Capítulo 4

 

E

leanor Boxwood Richmond escuchó el discurso del Estado de la Unión por la radio, pero tampoco es que prestase atención. Conducía un coche prestado a través de calles abandonadas en Eldorado Highlands, un malogrado suburbio a quince kilómetros al norte de Denver. Había pedido prestado el coche a Doreen, que vivía en la caravana junto a la suya, varios kilómetros al este, en Commerce City.

En caso de que la policía intentase llamarla para darle alguna noticia de su marido, Eleanor había sacado el teléfono en forma de pelota de fútbol americano por la ventana de la cocina, lo había llevado por el hueco entre las caravanas y lo había pasado por la ventana del dormitorio de Doreen. El marido de Eleanor, Harmon, a quien buscaba, había conseguido gratuitamente el teléfono en forma de pelota de fútbol americano suscribiéndose a Sports Illustrated, unos años antes. Ahora, los ejemplares de Sports Illustrated seguían aparecieron regularmente cada semana, mientras que el propio Harmon, deprimido por el desempleo y la bancarrota, se había vuelto cada vez más errático. Al menos podías contar con la persistencia de algunas cosas.

Eleanor se sentía tonta y humillada cada vez que hablaba empleando el teléfono en forma de balón de fútbol americano. No hacía que fuese más fácil buscar trabajo en la industria bancaria. Se quedaba sentada en la caravana, que estaría como un horno o helada dependiendo de la temperatura exterior. Mantenía las ventanas cerradas incluso en verano para que los gritos de los niños de Doreen, y la pesada puerta metálica al otro lado de la caravana, no fuesen audibles para la persona con la que estuviese hablando por teléfono. Telefoneaba a personas que vestían trajes oscuros y ocupaban edificios con aire acondicionado, y sostenía la pequeña pelota de fútbol a un lado de la cabeza intentando sonar como una empleada de banca. Hasta ahora no había conseguido trabajo.

Anteriormente, cuando toda la familia había vivido junta, feliz, en la gran casa del suburbio de Eldorado Highlands, tenían un teléfono en cada habitación. Además del teléfono en forma de pelota de fútbol, habían tenido un teléfono en forma de zapatilla deportiva; un teléfono barato de RadioShack que sólo se descolgaba si lo colocabas sobre una superficie estable; y un par de fiables y tradicionales teléfonos de AT&T. Todos esos teléfonos habían desaparecido durante el segundo robo en la caravana, por lo que se habían obligado a sacar de la caja el teléfono en forma de pelota de fútbol y usarlo.

Hacía dos días que Eleanor Richmond no veía a su esposo, Harmon. Durante el primer día, había sido más un alivio que otra cosa, porque normalmente, cuando le veía, él se encontraba medio tendido en el sofá de respaldo roto mirando la tele, bebiendo. De vez en cuando se levantaba, conseguía un trabajo basura, lo realizaba durante un par de días, lo dejaba o le despedían, y luego regresaba a casa. Harmon nunca aguantaba mucho en un trabajo basura porque era ingeniero, y voltear hamburguesas o preparar batidos le ponía de los nervios, de la misma forma que hablar por el teléfono en forma de balón de fútbol americano ponía de los nervios a Eleanor.

El vecindario que Eleanor recorría se había construido a comienzos de los ochenta en un rancho elevado y perfectamente plano. Todas las casas estaban vacías, y tres cuartos de ellas siempre lo habían estado; a medida que recorrías las calles curvas, mirabas jardines que ahora mismo revertían a praderas de hierba corta, a través de las ventanas delanteras de las casas, hasta los interiores vacíos, y a través de las ventanas traseras, a un par más de jardines, y así a través de otra casa similar en otra calle similar.

