Capítulo 40
-A
estas alturas del año pasado acepté una invitación del presidente de mi partido para dar el discurso de apertura de su convención, dentro de un par de semanas —dijo William A. Cozzano—. La pasada noche, le telefoneé desde mi casa en Tuscola y le expresé mi pesar al no poder participar en esa convención de ninguna forma, manera o modo... como conferenciante, delegado o candidato. Y tuvo la amabilidad de aceptar mis disculpas por ese súbito cambio de planes.
Cozzano al fin se detuvo el tiempo suficiente para dejar que la multitud explotase, algo para lo que estaban preparados, ya que habían estado practicando desde hacía hora y media bajo los ojos de los domadores de multitud de Cy Ogle. Cuando finalmente se detuvo para respirar, las gradas recién pintadas que rodeaban el campo de fútbol americano del instituto Tuscola estallaron de pronto con carteles, banderas, globos, confeti y todas las otras alegres insustancialidades de una campaña política.
—No es que sienta rencor contra mi partido, porque no es así. De hecho, sigo siendo miembro de carné y espero seguir siéndolo, dando por supuesto que me sigan aceptando después de hoy.
Esa frase disparó risas que se convirtieron en vítores, que acabaron en otro crescendo de banderas.
Tenía un aspecto genial. Tenía un aspecto genial para Cozzano, sus amigos personales y familiares sentados alrededor del campo, y para las tres docenas de equipos de televisión que habían venido desde todas las cadenas, importantes mercados urbanos y varias cadenas europeas y asiáticas.
Hasta hacía un mes, ese campo sólo había tenido una fila de gradas bajas, a un lado del campo. Lo que era adecuado para cualquier multitud que pudiesen atraer los Tuscola Warriors. La familia Cozzano había hecho una gran donación y el espacio de gradas se había cuadruplicado, con filas nuevas instaladas a ambos lados del campo. El sistema de iluminación se había modernizado hasta el punto de iluminar la mitad del pueblo. Tuscola presumía ahora de poseer el mejor campo de fútbol americano de cualquier pueblo de su tamaño en Illinois.
Para las festividades de ese día, se había alzado un enorme estrado a caballo de la línea de cincuenta yardas, elevándose unos dos metros sobre el suelo. Había espacio suficiente para un par de cientos de sillas plegables, equipo de la prensa y un enorme atril en rojo, blanco y azul, muy resistente pero aun así sufriendo bajo el peso de casi cien micrófonos. Asombrosamente, la mayoría de esos micrófonos habían venido preinstalados en el atril, no estaban conectados a nada y mostraban logotipos de cadenas y emisoras imaginarias o desaparecidas.
A Mary Catherine le interesaba especialmente que papá mereciese ahora una escolta del servicio secreto. Había seis agentes visibles alrededor del estrado, lo que probablemente significaba que había más circulando por entre la multitud.
Ogle lo había dispuesto todo en círculos concéntricos. El círculo interno estaba compuesto de vips, amigos y familiares sentados en sillas plegables sobre el estrado. A algunos fotógrafos y cámaras seleccionados también se les había permitido circular por allí arriba, para obtener primeros planos. Rodeando el estrado había un círculo interno de seguidores de Cozzano especialmente histéricos, una especie de sección transversal de Estados Unidos, salpicada de unas docenas de jóvenes asombrosamente hermosas que no llevaban mucha ropa encima pero que tenían mucho cuidado de mostrar sus carteles de Cozzano y señalar sus sombreritos de Cozzano cuando los fotógrafos y cámaras apuntaban las lentes hacia ellas, lo que sucedía constantemente. Filas de focos de luz blancoazulada de alta potencia, similares a los focos de un estadio pero sólo a un par de metros del suelo, ocupaban los límites de esta multitud, apuntado hacia el interior de forma que la luz rozaba las cabezas de los partidarios de Cozzano. Al principio Mary Catherine creyó que debía de ser un error, y que los técnicos dirigirían las luces hacia el estrado. Pero a continuación los partidarios de Cozzano habían levantado los carteles blancos de COZZANO PRESIDENTI, por encima de sus cabezas y la luz los había hecho brillar intensamente, haciéndolos relucir como copos de nieve frente a los faros de un coche.
