Capítulo 39
L
a doctora Mary Catherine Cozzano terminó su residencia de neurología durante la última semana de junio. Pasó un par de días en Chicago celebrándolo con sus colegas graduados, pero durante los últimos cuatro años había olvidado cómo divertirse y hacerlo le exigió mucho esfuerzo. Luego se mudó a su viejo dormitorio en Tuscola. No le encantaba la idea de regresar a casa a los treinta años, pero necesitaba un lugar tranquilo en el que estudiar para los exámenes de la junta. Todavía no tenía ofertas de trabajo, y probablemente no las tuviese, al menos no hasta que las cosas se calmasen, lo que no sucedería hasta después de las elecciones.
Además, la casa seguía parcialmente ocupada por personal técnico del Instituto Radhakrishnan, con sus ordenadores por todas partes, y casi podía convencerse a sí misma de que en realidad vivía en un centro de investigación neurológica avanzado. Cada día pasaba una hora o dos repasando los registros de la recuperación de papá, aprendiendo sobre la terapia y cómo actuaba. Una vez que papá había completado la rehabilitación básica —caminar, hablar—, el grupo de terapeutas se había reducido a un puñado que le ayudaba con cosas como escribir. De la misma forma, la gente de alta tecnología se había reducido, regresando al Instituto Radhakrishnan y dejando en su lugar enlaces de comunicación de gran capacidad, de forma que podían seguir el biochip desde el otro lado del país. A comienzos de junio Zeldo le había dicho que él también se iría pronto, pero allí seguía, durmiendo en el suelo del antiguo dormitorio de James, que se había transformado en una curiosa mezcla de la decoración adolescente de James (banderines de ILLINI y pósteres de Michael Jordan) con equipo informático terriblemente caro y de gran potencia. Cuando Mary Catherine le preguntó a Zeldo por qué seguía allí, él apartó la vista y murmuró algún aforismo hacker sobre lo difícil que resultaba corregir hasta el último tallo.
No estaba segura de cómo tomarse el hecho de que ahora su padre fuese diestro.
La noche del discurso del Estado de la Unión, el coágulo sanguíneo había recorrido la aorta de papá, la gigantesca superautopista que transportaba casi toda la producción del corazón. Se había dividido en dos fragmentos diferentes. Cada uno había ido por una de las arterias carótidas, izquierda y derecha. El de la derecha había provocado la parálisis en el lado izquierdo del cuerpo, y el de la izquierda había afectado los centros del habla de ese hemisferio, provocando la afasia.
Luego, un par de meses más tarde, en el estudio, la segunda apoplejía había provocado daños en el lado izquierdo del cerebro, paralizando el lado derecho del cuerpo.
El alma de papá podía tomar la decisión de moverse, y su cerebro podía enviar las órdenes al brazo o pierna, pero las órdenes jamás llegaban a su destino porque la apoplejía había roto los enlaces. El doctor Radhakrishnan había implantado dos chips, uno a cada lado del cerebro. Tenían por objeto reemplazar los enlaces rotos de forma que las órdenes de movimientos pudiesen llegar al cuerpo. Ahora que los chips habían sido programados para llevar los mensajes a las zonas correctas del cuerpo, la parálisis de papá había desaparecido.
Pero la afasia era diferente. No era sólo parálisis de la lengua. Era algo más profundo. Y en los mandriles no la podías estimular. Era misterioso que la terapia hubiese funcionado tan bien la primera vez. Papá sonaba como papá, y decía cosas que papá diría, pero en ocasiones, cuando él hablaba, ella de pronto se sentía desorientada, dejaba de prestarle atención y empezaba a preguntarse de dónde provenían las palabras, si estaban pasando por el biochip. Papá se daba cuenta de que Mary Catherine lo hacía; lo llamaba «ponerse neuróloga» y le volvía loco.
Se sentía flácida y fofa después de cuatro años de residencia. Todas las mañanas se levantaba a las cinco y salía a correr. Si lo hacía más tarde, haría tanto calor y humedad que realmente no podría ejercitarse bien. Además, había tratado mucho peor su ciclo de sueño durante la residencia y por tanto no le importaba levantarse temprano para hacer algo que le resultaba agradable.
