Capítulo 53

 

E

l Príncipe de las Tinieblas llegó al aeropuerto de Dulles a las 13:00 p.m. del 9 de octubre, en un Learjet para él sólo con las ventanillas tintadas de negro. Al final de la pista le recibió una limusina negra que esquivó la terminal y entró en la carretera de acceso a Dulles. La limusina penetró en el flujo de tráfico, dirigiéndose directamente al Distrito de Columbia, seguida por un sedán negro cargado de hombres con gafas de sol y trajes.

En menos de un kilómetro, la limusina se había ido totalmente al carril de la izquierda y se movía a más de ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. En la parte posterior de la limusina, un ruido asombrosamente alto y crispante estaba trastornando al chofer, como si le metiesen una barra al rojo por el culo. Sólo había dos hombres en el vehículo, el chofer y el pasajero, llevaban juntos menos de sesenta segundos, y el chofer ya luchaba contra el impulso casi incontrolable de echarse al arcén, saltar del asiento y agarrar entre los dedos el cuello del Príncipe de las Tinieblas.

Estaban a menos de dos kilómetros del aeropuerto cuando las luces de freno de la limusina se encendieron y de pronto se echó al arcén. El sedán negro realizó una parada de emergencia justo detrás, lanzando gravilla. El tráfico de alta velocidad del carril izquierdo de la carretera viró, chirrió y lanzó bocinazos, casi chocando contra esa extraña caravana.

La puerta de la limusina se abrió del todo antes de que el vehículo se detuviese completamente. Jeremiah Freel, el Príncipe de las Tinieblas, bajó y abrió la portezuela del conductor antes de que el chofer tuviese tiempo de poner el freno de mano.

—¡Fuera fuera fuera fuera! —chilló con su terrible voz chirriante. La gente que había tenido encontronazos con el Príncipe de las Tinieblas competía por describir el sonido de su voz: «Como si te diesen una descarga en el sobaco», había dicho uno. Como esnifar gas lacrimógeno directamente del bote. Como ponerse un cristalito en el borde de un ojo. Tener una abeja asesina metida en el oído.

»¡Sal de una vez, negro de mierda! —le gritó Jeremiah Freel al chofer, lo que no dejaba de ser interesante, porque el chofer era un chico blanco.

Era un chico blanco con acento del sur. Un acento sureño rural y sin educación. Evidentemente Freel había deducido, simplemente al escuchar a ese hombre decirle «Buenos días, señor», que lo más insultante que podía decirle era llamarle negro. Así que el chico saltó rápidamente del asiento del conductor y se preparó para enfrentarse cara a cara con Freel, o más bien pecho a pecho, ya que Freel era tan corto que podría dormir cómodamente sobre una tabla de planchar.

—Tú... —empezó a decir el conductor, pero antes de poder añadir nada más, uno de los trajes voluminosos del otro vehículo llegó por detrás, le agarró por los codos y lo apartó, empujándolo y arrastrándolo hacia la mediana.

Lo que a Jeremiah Freel le parecía perfecto. Con el conductor eliminado de su camino, trazó una línea directa hacia el volante de la limusina.

Le bloquearon otros hombres que habían salido del sedán negro y que ahora se alzaban de puntillas, todo lo cerca que podían estar de él, extendiendo sus chaquetas abiertas como alas de murciélagos para formar una cortina que bloqueaba cualquier visión de su cara desde los coches que pasaban aullando por la carretera. Era muy importante que nadie reconociese la cara de Jeremiah Freel, quien miraba desde tantos carteles de «Se busca» en tantas oficinas de correo que había acabado convirtiéndose en un póster de verdad, popular en los dormitorios de los estudiantes universitarios más cínicos.

—Señor Freel... —dijo uno de los hombres, moviéndose para bloquear la puerta. La frase acabó ahí, porque Freel, aprovechando la postura del hombre, alargó ambas manos, agarró las puntas de los pezones del hombre a través del lino blanco, las retorció y tiró. El hombre gritó, se dobló sobre sí mismo y cayó contra el lateral de la limusina. Instantáneamente, Freel estaba sentado en el asiento del conductor, las puertas cerradas y atrancadas electrónicamente. Las ruedas traseras de la limusina empezaron a girar como locas sobre la grávida. Uno de los otros tipos se lanzó, agarró al camarada conmocionado por la corbata y lo retiró del lateral del coche mientras éste saltaba, agitándose, a la carretera, casi provocando un choque en cadena en los tres carriles más a la izquierda.

—¡Mierda! —decían todos. Dos de ellos salieron corriendo, saltaron al sedán y partieron, dejando varados al chofer de la limusina, al hombre que intentaba tranquilizarle y al hombre que había cometido el error de meterse en el camino de Jeremiah Freel, que ahora poseía un par de manchas de sangre de cinco centímetros simétricamente colocadas en su camisa blanca.

 

—Así que ése es el efecto de la sífilis terciaria —dijo el chofer del sedán, corriendo por la carretera de acceso a Dulles a ciento cincuenta kilómetros por hora en persecución de la limusina—. Decía que era un cabrón, pero no tenía ni idea.

—Calla y conduce —dijo el que iba en el asiento de atrás—. ¿Tienes idea de cómo la hemos cagado? Si alguien le ve la cara, estamos acabados.

