Capítulo 47
E
leanor no tuvo oportunidad real de hablar con William A. Cozzano hasta varias horas después del anuncio. Antes del debate se habían visto una vez, brevemente, y otra, antes del anuncio, habían hablado en circunstancias formales en una sala de conferencias repleta de gente de relaciones públicas y consejeros. Después del anuncio, habían pasado la mayor parte del tiempo celebrándolo en el salón de baile del hotel de Cozzano. No había sido una fiesta de verdad, claro, de la misma forma que una aparición en un programa de debate no era una conversación de verdad; había sido un acto programado y Eleanor estuvo en guardia continuamente. No hacía falta que nadie le dijese que tendría que contener la lengua todavía más de lo habitual e intentar evitar meter la pata.
Finalmente, poco antes de la medianoche, ella, Cozzano y Mary Catherine se reunieron en la suite de Cozzano, en el piso más alto del hotel, naturalmente. Las mujeres se quitaron los vestidos de fiesta y se pusieron ropas más cómodas e informales, y luego tomaron algo en el balcón.
Había sabido de Cozzano desde hacía años y siempre le habían echado un poco para atrás los cimientos hipermachos de su imagen: guerra y fútbol americano. Siempre le había parecido el tipo al que se le daría genial fumar grandes puros y disparar a la vida salvaje en compañía de magnates de la industria, pero que sería incapaz de manejar las sutilezas de la política nacional, que no comprendería del todo los problemas de las mujeres.
Después de cinco minutos con él en el balcón, decidió que se equivocaba. Después de todo, no era un macho con la cabeza llena de mierda. Era distinguido de forma casi europea y poseía un exquisito y burlón, consigo mismo, sentido del humor. Tenía una compenetración cómoda con su hija que a Eleanor le comunicaba todo lo que precisaba saber sobre él.
Acabaron hablando durante más de una hora. Cozzano tenía querencia por las anécdotas y contó varias. Hacia el final de la velada, Eleanor se dio cuenta de que esa propensión ponía a Mary Catherine un poco incómoda. Se agitaba en su asiento y decía «¡Oh, papá!» cuando empezaba una historia. Y mientras la contaba, ella le miraba fijamente a la cara y ocasionalmente fruncía el ceño o se mordía el labio.
Eleanor no estaba segura de por qué. A Cozzano le gustaba hablar, pero no eran ni de lejos peroratas seniles. Eleanor no se sentía incómoda. Contaba sus historias con concisión y siempre venían a cuento en la conversación. Pero sólo conseguían agitar a Mary Catherine.
A Eleanor le daba la impresión de que padre e hija tenían que hablar, y por tanto, un poco antes de la una de la mañana, se disculpó, insistiendo que podía encontrar el camino al vestíbulo y el camino de vuelta a su hotel. Quería disfrutar de su última noche de libertad antes de que el contingente a tiempo completo del servicio secreto entrase en acción a la mañana siguiente.
El ascensor llegó con rapidez —la demanda era reducida a esa hora de la noche—, subió y pulsó el botón del vestíbulo. Cuando las puertas se cerraron, se encontró sola por primera vez desde que Mary Catherine había ido a verla por la mañana. Estaba agotada. Dejó la bolsa en el suelo, se apoyó en la pared, cerró los ojos y lanzó un enorme suspiro.
Estaba sufriendo un tipo de presión que no había experimentado antes. Desde su primer encuentro con Cozzano a principios del día, no había pasado un segundo sin que le sacasen una foto. Le alucinaba pensar en un estilo de vida en el que nunca podrías meterte el dedo en la nariz, en el que nunca podrías ir con el pelo o la cara desarreglada.
El ascensor redujo la marcha. Eleanor abrió un poco los ojos y vio que estaban pasando por el décimo piso. Volvió a cerrar los ojos, satisfecha con pasar otros minutos relajada antes de volver a salir a la vida pública; sin duda, los fotógrafos estarían esperando en la acera.
Las puertas se abrieron y Eleanor sintió que alguien subía. Recordando que ahora era un modelo de conducta, se obligó a abrir los ojos y ponerse recta. Era un hombre delgado con traje. Llevaba el pelo muy corto y tenía ojos intensos e hiperactivos. La miraba fijamente. Los ojos miraron la bolsa.
