstancias le obligaban a estar allí un par de veces al día.

Su hijo estaba convaleciente, y se estaba tomando su tiempo, en el hospital del condado de Denver, que se encontraba a dos kilómetros al sur del Capitolio del estado y el barrio de rascacielos. Esa zona de la ciudad incluía el hospital, varias escuelas y los museos, todos edificios municipales. También incluía el viejo distrito comercial, que hacía tiempo que pedía una remodelación urbana realmente devastadora.

Recientemente la renovación urbana había llegado en forma de centro comercial Boulevard, una estructura completamente nueva de falso adobe levantada sobre las tumbas de tiendas más tradicionales. Estaba cerca de Speer Boulevard, a sólo unas manzanas del hospital. Allí convergían muchas líneas de buses. Denver había contratado a un genio de la publicidad que había inventado un nombre llamativo para el sistema de buses: El Viaje. Al tratarse del oeste automovilístico, donde se creía que sólo los vagabundos y criminales usaban el transporte público, los buses eran lentos, escasos y tardaban en pasar, y por tanto Eleanor había pasado mucho tiempo usando El Viaje, o esperando su llegada, lo que resultaba aún más humillante.

Se consolaba con el hecho de que tenía todo el sentido económico. Sentada con la calculadora, como la banquera que había sido, y sopesando todas las alternativas, finalmente había decidido que la forma más lógica de invertir su tiempo era coger El Viaje al centro un par de veces por semana, hasta ese vecindario. Además de los edificios municipales, también incluía algunas grandes iglesias antiguas, varias de las cuales se habían unido para formar un banco de comida. En un principio era exclusivamente para ayudar a los mexicanos a sobrevivir al invierno en las Rocosas, pero en los últimos años había empezado a atraer a una clientela más diversa. Así que mientras Eleanor estaba fuera recogiendo queso, leche en polvo, avena y judías, Doreen cuidaba de Madre. A cambio, Eleanor le daba a Doreen parte de la comida y cuidaba de los niños de Doreen un par de horas al día. Eso se conocía, entre los intelectuales, como economía de trueque.

Desde el tiroteo, había añadido una parada adicional: iba a visitar a Harmon, Jr. en el hospital del condado de Denver. Harmon había aprendido, de su padre, a mantener las emociones dentro y a no quejarse de nada, así que en ocasiones resultaba difícil saber cómo se sentía de verdad. Pero parecía estar bien psicológicamente, mucho mejor de lo que hubiese estado Eleanor si le hubiesen disparado en la espalda sin razón. Cuando Harmon, Jr. se recobró del shock y el efecto de las drogas, recuperó la chispa, más un chuleo de machote que no había tenido antes. Le habían disparado y había sobrevivido. Era una forma de ganarse fama en el instituto. Lo del toque macho era mono, siempre que no se pasase.

Pensar en su hijo hacía que Eleanor sonriese mientras estaba sentada en el banco delante del centro comercial Boulevard. Sobre el regazo tenía un enorme bloque de queso naranja metido dentro de una muy poco sólida caja de cartón, y varios kilos de avena y judías en bolsas de plástico transparente. Encima de la cabeza tenía un enorme cartel rojo de metal que decía EL VIAJE.

A su alrededor, la gente salía del aparcamiento, convergiendo en la entrada del centro comercial. Esa gente tenía su viaje propio, muchos con matrículas de condados lejanos. Recibió más de una mirada de asco de esa gente. No era raro en Denver, que ahora tenía guetos en los límites de la ciudad, pero incluso para Denver parecía estar recibiendo demasiadas miradas de asco. Luego se dio cuenta de que todas esas personas llevaban una camiseta o gorra de béisbol con el eslogan EARL STRONG PISA FUERTE [8].

Todo el mundo sabía que el verdadero nombre de Earl Strong era Erwin Dudley Strang, pero a nadie parecía importarle, y ésa era una de las muchas cosas sobre ese hombre que incordiaban a Eleanor Richmond.