Condujeron muy rápido, pero tuvieron muchos problemas para mantenerse a la altura de Jeremiah Freel en la limusina. En teoría, la limusina se suponía que era un vehículo más lento. La diferencia entre ellos era la siguiente: el Príncipe de las Tinieblas no tenía miedo a chocar. No sólo no le tenía miedo a chocar, es que tenía práctica. Cualquier vehículo en su carril que no fuese a la velocidad adecuada recibía un choque por detrás y eso era todo. Los cambios de carril se lograban por force majeure. Dejaron atrás al menos tres vehículos que se habían metido en la cuneta o en la mediana. Al final, la única forma de pillar a Jeremiah fue pasar al arcén y darle al acelerador. Que fue básicamente lo que hicieron, aunque para cuando le pillaron atravesaban a toda velocidad el río Potomac por el puente Theodore Roosevelt, dirigiéndose al corazón de la capital como una bala dum-dum envenenada disparada por el rifle de un francotirador.

—¿Sabes qué hace? —dijo el chofer—. ¡Va al puto Watergate!

—Córtale —dijo el pasajero.

Una vez que comprendieron adonde se dirigía Freel, pudieron ejecutar algunos diestros saltos por las aceras, cruces de jardines y carreras en sentido contrario, y colocaron el sedán directamente en el camino de Freel a sólo unos pocos metros de la entrada del Watergate. A Freel le dio igual, hundiéndose en el lateral del sedán, pero los dos ocupantes le vieron venir y pasaron al otro lado del coche antes del impacto.

El trajeado que había estado sentado en el asiento del pasajero se sacó una pistola de la axila y empleó la culata del arma para romper la ventanilla del conductor de la limusina. El vidrio negro se disolvió en fragmentos templados sostenidos por las láminas de plástico que se habían empleado para ennegrecer las ventanillas. Al apartar los restos, Jeremiah Freel quedó expuesto, tirado contra el volante con una enorme herida en la frente, sangre fluyendo y saltando del mando del claxon a su regazo. Apenas estaba consciente y murmuraba por el delirio.

—¿Conduces mucho? —dijo—. ¿Dónde te sacaste el puto carné? ¿En un supermercado? Apártate de mi puto camino, imbécil, tengo un ecualizador en la guantera y más abogados que tú amigos.

Empujaron a Freel al asiento del pasajero y luego subieron. El conductor apartó la limusina del sedán destrozado. Le salía un penacho de vapor del radiador pero todavía se podía conducir. El pasajero metió las manos en un par de guantes de látex y luego se dedicó a maniatar a Jeremiah Freel con esposas de plástico. Sólo cuando terminó con esa parte se dedicó a aplicar presión directa en la frente de Freel.

Esperando en un semáforo, los dos hombres intercambiaron miradas y se hicieron gestos de incredulidad.

—Asesores de campaña —dijo el conductor—, tienes que quererlos.

 

—Oh, éste es bueno —dijo el presidente del Comité nacional republicano, examinando una hoja de papel que había sacado de una carpeta marcada como FREEL—. Durante una visita de campaña a Minot, Dakota del Norte, sacó a un bus escolar de la carretera, provocando treinta y seis heridos, diez de ellos graves. Los padres le demandaron por cien millones de dólares y ganaron.

—Que te den —dijo Jeremiah Freel—. Y que le den a tu madre también. —Freel tenía una perfecta línea de puntos sobre la frente, bordeando un largo moratón que reproducía perfectamente la curva del volante de la limusina.

—Si lo sumamos a los juicios por libelos y calumnias de las tres últimas campañas presidenciales... veamos, eso sólo hacen otros casi cien millones de dólares, que debe a una docena y media de personas diferentes, incluyéndome, por cierto, a mí. Me debe cuatro millones.

—Cómete mi mierda —dijo Jeremiah Freel.

Alrededor de la mesa de conferencias había otros hombres de aspecto distinguido y bien vestidos. Estaban en la suite de un hotel muy reservado a unas manzanas de la Casa Blanca. Habían alquilado todo un piso, habían tapado las ventanas con material negro, habían desconectado los ascensores y en las escaleras habían apostado guardias armados con pistolas ametralladoras. Jeremiah Freel estaba sentado en una lujosa silla de piel muy acolchada en la mitad de la mesa. Detrás de él había dos hombres que pesaban en conjunto doscientos setenta kilos, llevando guantes de látex y protecciones transparentes para la cara.

Los otros hombres sentados alrededor de la mesa miraban a Freel con frialdad. Uno a uno, empezaron a levantar la mano y a hablar.

—Me debe tres millones más los costes legales —dijo el presidente del Comité nacional demócrata.

—Uno punto cinco —dijo otro hombre, alzando la mano.

—Ochocientos mil —ladró otro.

—Uno punto uno.

—Medio millón y una disculpa impresa en The Miami Herald.

—¿Qué coño es esto, la puta cámara estrellada? —dijo Jeremiah Freel—. ¿Por qué no me decís qué demonios queréis?

—Queremos a Cozzano —dijo el presidente del GOP.

—Vale. Le tienen. Es hombre muerto —dijo Freel—. Para cuando haya acabado con ese marica hijo de puta, maldecirá a su madre por haberle dado a luz. No podrá cobrar un cheque al norte del ecuador. Los niños le escupirán a las rodillas. Los perros se le subirán a la cama en medio de la noche e intentarán arrancarle la cara y él rogará para que lo hagan.

Hubo un silencio sobrecogido en la sala.

—¿No quiere oír lo que estamos dispuestos a ofrecerle a cambio de sus servicios? —dijo con incertidumbre el presidente demócrata.

—Que le den a la oferta —dijo Freel—. No tenéis imaginación. Creéis que hago las cosas por dinero. No es cierto. He estado sentado en Río esperando algo como esto. Lo hago por la pura alegría de un trabajo bien hecho. Bien, ¿han reunido a mi Equipo A o no?

—Los tenemos.

—¿A todos?

—A todos los que no están muertos, en prisión o dirigiendo otras campañas —dijo el presidente republicano.