Capítulo 60

 

L

as líneas de autoridad nunca eran especialmente claras en Washington, D.C., donde se solapaban las jurisdicciones de una docena de organismos de seguridad. La presencia de tanta gente con pistolas y placas hacía imposible descubrir quién estaba al mando de qué. Así que cuando hombres con pistolas y placas habían ido en los últimos días a varios puntos del Distrito de Columbia y habían reclamado numerosos espacios de aparcamiento —algunos en la calle, otros en los aparcamientos de edificios federales— hubo disputas, discusiones e incluso amenazas. Pero los problemas planteados no se hubiesen podido responder a menos que recurriesen a todo un congreso de expertos en la Constitución, encerrándolos hasta que tomasen una decisión. La gente que había ocupado los espacios de aparcamientos ganó la discusión. Se selló la decisión cuando esos espacios fueron ocupados por camiones con grandes contenedores GODS en la parte posterior.

Uno de ellos se situó delante del Sindicato de Chóferes en Louisiana Avenue, a sólo una manzana al norte del Capitolio. Desde allí, tenía una línea de visión directa sobre el parque Taft y Constitution Avenue hasta el Capitolio; una persona podría subirse al techo del camión y ver claramente al presidente Cozzano dando su discurso de toma de posesión, a no más de trescientos metros.

Otro camión GODS ocupó una posición en el parque Lafayette, justo enfrente de la Casa Blanca. Otros aparcaron en la calle Catorce, a la sombra del Departamento de Comercio; en la calle C, delante del Departamento de Estado; delante del Departamento del Tesoro en la calle Quince; y en el aparcamiento del Pentágono.

Una vez que los camiones estuvieron en su sitio, no era probable que se moviesen. Los propietarios —y las personas misteriosas que entraban y salían de los contenedores— parecían poseer una fuente infinita de complejo papeleo, de varias agencias federales y de D.C., que justificaba su presencia. Cualquier figura de autoridad, a cualquier nivel, que intentase mover uno de esos camiones GODS descubriría pronto que cada uno tenía un abogado viviendo en la parte de atrás, disponible veinticuatro horas al día, incluyendo un móvil y un fax portátil. Tampoco eran abogados vulgares; eran abogados cabrones, dispuestos y deseosos a lanzar amenazas y nombrar a sus amigos en puestos importantes ante la más mínima provocación.

Y si las cosas pasaban de ese nivel, cada camión contaba también con un par de imponentes guardias de seguridad vestidos de paisano que saldrían, chasquearían los nudillos y mirarían amenazadoramente a cualquiera que intentase moverles. Las únicas personas del mundo que tenían el valor de enfrentarse a esa gente eran las encargadas de los parquímetros de D.C., y por tanto los camiones GODS se quedaron donde estaban, acumulando montones de multas de aparcamiento bajo el limpiaparabrisas pero sin sufrir mayor castigo.

A las once en punto de la mañana de la toma de posesión, Cyrus Rutherford Ogle se encontraba en el camión aparcado delante del Sindicato de Chóferes, a trescientos metros del estrado de toma de posesión. Estaba sentado en el Ojo de Cy, controlando a los 100 PIPER e intentando establecer contacto por radio con los chips en la cabeza del gobernador Cozzano.

Las transmisiones de radio eran de corto alcance y en línea de visión, así que estaban acostumbrados a interrumpir el contacto con Cozzano en cuanto se alejaba a quinientos o seiscientos metros del camión. Pero esa mañana Cozzano había hecho todo lo posible por ser esquivo. Los dispositivos de escucha insertados en sus ropas y en las de sus hijos no transmitían más que el agradable sonido de una corriente de agua. El servicio secreto había convergido sobre el parque Rock Creek, estorbado por un tremendo atasco, y no había encontrado más rastro de Cozzano que las ropas abandonadas.

La verdad es que se parecía mucho a un secuestro. Pero el presidente saliente y varias empresas de noticias habían recibido breves llamadas telefónicas, imposibles de localizar, de Mary Catherine, asegurándoles que todo iba bien. Prometió que su padre se presentaría a la toma de posesión.