Eleanor y Harmon Richmond habían comprado la casa recién construida, antes incluso de que instalasen la moqueta. Fue a comienzos de la administración Reagan. Harmon trabajaba para una empresa aeroespacial de tamaño medio que vendía aviónica al Departamento de Defensa. Eleanor había criado a los dos niños hasta la edad escolar y acababa de regresar al mundo laboral. Había empezado como cajera para un banco en Aurora y con bastante rapidez la habían ascendido a representante de servicios de clientes. Pronto sería directora de sucursal. La madre de Eleanor, viuda, había vendido la casa ancestral en Washington, D.C., y se había trasladado a una residencia de ancianos bastante agradable a poca distancia de ellos.

Les iba bastante bien. Por tanto, cuando las casas que les rodeaban siguieron vacías, durante un mes, luego seis meses, luego un año, y el valor de su casa comenzó a caer, no se preocuparon. Todo el mundo realiza alguna mala inversión de vez en cuando. Se sentían bien compensados, los pagos de la hipoteca no eran altos, y fácilmente cubrían sus gastos, incluyendo el pago mensual para la comunidad de retiro de la madre.

Las cosas fueron realmente bien durante varios años. Deberían haber aprovechado la situación y haber ahorrado algo de dinero. Pero los Richmond eran las únicas personas en sus respectivas familias que habían logrado acceder a la clase media, lo que implicaba que cada uno de los dos tenía un cargamento de primos, sobrinos, sobrinas y demás familia viviendo en varios guetos por toda la Costa Este, creyendo todos ellos que tenían derecho a una parte de lo que imaginaban era la fortuna familiar. Enviaron mucho dinero al Este. Nunca regresó.

Se defendieron hasta comienzos de los noventa, cuando la empresa de Harmon fue adquirida, y los financieros de Nueva York que la habían comprado comenzaron a dividirla y venderla en pequeñas piezas a personas diferentes. La pieza en particular para la que trabajaba Harmon la adquirió Gale Aerospace, un contratista para el Departamento de Defensa con sede en Chicago. Le dieron a elegir: mudarse a Chicago o mudarse a Chicago. Pero no podían mudarse a Chicago sin vender la casa, que ahora valía la mitad de lo que habían pagado por ella. Despidieron a Harmon.

Al año siguiente, el banco para el que trabajaba Eleanor lo compró un inmenso banco de California que ya tenía sucursales por toda la zona... incluyendo una justo frente a la oficina donde trabajaba Eleanor. Cerraron su sucursal y Eleanor perdió el trabajo.

La extinción del derecho a redimir la hipoteca de su casa no tardó en llegar. Durante algunos años habían saltado de un gran complejo de apartamentos a otro, y finalmente habían acabado en el parque de caravanas de Commerce City, junto a Doreen. Todavía tenían dos coches, un wagon Volvo de 1981, que habían comprado de segunda mano, y un Datsun bastante viejo que ya no arrancaba y estaba aparcado, permanentemente, delante de la caravana. Harmon desapareció con el Volvo, dejando a Eleanor varada en la caravana.

Le había buscado por todas partes. Ahora, simplemente para completar el recorrido, había regresado al viejo vecindario.

Era asombroso lo rápido que olvidabas la disposición de las calles. Era casi como si los que las habían diseñado hubiesen querido que te perdieses. Condujo durante un cuarto de hora por las calles serpenteantes, patios y pareados, círculos para cambiar de dirección. La voz del presidente de Estados Unidos seguía relinchando desde la radio. Las palabras casi carecían de sentido y el ritmo del discurso se veía continuamente interrumpido por estallidos de aplausos y vítores. La pálida y seca hierba de pradera, cubierta de nieve en polvo, reflejaba la luz de la luna a través de las ventanas de las casas vacías. No habían terminado muchas de las calles. El asfalto simplemente se acababa y daba paso a un arroyo de tierra endurecida bordeado de casas incompletas, las vigas desnudas y las tuberías sin conectar proyectándose en el aire seco como las cajas torácicas de animales muertos.