Más allá había una amplia zona libre donde estaba estacionada la mayor parte de la prensa, incluyendo una plataforma elevada para los equipos de televisión, colocada de tal forma que cada vez que apuntaban las cámaras hacia el atril tenían que hacerlo grabando un campo anormalmente brillante de carteles, banderas, sombreritos, globos de mylar y puños en alto.
El círculo más externo, rodeándolo todo, era una vasta multitud sudorosa compuesta por toda la población de Tuscola y algunos más. Su función era lanzar una andanada de sonido cuando Cozzano decía algo remotamente interesante, y para ofrecer un fondo colorista a su espalda. De hecho, la geometría de las gradas, el estrado y la zona principal de prensa era tal que resultaba imposible obtener un plano de Cozzano sin captar también a varios cientos de partidarios en las gradas que tenía detrás, todos agitando pañuelos y carteles, igual que los fanáticos situados en la línea de gol durante un partido. Para asegurarse de que el entusiasmo no decayese en ningún momento, habían desplegado al equipo de animadoras del instituto Tuscola, con uniforme completo, delante de un conjunto de gradas, y el equipo de Rantoul se ocupaba del otro conjunto. Cy Ogle había prometido uniformes nuevos al equipo que consiguiese sacar más ruido a su mitad de la multitud. La banda del instituto Tuscola estaba situada junto al estrado, preparada para empezar a tocar cuando la situación lo requiriese. Todo esto, combinado con partidarios imprudentes de Cozzano encendiendo petardos entre la multitud; la gigantesca pancarta vertical de COZZANO colgando del alto cartel de Hogar de Camioneros de Dixie; los aviones que daban vueltas llevando más carteles; los helicópteros; el equipo de tres paracaidistas de precisión que habían caído sobre el estrado en formación justo antes de presentar a Cozzano, arrastrando penachos de humo rojo, blanco y azul; y la aparición de William A. Cozzano en persona, aterrizando en la zona del equipo local en un helicóptero de la Guardia Nacional y corriendo —corriendo —por el campo, atravesando un túnel de partidarios, golpeando manos durante todo el camino... sumaba en conjunto un espectáculo como nunca se había visto en el Illinois rural, y que Guillermo Cozzano no habría imaginado cuando llegó por primera vez para trabajar en las minas de carbón.
Mary Catherine disfrutaba del asiento más cercano al atril. Vestía ropas nuevas que su compradora personal había adquirido en Marshall Field. Las ropas y la compradora personal las pagaba Cy Ogle. La compradora personal era una profesora de escuela dominical de cincuenta y cinco años y había escogido la ropa con ese criterio. Excepto la ropa interior, que Mary Catherine había escogido personalmente, y que probablemente le metería en muchos problemas si sufría un accidente de tráfico.
Ya había quedado claro que a efectos de la campaña Mary Catherine sería una especie de esposa sustituía. Era una idea embarazosa, como poco, y mientras permanecía sentada hirviendo y sudando bajo el sol de julio tomó la decisión de hablarlo con Ogle. El hecho de que ahora actuase como agente secreto de Mel Meyer hacía que todo fuese más aceptable.
James estaba a su lado, muy guapo con un traje nuevo que evidentemente había adquirido un comprador personal propio. Últimamente no le había visto mucho, lo que probablemente estuviese bien. El proyecto del libro parecía haber añadido años a su edad, en el buen sentido. De alguna forma parecía más alto, más delgado, más seguro de sí mismo. Parecía un adulto.
El resto de las dos primeras filas estaba ocupado por la familia. La familia Cozzano, tras un par de inseguras generaciones iniciales durante las que mucha gente había sido víctima de la guerra o la gripe, había empezado a multiplicarse con ganas durante los últimos veinte años. La distribución de edades en el estrado —algunos ancianos, algunas personas de mediana edad y medio millón de niños— era una demostración visible del concepto de crecimiento exponencial. Además, la familia de su madre, un clan próspero de un ingeniero del Medio Oeste con los ojos azules, se había presentado como una división. Los Cozzano seguían teniendo raíces profundas en la comunidad italiana de Chicago. Muchos de ellos estaban allí. Y también un montón de Meyers.
