Capítulo 48
L
as campañas presidenciales poseen su propio calendario: una serie de días especiales, salpicados a lo largo del año, determinados por ciertas arcanas fórmulas astrológicas. El principal era el mismo día de las elecciones, que era el martes después del primer lunes de noviembre. Otra de esas ocasiones era el Día del Trabajador, que para mucha gente marcaba el final del verano, pero que para los políticos marcaba el comienzo formal de la campaña presidencial, una sorpresa total para casi todos los estadounidenses.
Así que los telespectadores de todo el país, que durante el último año no habían podido sentarse en sus sillones sin verse expuestos a una escena de globos rojos, blancos y azules, y candidatos exquisitamente peinados delante de cortinas azules en un salón de baile de hotel, quedaron en general confusos cuando sintonizaron las noticias de la noche el Día del Trabajador y los presentadores solemnes les informaron de que Tip McLane, el presidente y William A. Cozzano daban ese día comienzo a sus campañas.
El camino más corto entre una cámara y el fondo es una línea recta que atraviesa la cabeza del candidato. Quiénes eran esos tres candidatos y cómo iban a llevar sus campañas se podía descubrir por lo que tenían detrás.
El presidente se encontraba delante de una fábrica vacía de Buick en Flint, Michigan. Lo que informaba a los espectadores de que era un tipo serio que se ocupaba de los problemas y que se preocupaba por los oprimidos (al contrario de, por ejemplo, Tip McLane) y que tenía la intención de renovar Estados Unidos.
Nimrod T. Tip McLane estaba de pie en medio de un campo de lechugas en California, donde sus padres habían trabajado en su tiempo; detrás tenía montañas. Ese fondo indicaba a los espectadores que era un conservador del pueblo que deseaba recuperar los valores, que no tenía miedo de remangarse y ensuciarse las manos.
William A. Cozzano y su compañera Eleanor Richmond lanzaron su campaña independiente en la pista de un aeropuerto municipal al sur de Seattle. Se daba un caso bastante complicado de ingeniería de fondo a múltiples niveles. El fondo inmediato era una pista, bordeada de luces de colores y marcada con rastros de ruedas, lo que ofrecía una gran sensación de movimiento (¡Cozzano despega!). Lo siguiente en la línea de visión era la vasta fábrica de aviones Boeing; había varios 767 nuevecitos alineados en la pista de estacionamiento, cada cola reluciente y brillantemente pintada con los logotipos de líneas aéreas de todo el mundo. Finalmente, de fondo de verdad, el monte Rainier se alzaba desde una línea baja y oscura de colinas. Era tan vasto que parecía una imagen tomaba con teleobjetivo, aunque la lente era normal, y cuando los cámaras la ampliaron con sus teleobjetivos (como ninguno de ellos se resistió a hacer) parecía un gigantesco asteroide cubierto de hielo elevándose sobre los hombros de William A. Cozzano y Eleanor Richmond.
Boeing no tenía nada que ver con la campaña de Cozzano, claro está, o al menos eso afirmaba. El acto en sí se desarrollaba en propiedad municipal. La presencia de una instalación Boeing justo al otro lado no era más que un accidente afortunado.
Cozzano quedaba muy elegante en su homburg, el tipo de sombrero que había pasado de moda cuando JFK se había negado a llevarlo, y que Cozzano ahora volvía a poner de moda. En medio del discurso de lanzamiento de su campaña, un nuevo 767, pintado con el logotipo de las líneas aéreas japonesas, llegó hasta la pista. Su cola momentáneamente se situó entre Cozzano y las laderas congeladas del Rainier, para luego convertirse en una lámina vertical cuando el avión viró en la pista, dejando ver la montaña, iluminada por una salida de sol de colores melocotón. La claridad helada del Rainier quedaba difuminada por las ondas de calor que surgían de los motores del reactor. Cuando esos motores relucieron de un blanco azulado, el avión aceleró por la pista, directamente hacia el Rainier, se lanzó al aire, ascendió y se dirigió al oriente, hacia Japón. Sucedió mientras Cozzano hacía un comentario sobre el déficit comercial; y a medida que el rugido de los motores iba muriendo, fue casi posible oír una apagada cacofonía de golpes desde California y Flint, Michigan, que los competidores de Cozzano y sus directores de campaña se dieron angustiados en la frente.