Ogle había planeado restablecer el contacto con el biochip de Cozzano desde el camión en la plaza Lafayette cuando visitase la Casa Blanca, que era lo que hacía tradicionalmente el presidente entrante la mañana de la toma de posesión. Luego, mientras los presidentes, entrante y saliente, descendían Pennsylvania para el desfile inaugural, el control pasaría al camión en el Tesoro y luego al de Comercio. A continuación habría un apagón de varios minutos mientras el desfile descendía Pennsylvania.

Pero esos momentos de libertad eran inútiles para Cozzano. Finalmente tendría que llegar al Capitolio. Cuando los coches apareciesen por detrás de la sombra del Tribunal de Estados Unidos, el camión en los Choferes —el camión de Cy Ogle— establecería contacto con el biochip. Desde ese punto, Cy Ogle tendría control total de la toma de posesión.

William A., James y Mary Catherine salieron de la estación de metro Farragut West a las once en punto. Habían llegado a Pennsylvania Avenue antes de que nadie les reconociese.

La persona que lo hizo era un hombre bien vestido con un abrigo, una barba exquisitamente recortada y pelo muy corto, que iba al oeste por Pennsylvania. Estaba de pie en la esquina esperando a que cambiase el semáforo cuando vio a los Cozzano viniendo hacia él.

—Buenos días, presidente Cozzano —dijo.

La luz cambió y todos cruzaron juntos la calle Diecisiete. El viejo Executive Office Building quedaba a la derecha, la Casa Blanca a un tiro de piedra.

—Buenos días. ¿Cómo está hoy? —dijo Cozzano.

—Estoy bien, señor, ¿y usted?

—Estoy genial, gracias —dijo Cozzano.

—¿Cómo le va la cabeza? —preguntó el hombre, al llegar al lado este de la calle Diecisiete. Se detuvieron en la esquina y esperaron a que cambiase el semáforo. Al otro lado de Pennsylvania, delante de las puertas de la Casa Blanca, había una multitud de policías y agentes del servicio secreto. Los binoculares giraron para verles. Un grupo del servicio secreto se separó de las puertas y corrió hacia ellos, metiéndose directamente en el tráfico.

Cozzano miró al hombre con curiosidad.

—La cabeza bien —dijo—, ¿por qué pregunta?

—Necesito saber si controlan su cerebro con ondas de radio —dijo el hombre, al ponerse verde el semáforo—. Para mí es muy importante saberlo.

Los rostros de Mary Catherine y James se convirtieron en máscaras inexpresivas. Cruzando la calle, se colocaron entre Cozzano y el hombre del abrigo, y miraron fríamente al hombre. Pero Cozzano rió con indulgencia.

—¿Sabe? vi una película, en el cine de Tuscola, cuando era niño, sobre control mental. Un científico loco controlaba a todos y los convertía en zombis.

—¡No me cuente otra anécdota! —dijo el hombre—. ¡No quiero oír otra de sus estúpidas anécdotas!

—Sólo intentaba responder a su pregunta —dijo Cozzano con alegría.

—Desde que empezaron a controlarle el cerebro, ya no puede pensar... ¡sólo cuenta historias sensibleras! —dijo el hombre del abrigo.

Se aproximaban al lado sur de Pennsylvania. James se acercó al hombre y le dijo fríamente:

—Se está usted pasando —dijo.

El hombre del abrigo miró a James, sin mostrarse intimidado en lo más mínimo.

—Me estoy pasando, ¿eh? —dijo. Su carencia total de miedo ponía un poco nervioso a James. James casi tropezó con el bordillo de la acera.

De pronto, los Cozzano estaban rodeados por hombres con trajes y abrigos. Mary Catherine quedó sorprendida durante un momento hasta darse cuenta de que eran agentes del servicio secreto.

Luego miró al tipo extraño. Pero se había ido.

—Qué raro —dijo—. No mostraba ninguno de los síntomas externos de un psicótico. Pero sí que hablaba como si lo fuese.

 

La caravana presidencial salió de las puertas de la Casa Blanca hacia Pennsylvania Avenue a las 11:30 a.m., giró a la izquierda y se dirigió al Capitolio. Dentro, distribuidos en varios coches, estaban el presidente saliente, su esposa, el vicepresidente saliente y su esposa, Cozzano, Mary Catherine, James, Eleanor Richmond y sus dos hijos, Clarice y Harmon, Jr. La madre de Eleanor ya ocupaba su asiento en el Capitolio, asistida por un par de enfermeras.