Al final vio algo que le recordó dónde se encontraba, y los viejos reflejos tomaron el control, guiándola automáticamente a través de giros y desvíos.

Su casa se encontraba en una pequeña elevación al final de una calle sin salida, una calle en forma de piruleta que al final se ensanchaba para formar un círculo. Su casa estaba justo en lo alto de la piruleta, mirando a todo lo largo de la calle y a una bonita vista de las Rocosas alzándose en el cielo nocturno con las luces de Denver acariciándolas.

La casa relucía a la luz de la luna. La «Casa Blanca». La habían llamado así en parte porque estaba pintada de blanco y en parte porque mudarse allí les había hecho sentir casi como si fuesen de raza blanca.

Se suponía que era un nombre irónico. Sentirse como de raza blanca nunca había sido una de las metas en la vida de Eleanor Richmond. Había crecido en el corazón de Washington, D.C., y en ocasiones había pasado semanas sin ver un rostro blanco. La gente llegaba de otras partes del país y se quejaba de que el sistema estaba en contra de ellos; los policías, los jueces y los jurados eran todos blancos. Pero en D.C., los polis, los jueces y los jurados eran todos negros. Como también lo eran los profesores, los predicadores y las monjas que habían educado a Eleanor. Nunca había tenido la sensación de que ser negra la hiciese destacar de ninguna forma. En cierto modo, eso le había hecho más fácil establecerse en una zona predominantemente de clase media y blanca.

Aun así, trasladarse a una casa de color blanco en un suburbio en Colorado le había hecho sentirse como una pionera en el borde de la selva. A menudo había sentido deseos de saltar al Volvo y volver a D.C. Se le hacía más fácil si lo trataba como una broma, y por tanto la llamó la Casa Blanca. Y cuando sus parientes de D.C. venían a visitarles y a gastar su dinero, ella reía y bromeaba con respecto a la Casa Blanca todo el camino desde el aeropuerto, de forma que para cuando llegasen allí, y viesen lo blanca que era, estuviesen preparados y no la considerasen como una traidora.

Al entrar en la vieja calle sin salida, la Casa Blanca se encontraba justo delante, ocupando su colinita, y estaba iluminada desde dentro, lira la única casa en un kilómetro a la redonda que estaba iluminada. Alguien debía de haber entrado y activado la corriente.

Alguien llamado Harmon.

Eleanor detuvo el pequeño coche de Doreen, allí mismo, en el mango de la corta calle de piruleta, y se quedó sentada durante un par de minutos, mirando a través del parabrisas, colina arriba, la Casa Blanca llena de luz y de alegría.

No se veía el Volvo por ninguna parte. Pero la luz del garaje estaba encendida. Una vez activada la corriente, debió usarla para abrir la puerta del garaje, y aparcó el Volvo en su interior, como en los viejos tiempos.

Eleanor intentaba decidir qué hacer a continuación. Pero estaba claro que su marido se había vuelto loco. Eso, o estaba tan borracho que a todos los efectos podría estar loco.

Estaba cansada de tener parientes locos. Su madre padecía Alzheimer. La habían trasladado a una residencia mucho más barata y quizás uno de esos días tuviese que llevársela a la caravana. Básicamente estaba loca. Sus dos hijos eran adolescentes, y por tanto locos por definición. Ahora su marido estaba loco.

Eleanor Richmond era la única persona en toda la familia que no estaba loca.

No es que no sintiese la tentación.

Al final razonó que, loco o no, a su marido no le haría nada bien acabar en la cárcel. Puede que pensase, en su mente borracha y loca, que todavía era el dueño de la casa. Pero no era así. La propietaria era la Resolution Trust Corporation; habían tomado el control de la caja de ahorro que había extinguido el derecho a redimir la hipoteca. Con el tiempo, RTC probablemente se la vendería a especuladores que vendrían y arrancarían todos los cables y moquetas útiles, o quizá lo derribasen todo hasta dejar sólo los cimientos y convirtiesen el vecindario en una pista para mountain bike o un vertedero para residuos tóxicos. Eleanor sabía que su casa era un muerto viviente, un zombi inmobiliario, y que iba a acabar mal. Pero eso no cambiaba el hecho de que ya no eran sus propietarios y que Harmon podría acabar en la cárcel por haber forzado la entrada.