—¿Qué llevas ahí? —dijo bruscamente.
—Mis cosas —dijo ella, incapaz de encontrar nada más elocuente a esa hora de la mañana.
—¿Qué es esto? —dijo él, inclinándose y tomando la bolsa.
La bolsa era uno de esos regalos baratos que le había hecho la agencia de viajes de Alexandria. Eleanor la había traído precisamente porque era flexible y se podía enrollar y guardar con el equipaje. Esa noche le había venido de perlas para llevar una muda. Ahora mismo vestía tejanos y una sudadera que ponía TOWSON STATE delante. El vestido de fiesta, las joyas y el bolso estaban en la bolsa. El bolso arriba del todo. Mientras el hombre del traje se inclinaba, ella siguió su mirada y vio que la correa del bolso —una cadena pesada chapada en oro, a lo Chanel— colgaba fuera. Él alargó la mano, rápido como una serpiente, agarró la cadena y tiró de ella, sacando el bolso.
—¡Eh! —dijo ella, y agarró la cadena. Pero él le apartó el bolso cuando ella intentó agarrarlo, arrancándoselo de la mano y doblándole las uñas.
Había oído hablar de esa gente: ladrones bien vestidos que vagaban por los hoteles buenos muy de noche, robando bolsos y carteras. Llegarían al vestíbulo en cualquier momento y luego ese tío tendría problemas.
—Maldición —dijo ella y le dio una patada en la rodilla.
—Zorra —dijo él. Se inclinó, le clavó un hombro en el plexo solar y aprovechó el impulso para fijarla a la pared del ascensor. Su cabeza golpeó la pared, lo que no produjo ningún daño importante, pero sí la dejó desorientada; se deslizó pared abajo y acabó en el suelo con las piernas abiertas, y se dio cuenta de que no podía respirar.
El hombre se alzaba delante del panel de control del ascensor. Había sacado un enorme llavero, de los que se llevan unidos a un recogedor con resorte colgado del cinturón, y clavó una llave tubular en la base del panel. La giró una posición y luego pulsó el botón que había debajo del marcado como vestíbulo.
Las puertas se abrieron momentos después. No era el vestíbulo del hotel: vio paredes desnudas de cemento, brutalmente iluminadas con luces industriales baratas, y puertas metálicas con números pintados.
El hombre giró la llave una vez más y el ascensor se inmovilizó en su posición con las puertas abiertas. Eleanor apenas podía respirar. Era la primera vez que la dejaban sin aliento desde el segundo curso.
—Sal —dijo el hombre, agarrándola por la muñeca. Tiró con fuerza y pasó al pasillo. No estaba ayudándola, más bien la arrastraba por el suelo. A Eleanor no le importaba; la falta de oxígeno era una preocupación más inmediata que los malos modales del tipo. Acabó tirada junto a una puerta de metal, cerca del ascensor. El llavero resonó una vez más, la puerta se abrió para mostrar una enorme sala con algunas personas.
Finalmente recuperó el aliento. Sus pulmones se habían contraído, sus vías se habían cerrado y el aire que las atravesó produjo un desagradable sollozo. Pero era agradable. Se obligó a expulsar el aliento y volvió a tomar aire. Volvía a ver en color. El pánico se acalló.
Mientras tanto, un par de tipos con trajes se habían acercado a la puerta, la habían agarrado por los brazos y la habían levantado del suelo para meterla en la habitación. La sentaron en una silla. La sala contenía cuatro mesas de metal baratas, sillas a juego, un sofá y una mesa con una cafetera. En una esquina había equipos de comunicación: una centralita telefónica y una radio.
Eleanor cerró los ojos y durante un rato se concentró simplemente en respirar. Pero al cerrar los ojos la cabeza le empezó a dar vueltas; seguía atontada por el golpe contra la pared. Mantuvo los ojos abiertos lo justo para mantener la vista muy fija en un objeto: una fotografía cutre de una mujer con grandes pechos, vestida mitad con uniforme de policía y mitad con lencería, una pistola en la liga de sus medias, sosteniendo unas esposas entre los dedos.