Su ruta habitual le llevaba calle abajo hasta el parque municipal, donde daba un par de vueltas al campo de softbol y realizaba algunos estiramientos. Luego salía del pueblo, atravesando la U.S. 45 y la Illinois Central, y corría siguiendo una de las carreteras comarcales, midiendo la distancia contando las encrucijadas, que estaban espaciadas a intervalos de kilómetro y medio. El centro de Illinois en julio era de una humedad sofocante, y muy a menudo se encontraba corriendo entre la niebla y la bruma. El primer sol de la mañana, brillando bajo, lanzaba sobre el paisaje una bochornosa neblina metálica.
La mañana del Cuatro de Julio, una forma se materializó frente a Mary Catherine mientras corría por la carretera comarcal. Al principio pensó que era un coche que venía hacia ella por el carril equivocado, pero luego se dio cuenta de que no se movía. Pensó que debía de ser un coche que había sufrido una avería. Al acercase pudo ver una forma oscura de pie junto al coche, inmóvil, esperando. Abrió la cremallera de la riñonera y metió la mano, asegurándose de tener la pistola eléctrica.
Era un coche pequeño, muy bajo. Un pequeño Mercedes deportivo. Un enorme cartel escrito a mano se apoyaba en el parachoques trasero, un cuadrado de cartón. Decía: MARY CATHERINE, ¡NO DIGAS NADA!
La figura apoyada en el coche era Mel Meyer. A medida que Mary Catherine se acercaba, Mel se envaró y se volvió hacia ella, con un dedo sobre los labios, indicando silencio.
No era exactamente una reunión afectuosa y cálida. Mel se sacó una cajita negra del bolsillo del impermeable negro. Se dirigió hacia Mary Catherine, le dio a un interruptor de la caja y luego la pasó por todo el cuerpo, observando una gráfica LED en la parte superior. Cada vez que la caja pasaba cerca de su cintura, la gráfica alcanzaba el máximo. Mel movió la cajita en órbitas cada vez más estrechas hasta centrarse en la riñonera.
La cremallera seguía abierta. Mel la abrió del todo y miró en su interior, rozando con su cabeza calva el pecho de Mary Catherine. Apartó la pistola eléctrica y cuidadosamente sacó su llavero. El llavero más grande del mundo había perdido algunos kilos desde que Mary Catherine dejó el hospital, pero seguía siendo formidable. Mel se lo colocó en la mano, agitando la cajita negra por encima, y finalmente se centró en la navaja suiza en miniatura.
La sacó del resto del llavero y la colocó junto a la caja negra. La gráfica LED mostraba la lectura más alta.
Luego atravesó la carretera, se preparó y lanzó la navaja en mitad del maizal. Dio un pase más con la cajita por el cuerpo de Mary Catherine. En esta ocasión la gráfica LED no se alteró.
—Vale —dijo Mel al fin. Habló en voz baja, pero resultaba fácil entenderle dado el silencio total de la mañana—. Estás limpia.
—¿Qué...?
—Si alguien pregunta, diles que, eh... —Mel cerró los ojos y permaneció inmóvil unos segundos— encontraste un perro que se había escapado y se había enredado el collar en una cerca de alambre y tuviste que sacar la navaja y cortarle el collar para soltarle. En el proceso, dejaste caer la navaja y olvidaste recogerla.
—No es muy plausible.
—No hace falta que sea plausible. Basta con que sea suficiente para que nadie pueda llamarte mentirosa sin ganarse la furia del gobernador.
—¿Qué pasaba con la navaja?
—Un dispositivo de escucha.
—Debía de ser muy pequeño.
Mel se mostró decepcionado.
—¿Estás de broma? No seas tonta. Ahora los hacen del tamaño de una pulga.
—Oh. Lo siento.
—Mary Catherine, estamos metidos en un pozo de mierda, y tenemos que hablar. ¿A qué hora vuelves habitualmente a casa?