Quizás ir a la cárcel fuese bueno para Harmon. Le avergonzaría un poco, le obligaría a salir de su depresión.

Pero eso mismo se decía cada vez que les pasaba algo malo y jamás surtía efecto; él simplemente se deprimía más y se volvía más amargado. No le hacía falta más vergüenza.

Sería mejor ir a recogerle. Una vez más, Eleanor, la fuerte, la figura materna cuerda, se encargaría de resolver la situación. Algún día tendría que complacerse, volverse un poco loca y dejar que alguien le ayudase a ella. Pero no conocía a nadie que estuviese dispuesto a encargarse.

 

La puerta delantera estaba abierta. La casa olía rara. Quizá llevase demasiado tiempo cerrada, cociéndose bajo el sol que durante todo el día atravesaba las ventanas, extrayendo todo tipo de vapores y sustancias químicas de la pintura y la moqueta, haciendo que el aire oliese mal. Dejó la puerta abierta.

—¿Harmon? —dijo. La voz rebotaba en las paredes.

No hubo respuesta. Probablemente estuviese completamente borracho e inconsciente en el salón.

Pero no estaba en el salón. Lo único que había allí, la única señal de que Harmon había pasado por allí, eran algunas herramientas tiradas en una esquina, cerca del pequeño armario donde solían almacenar el proyector de diapositivas, el Monopoly y los puzzles.

La puerta del armarito estaba abierta, las herramientas dispersas por el suelo muy cerca. Un martillo y una palanca. Eleanor hubiese sabido que eran de Harmon incluso si no hubiese visto el RICHMOND pintado con todo cuidado en los mangos, usando su esmalte de uñas.

La estrecha franja del tapajuntas que bordeaba la puerta había sido retirada por completo y estaba en el suelo, pequeños clavos sobresaliendo al aire. La pared desnuda había quedado expuesta allí donde el tapajuntas la había cubierto, y Eleanor podía ver las marcas allí donde Harmon había insertado la palanca.

El hueco de la puerta estaba bordeado por otro trozo de tapajuntas, una jamba de puerta con una pequeña placa metálica como a medio camino donde se fijaba el cierre de la puerta. Harmon había intentado arrancar esa jamba.

Eleanor se agachó junto a la puerta y tocó la jamba con la mano. Una escalera desigual de marcas de lápiz y bolígrafo escalaba la madera. Cada marca tenía a su lado un nombre y una fecha: Harmon, Jr. — 7 años, Clarice — 4 años. Y así sucesivamente. Llegaban casi hasta la altura de Eleanor; la última decía Harmon, Jr. — 12 años.

Harmon había intentado arrancar la jamba para llevársela. Pero la madera era delgada y barata, y bajo la fuerza de la palanca, se había partido por la mitad, una mitad todavía clavada a la estructura, la otra mitad medio fuera, con madera blanca inmaculada expuesta allí donde se había roto.

Se preguntó cuánto tiempo habría pasado Harmon sentado en el sofá de respaldo roto, en la caravana de Commmerce City, con la cerveza en la mano, meditando sobre esa jamba, planeando venir y llevársela. ¿Le había estado reconcomiendo por dentro desde que se habían mudado?

La semana siguiente era el cumpleaños de Clarice. Quizá tuviese la intención de dársela como regalo de cumpleaños. Tenía un enorme valor sentimental, y era gratis.

—¿Harmon? —dijo, una vez más, y oyó el eco contra las paredes desnudas de la casa. Fue a mirar en los dormitorios, pero no estaba en ninguno de ellos.

