Capítulo 2

 

E

l Estado de la Unión no era nunca nada demasiado importante en Cacher, Oklahoma. Otis Simpson, cuarenta y ocho años, bostezó y miró el reloj de la pared, sólo para registrar el momento. Eran las 02:46:12 GMT. Apagó el sonido. El discurso había involucionado para convertirse en una oleada de aplausos. Los comentaristas comenzaban a introducirse en la banda sonora con tonos tranquilos y solemnes, declarando lo evidente: «el presidente da la mano a los líderes del congreso mientras sale de la sala». Pronto llegarían los analistas para contarle a Otis lo que acababa de ver, y definitivamente no le hacía falta. Las únicas opiniones que importaban comenzarían a llegar por fax y módem durante las próximas horas. Su trabajo era permanecer despierto durante ese periodo. Así que encendió el otro monitor y comenzó a ver una peli de la HBO, ya empezada.

Otis había heredado la tendencia de su madre al volumen, el aspecto extraño de su padre, Otho, y poco aprecio por la higiene básica. Los muchos pliegues de su amplia forma contenían un suministro inagotable de bolas de pelusas ennegrecidas por el sudor, y su escaso pelo no lograba ocultar la dolencia cutánea que afectaba a su cráneo. No se había casado nunca. Su madre había muerto en el parto. Ejercía de ayudante de confianza en el trabajo de su padre, cuyas ramificaciones totales no había comprendido nunca.

Otho Simpson, de ochenta y seis años, se había ido a la cama, como tenía por costumbre, a las 00:00:00 GMT. Era una hora tan buena como cualquier otra para irse a la cama y además era fácil de recordar. Otho y Otis vivían en el subsuelo, en una antigua mina de plomo, y no prestaban demasiada atención a los ciclos diurnos de la superficie. Su trabajo consistía en recopilar y responder a información llegada de todo el mundo, de las veinticuatro zonas horarias, por lo que no tenía demasiado sentido intentar ajustarse a un horario en particular. Otho era enjuto y demacrado, obstaculizado por infecciones persistentes de las vías urinarias que llenaban cualquier habitación en la que se encontrase con un olor desconcertante y que además le provocaban un dolor continuo. Al contrario que su hijo, Otho poseía una mente que, de haberlo decidido, le hubiese valido un premio Nobel en economía o física o al menos le habría convertido en un hombre muy rico en su sentido más convencional. En su lugar, se había convertido en una especie de contable, y pasaba su vida cuidando de una masa de inversión con un valor total en efectivo en las cercanías de los treinta billones de dólares americanos.

Esos fondos no pertenecían a ninguna persona o entidad específica por lo que Otho podía ver. Pertenecían a una red internacional y coordinada de inversores. Otho no sabía quién era esa gente. No se suponía que tuviese que saberlo y probablemente no se suponía que debiese pensar en ello. Pero lo pensaba de vez en cuando, y había sacado algunas conclusiones basándose en pruebas circunstanciales. La mayoría eran individuos, muchos inversores eran familias; algunos eran corporaciones. La cuantía de sus fortunas variaba de entre algunos pocos millones de dólares hasta las decenas de miles de millones. A juzgar por las horas a las que decidían realizar sus operaciones, la mayoría de ellos vivía en las zonas horarias de Estados Unidos y Europa, con algunos en zonas horarias que correspondían a Japón, Hong Kong y Australia. Sólo conocía el nombre de un miembro de esa organización, una tal lady Guenevere Wilburdon; era su contacto y su jefa.

Durante el último medio siglo, específicamente, tras la muerte de su esposa en 1948, Otho apenas había salido de Cacher. Varias veces por semana, se montaba en el ascensor, recorría los varios cientos de pies que había hasta la superficie y daba un paseo por las ruinas del pueblo, respirando lo que en Cacher se consideraba aire fresco y sintiendo el sol sobre la piel. Pero se sentía más cómodo abajo, en la cápsula subterránea que era su hogar, rodeado de seis metros de hormigón reforzado, respirando aire filtrado y bebiendo agua destilada.