Era la mayor reunión familiar de la historia. De camino a su asiento había besado a un centenar de personas. Debía de tener un centímetro de maquillaje pegado a la mejilla de rozarse con todas esas damas mayores. Como unas mil personas se le habían acercado y le habían dicho que tenía un aspecto genial.
Mary Catherine se alegraba de que la campaña todavía no se hubiese convertido en un asunto tan milimetrado y controlado como para prohibir la asistencia de los niños a esos grandes acontecimientos. El estrado era un escándalo. Una niña muy pequeña paseaba por detrás de Cozzano con el pañal asomando por debajo del vestido. Un niño Domenici y un niño Meyer, los dos vestidos con trajes una talla más pequeña, saltaban y se ocultaban por las filas de sillas, disparándose con pistolas de agua, ocasionalmente dando por error a una anciana. Algunas de las madres con niños pequeños habían plegado un montón de sillas, las habían echado fuera de la plataforma, habían extendido mantas y habían montado una guardería improvisada. Con sus sombreros de alas anchas y faldas extendidas, todas de tonos claros de amarillo y blanco, parecían un campo de margaritas, con los bebes correteando de una a la otra como pequeñas abejas regordetas. Inspirados por la multitud de las gradas, la familia extendida sobre el estrado se había convertido en un alboroto. Una docena de antiguos integrantes de los Bears se habían presentado y estaban sentados formando una pesada legión al fondo del estrado, donde sus hombros no entorpecerían la vista de nadie; ya desde el principio habían empezado a pasarse una botellita y ahora empezaban a guiar a la multitud del estrado en sus vítores.
Era una fiesta. Mary Catherine se lo estaba pasando de fábula. Apenas podía oír lo que decía papá. Todos los niños de esas familias extendidas la respetaban, era como una diosa, el modelo de comportamiento, una hermana mayor honorífica de docenas. Poseía la posición especial que se concedía a las chicas mayores que sabían conducir, tenían habilidad para besar magulladuras y no tenían miedo de lanzar y recibir una pelota. En consecuencia, recibió la visita interminable de un flujo de niños pequeños impecablemente vestidos que venían a rendir homenaje, admirar su vestido, enseñarle sus magulladuras, darle regalos, pedirles que le atase los cordones de los zapatos, mostrarle cromos de béisbol importantes y preguntarles cómo volver con sus madres.
En consecuencia, no tenía ni idea de qué pasaba cuando, de pronto, toda la multitud —gradas, estrado, todos— se puso en pie y demostró una exaltación incontrolada. Diez mil globos de helio salieron disparados del final del campo y se dirigieron hacia Marte. Andanadas tremendas de fuegos artificiales se dispararon por todas partes, soltando al aire madejas de humo acre. Bocinas de barcos resonaron por todas partes, como si todas las gaviotas del mundo estuviesen muriendo a la vez, el estrado reverberó con el retumbar de los tambores de la banda, y de alguna parte — ¿quizás un helicóptero?— una tormenta de confeti descendió sobre la escena, tan densa que durante unos momentos no podías ni verte la mano. Mary Catherine instintivamente miró a su padre, que era visible a través del confeti en forma de contorno reluciente, bordeado por las luces de televisión, emborronado por la ventisca de rojo, blanco y azul.
Parecía estar a mil kilómetros de ella. No era un ser humano, sino un ser electrónico conjurado por un laboratorio mediático. Ronald Reagan había sido actor. En ese punto, William A. Cozzano empezaba a parecer un efecto especial.
Luego la ventisca de confeti se aclaró y simplemente allí estaba, dejando que las oleadas de sonido le pasasen por encima, y se volvió hacia ella, sus ojos buscando por entre los rostros, el humo, las cintas y los globos, y la encontró, la miró a los ojos y le dedicó una sonrisa para ella y sólo para ella.
Ella se la devolvió. Sabía que los dos pensaban en mamá.