Finalmente, el sonido de la música la llevó hasta el garaje. Música baja y metálica surgía del estéreo del Volvo. Era apenas audible a través de la puerta. Entró en el garaje.

Harmon estaba sentado en el asiento del conductor del Volvo, reclinado completamente hacia atrás. Una vez que abrió la puerta, reconoció la música: la sinfonía Resurrección de Mahler. La favorita de Harmon. Años antes, durante su primer viaje a Colorado, había aparcado en lo alto del pico Pike y habían escuchado la cinta, a todo volumen.

Se acercó lentamente al flanco del Volvo y miró por la ventanilla del conductor. Harmon había reclinado el asiento por completo y había doblado la chaqueta para formar una pequeña almohada en el reposacabezas. Tenía los ojos cerrados y no se movía.

La llave estaba puesta, en la posición de encendido. El tanque estaba vacío. El motor estaba apagado. El volumen del estéreo estaba al máximo. La cinta llevaba horas reproduciéndose, posiblemente incluso días, empezando de nuevo una y otra vez, reproduciendo la sinfonía una y otra vez, agotando la batería hasta el punto de que ya casi no salía nada de los altavoces.

Harmon estaba muerto. Llevaba muerto bastante tiempo.

Antes de hacer cualquier otra cosa, metió la mano en el coche y le dio al mando del garaje fijado al parasol. La enorme puerta se abrió crujiendo, dejando entrar un soplo de aire limpio y dejando una vista despejada y reluciente de las estribaciones suburbanizadas.

Era lo razonable. Eleanor Richmond lo hizo porque no estaba loca, no se permitiría a sí misma enloquecer, no se permitiría sucumbir al aire envenenado que su marido había empleado para suicidarse. Sus hijos y su madre la necesitaban y no podía ceder como lo había hecho Harmon.

No quería mirar a Harmon o tocar su cuerpo, y por tanto fue a los escalones delanteros de la Casa Blanca a sentarse durante un rato, dejando que las lágrimas le corriesen por la cara y rompiesen su visión clara de las luces de Denver. No tenía ningún hombro en el que apoyar la cabeza y por tanto se sentó en uno de los escalones y se apoyó contra el vinilo blanco de la casa, que cedió un poco bajo la presión de su peso.

Después de un rato, volvió a atravesar la puerta delantera y llegó hasta el salón. Recogió la palanca de su marido de donde estaba tirada. El suelo estaba abollado en ese punto; debió arrojarla con furia cuando la jamba de la puerta se rompió. Probablemente luego había ido directamente al Volvo.

Eleanor insertó la punta de la palanca bajo la porción de jamba que todavía seguía clavada, y dándole con suavidad, poquito a poquito, desplazando la palanca arriba y abajo, consiguió soltar la jamba de la estructura de la casa. Se sostenía bastante bien y sabía que un poco de cola blanca la arreglaría. Le pediría al novio de Doreen que la clavase a la pared de la caravana, y luego haría que Clarice y Harmon, Jr. se situasen a su lado y mediría sus alturas y marcaría sus avances. Ellos pondrían gestos de exasperación y dirían que era una estupidez, pero secretamente estarían encantados.

Cada pocos segundos, durante todo ese proceso, recordaba, con un estremecimiento, que su marido estaba muerto.

Llevó la jamba de la puerta al exterior y la metió a través de la ventanilla abierta del coche de Doreen. Todavía sobresalía un poco, pero no sería un problema para volver a casa. Viviendo en Commerce City, viendo a los mexicanos, sabía que podía conducir sin problemas dejando que casi cualquier cosa colgase de las ventanillas del coche. Salió marcha atrás del camino de entrada de la casa, dio la vuelta en el enorme círculo y dejó atrás la Casa Blanca, conduciendo sin rumbo por el corazón de su viejo vecindario, buscando otra casa con luces encendidas, una casa donde tuviesen un teléfono que funcionase.