Floyd Wayne Vishniak contempló ese encantador espectáculo en una hondonada fría y oscura situada en el parque nacional Monongahela, en Virginia Oeste. No estaba a mucho más de ciento cincuenta kilómetros de Washington D.C., y sin embargo el lugar apenas podría ser más remoto.
Llevaba un par de días acampando allí, recluyéndose durante un tiempo, viendo a Cozzano en su televisor más control cerebral de pulsera, soltando un cebo ocasional a la corriente que pasaba tras su pequeño campamento, vaciando latas de cervezas y luego llenándolas de agujeros estrellados con su ágil Fleischacker. La camioneta estaba parada en la orilla cubierta de gravilla, el suelo de un barranco con paredes casi verticales que era el lugar perfecto para disparar. Se había traído dos cajas de cerveza barata, desviándose para conseguir latas en lugar de botellas. A una botella sólo le podías disparar una vez, pero a una lata le podías disparar una y otra vez, hasta que no quedase nada; hoy en día un hombre tenía que ahorrar de esa forma.
Allí, en la zona horaria del este, el sol había salido desde hacía unas horas y por tanto la luz color melocotón de las laderas del Rainier parecía extraña y algo falsa. Vishniak estaba seguro de que el pesado avión y el volcán cubierto de hielo quedaban geniales en la Trinitron de treinta y nueve pulgadas que los ricos se podían permitir, pero en su reloj del tamaño de un sello no tenían tan buen aspecto.
Estaba bien. Las imágenes no eran más que falsedades y manipulaciones creadas por los duendes malvados de Ogle Data Research, que tenían su cuartel secreto a poca distancia, en un lugar misterioso llamado Pentagon Towers. Lo que contaba eran las palabras. Así que cuando Cozzano se acercó al micrófono para dar su discurso formal de inicio de campaña, Vishniak vació la Fleischacker contra una indefensa lata de cerveza, le puso el seguro, guardó el arma en la funda del hombro bajo su cazadora de los QUAD CITIES WHIPLASH y se sentó en la parte de atrás de la camioneta para escuchar el fluir del arroyuelo y el discurso que William A. Cozzano le ofrecía a él y al resto de los norteamericanos. Mientras se sucedían las presentaciones, Vishniak se sacó del bolsillo un pequeño cuaderno de periodista. La última página decía:
SOMBREROS DE COZZANO (CONTINUACIÓN) |
DOM 25 |
GORRA DE LOS CHICAGO CUBS |
LUN 26 |
CASCO (VISITA A UNA FUNDICIÓN) |
MAR 27 |
SIN SOMBRERO. ¡¡¡PERO ESTUVO SIEMPRE BAJO TECHO!!! |
MIE 28 |
EL HOMBURG |
JUE29 |
GORRA CON LA BANDERA DE ESTADOS UNIDOS |
VIE 30 |
CASCO DE BICICLETA (CARRERA DE BICICLETAS DE ORLANDO) |
SAB31 |
EL HOMBURG |
DOM 1 |
SIN SOMBRERO. FUE A LA IGLESIA |
Y ahora añadió una nueva línea:
DOM 2 |
EL HOMBURG, OTRA VEZ |
Estaba claro que estaba pasando algo muy raro con todas esas prendas para cubrir la cabeza. Ahora decían que el homburg era una especie de gesto de identidad, pero William A. Cozzano jamás había sentido la necesidad de algo así hasta que le metieron el chip en la cabeza. Estaba claro que tenía alguna relación con las ondas cerebrales.
En su discurso, Cozzano trató de lo habitual: la corrupción de la política de partidos, la necesidad del cambio. Cambio no sólo en el sistema político sino en el sistema de valores de todo el país. Cambio que renovaría nuestro compromiso con la educación y las inversiones en el futuro a largo plazo. Ese tema condujo, inevitablemente, a hablar de economía, momento en que Vishniak empezó a prestar atención. A él sólo le importaba la economía.
—Algunos dicen que estamos condenados a ser una potencia de segunda fila, subyugados por los japoneses —dijo Cozzano, justo cuando el gran reactor Boeing empezaba a elevarse. Vishniak apretó los dientes y se enfureció, como le pasaba siempre que la gente decía algo así.