No es que cambiar de nombre tuviese nada de malo. Pero en la prensa habían crucificado a candidatos políticos por hacer cosas mucho menos importantes. Earl Strong/Erwin Dudley Strang parecía tener inmunidad.

Podía haber escogido algo un pelín menos obvio que Strong. Cambiar de nombre y luego usar el doble sentido del apellido en la campaña... era un poco excesivo. Como si no fuese más que una nueva serie de televisión. Y a pesar de que todo el mundo sabía lo que Erwin Dudley Strang estaba haciendo, se portaban como cachorritos.

Quizás una razón para que Eleanor no tuviese buen ánimo hacia ese hombre era que le conocía de antes y nunca le había tomado en serio.

La primera vez que había visto el nombre Erwin Dudley Strang, fue impreso sobre el rostro laminado de una identificación. Lo había visto a través de la mirilla de la puerta principal de la casa en Eldorado Highlands. Ella estaba dentro de la casa, sola, esperando al instalador del cable; la empresa de cable le había prometido que el instalador llegaría entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde, por lo que había pasado todo el día esperando en una casa vacía. Finalmente había llamado al timbre a las 4:54 de la tarde y se quedó delante de la puerta principal sosteniendo su tarjeta de identificación como instalador oficial de la televisión por cable de forma que era lo único que ella podía ver al mirar.

Al menos podía enorgullecerse de una cosa: había sabido, sólo por ese pequeño gesto, que Erwin Dudley Strang era un depravado.

 

Abrió la puerta principal. Erwin Dudley Strang bajó la identificación para mostrar un rostro estrecho y cóncavo, cubierto de cráteres como la superficie de la Luna. Miró a Eleanor Richmond a los ojos y abrió por completo la mandíbula. La miró sin decir nada durante varios segundos. Era la mirada que los blancos dedicaban a los negros para hacerles saber que no pertenecían a ese lugar. Para recordarles, por si lo habían olvidado, que no estaban en su continente.

—¿Puedo ayudarle? —dijo Eleanor.

—¿Está la señora de la casa? —dijo él.

—Soy la propietaria. Soy la señora de la casa —dijo.

Mirándola fijamente, Erwin Dudley Strang parpadeó un par de veces y agitó la cabeza melodramáticamente. Pero no dijo nada en ningún momento. La situación casi no hubiese sido igual de desagradable de haber dicho: «Mierda, nunca pensé que vería a una negra por aquí.» Pero no lo hizo. Agitó la cabeza y parpadeó, y luego dijo:

—Sí, hola, he venido a instalar el cable.

Durante el proceso de instalación, tuvo que entrar y salir de la casa media docena de veces. En cada ocasión, él se aseguraba de mirarla fijamente mientras se situaba en el borde de la visión periférica de Eleanor para que supiese que seguía allí. En cada ocasión, ella sentía calor en el cuello y se volvía hacia él, y en cada ocasión él apartaba la vista justo antes de que los ojos se encontrasen, agitaba la cabeza y seguía trabajando.

Recorrió la casa esgrimiendo un taladro con un extremo ridículamente largo, que empleaba para abrir agujeros en todas las paredes exteriores allí donde ella le indicaba que quería televisión por cable. Incluso su forma de manejar la herramienta erizaba el pelo de Eleanor;de alguna forma, quedaba claro que gran parte del ego de Erwin Dudley Strang estaba conectado con esa herramienta y que penetrar las paredes de los hogares de desconocidos era desde su punto de vista la parte realmente agradable del trabajo.

En consecuencia, siempre empujaba el taladro con algo más de fuerza de la necesaria, siempre intentaba que fuese un poco demasiado rápido, y acababa metiendo la broca en la pared con fuerza bruta en lugar de esperar al corte limpio; cada vez que abría un agujero en una pared conseguía provocar un hueco considerable, y cada vez que lo hacía, él agitaba la cabeza asombrado como si fuese la primera vez que le pasaba. Como si para construir la casa de los Richmond se hubiesen usado paredes defectuosas, los Richmond hubiesen sido tan tontos como para no darse cuenta y que no había nada que él pudiese hacer.