Los presidentes saliente y entrante se sentaron uno frente al otro en la parte de atrás de la limusina presidencial y charlaron. La caravana giró algunas esquinas, dejando atrás el Tesoro y Western Plaza, y finalmente llegó hasta la larga zona ininterrumpida de Pennsylvania Avenue que iba directamente hasta el Capitolio. William A. Cozzano se inclinó y miró por la división, por el asiento delantero, a través del parabrisas y hacia el Capitolio, donde era claramente visible el estrado temporal. Federal Triangle quedaba a la derecha; a media manzana se alzaba la torre de la antigua Oficina de Correos.

Cozzano pasó la mano izquierda al otro lado de su cuerpo, agarró la manija de la puerta y la abrió.

—¿Qué hace? —dijo el presidente saliente.

—Francamente, no tengo ni idea —dijo Cozzano. Salió de un salto de la limusina, que viajaba al ritmo de un corredor lento. El chofer, al darse cuenta, la hizo parar.

—Pero...

Cozzano se apoyó en la portezuela abierta.

—No se preocupe —dijo—, creo que todo va a salir bien. —Luego cerró la puerta de un golpe y caminó al sur atravesando la intersección.

Para entonces, toda la caravana se había detenido. Mary Catherine y James habían salido de sus limusinas y corrían para unirse a Cozzano. Se metieron directamente entre la multitud que bordeaba el recorrido del desfile. Les siguieron varios agentes del servicio secreto; pero aunque la multitud se había abierto para dejar pasar a los Cozzano, se cerró tras ellos, formando un denso muro de cuerpos.

Cuerpos grandes. Parecía que toda esa sección estaba bordeada de hombres de al menos dos metros, y que no pesaban menos de ciento veinticinco kilos. Los agentes del servicio secreto intentaron abrirse paso a codazos, pero los codos no molestaban a esos tipos.

Finalmente lograron pasar sacando las pistolas. Para entonces, los Cozzano habían vuelto a desaparecer.

La estación de metro de Federal Triangle estaba a media manzana, en la calle Doce. Como todas las estaciones en el sistema de metro de D.C., incluía un ascensor para las sillas de ruedas. Rufus Bell estaba apoyado en ese ascensor, evitando que se cerrase, y tenía con él una silla de ruedas vacía.

Los Cozzano llegaron esprintando, seguidos sólo por algunos cazadores de autógrafos. James y Mary Catherine llegaron primero, luego Cozzano, girándose al atravesar la puerta y dejándose caer sobre la silla de ruedas. Bell dejó que la puerta se cerrase y el ascensor comenzó a bajar.

Mary Catherine estaba de pie a la izquierda de la silla, con un bolso pesado colgado al hombro. Se lo quitó y lo abrió.

—A por todas —dijo Cozzano.

Metió la mano izquierda en el bolso de Mary Catherine, rebuscó y sacó una caja negra con cuatro dientes de metal en un extremo. Le dio una vez al disparador, probándolo, y un rayo púrpura surgió entre los dientes.

—Ya lo he probado, papá —dijo Mary Catherine afectuosamente, con una voz que se iba cargando de emoción.

—Sé que lo hiciste, cariño —dijo Cozzano.

Luego se clavó los dientes a un lado de la cabeza y le dio al disparador.

El cuerpo se estremeció de tal forma que la mitad se salió de la silla. James y Mary Catherine se apartaron, hasta que la corriente de alto voltaje dejó de recorrer el cuerpo de Cozzano. Su brazo se colocó en posición rígida, como si estuviese esquivando a un defensa de Areola o Rantoul, y la pistola eléctrica voló al otro lado de la cabina, rebotó en la pared y golpeó el suelo. Rufus Bell la recogió y la volvió a meter en el bolso de Mary Catherine.

Mary Catherine había pasado a modo doctora sin emociones. Agarró uno de los brazos de su padre y James cogió el otro, y entre los dos enderezaron el cuerpo sobre la silla, luego le cerraron la correa de sujeción.

Las puertas del ascensor se abrieron; estaban en el andén de la estación de metro. Un tren de la línea azul con destino Addison Road ocupaba las vías, esperándoles; las puertas estaban físicamente bloqueadas por miembros del equipo Cozzano, y el jefe de policía de D.C. en persona, todavía resplandeciente en su uniforme, estaba de pie en la cabeza del tren, hablando con el conductor.