Un inmenso contratista internacional llamado MacIntyre Engineering había construido la cápsula a comienzos de los años cincuenta. Se construyó siguiendo exactamente las mismas especificaciones que las cápsulas de control de los silos de los misiles Minuteman, lo que resultó fácil, porque MacIntyre había construido la mayoría de ellos. Cualquier información que concebiblemente pudiese influir en la economía —pública y privada, abierta o secreta, desde datos fiables hasta rumores malintencionados— llegaba hasta la cápsula por medio de una diversidad de enlaces de comunicación. Otho leía hasta la última palabra y empleaba la información para administrar las inversiones de su Red. Su vida era bastante solitaria, y no había visto una película en el cine desde Sonrisas y lágrimas, pero no le importaba; el honor de ser el administrador anónimo de una fracción importante de lo que se solía llamar el Mundo Libre le bastaba para dar valor a su vida.

Varias horas después de la conclusión del discurso sobre el Estado de la Unión, a las 06:00:00 GMT, una de las estaciones de trabajo emitió una música digitalizada, despertando a Otis. En la pantalla se materializó una ventana y se llenó con columnas de números. Era normal; sucedía todos los días a esa hora.

Un coro de zumbidos tenues surgía desde un estante de acero inoxidable que contenía varias docenas de faxes idénticos. Otis se sorprendió al comprobar que casi todas las máquinas tenían de pronto largas tiras de papel que les colgaban y varias seguían activas. La mayoría de los clientes de su padre se despreocupaban y rara vez, si acaso, se molestaban en intervenir directamente.

Otis fue hasta la estación de trabajo y examinó los números: un resumen estadístico del rendimiento de la Red de inversores durante las últimas veinticuatro horas, y respuestas iniciales al discurso del Estado de la Unión desde las bolsas de Delhi, Novosibirsk, Hong Kong, Singapur y Tokio. Todos los mercados de capitales habían caído con fuerza. Los bienes, especialmente el oro, subían de forma incontrolada.

El reloj digital de la pared indicó las 06:10. Otis fue a despertar a Otho. Otho y Otis dormían en camastros de acero colocados en una habitación pequeña junto al centro de comunicaciones.

—Papi, han llegado las cifras de ayer.

Otho se sentó en la cama sin vacilar, como si no hubiese llegado a dormirse. Tenía otra estación de trabajo justo al lado, sobre la mesilla de noche. Alargó una mano ajada, agarró un ratón y escogió algunas órdenes del menú de la pantalla. Se materializó una copia de la tabla financiera. Se calzó un par de gafas extremadamente gruesas que hicieron que sus ojos pareciesen pelotas de béisbol.

Los números de la primera parte del día no eran malos. Pero el discurso del Estado de la Nación lo había cambiado todo.

—También tenemos muchos faxes —dijo Otis, entregándole a su padre un montón grueso de papel resbaladizo y retorcido, cubierto de notas procedentes de todo el mundo, muchas escritas a mano.

—Dios santo —dijo Otho—, ¿qué dijo ese hijo de puta?

—Papi, desconecté el sonido y vi una película en la HBO.

—Probablemente no fuese mala idea. Saca la cinta de monitorización de la CNN y ponme el discurso... No, un momento, no puedo soportar la idea de verle hablar. Bájate una transcripción de un servicio de noticias.

—Vale, papi.

Diez minutos más tarde, Otis le llevó la transcripción. Otho la hojeó, buscando algunas palabras clave, y se centró casi instantáneamente en el concepto de perdón. En medio de la frente le aparecieron profundas arrugas verticales y dejó escapar sin fuerza un soplo de aire a través de los labios.

Para entonces, Otis ya había llegado a la conclusión de que le esperaba una noche muy larga, así que conectó el televisor junto a la cama y puso la CNBC.

—Ese cabrón ha vuelto locos a todos los especuladores del planeta. —Otho dejó los faxes sobre la mesilla de noche y metió los pies en un par de zapatillas—. Pero tiene algo de razón. Este país tiene problemas. Alguien tiene que hacer algo o todos sus inversores acabarán jodidos.

—¿Inversores?

—Sí. Estados Unidos solía tener ciudadanos. Luego el gobierno puso el país a la venta. Ahora tiene inversores. Tú y yo trabajamos para los inversores.

Otis miró a su padre con la combinación de respeto, miedo y asombro que había mostrado desde que era niño.

—¿Qué está pasando, papá?