Mary Catherine no estaba segura de qué se suponía que debía hacer. En realidad, ni siquiera sabía qué pasaba. Pero quería estar con papá, y por tanto atravesó el estrado y subió los escalones hasta el atril elevado. Él la agarró pasándole un brazo alrededor de la cintura cuando llegó al último escalón y la aplastó contra él. El nivel de ruido subió un par de decibelios más, si eso era posible, y ella hizo lo que se suponía que debía hacer: no miró a su padre, sino a la multitud, a la batería de lentes, y saludó. Se sentía aterrorizada y desesperada, pero con papá sosteniéndola sabía que lo superaría. Era agradable tenerle de vuelta.
Un cartel enorme se había desenrollado sobre las gradas y decía COZZANO PRESIDENTE. No era la primera vez que Mary Catherine veía esas palabras, pero al verlas allá arriba, de tres metros de alto, sobre las gradas del instituto Tuscola, supo que era real. Y finalmente comprendió qué había desatado este tumulto: papá lo había hecho. Lo había anunciado. Se presentaba a presidente.
El resto del día fue incontrolable. Era como estar metido dentro de un disturbio en el que nadie sufría ningún daño. Era como la boda más grande, más ruidosa y más borracha de la historia, elevada a la décima potencia; y en lugar de un único fotógrafo diciéndole a todos qué hacer, había un ejército de fotógrafos. Habían disparado tantos flashes a los ojos de Mary Catherine que empezaba a ver cosas que no estaban allí, como si el flash electrónico fuese una puerta a una dimensión desconocida. El mitin se convirtió en un festival al aire libre de abrazos, besos, apretones de manos y sudor y, con la ayuda de los buses, migró gradualmente al otro lado de la ciudad, hasta el parque municipal de Tuscola, donde la mitad de los cerdos del Medio Oeste giraban en el interior de gigantescas y oxidadas barbacoas portátiles. Lavabos portátiles verdes de fibra de vidrio hacían fila en un extremo del parque, como guardias ceremoniales en una coronación. Habían levantado dos kilómetros de mesas cubiertas con manteles rojos, blancos y azules y cargadas con limonada, té helado, ponche, agua, café y cerveza.
Mary Catherine lo atravesó todo paso a paso, deteniéndose más o menos cada metro para saludar a alguien. Después de las primeras mil personas, perdió por completo la capacidad de recordar rostros. Una dama agradable se le acercó, le dio la mano y charló con ella durante un rato; Mary Catherine la había identificado como su vieja profesora de la escuela dominical hasta darse cuenta de que la mujer era, de hecho, la esposa de un juez del Tribunal Supremo. Le dijo hola a Althea Coover, la nieta de DeWayne Coover y vieja compañera de universidad. A medida que pasaban las horas, vio a mucha gente que reconocía, pero curiosamente era gente a la que no había visto nunca. Eran estrellas de cine, atletas profesionales, senadores y músicos. Conocía sus rostros tan bien como conocía las caras de sus tías y tíos, y por tanto no le resultaba nada extraño verlos pasearse por Tuscola, ver al senador de Wyoming intercambiar chistes con el entrenador de los Bulls.
En cierto momento incluso se topó con Cy Ogle y tuvo la presencia de ánimo para decirle que quería hablar con él en cuanto tuviese la oportunidad. Él no podía hablar en ese mismo momento, porque se dirigía a los dos equipos de animadoras, Tuscola y Rantoul, cuyos miembros habían tenido la oportunidad de ducharse y ponerse guapas. Les confesaba su incapacidad total para escoger qué equipo lo había hecho mejor, y prometía uniformes nuevos a ambos. En consecuencia, no habló con Mary Catherine hasta una hora más tarde, cuando él la localizó en el borde del festival.
Mary Catherine estaba de pie sobre el lugar de bateo del diamante de softbol. Había colgado la chaqueta del clavo que sobresalía del recogedor de madera. Tenía un bate de aluminio entre las manos y estaba lanzando bolas altas y bajas a media docena de niños preadolescentes, colocados por los jardines exterior e interior, jugando a un juego llamado quinientos. En honor a su gran edad, músculos superiores y capacidad para lanzar la bola donde quería, la habían nombrado Campeona de Lanzadores. Ella lanzaba las bolas. Ellos las atrapaban, llevaban la cuenta de sus puntuaciones y las enviaban de vuelta. Golpeando las bolas de la forma adecuada, Mary Catherine conseguía mantener sus puntuaciones muy igualadas. Después de un rato, apareció un equipo de televisión japonés y empezó a grabarla. No le importó.
