Capítulo 16
E
ra una mañana espeluznante e irreal cuando implantaron los biochips en la mente de Mohinder Singh. El doctor Radhakrishnan se levantó temprano, como hacía siempre la mañana de una operación. Bajó, rechazando el servicio de habitaciones, y vio el sol salir sobre Delhi desde el café del hotel Imperial. Esa mañana la contaminación atmosférica era especialmente mala. Alguna inversión extrema de temperatura se había fijado sobre la ciudad, cerrándola como a un bote, atrapando y concentrando el cóctel de polvo, emisiones de automóvil, humo de carbón, humo de madera, humo de estiércol y los gases amoniacales que emitían los excrementos dispersos de millones de personas y animales. Al ser invierno, el aire estaba relativamente húmedo, o tan húmedo como podría llegar a estarlo. La humedad se condensaba alrededor de los incontables núcleos ofrecidos por esa contaminación atmosférica, de forma que al salir el sol, la luz tuvo que abrirse paso a la fuerza a través de una espesa neblina de cloaca, y se volvió de un color rojo furia, el color de la cara de Elvis en sus últimos momentos sobre la Tierra. Al liberarse al fin del horizonte, el sol simplemente desapareció y se convirtió en una simple tendencia brillante en el sedimento de color naranja quemado del cielo oriental.
El doctor Gangadhar V.R.J.V.V. Radhakrishnan sorbía té y repasaba una vez más todo el proyecto, preguntándose si habría algo que se le podría haber pasado por alto.
Desde hacía un tiempo, el señor Salvador pasaba más tiempo al teléfono. Era un hecho totalmente irrelevante para la operación de ese día, pero el doctor Radhakrishnan sentía curiosidad por el lado norteamericano de ese proyecto. El viejo Bucky debía pasar cada día cierta cantidad de tiempo en los Barracones. El teléfono sonaba, él respondía y hablaba. Durante horas. Y el doctor Radhakrishnan paseaba de un lado a otro de los Barracones, ocupándose de su trabajo, dirigiendo ocasionalmente la oreja en dirección al viejo Bucky, con la esperanza de oír algo.
Ya conocía la mayor parte de lo que oía; el señor Salvador se limitaba a transmitir a otros información sobre el proyecto. Pero en una ocasión, merodeando por los alrededores de la mesa del señor Salvador, el doctor Radhakrishnan le oyó implicado en una conversación intensa, y en voz muy alta, sobre algo llamado el Supermartes.
El doctor Radhakrishnan estaba seguro de haber oído antes esa palabra, pero no tenía ni la más remota idea de su significado. Alguna cosa norteamericana. Tenía la intención de preguntarle a Zeldo, pero lo olvidaba continuamente.
Después de un rato, Zeldo bajó, murmuró un hola somnoliento, ocupó la mesa cercana y empezó a leer el Times de la India.
El doctor Radhakrishnan tenía demasiadas cosas en la cabeza para estar preocupándose por la política, y muy rara vez daba un vistazo al Times. Pero cuando Zeldo pasó a una de las páginas interiores, abriendo el periódico y sosteniéndolo en el aire, el doctor pudo ver claramente el último titular de la primera página:
LOS CANDIDATOS DE ESTADOS UNIDOS COMPITEN
EN LAS VOTACIONES DEL «SUPERMARTES»
—¿Qué es el Supermartes? —dijo.
Zeldo le habló sin apartar el periódico.
—Es hoy —dijo—. Un montón de estados celebran las primarias el mismo día.
—¿Primarias?
—Sí. Ya sabe. Para seleccionar a los candidatos presidenciales.
El doctor Radhakrishnan no quería oír más. Sabía que le nublaría la mente. Se quedó sentado bebiendo té. Era hora de ir a trabajar.
Todo fue de fábula en el espléndido quirófano central del Instituto Radhakrishnan. Nunca lo había visto antes, excepto en sus sueños, o en simulaciones informáticas, hasta que entró para dar comienzo a la operación. Era circular, enorme, cavernoso, una catedral tecnológica.
Los suelos eran blancos y lisos como un espejo. Las paredes eran de cemento pintado de blanco. La luz venía de lámparas halógenas encajadas en huecos, dolorosamente brillante, y de una pureza de color sobrenatural comparada con la iluminación manchada y amarillenta de las bombillas tradicionales. Daba la impresión que debía dar: como si todos los sistemas tecnológicos de la Tierra convergiesen en ese punto, sobre la mesa de operaciones colocada en medio de la sala.
—Cojones —dijo Zeldo al entrar—, sólo nos faltan un tragaluz grande y algunos pararrayos.
Esta vez lo hicieron mucho mejor. Todo fue relajado y tranquilo. Todos sabían lo que tenían que hacer. Todo el equipo era nuevo y funcionaba a la perfección.