Finalmente se recuperó lo suficiente para cabrearse.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —dijo y se alzó de la silla. Pero alguien le agarró el cuello de la sudadera por detrás, lo retorció para apretarlo y la obligó a sentarse otra vez.
—Calla, hermana —dijo una voz—. Deberías saber que es mejor no causar problemas.
Luego le agarraron los brazos y se los pusieron a la espalda, tras el respaldo de la silla. Oyó un ruido y sintió algo apretado alrededor de las muñecas: esposas de plástico. No podía mover los brazos.
—¿Os importaría decirme quién demonios sois? —dijo.
Pasaron de ella. El hombre con traje que se había enfrentado a ella en el ascensor fue al teléfono, le dio a unos botones y habló:
—Sí, soy Moore de seguridad. Hemos capturado a una mujer negra con una bolsa con el bolso y las joyas de otra mujer. Está intoxicada, es violenta y alborotadora. ¿Tenéis alguna queja de propiedad desaparecida?
Prestó atención durante un momento.
—Vale. Bien, es posible que lo hiciese en uno de los otros hoteles de la zona y acabase de llegar aquí. ¿Quieres telefonear a los otros a ver si tienen problemas?
A estas alturas, todo el contenido de la bolsa de Eleanor estaba esparcido sobre la mesa, y los detectives del hotel lo manoseaban, realizando comentarios lascivos sobre su ropa interior y valorando las joyas.
Eleanor sabía que debería estar arrancándoles la cabeza. Debería estar invocando la furia del cielo. Pero estaba tan perpleja que resultaba casi más interesante seguir sentada y observar.
Había un aparato de televisión sobre la mesa del café, mostrando un noticiario nocturno. Su rostro apareció en pantalla junto al de Cozzano. Lo que sucedió a continuación fue el momento más gratificante de su vida desde su último parto.
—Mirad la tele —dijo.
Al día siguiente, el señor Salvador llamó a Ogle a su teléfono por satélite. Ogle estaba en uno de los aviones de campaña de Cozzano. Cozzano 1 llevaba al candidato, su escolta del servicio secreto, su personal y los allegados más cercanos; Cozzano 2 era un avión de prensa, y Cozzano 3, que casi nadie conocía, era un avión de carga GODS. Portaba un contenedor de carga GODS, el Ojo de Cy. Ogle estaba en Cozzano 1 cuando recibió la llamada disgustada del señor Salvador.
—¿Viste los periódicos de esta mañana?
—Claro que sí —dijo Ogle.
—Es exactamente lo que predije. Eleanor Richmond es un problema.
—Bien, ¿por qué lo dices?
—¿Estás de broma? Lo primero que hace es conseguir que la arresten.
—Retenida. No arrestada.
—Y luego, inmediatamente, sin consultarlo contigo, empieza a largar. Bla, bla, bla, racismo por aquí, racismo por allá, mentalidad de linchamiento, todas las palabras clave radicales afroamericanas.
—No se le puede echar en cara que esté cabreada.
—Puedo echarle en cara la estridencia. ¿La viste en televisión esta mañana? ¿Delante del hotel?
—Sí.
—¿Quién le autorizó a organizar un mitin callejero?
—No creo que lo organizase exactamente —dijo Ogle—. Más bien sucedió. Un montón de gente vino del sur con la intención de quemar el hotel. Ella salió y los tranquilizó.
—Bien, parecía un mitin.
—Sé que lo parecía.
—Y lo último que nos hace falta es una mujer negra radical sin pelos en la lengua que corra por las calles con un megáfono.
—Señor Salvador —dijo Ogle con paciencia y tranquilidad—, mientras hablamos, Eleanor Richmond está en un avión con destino a Cashmere, Washington, para recoger manzanas con los inmigrantes de las granjas. Luego irá a hacer piragüismo y leerá un discurso ya escrito sobre la importancia de los ríos. A continuación volará a San Diego para arreglar vallas con esos mexicanos que van por la zona centro de las autopistas. Luego...
—Vale, pillo la idea —dijo el señor Salvador.
—Creo que ella también —dijo Ogle.