—Detecto cierto favoritismo —dijo alguien con acento sureño, después de que ella mandase una pelota fácil a un chiquillo que acababa de incorporarse al juego.
Se volvió. Era Ogle, mirándola a través del recogedor.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —dijo.
—Un par de minutos. Iba a ponerme a recibir yo también. Pero eso hubiese estropeado la imagen —dijo, señalando al equipo de vídeo japonés. Mary Catherine era incapaz de decidir, por cómo lo había dicho, si iba en serio o se reía de sí mismo.
—Ya tienen la imagen que querían —dijo ella—. ¿Por qué no sales a recibir antes de que me rompa una uña y estropee la imagen?
—¡Vale, chicos! —gritó Ogle, saliendo de detrás del recogedor—. ¡Ahora también tendréis un receptor All-Time! ¡El primero que me dé en la cabeza recibe doscientos puntos!
Una bola llegó volando por la izquierda, directamente hacia la cabeza de Ogle. El fingió no darse cuenta hasta tenerla casi encima, cuando de pronto alzó las manos y la atrapó a pocos centímetros de su cara.
—¡Guau! —dijo, con aspecto de tener miedo y agitando la cabeza por el asombro. Los chicos se volvieron locos.
Ogle le pasó la pelota con suavidad a Mary Catherine. Ella la sostuvo en una mano, luego se volvió para examinar el campo. Todos los chicos saltaban y golpeaban los guantes. El pequeño Peter Domenici iba algo rezagado, así que lanzó la bola ligeramente al aire y la golpeó para que volase hasta él. Él ni siquiera tenía que moverse para atraparla, pero aun así la dejó caer.
—Tenemos que hablar de un par de cosas —dijo ella.
—Soy todo oídos —dijo Ogle, tirándose ridículamente de las orejas. Ya de por sí eran orejas prominentes. Un lanzamiento fuerte de Peter Domenici viajaba directamente hacia su sien derecha y en el último minuto se soltó la oreja y agarró la bola en el aire. Los chicos emitieron un gemido de decepción.
—Todo el asunto es tan vasto que no sé ni por dónde empezar —dijo ella—. Tengo tantas preguntas.
—No hay forma de que puedas entenderlo todo —dijo Ogle, lanzándole la bola—. Ése es mi trabajo. Cuéntame lo que te preocupa.
Mary Catherine lanzó una bola baja difícil a uno de sus primos de Tuscola.
—¿De quién fue la idea de que papá corriese del helicóptero al estrado?
Ogle entrecerró los ojos al sol, pensándoselo.
—Me costaría mucho trabajo recordar a quién se le ocurrió. Pero tu padre lo disfrutó. Y no intenté disuadirle.
—¿Crees que es aconsejable, dado su estado médico?
—La verdad, ha estado corriendo cinco kilómetros todos los días.
—Sí, pero vestido con un traje, bajo todo ese estrés y delante de esas cámaras... ¿y si hubiese habido algún problema? Incluso personas con buen estado de salud como Bush o Carter han tenido problemas mientras corrían.
—Exacto —dijo Ogle—, precisamente por eso funciona.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Tú sabes, yo sé y tu padre sabe que no hay ningún problema en que corra esa pequeña distancia. Dios mío, el tipo es como una locomotora a vapor humana. Pero la mayoría de la gente no lo sabe. Sólo saben que Cozzano ha pasado por una enfermedad. Se han formado esa imagen de un inválido frágil y débil. Cuando le ven atravesar corriendo un campo de fútbol, reciben una prueba vivida de que esa impresión es errónea, y miran con cierta atención, porque hay un elemento de peligro.
—¿Podrías repetirme eso último? —dijo Mary Catherine. Ella y Ogle habían adoptado un ritmo fluido, lanzando bola tras bola a los chiquillos con los guantes de béisbol.