—Hacia las seis.
—Vale, a esa hora te dejaré en el parque —dijo Mel—. Sube.
La puerta del pasajero ya estaba entreabierta. Mary Catherine, un poco conmocionada, entró. Mel se situó tras el volante, arrancó, avanzó diez metros por la carretera y giró para entrar en una carretera de gravilla, un túnel entre el maíz. Condujo durante unos cuatrocientos metros, hasta que la carretera principal quedó oculta en la niebla.
—¿Adónde vamos?
—En parte salimos de la carretera para que la gente no nos vea —dijo Mel—. En parte, quiero mostrarte algo. —Mel dejó que el Mercedes fuese parando lentamente, echó el freno de mano y abrió su puerta.
A corta distancia había un árbol, uno de los espléndidos y solitarios robles que surgían de los maizales cada pocos kilómetros y que los granjeros dejaban en paz porque eran hermosos.
—Ahora estoy totalmente perdida —dijo Mary Catherine, saliendo del coche. Miró a Mel por encima del capó—. Estás actuando como un paranoico, Mel, si puedo darte mi opinión profesional.
—Soy totalmente consciente de ello —dijo Mel—. Bien, mira esto. Puede que te sorprenda saber que me he convertido en un gran observador de la naturaleza en mis paseos hasta aquí.
—¿Naturaleza? No sabía que en el campo quedase naturaleza.
—Bueno, hay que buscarla, pero ahí está. Mira el árbol. —Mel se giró hacia el roble, se puso las manos alrededor de la cara como un megáfono, y luego hizo algo increíblemente muy poco propio de él: emitió un chillido agudo, tres gritos agudos en falsete.
El árbol se alzó hacia el cielo. Ésa fue la impresión que dio durante un momento. Mil pájaros negros se alzaron de sus ramas al unísono y volaron sobre el campo, manteniendo durante un momento la forma del árbol, para luego formar una nube fuertemente organizada que se retorció sobre sí misma, virándose del revés, cambiando de dirección y líderes, pero permaneciendo siempre junta.
Mel le sonreía.
—No sabías que esos pájaros estaban ahí, ¿no?
Mary Catherine movió la cabeza para indicar que no.
—Mírales —dijo Mel—. Los he estado observando desde el coche. Mira cómo puede desvanecerse la bandada.
Todos los pájaros de la bandada dieron exactamente el mismo giro. En cierto momento venían todos directamente hacia Mel y Mary Catherine, y la bandada se volvió casi invisible al verse cada pájaro de frente. Luego Mel volvió a emitir el chillido y todos se pusieron de lado, la bandada oculta volviendo a manifestarse, mucho más cerca de ellos, casi convertida en un muro sólido.
—Sabes, Mary Catherine, que he pasado mi carrera como parte integrante del complejo industrial y militar. Lo que coño sea eso. —Mel agitó el brazo hacia una zona de niebla como a las tres en punto—. En esa dirección está la fábrica de nylon de Willy, donde fabricaban paracaídas para el ejército. No se puede ser más militar o industrial. Por tanto, siempre me he burlado de la gente que achacaba todos los problemas del mundo al complejo militar e industrial. Pero no puedo escapar a la idea de que hay algo muy grande alrededor de Willy. Algo que implica cantidades brutales de dinero.
—El implante de biochip es un asunto ciertamente importante —dijo Mary Catherine. Seguía desconcertada por el asunto con la cajita negra de Mel, y la parte de los pájaros no tenía ningún sentido, pero por ahora decidió seguirle la corriente—. El Instituto Radhakrishnan cuenta claramente con mucho dinero. Ya lo sabíamos desde el principio. Y siempre hemos tenido el realismo de comprender que la terapia tenía un trasfondo económico. Si todo va bien, el Instituto y sus patrocinadores tendrán una mina de oro entre manos.