Bajaron el biochip por el pozo en medio del cerebro de Mohinder Singh y lo alojaron en el espacio que le habían preparado. En esta ocasión encajó a la perfección. La incisión se había realizado bajo el control de un ordenador y no había hueco, las nuevas células se unirían a las viejas con mucha mayor rapidez.
El proceso de cerrado llevó un par de horas, pero el doctor Radhakrishnan estuvo allí en todo momento, observando cómo sus ayudantes volvían a montar la cabeza del señor Singh. Zeldo permaneció a un lado, junto a la consola Calyx, comprobando las señales del chip.
Para cuando cosían el cuero cabelludo del señor Singh para tapar el cráneo reconstruido, las líneas de datos habían empezado a aparecer en el monitor. El biochip ya había establecido contacto. Zeldo estaba anonadado, pero el doctor Radhakrishnan no. Esta vez lo habían hecho bien.
—¿Qué pasa? —dijo el señor Salvador. Acababa de llegar del hotel. Evidentemente, se había estado poniendo al día en sueño, sexo, alcohol o cualquier otra función corporal fundamental y la llamada de teléfono del doctor Radhakrishnan le había interrumpido en medio del proceso. Estaba claro que no le hacía mucha gracia.
—Mire esto —dijo el doctor Radhakrishnan, guiándole a la sala donde Mohinder Singh llevaba varios días recuperándose de la operación.
—¿Voy a oír más «wubba wubba»? —dijo el señor Salvador.
Mohinder Singh estaba sentado en la cama, como siempre, y fumando, como siempre. La cicatriz estaba casi oculta por la sombra profunda de su pelo. Miró al doctor Radhakrishnan y al señor Salvador mientras entraban en la habitación, mirándoles tranquilamente con ojos entrecerrados a través del humo del cigarrillo.
El doctor Radhakrishnan le habló brevemente en hindi, haciendo gestos en dirección a un cenicero que se encontraba sobre una mesa junto a la cama en el lado izquierdo paralizado el señor Singh.
El señor Singh miró la mano y ésta comenzó a agitarse. Luego saltó al aire como un animalito asustado por un ruido súbito y se detuvo delante de la cara del señor Singh. La mano comenzó a moverse hacia la boca, centímetro a centímetro, siguiendo un rumbo en zigzag, como un bote de vela intentando virar contra el viento hacia un atraque. Al acercarse, los dedos comenzaron a vibrar nerviosos. Querían cerrarse alrededor del cigarrillo, pero no querían quemarse.
Luego, de pronto, agarró el cigarrillo. Se lo sacó de la boca y extendió el brazo hasta el cenicero en un único movimiento explosivo, esparciendo cenizas por todo el camino. La mano vibró durante un momento en la vecindad del cenicero, dejando caer algo más de ceniza, parte de la cual efectivamente acabó en el cenicero.
El doctor Radhakrishnan dijo un par de palabras y la mano del señor Singh cayó directamente sobre el cenicero, aplastando el cigarrillo y casi apagándolo. Luego se llevó la mano de un golpe al regazo, dejando el cigarrillo en el cenicero, emitiendo una larga y tenue línea de humo.
—Asombroso —dijo el señor Salvador. Parecía totalmente despierto y bastante menos malhumorado.
El doctor Radhakrishnan dijo unas palabras más. Luego le dijo al señor Salvador:
—Le he preguntado su nombre.
La boca del señor Singh se abrió y volvió a cerrarse, juntando los labios:
—Mmmmmo...
—Mo —repitió Radhakrishnan.
—Derrrrr.
—... der. Mohinder.
—Ssssin.
—Mohinder Singh. Muy bien. —El doctor Radhakrishnan volvió a hablar en hindi y luego tradujo—: ¿Qué tipo de camión conducía cuando tuvo el accidente?
—Ta... ta.
—Exacto. Un Tata 1210.
—¿Sigue sin haber señales de tumor o rechazo?
—Ninguna.
—Vale —dijo el señor Salvador—, entonces ya está. —Giró sobre los talones y salió de la habitación.
El doctor Radhakrishnan esperó unos momentos y luego le siguió.
Las oficinas estaban arriba. Entró en las escaleras y oyó al señor Salvador por delante, subiendo los escalones de dos en dos o de tres en tres.
Para cuando alcanzó al señor Salvador, tranquilamente, en el piso de despachos, el viejo Bucky ya tenía a alguien al teléfono.
—¿Qué? Vale, hablaré más alto. ¿Puede oírme? Bien. Escuche con atención; estamos listos para el lanzamiento. Sí. Sí. Sin duda. Sí, que usted también tenga un buen día.