—Los paracaidistas —dijo él—. Hicimos que tres paracaidistas descendiesen sobre el estrado y aterrizasen sobre la hierba. Bien, ¿por qué coño lo hicimos? —Ogle sonaba perplejo.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Porque todo el mundo sabe que a veces los paracaidistas se rompen las piernas. No pueden evitar mirar. Lo mismo vale para los idiotas que encendían los petardos.
—¿Trabajaban para ti?
—Claro que sí. Oh, no eran más que petarditos pequeños. Podrías detonar uno sobre la palma de la mano y no te pasaría nada. Pero parecía peligroso. Así que la gente miraba. Y es por eso que fue una imagen genial tener a tu padre corriendo por el campo.
Mary Catherine suspiró.
—No sé cómo me siento.
Ogle se encogió de hombros.
—Todos tenemos derecho a nuestros sentimientos.
—Hablando de seguridad —dijo ella—, ¿cuándo empezó el servicio secreto a seguir a papá? No sabía que tuviese escolta del servicio secreto.
—No la tiene —dijo Ogle—. No eran más que actores.
Ella dejó caer el extremo del bate sobre la base y le miró fijamente.
—¿Qué has dicho?
—Eran actores vestidos como agentes del servicio secreto.
—Contratados por ti.
—Claro.
Ella agitó la cabeza sin comprender.
—¿Por qué?
—Por la misma razón que construimos gradas extra y añadimos micrófonos extra al atril.
—¿Y qué razón es ésa?
—Ser el candidato de un tercer partido tiene muchas, muchas ventajas —dijo Ogle—. Pero también tiene sus desventajas. Una de las desventajas, como descubrió Perot, es que puede que la gente no te tome en serio. Ése es el peligro más importante del que nos tenemos que preocupar. Por tanto, en cada paso del camino, tenemos que rodear a tu padre con la parafernalia de la Presidencia. Lo más importante, el séquito del servicio secreto.
Mary Catherine simplemente agitó la cabeza.
—No puedo creerte —dijo.
—En ocasiones, yo apenas puedo creerme a mí mismo —dijo, volviéndose para mirarla. Un lanzamiento tranquilo y arqueado se dirigía hacia Ogle desde un niño de cinco años situado en el montículo del pitcher. Ogle deliberadamente lo recibió en la parte posterior de la cabeza y se lanzó a una pantomima tambaleante de un hombre atontado con una ligera contusión, tambaleándose alrededor de la posición del lanzador, agitando los ojos, chocando y rebotando en el recogedor. Los chicos perdieron la cabeza definitivamente y un par de ellos cayó sobre la hierba, lanzando los guantes al aire, riendo incontrolablemente. Mary Catherine agitó la cabeza, sonriendo a pesar de todo. Miró a los chicos lo suficientemente resistentes como para seguir en pie y se enroscó un dedo alrededor de la oreja.
—Cuando te hayas recuperado —dijo ella—, tengo un par de cosas más.
—Creo que ya me siento un poco mejor —dijo Ogle—. Dispara.
—Creo que me están situando como una especie de esposa sustituía. Me inquieta.
—Sí, es inquietante —dijo Ogle.
—Limita con lo perverso. No voy a hacerlo más.
—No tienes que hacerlo —dijo Ogle—. Simplemente sucedió hoy porque se trataba de un acto formal, una especie de boda. En una boda, ya sabes, se supone que el padre entrega a la novia. Pero si el padre de la novia está muerto, o si hace veinte años se fugó con una fulana y un quinto de Jack y nadie volvió a saber de él, entonces otro individuo debe ocupar su lugar... no importa quién... cualquiera con cromosoma Y. Podría ser un hermano, un tío, incluso el entrenador de baloncesto de la novia en el instituto. Simplemente no importa. Bien, un anuncio de campaña es igual excepto que normalmente la esposa está presente con su sombrero adecuado y sus zapatos coquetos. Tú representaste ese papel hoy; simplemente tú tenías muchísimo mejor aspecto.
—Gracias —le soltó, haciendo un gesto de exasperación.