Bell sacó a Cozzano del ascensor, cruzó el andén y lo subió al tren. Las puertas se cerraron tras él y el tren comenzó a moverse. Tenían todo un vagón para ellos; ya habían pegado hojas de periódicos en las ventanillas para que ningún turista conmocionado del andén pudiese capturar la imagen del presidente electo inconsciente.

Mary Catherine sacó un estetoscopio del bolso, se lo puso en los oídos y lo llevó hasta el pecho de su padre.

—Tiene un ritmo normal —dijo—. Suena bien.

Cozzano no estaba inconsciente, sólo aturdido. Mary Catherine se sacó del bolsillo un pequeño tubo blanco, lo rompió por la mitad y lo sostuvo bajo la nariz de Cozzano. Cozzano frunció la frente, agitó los ojos en las cuencas y luego apartó la cabeza del olor.

Destellaron luces, iluminando las ventanillas cubiertas de papel. Habían atravesado la estación Smithsonian sin pararse y ahora ejecutaban la curva amplia que les llevaría al este hasta L’Enfant Plaza.

En L’Enfant Plaza habían retenido dos trenes de la línea amarilla que iban en direcciones opuestas. Uno de ellos era un tren al norte que les llevaría directamente a la estación Archives, siguiendo la ruta de la caravana. Podían salir en ese punto y seguir al Capitolio como si nada hubiese pasado.

El otro tren iba al sur. Podría llevarles hasta el Aeropuerto Nacional, donde les esperaba un avión privado. Les llevaría muy lejos, si fuese necesario. Con suerte, les llevaría a un lugar con buenos hospitales.

Las puertas se abrieron para mostrar L’Enfant Plaza. El camino al andén estaba bordeado de hombres grandes y de aspecto serio. Justo en medio estaba Mel Meyer.

Bell sacó a Cozzano al andén y lo colocó delante de Mel, quien se apoyó en una rodilla y miró a Cozzano a la cara. Tomó una de las manos flácidas de Cozzano y la apretó, luego alargó la mano y dio un golpe suave a su amigo en la mejilla. Tenía el rostro contraído, un estadio de intensidad controlada.

—Willy —dijo—. Willy, ¿te sientes hoy con ánimos de ser presidente? ¿O te apetece más ir a un agradable centro de rehabilitación en Suiza? Tienes que darme alguna indicación, de una cosa u otra.

La cabeza de Cozzano rodaba suelta. Finalmente, con algo de esfuerzo, la alzó y miró a Mel a los ojos.

—Vamos a hacer eso en el centro de ciudad —dijo.

Mel se puso en pie. Los ojos le relucían de la emoción. Se volvió hacia uno de los hombres.

—Has oído al presidente —dijo—, dile a los chicos del aeropuerto que hoy no nos harán falta.

El ascensor a Archives llevó a los Cozzano a la luz del sol sólo unos pocos minutos después de que la caravana presidencial hubiese pasado por allí. Una legión de treinta y seis antiguos jugadores de la liga profesional, escogidos personalmente por Rufus Bell por su peso y volumen, se materializó a su alrededor. Entonces Cozzano estaba en pie, todavía un poco inestable, apoyado a ambos lados por antiguos jugadores de los Bears. La horda se organizó y luego se puso a correr despacio, moviéndose en masa hasta el centro de Pennsylvania Avenue y dirigiéndose directamente al Capitolio, a un kilómetro de distancia. La multitud que seguía en Pennsylvania Avenue había empezado a dispersarse, creyendo que la gente importante ya había pasado, y ninguno sabía cómo explicarse el bloque sólido de hombres fornidos —algunos de ellos bastante famosos por derecho propio— que recorrían en formación el centro de la avenida, dirigiéndose directamente a la toma de posesión, rodeados por escoltas a pie, en coches y en motocicletas armados con fusiles M-16.

Pero era una visión tan extraña que las cámaras de televisión la grabaron. La prensa venía detrás. Eran conscientes de que Cozzano había hecho algo muy extraño durante su carrera matutina, que había llegado a la Casa Blanca a pie —en contra del itinerario previsto— y que había abandonado la caravana en la calle Doce. Cuando las cámaras en la ruta del desfile vieron aquella legión, salió por todas las cadenas. De todas formas, no estaba pasando nada interesante; el presidente saliente ya había llegado al Capitolio y ahora se encontraba en la Rotonda, aguardando el relevo de poder.