Pasó los cables por el exterior de la casa, no grapándolos sino encajándolos entre trozos del recubrimiento exterior. En consecuencia, se cayeron durante el primer par de días, dejando huecos en el recubrimiento donde ya no se unían adecuadamente. Harmon acabó invirtiendo todo un fin de semana en arreglar los agujeros de las paredes, fijando los cables a la casa y uniendo el recubrimiento. Harmon también se dio cuenta de que Strang no había conectado adecuadamente la toma de tierra, lo que hacía que toda la familia sufriese riesgo de electrocución, así que improvisó una toma de tierra con una tubería de agua fría en el sótano.

Todo eso desafiando la afirmación de Erwin Dudley Strang, que le repitió a Eleanor varias veces que todo ese material era propiedad de la compañía del cable y que no tenían permiso para modificarlo de ninguna forma.

—Está todo conectado —dijo, en el momento en que decidió arbitrariamente que había terminado—. Ahora, si me muestra su televisor, lo conectaré.

Los Richmond todavía no se habían mudado. No había ni un solo mueble en toda la casa, o ya puestos, en toda la urbanización. Erwin Dudley Strang había recorrido todas las habitaciones y debía haberse dado cuenta. Ahora le preguntaba por el televisor, mirándola con expresión neutra, con la expresión de inocencia forzada de un escolar que acabase de acertar al profesor con una bola de papel.

El hombre la confundía por completo. Estaba claro que lo que decía no tenía ninguna relación con lo que pensaba. Estaba jugando a algún juego. Eleanor no tenía ni idea de cuál era.

—No está aquí. No nos hemos mudado todavía —dijo al fin. Madre le había enseñado que, ante la duda, debía ser amable.

—Bien, entonces no puedo enseñarle a conectarlo.

—Está preparado para el cable —dijo—. No tenemos más que conectar los cables en la parte de atrás y encenderlo.

—Y conectar el cable de corriente —le corrigió, con apenas un rastro de sonrisa de satisfacción.

—Sí, y enchufar el cable. Buena apreciación —dijo.

—Bien, ¿está preparado para todos los canales de cable? Porque los canales aquí pueden ser diferentes de los de allá.

Eleanor había estado esperando algo así. Decirle a Erwin Dudley Strang que el aparato estaba preparado para el cable era equivalente a reírse de su uso del taladro. No podía permitir que algo así pasase sin castigo. Tenía que superarla y demostrar su control técnico.

—¿De los canales de dónde? —preguntó.

Los ojos del hombre se movieron de un lado a otro. Estaba claro que era una especie de bola.

—De donde sea que vienen todos ustedes —dijo, añadiendo mucho énfasis al «todos ustedes».

—Si no sabe de dónde venimos, ¿cómo sabe que los canales son diferentes?

—Bien, vienen del este, ¿no? ¿De una de las grandes ciudades?

—No. Pasamos un par de años en el centro médico Fitzsimons del ejército. Y antes vivíamos en Alemania.

—Oh, Alemania —dijo. Luego, moviéndose con una velocidad que tomó a Eleanor por sorpresa, se puso recto, entrechocó los talones de las botas de trabajo y lanzó el brazo derecho en el saludo nazi.

—Sieg Heil! —aulló. Dejó caer el brazo y sonrió con toda la cara al observar la reacción de Eleanor—. Hay muchos de ésos allí. Ya sabe, ¿nacionalsocialistas?

—¿Quiere decir nazis?

—Bueno, ése es un término algo despreciativo, pero sí, a eso me refiero.

—Nunca vi uno en Alemania —dijo Eleanor—. Si ha terminado, ya puede irse.