—Sí, sí, sí —dijo Mel, agitando la mano con desdén—, eso está claro. Es el argumento de la Mano Invisible... que esto que tenemos aquí es el libre mercado en acción. He estado pensando en ese argumento desde que regresaste de tu viaje de inspección. No se sostiene.
—¿Por qué no?
—Cierto, mucha gente sufre daños cerebrales. Pero hay un millón de enfermedades. Cáncer, distrofia muscular, accidentes de coche. Bien, ahí tenemos un buen ejemplo... accidentes de coche. Durante décadas, una cantidad escandalosa de gente ha muerto en accidentes de tráfico. Sigue pasando. Pero incluso algo tan simple como el cinturón de seguridad llevó mucho tiempo de desarrollo. Hubo que forzar a los fabricantes de coches a adoptar el airbag. En ese caso la Mano Invisible no hizo efecto.
—¿Qué otra razón podría haber?
—Que esa terapia se desarrolló específicamente para un paciente: William A. Cozzano.
—Pero estamos hablando de un gasto inmenso —dijo Mary Catherine—. Miles de millones de dólares.
—Exacto —dijo Mel—, lo que significa dos cosas: primero de todo, la gente que lo hizo está forrada. De hecho, no puede tratarse de una única entidad. Debe de tratarse de un grupo de entidades distintas actuando en formación... como esa bandada de pájaros. Y segundo, esperan recibir un enorme beneficio por su inversión.
—¿Qué podría valer tanto dinero?
—Sólo se me ocurre una cosa. La presidencia de Estados Unidos —dijo Mel.
En un nivel puramente intelectual, Mary Catherine pensaba que la conversación era totalmente ridícula. Pero en un nivel más profundo empezaba a sufrir un ataque grave de desasosiego. Ya se había enfriado de la carrera y el sudor de los brazos se estaba convirtiendo de pronto en piel de gallina. Dijo:
—¿Y realmente crees que esa explicación es más creíble que la teoría de la Mano Invisible?
—No tengo datos suficientes para explicarlo —dijo Mel—, pero mientras sea una posibilidad, debo tenerla en cuenta. Quizá puedas ayudarme a reunir más información, de forma que pueda rechazar esa teoría ridícula y aceptar una más respetable.
—¿Qué debería hacer? —dijo Mary Catherine.
—Primero de todo, asume que es cierta —dijo Mel—. Asume que puedas estar inmersa en una conspiración enorme. Asume que te vigilan y te escuchan, continuamente. Ya he encontrado un micrófono en mi coche, y otro en ti —dijo Mel.
Mary Catherine estaba conmocionada.
—¿Estás seguro?
Mel apretó la mandíbula y puso cara de estar algo molesto.
—No me preguntes si estoy seguro cuando digo algo así. Claro que estoy seguro hasta los cojones. Tengo contactos que tú no conoces, niña. No toda mi vida está dedicada a este negocio de la mazorca de maíz.
—Lo siento.
—Salí de la ciudad durante un par de días. Volví. Me subí al coche. Le di al botón de la WGN y me salió una emisora sobre Jesús en DeKalb. Todas las presintonías estaban cambiadas. Así que se lo llevé a un amigo de un amigo que solía trabajar para la Agencia, y encontró un micro. Luego hicimos un barrido completo y también encontramos micrófonos en mi casa.
—Dios mío —dijo Mary Catherine. Si Mel decía la verdad, entonces estaba en marcha algo muy gordo. Si no decía la verdad, entonces estaba loco. En cualquier caso, la cosa empezaba a ponerse seria.
—Tampoco eran de los que compras en los saldos de Radio Shack —dijo Mel—, eran micros buenos. Tecnología de la KGB.
—Vale, asumiré que me han puesto micrófonos. ¿Ahora qué?
Mel suspiró.
—Demonios, ni idea. El problema de la gente de campo es que hay que explicárselo todo.
—Lo siento.
—Mantén los ojos abiertos. ¿Es un consejo demasiado general? ¿Quieres que te haga una pregunta específica? No puedo darte una pregunta específica.
—Me mantendré vigilante en busca de señales del complejo militar e industrial —dijo Mary Catherine.