—Ahora que la ceremonia ha terminado, puedes volver a ser quien eres. No más inquietud al menos hasta que jure el cargo.
—Una cosa más.
—¿Qué es?
—Soy el médico de la campaña.
Ogle quedó un poco sorprendido.
—Ya hemos contratado...
—Soy el médico de la campaña.
—Te necesitamos para...
—Soy el médico de la campaña —dijo ella.
Esta vez lo entendió. Ogle se encogió de hombros y asintió.
—Eres evidentemente la mejor persona para ese trabajo.
El golpe directo a la cabeza de Ogle había hecho que el chico del montículo del pitcher superase los quinientos puntos. Mary Catherine consideró empezar otro partido, pero le llamaron la atención grandes vítores e hilaridad en uno de los otros campos de juego. Miró en esa dirección.
Estaban jugando al fútbol americano. Dos equipos de al menos quince jugadores cada uno habían ocupado el campo. Los antiguos componentes de los Bears estaban equitativamente distribuidos entre los dos. Cozzano era, por supuesto, el lanzador de uno de los equipos. El lanzador opuesto llevaba dos anillos de la Super Bowl. Las edades de los equipos iban desde los diez años hasta los setenta. Algunos de los jugadores eran granjeros, otros dirigían importantes empresas. Mary Catherine reconoció a Kevin Tice, el fundador de Pacific Netware, haciendo de receptor; en persona, era más grande y atlético de lo que podría dar a entender su imagen de empollón. Zeldo estaba en las trincheras de la línea defensiva, siendo bloqueado nada menos que por Elugh MacIntyre, presidente de MacIntyre Engineering, quien debía tener ya sesenta años pero parecía estar con tan buena salud y en tan buena forma como papá.
El partido era un asunto extremadamente informal y tonto, con los jugadores de ambos equipos entrando y saliendo del campo para buscar refrigerios o visitar los baños portátiles. Hacía demasiado calor para jugar de verdad. Aún así, cada equipo contenía un núcleo duro de hombres adultos con naturalezas extremadamente competitivas, y a medida que avanzaba el partido, los niños y los diletantes se fueron y dejaron atrás a media docena de tíos por cada bando, jugando a un juego que se acercaba a lo serio. No tenían un cronometrador formal, pero sí tenían un límite temporal claro: una recepción formal que se produciría en la residencia Cozzano y por tanto tendrían que dejar de jugar a las seis en punto.
Al final, el partido fue emocionante. El equipo de Cozzano perdía por tres puntos con tiempo para una única jugada. Atacaron en formación Shotgun; un premio Nobel de la Universidad de Chicago atrapó el balón como un experto y Cozzano se echó atrás para pasar, fingiendo repetidamente en dirección a un Celtic retirado muy alto que corría hacia el extremo del campo, agitando los brazos frenéticamente. La defensa gritaba al unísono:
—¡UN SEGUNDO DOS SEGUNDOS TRES SEGUNDOS! —ofreciendo a Cozzano algo de tiempo, y luego atacaron. Zeldo derrotó los esfuerzos de bloqueo de Hugh MacIntyre, a pesar del hecho de que Mac-Intyre le agarró ilegalmente por el cinturón y empezó a perseguir a Cozzano por el cuadro ofensivo. Cozzano se movió experta y rápidamente, evadiendo placaje tras placaje; era más viejo y más lento que Zeldo, pero llevaba zapatos con suela de goma. Finalmente Zeldo se las arregló para derribar a Cozzano cerca de la línea de las cuarenta yardas, justo cuando Cozzano lanzaba un pase desesperado conocido como Salve María. Para sorpresa de nadie, el antiguo miembro de los Celtic agarró la pelota en el aire por encima de las manos extendidas de los defensores y luego cayó hacia la zona de marca, ganando el partido.
Mary Catherine aplaudió y vitoreó junto con el resto de la multitud, para luego mirar hacia su padre y Zeldo. Estaban tendidos sobre la hierba, uno junto al otro, apoyados en los codos, contemplando la acción, riendo con la risa profunda y atronadora de hombres completamente enloquecidos por un potente cóctel de suciedad, fútbol americano, compenetración masculina y testosterona.