Strang alzó las cejas, quisquilloso.

—Bien, técnicamente hablando, no he terminado la instalación hasta no haber conectado el aparato de televisión y tenerlo funcionando a satisfacción del cliente.

—Mi marido es ingeniero. El lo conectará todo. Si no estamos satisfechos, llamaremos a la empresa del cable.

—Pero antes de irme, tiene que firmarme este documento —dijo Strang, mostrándole una tablilla de aluminio—, que dice que la instalación está completa y usted está satisfecha con la calidad del servicio.

—A estas alturas, firmaré lo que sea.

—¿Está segura? —dijo Strang, agitando la tablilla de forma que Eleanor no pudiese cogerla.

—Completamente segura.

—Podríamos probarlo ahora mismo si pudiese usted conseguir un aparato de televisión.

—Por centésima vez, no tengo aparato de televisión.

—Pero apuesto a que podría conseguir uno.

—No tengo ni idea de a qué se refiere.

Strang miró por la ventana del salón, calle abajo.

—Debe de haber otras casas con televisión. Apuesto a que podría encontrar una forma de echarle el guante a la tele de otra persona, si realmente quisiese.

Ella le miró fijamente, entrecerrando los ojos, agitando la cabeza con asombro.

El siguió hablando:

—Claro que todos ustedes viven ahora en la parte buena de la ciudad, apuesto que ya no hacen esas cosas. Pero apuesto a que sabe cómo. Todos ustedes sólo están un poco oxidados.

—Llamaré a la empresa del cable y le despedirán —dijo ella.

—No pueden —dijo—. No trabajo para ellos. Soy un contratista independiente. Sólo un pequeño hombre de negocios que intenta ganarse la vida.

—Entonces me aseguraré de que no vuelvan a contratarle.

—Su palabra contra la mía —dijo—, e incluso si la creyesen, hay otras muchas empresas de cable en el vistoso Colorado que requieren mis servicios.

Sabía que era una locura discutir con él. Debería limitarse a echarle de la casa. Pero sus padres la habían educado para hablar las cosas. Habían trabajado hasta dejarse los dedos para poder ofrecerle una cara educación católica de forma que las monjas pudiesen enseñarle a ser una ciudadana racional e inteligente. No podía superar el impulso de hacer que Erwin Dudley Strang viese la razón.

—¿Por qué no iban a creerme? —dijo—. ¿Por qué iba a molestarme en llamar para quejarme? No es algo que fuese a hacer por diversión.

—El infierno no conoce furia como la de una mujer rechazada —dijo.

—¿¡Qué!?

—He visto cómo me miraba —dijo—. Si quiere probar un poco, ¿por qué no pedirlo?

—Oh, Dios —dijo ella—, salga de la casa. Salga de la casa. Váyase.

—El dormitorio de arriba tiene una buena moqueta. Casi tan buena como una cama.

A continuación, Eleanor se sorprendió a sí misma dándole una patada en los huevos. Con fuerza. Un golpe directo. La boca de Strang formó una O, sus ojos crecieron, se metió los brazos entre las piernas, cayó al suelo del salón y se tendió de lado, respirando rápida y entrecortadamente a través de labios arrugados.

Ella fue directamente a su coche, subió las ventanillas, cerró las puertas y arrancó.

Después de unos minutos, Strang salió, caminando con pasitos de bebé, se subió a la furgoneta con mucho cuidado y, tras permanecer sentado allí durante algunos ominosos minutos, retrocedió y se alejó.

Más tarde descubrieron que había falsificado la firma de Eleanor en la orden de trabajo. No le importó.

 

La siguiente vez que Eleanor vio a Erwin Dudley Strang fue en la tele, con el nombre de Earl Strong, y su cutis era espantosa y antinaturalmente liso, como si lo hubiesen calafateado, lustrado y abrillantado cuidadosamente. La piel blanca de sus mejillas era luminosa bajo los focos del estudio, y casi difuminada, como la fotografía desenfocada de una vieja estrella de cine. Como si la cámara no pudiese encontrar ningún rasgo o mácula en el que centrarse.