—Era sólo cuestión de tiempo que llegase un político tan estúpido como para mencionar perdonar la deuda nacional.

—¿Como el senador Wright?

—Sí. Ése murió en un accidente de aviación. Pero evidentemente al presidente le pareció que la idea sonaba bien.

—¿Cómo vamos a resolverlo, papi?

—Activa el software de procesamiento de textos. Voy a realizar mi primer boletín solicitando opiniones desde la crisis de los misiles cubanos. Esta cuestión es demasiado grande como para decidirla yo solo... tengo que dar algunas opciones a la Red.

Las articulaciones de Otho restallaron y se quejaron audiblemente en el silencio casi perfecto de la cápsula mientras salía de la cama, llegaba hasta el baño de acero inoxidable y de ahí iba al centro de control. Se sentó frente a un enorme monitor de alta resolución y empezó a apuntar algunas opciones, a medida que le venían a la cabeza. Más tarde, podría convertirlas en prosa inmortal:

 

a. Sacar la inversión de la deuda nacional de Estados Unidos —absorbiendo de inmediato las pérdidas— y explorar zonas nuevas, como la compra de gran parte de la antigua Unión Soviética;

b. No hacer nada y esperar que la estructura política norteamericana empantane el asunto;

c. Intervenir directamente en la política norteamericana para devolverle cierta estabilidad y garantizar la inversión a largo plazo en la deuda;

d. ¿Sugerencias?

 

Luego hizo que el sistema enviase el mensaje en una ráfaga de transmisiones fax cifradas. Excepto algunas vagas indicaciones geográficas, no sabía adonde iban los faxes. Cuando cincuenta años antes tomó el control de las finanzas de la Red, se había estipulado que todas las comunicaciones se realizarían con participantes identificados por medio de códigos.

Las respuestas llegaron asombrosamente rápido. Tras el discurso del presidente, todas las personas importantes estaban despiertas, independientemente de la zona horaria.

Con la excepción de algunos habitantes de Oriente Medio que querían que la Red invirtiese masivamente en las repúblicas musulmanas de la antigua Unión Soviética, la mayoría de la Red apreciaba la tercera opción. El factor decisivo fue un fax de lady Wilburdon, la presidenta de hecho, que decía: «Nos ha servido bien y confiamos completamente en usted. Haga que su país vuelva a funcionar correctamente.»

Pasó algunos minutos jugando con una vieja y gastada regla de cálculo. A comienzo de los setenta, había comprobado un par de las primeras calculadoras de bolsillo y, como matemático, se había sentido horrorizado ante su precisión engañosa. La regla de cálculo era con diferencia una guía mucho más fiable e iluminadora para el mundo numérico.

Estados Unidos había tomado prestados diez billones de dólares desde el comienzo de la política económica de Reagan. Ahora la Red poseía una fracción importante de esa deuda. Se suponía que esos préstamos ofrecían cada año una cantidad fija en intereses. El límite propuesto por el presidente reduciría esa entrada de capital en una cantidad de algunas decenas de miles de millones de dólares al año, posiblemente más si el país sufría una crisis mayor y realizaba más recortes.

A la larga, por tanto, la Red podría perder cien mil millones de dólares por las medidas recién propuestas por el presidente. Otho, por tanto, podía justificar gastar dinero de verdad en la situación —fácilmente, decenas de miles de millones—. Era más que suficiente para modificar unas elecciones. Pero casi lo había logrado con sólo algunos cientos de millones.

Otho sabía perfectamente que su Red no era la única organización de ese tipo en el mundo, y que aquella noche no era él la única persona que realizaba los mismos cálculos. No bastaba con jugar con unas elecciones; durante los próximos meses todo el mundo entraría en juego. Lo importante era hacerlo bien, y no sólo poner un parche, sino como parte de una estrategia coherente a largo plazo.

Si la Red planeaba con cuidado, y no se dejaba ver demasiado, podría lograr algo más que modificar el resultado de las próximas elecciones. Podría llegar a levantar un sistema que permitiría a los inversores de Estados Unidos poder dar su opinión en la administración de sus bienes. Consumiría gran parte del líquido de la Red, pero moviendo algo de dinero, Otho podría liberar recursos suficientes para tener unos buenos fondos de guerra. De todas formas, los mercados se habían ido al carajo, lo que ofrecía una tapadera perfecta para los grandes movimientos de capital que tendría que realizar durante los próximos días.

Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que era la mejor decisión. Debería haberlo hecho hacía mucho tiempo. El que no hubiese sido así probablemente demostraba que estaba obsoleto o algo similar.

Los Estados Unidos de América habían sido útiles hasta ahora. Era hora de liquidación. Como una enorme y anciana corporación ya achacosa, sus partes individuales, liquidadas con inteligencia, valían más que el total. Todavía poseía el mejor ejército que se podía comprar con dinero, como habían descubierto los iraquíes durante la Guerra del Golfo, y todavía se le daba mejor que a nadie desarrollar nuevas ideas. Bajo una nueva administración fiscalmente responsable, todavía podía dar buenos resultados, pagar sus deudas y ofrecer a sus ciudadanos un estándar de vida tolerable. Otho debía asegurarse de que la administración fuese de la Red y no de las otras entidades con las que competía la Red.

Le envió un fax al señor Salvador indicándole que se pasase por Cacher para una reunión cara a cara. Era la parte difícil; nunca se le habían dado bien las relaciones interpersonales. Luego se dedicó al trabajo que hacía mejor que cualquier otra persona en el mundo: enviar órdenes de venta, mover activos, disponer las piezas sobre el tablero.

En simples términos numéricos, liquidar la Constitución de Estados Unidos no era el trabajo más grande o más difícil que Otho hubiese realizado. Por alguna razón, le ponía nervioso de todas formas. Desde el asesinato de Kennedy, no había sentido más que desprecio por los políticos. Pero en este caso no estaba atacando a un presidente en particular; atacaba a la institución de la presidencia. Se entrometía con fuerzas primarias. Se movió lentamente, cometió errores en la aritmética, se olvidó de cosas, repasó continuamente sus propias decisiones. Era una sensación poco habitual la de sufrir realizando su trabajo. Continuamente le llegaban a la mente imágenes no deseadas, nublando su pensamiento: FDR declarando la guerra a Japón, el alunizaje, el Día D, partidos de fútbol americano en el Día de Acción de Gracias, el discurso de despedida de Lou Gehrig.

En más de una ocasión sus dedos se detuvieron sobre el teclado al llegarle incontroladamente a la mente esos recuerdos y otros más personales y emocionales. Se preguntó si la senilidad le había atrapado al fin. Finalmente se puso en pie y avanzó con dificultad hasta la pequeña cocina y sacó una botella de vodka de la nevera. Sabía que estaba haciendo lo correcto, que si no lo hacía él lo haría otro. Pero le dolía.

A las 10:00:00 GMT, la sala de comunicación volvía a estar en calma. Otis despertó tras una breve siesta y fue a ver qué tal estaba Otho.

Desde la sala oscura, una voz débil casi cantaba:

—Bien, ya sabe, este país en su día funcionó realmente bien, cuando teníamos valores en los que creía la gente.

Otis vio la botella vacía de vodka sobre la mesa, todavía cubierta de condensación, y comprendió que su padre se había emborrachado por primera vez en tres décadas.

—¿A qué te refieres con valores?

—Eran palabras código como honradez, trabajo duro, independencia personal... en realidad eran mitos, para motivar a la gente a aceptar las desigualdades naturales que se dan en un sistema de mercado. En los días de antaño, el contrato era sagrado: divorcio, quiebra, fraude eran tabú para una persona normal. Los bribones, por supuesto, los magnates ladrones, estaban exentos. Debemos devolver al país a esos valores para que a nadie vuelva a ocurrírsele la idea de renegar de la deuda.

—Papi...

—¿Sí, hijo?

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Creo que en esta ocasión lo dejaré en manos del señor Salvador. Es un tipo con ambiciones. Es evidente que quiere ocupar mi lugar dentro de un par de años, o cuando lady Wilburdon decida reemplazarme. Es un gilipollas, y hay bastantes probabilidades de que muera o se destroce enfrentándose a esta tarea. Y si sobrevive, será un hombre mejor por haber pasado por esa experiencia.

—¿Papi?

—Sí, hijo.

—Buenas noches, papi.