—No es eso. Es otra cosa —dijo Mel. Se volvió para mirar la bandada de pájaros, que seguía volando sobre el campo, girando así y asá siguiendo un plan que Mel y Mary Catherine no podían deducir, desapareciendo y luego volviendo a aparecer, con cada pájaro sabiendo de alguna forma lo que los otros pájaros hacían—. Vamos a llamarlo la Red.
La conversación estaba cristalizando varias ideas y percepciones vagas que llevaban meses flotando en la mente de Mary Catherine. Empezaba a formarse el esquema de una idea, de forma similar a como Mel y su coche se habían materializado de entre la niebla.
—Hay algo curioso, ahora que lo comentas —dijo ella.
—¿Qué me puedes contar? —preguntó Mel. De pronto se mostraba relajado y tranquilo.
—No sé. Es sólo que algunos nombres aparecen continuamente. Gale Aerospace, Pacific Netware, GODS, Genomics, Ogle Data Research, MacIntyre Engineering. Son independientes, pero sin embargo actúan de forma coordinada.
—¿Puedes darme el nombre de alguna persona que trabaje para la Red?
Mary Catherine apoyó los antebrazos en el techo del coche, observando los pájaros, intentando concentrarse en la situación.
—Mucha gente trabajadora la Red. Incluyéndome a mí, supongo, en cierta forma. Cy Ogle, el doctor Radhakrishnan, Pete Zeldovich se incluyen en esa categoría. Pero sólo he visto a una persona que parece pertenecer a la Red. ¿Tiene sentido?
—Claro. ¿Quién es esa persona?
—Se llama señor Salvador —dijo Mary Catherine—. Pasa de vez en cuando. Como si estuviese en un viaje de inspección o algo así. Por cómo actúa la gente a su alrededor, diría que claramente está al mando.
—¿De toda la Red?
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Es sólo una sensación. Actúa como alguien que tiene jefe. Creo que está al mando de todo lo relacionado con papá.
—Así que Salvador es un encargado —dijo Mel—. Dirige uno de los proyectos de la Red... Willy. ¿Quién es el jefe de Salvador?
—No lo sé —dijo Mary Catherine—. Sólo he mantenido contactos mínimos con Salvador. Su jefe ni siquiera se menciona.
—¿Puedes darme alguna pista? ¿Llama por teléfono cuando está allí?
—Sí. Pero emplea el teléfono de su coche.
—¿Recibe llamadas, o cartas, en la casa?
De pronto Mary Catherine recordó algo. Se puso recta y miró fijamente a la nada, con los ojos saltando de un lado a otro mientras intentaba reconstruir sus recuerdos.
—Ayer por la mañana cuando volvía de mi carrera, un furgón GODS se situó delante de la casa. El conductor traía un sobre para el señor Salvador. Pero él no estaba; aparecería unas horas más tarde. Así que firmé yo. Salvador llegó más tarde y lo abrió. Y lo tiró.
—¿Quieres decir que el sobre sigue en la basura?
—Son demasiado cuidadosos con la seguridad para tirar nada a la basura. Sólo tiran los envoltorios de McDonald’s y poco más. Todo lo demás va a una bolsa para quemar o directamente al destructor de documentos.
—Dios mío, es como la Agencia —dijo Mel.
—Creo que destruyen los contenidos de los sobres. Pero los sobres en sí van a la bolsa de quemar... y ésas sólo las recogen una o dos veces por semana. Así que quizá pudiese recuperarlo.
—Necesito ese sobre. Tiene códigos de seguimiento y demás —dijo Mel.
—Más tarde echaré un vistazo —dijo Mary Catherine.
Mel parecía ligeramente alicaído. Aparentemente, Mary Catherine no había demostrado el entusiasmo suficiente por su misión secreta.
Tenía una sinfonía de Bruckner en el CD del maletero del Mercedes. Mel volvió a sentarse en el asiento del conductor y subió el volumen. Mary Catherine también subió. Se quedaron sentados en el coche y escucharon durante unos minutos.