 

Cy Ogle, sentado en el camión delante del Sindicato de Choferes, vio la guardia pretoriana de Cozzano correr por Pennsylvania y se hizo una idea bastante acertada de lo que significaba. Había visto por la tele que la caravana había pasado por delante del Tribunal, momento en que las señales de radio del camión deberían haber llegado hasta el biochip de Cozzano. No había surtido efecto. Allí no había nada. Entonces había sabido que Cozzano no estaba en la caravana.

Se repetía que no importaba. Por algún camino u otro, Cozzano tendría que presentarse en el Capitolio. Tarde o temprano reactivarían el chip. La única duda era cuándo.

La aparición de la legión moviéndose por Pennsylvania respondía a la pregunta. Las cámaras tuvieron la amabilidad de seguirla durante los lentos y atronadores cinco minutos de marcha hasta el Capitolio.

Al pasar delante del Tribunal, Ogle intentó una vez más restablecer la conexión por radio.

Nada. Cozzano no estaba en esa legión; no era más que una distracción. Eso o el biochip ya no respondía de ninguna forma. Lo que era imposible. Cozzano sólo se había esfumado durante cinco minutos, desde su desaparición en la Old Post Office hasta la aparición de la legión en la calle Séptima. No se podía hacer una operación cerebral compleja en diez minutos.

Ogle siguió viendo la tele. No tenía otra cosa que hacer. Finalmente la legión llegó hasta el Capitolio y convergió sobre una pequeña entrada en el extremo norte. Nadie había esperado que se emplease esa entrada en concreto; no había equipos de cámaras cerca. Pero un intrépido operador de la CNN consiguió acercarse lo suficiente para hacer zoom hacia la puerta, justo cuando William A. Cozzano entraba en el edificio. No había ninguna posibilidad de error.

Ogle probó de nuevo con el enlace de radio. Nada.

Los teléfonos del camión sonaban como locos. Hacía tiempo que había desconectado los timbres, pero sabía perfectamente que sonaban gracias a las luces parpadeantes. Los de la Red eran unos paranoicos: estaban en modo de administración a bajo nivel, querían tener a Cozzano vigilado las veinticuatro horas al día. Lo que era totalmente innecesario. Cozzano era un buen político. Cozzano sabía cómo comportarse.

No había nada más que Ogle pudiese hacer. En el bolsillo de superior del traje tenía una invitación personal, y un pase que le permitiría ocupar un asiento en la plataforma presidencial, las entradas más deseadas de la ciudad. Había temido la idea de pasar todo el día sentado en el Ojo de Cy. Ahora tenía una excusa para salir, sentarse en una silla a dos pasos de Cozzano y bañarse en su gloria. Agarró el abrigo, dijo adiós a los guardias y al abogado presente veinticuatro horas al día y se dirigió al parque Taft, en dirección a la fachada oeste de la Casa Blanca.

 

No hacía falta un genio para comprender que la toma de posesión se había montado para beneficio de una diminuta minoría de ricos. Floyd Wayne Vishniak había llegado con bastante adelanto y había dado una vuelta completa a la zona del Capitolio, paseando por la zona oeste hasta la Reflecting Pool del Capitolio, al este hasta Independence, al norte hasta la calle Primera entre el Capitolio y la Biblioteca del Congreso, y ahora al oeste hacia Constitution.

Hasta cierto punto, un ciudadano normal podía caminar hasta donde le diese la gana, especialmente si iba cubierto con prendas bonitas como era el caso de Vishniak. Si querías ver la toma de posesión desde tres kilómetros de distancia, al otro lado del Malí, eso no era ningún problema. Pero si realmente querías estar lo suficientemente cerca como para distinguir la figura del presidente a simple vista, debías entrar en zonas especiales acordonadas y patrulladas por la poli.

Vishniak había viajado por muchas partes de Estados Unidos, había visto muchos tipos diferentes de policías e incluso había sido arrestado por algunos. Pero nunca jamás había visto nada parecido a la variedad de policías que corrían por allí. Era como un zoológico de polis o algo similar. Algunos de ellos iban uniformados y algunos no. Algunos parecían guardias forestales con pretensiones. Algunos parecían guardias de seguridad de centro comercial con pretensiones. Todos ellos protegían partes diferentes de las zonas fronterizas que tenían como única función separar a la gente normal de la basura rica y poderosa.