»A esas personas —añadió Cozzano—, sólo les digo una cosa: ¡CONTEMPLAD! —Se volvió de lado y lanzó un brazo hacia el avión, para luego verle elevarse. Gritar por encima del ruido de los reactores hubiese sido fútil, le hubiese hecho parecer diminuto en comparación. Mientras Vishniak contemplaba la diminuta figura del reactor elevarse en la pequeña pantalla, vio que se inclinaba para girar, mostrando el logotipo del sol naciente en su cola, y su furia quedó reemplazada por una oleada de orgullo. Claro, la situación económica pintaba mal, pero un país que podía fabricar aviones como ése podía conseguir todo lo que se propusiese.
Cozzano se volvió hacia el micrófono y dijo:
—Por mucho que los economistas y los tertulianos digan que nuestra situación económica es mala, yo creo que cualquier país que puede fabricar aviones como ése puede, con trabajo duro y decisión, lograr cualquier cosa.
Vishniak se sintió aliviado de que un gran hombre como Cozzano sintiese lo mismo que él, que sus sentimientos no fuesen sólo patriotismo estúpido y ciego. Pero era un tipo nervioso y suspicaz por naturaleza y no podía conformarse durante mucho tiempo con discursos felices como ése.
—Bien, les estaría mintiendo si cortase ahora, y les dejase con la impresión de que un discurso feliz va a acabar con el déficit comercial —dijo Cozzano—. Una economía no se hace con discursos inspiradores y buenas imágenes mediáticas. Lo que necesitamos es educar a nuestros hijos. Pero no sólo llenarles la cabeza con hechos y números... también debemos enseñarles valores, los valores del trabajo duro y constante.
Eso estaba un poco mejor. Cozzano estaba diciendo cosas muy razonables. Aunque Vishniak empezaba a sentirse un poco escéptico con los políticos que siempre estaban hablando de la educación. La educación estaba muy bien, pero realmente no ayudaría en nada a la economía hasta que no hubiesen pasado otros veinte años. Y no ayudaría en nada a gente como Floyd Wayne Vishniak.
—La gente cree que cuando hablo de educación me refiero al parvulario, la escuela básica y el instituto —dijo Cozzano—. Pero no, la educación es mucho más que eso. La educación es un proceso que dura toda la vida. Un trabajador de fábrica del Medio Oeste desempleado, empobrecido, se puede beneficiar tanto de la educación como un niño de cinco años.
—Espera un puto minuto —dijo en voz alta Floyd Wayne Vishniak.
Era un poco excesivo eso del trabajador de fábrica empobrecido del Medio Oeste. Rebobiné su cinta mental de los últimos minutos y la reprodujo dentro de su cabeza, pasando del resto del discurso de Cozzano (Cozzano ahora se había dedicado a hablar de que era necesario que la Norteamérica corporativa se pusiese en forma y se reestructurase).
Vishniak se llevó el reloj Dick Tracy a los ojos y examinó con atención la escena. Cozzano no tenía notas en el atril. Y tampoco parecía que estuviese empleando un teleprómpter. Miraba lo que le rodeaba con toda naturalidad, aparentemente hablando sin restricciones, como si se lo estuviese inventando todo sobre la marcha. Era una costumbre comentada por todos los periódicos que Vishniak llevaba leyendo durante el verano: Cozzano, que en años anteriores había escrito sus propios discursos y los había leído, ciñéndose de cerca a un guión escrito, en los últimos meses había adoptado la costumbre de hablar sin preparación previa.
Floyd Wayne Vishniak empezaba a entender la razón. William A. Cozzano le estaba leyendo la mente. ¡Leía las ondas mentales de Vishniak y le decía exactamente lo que él quería oír! ¿Cómo lo hacía? A través del reloj, sin duda. Era la clave de todo el asunto.
Vishniak giró el antebrazo, colocando la palma de la mano mirando hacia arriba, para ver el pequeño botón que soltaría los agarres y sacaría el reloj de su pulsera. No tenía más que quitárselo y volvería a ser un hombre libre, y William A. Cozzano ya no podría leer sus ondas cerebrales. Llevaba un par de semanas llevándolo continuamente, y debajo la piel le picaba con locura. Pero no podía quitárselo, pasara lo que pasase. Debía confiar en sus instintos. Sabía que le estaban vigilando y que quitarse el reloj sería la muerte instantánea, con una buena dosis de veneno de marisco directamente en el brazo. Nunca podría quitárselo. La suya era una misión suicida.
Bajó de un salto de la parte posterior de la camioneta, se subió a la cabina, sacó el mapa de carreteras de debajo del asiento y empezó a considerar posibles vectores de aproximación a la sede de todo el mal del mundo.