—Escúchame —dijo Mel, volviendo a bajar el volumen—. Estoy muy retrasado en mi respuesta a este asunto.
—¿Cómo es eso?
Mel rió. En otro hombre hubiese sido una risa carente de humor. Pero Mel poseía el talento de localizar el humor en los lugares más inesperados y parecía sinceramente divertido, aunque no exactamente feliz.
—Se supone que soy el consejero de confianza de Willy. Se supone que debo decirle si es buena idea presentarse a presidente o no. Y ahora mira. Lo va a anunciar en unas horas. Y yo todavía intento descubrir qué está pasando.
Mary Catherine no tenía nada que decir. Esperó a que Mel continuase.
—Me tomo mi trabajo muy en serio y ahora mismo estoy fracasando en mi tarea —dijo Mel—. Tengo que ponerme en marcha. Tengo que hacer cosas. Dar pasos. Algunas de las cosas que haga no me harán muy popular con la Red. Así que deja que te haga una pregunta: ¿quieres trabajar conmigo? ¿O no? Una cosa u otra estará bien.
Ahora le tocó a Mary Catherine reírse.
—Una cosa u otra no estará bien —dijo—. Estamos hablando de papá.
—No, no lo estamos —dijo Mel en voz baja—, estamos hablando de en lo que se ha convertido tu papá cuando le metieron ese chip en la cabeza. Y no estoy seguro de que sea lo mismo.
Era un comentario tan perturbador que Mary Catherine decidió no considerarlo en ese momento.
—Bien, incluso si sólo fuese otro candidato presidencial... de una forma yo estaría haciendo el bien y de otra estaría haciendo el mal.
—Nadie como una granjera para ver las cosas en esos términos —dijo Mel—. Vale, ¿vas a hacer el bien o el mal?
—El bien —dijo Mary Catherine.
—Buena chica —dijo Mel.
—Creo que papá también quiere hacer el bien... a pesar de lo que crees —dijo Mary Catherine.
Mel se volvió para mirarla a la cara.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Ya sabes —dijo ella—, que hay muchos casos de personas con apoplejías que se han recuperado.
—Creía que el tejido cerebral estaba muerto. ¿Cómo te recuperas de la muerte?
—El tejido muerto no se recupera. Pero en algunos casos, otras partes del cerebro pueden asumir las funciones de las partes muertas. Exige mucho trabajo. Mucha terapia. Y algo de suerte. Pero sucede a veces. Hay personas a las que les volaron la mitad del cerebro en Vietnam que hoy pasean y hablan normalmente.
—No me digas. ¿Por qué no lo intentasteis con Willy?
—Lo hicimos —dijo Mary Catherine—, pero cuando se presentó la posibilidad de una recuperación rápida, optó por eso. No hay forma de saber hasta dónde habría llegado con la terapia normal.
—¿Crees que podría haberse recuperado?
—Las probabilidades son muy reducidas —dijo ella—. Pero recuerda, es dominante mixto. A la gente así se le da bien recuperarse de esos daños.
—Entonces, ¿a qué te refieres exactamente con lo de que Willy quiere hacer el bien?
—Digo que es posible que la Red pueda ejercer mucha influencia sobre él a través del biochip —dijo—, pero en el fondo del todo, puede que su cerebro esté luchando por recuperar el control. Y si sigue la terapia adecuada, podemos incrementar las posibilidades de que llegue a pasar.
—¿Qué tipo de terapia? —dijo Mel.
—Sólo tiene que usar la cabeza. Eso es todo —dijo Mary Catherine—. Tiene que ejercitar su cuerpo y su cerebro, de muchas formas diferentes, y reciclar sus conexiones neuronales.
—Demonios —dijo Mel—, una campaña presidencial no es precisamente el lugar más adecuado para algo así.
—Lo admito —dijo ella—, a menos que el candidato viaje, coma y se aloje con una neuróloga.
Ella y Mel se miraron durante un momento.
—¿Estás segura? —dijo Mel.
—Claro que estoy segura.