Vio su rostro en el canal local de cable de acceso público, una noche cuando pasaba canales después de que Harmon y los chicos se hubiesen ido a la cama. No hace falta decir que el cable nunca había funcionado bien desde que Strang lo instalase. Siempre había algo de nieve, con un poco de zumbido en el audio, y cuando soplaba el viento, la imagen daba saltos. Pero tragar con una mala televisión era preferible a llamar a la compañía de cable para que él volviese a arreglarlo.

Era enervante e irónico estar pasando canales, maldiciendo la mala recepción, maldiciendo al hombre que lo había instalado, y de pronto verle a él en pantalla, un plano completo de la cabeza, vestido con un traje.

Le miró un momento y pasó al siguiente canal. No quería ver al tipo. Así que vestía traje. Había encontrado otra profesión a la que dejar mal. A ella no le importaba.

Pero unas noches después le volvió a ver y en esta ocasión las letras EARL STRONG aparecían superpuestas abajo, y por fin tuvo que parar y mirar.

Era un programa de entrevistas. No era una de esas perfectas producciones de una cadena importante. No era más que una mesa de metal delante de un trozo enorme de papel azul con un sofá barato al lado, donde se sentaban los invitados.

Pero Earl Strong/Erwin Dudley Strang no estaba sentado en el sofá. Estaba sentado tras la mesa, en una silla plegable barata y de metal que crujía cada vez que se movía. Era el presentador.

Eleanor tuvo que encontrar la guía de canales, el trocito de cartón que Strang le había entregado años atrás, para descubrir qué canal estaba mirando. Decía CH. 29 — CABLEVISIÓN DE ACCESO PÚBLICO.

Earl Strong hablaba de política con una colección de filósofos heterodoxos que se paseaban por su pequeño escenario, aparentemente siguiendo sus propios impulsos. El ángulo de la cámara nunca variaba. Estaba claro que sólo había una cámara grabándolo, y que estaba sobre un trípode, funcionando sola. Era de una ineptitud cómica, pero algo que él organizaría.

El título del programa de esa noche era «El compromiso de tres quintos: ¿error o inspiración?». Eleanor sólo pudo escuchar treinta segundos antes de quedar anegada por una extraña combinación de aburrimiento y furia.

El nombre del programa era Pisando Fuerte. Earl Strong seguía pisando, semana tras semana, año tras año. Parecía que cada vez que pasaba por ese programita él tenía un detalle diferente. Se arregló esos dientes torcidos. Se alargó la barbilla. Se arregló la nariz. Se compró corbatas más estrechas y conservadoras. Jugueteó interminablemente con su peinado hasta encontrar uno —muy corto pero cuidadosamente esculpido— que le sentaba bien. Se compró una silla que no crujía. Pasó a un estudio mejor, consiguió una segunda cámara, luego tres. Consiguió apoyo comercial de Ty Buckaroo Steele, un importante proveedor local de coches usados a buen precio, y dio el salto del cable de acceso público a una de las emisoras comerciales locales.

en cada paso del proceso, Eleanor se reía y agitaba la cabeza, recordándole retorcido en el suelo de su salón, respirando entrecortadamente, y preguntándose cuánto faltaba hasta que todos se diesen cuenta de que ese hombre era un fraude mezquino. Cada vez que él lograba algo más de éxito, Eleanor quedaba conmocionada durante un momento, incluso con algo de miedo. Luego se tranquilizaba y se recordaba que cuanto más ascendiese, más dura sería la caída.

Seguro que alguien se tomaría la molestia de revelarle tal como era.

Pero nadie lo hizo.

luego, de pronto, Earl Strong se presentaba al Senado de Estados Unidos, iba en cabeza en los sondeos y todos estaban encantados con él.