No parecía haber ninguna forma de acercarse a menos de cuatrocientos metros de la plataforma sin disparar a un buen montón de esos policías. Lo que llamaría la atención, haría venir a más policías y asustaría a las víctimas potenciales. Así que Vishniak se encontraba con una especie de dilema. Lo más que podía acercarse a la plataforma era por el lado norte, en un pequeño parque al norte de Constitution. Pasó un buen rato reconociendo la zona, buscando huecos en la seguridad, y no encontró ninguno.

En su lugar, encontró algo todavía mejor; un camión GODS. Igualito al que había entrevisto bajo el escenario en McCormick Place, sólo que éste estaba prácticamente enfrente del Capitolio. Vishniak inició el proceso de atravesar el parque, y mientras lo hacía la puerta posterior del camión se abrió y bajó un hombre.

 

Algo en el corte de pelo del hombre y su barba bien recortada le resultaba vagamente familiar a Cy Ogle. Se ajustaba al perfil de un agente del servicio secreto. Pero el hombre no se comportaba como un agente del servicio secreto. No examinaba la multitud. Miraba directamente a Cy Ogle.

Ogle ya había metido la mano en el bolsillo y había sacado la invitación impresa. El hombre del abrigo se había metido también la mano en el bolsillo. Pero todavía no había sacado nada.

—Eh —dijo el hombre.

—Buenos días —dijo Ogle—, disculpe, pero tengo que asistir a una fiesta.

—Un segundo —dijo el hombre—, te reconozco por el artículo sobre ti que publicó The New York Magazine en 1991. Y también por el articulito en la revista Time el año pasado. Los dos traían fotos.

—Eso está bien —dijo Ogle. Ya se había dado cuenta de que era imposible que el hombre perteneciese al servicio secreto.

—¿No me reconoces? —preguntó el hombre—. Deberías. Soy un hombre muy importante en tu vida.

Ogle le dio un buen repaso al rostro del hombre.

Al rostro de Floyd Wayne Vishniak.

Abrió los labios, se sintió conmocionado y las piernas le flaquearon, como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza.

Vishniak sonrió y se colocó de perfil a Ogle. Movió la mano dentro del abrigo y Ogle pudo ver el cañón del arma contra la tela.

—Te estoy apuntando con la misma arma que usé antes —dijo—, y si dices algo, te disparo.

—¿Qué quieres? —dijo Ogle.

—Quiero el camión —dijo Vishniak, indicando el parque—. Ya sabes cómo somos los chicos de granja. Nos volvemos locos con los camiones.

Ogle le dio la espalda al Capitolio y empezó a recorrer el parque Taft de nuevo. Cada pocos pasos miraba atrás, con la esperanza de que Vishniak hubiese desaparecido. Pero siempre estaba allí mismo. Además, lo que resultaba casi igual de horrible, no se callaba nunca.

—Llegué a la conclusión de que debíais tener algún tipo de transmisor para controlar el cerebro de Cozzano. Porque cuando destrocé la sala de control en el centro comercial no cambió nada. Vamos allí a echar un vistazo.

Ogle cruzó Louisiana, subió los escalones temporales tras el camión y abrió la puerta al Ojo de Cy. Pensaba en intentar darle con ella a Vishniak, pero Vishniak le dio un empujón y cerró la puerta.

Los agentes de seguridad y el abogado se ponían en pie.

Ogle vio por el rabillo del ojo una luz blanca destellando y sintió, no oyó, una serie rápida de explosiones dándole a un lado de la cabeza. Los tres hombres que tenía delante se agitaron, se doblaron y cayeron al suelo; tras ellos, la sangre cubría todos los equipos.

Ogle no podía oír nada excepto un tono puro en el oído. Se apoyó contra una pared y cerró los ojos, sintiéndose débil.

Vishniak esposó las manos de Ogle a su espalda, pasó por encima de los cadáveres y avanzó hacia el Ojo de Cy. Ogle podía ver que sus labios se movían, pero no podía oír lo que decía.

Vishniak miró a su alrededor. Sus ojos cayeron sobre un extintor montado en una pared. Vishniak se guardó la pistola, agarró el extintor y luego usó ese objeto contundente para romper las pantallas del Ojo de Cy. Al principio lo hizo lenta y metódicamente, pero después de unos minutos se entusiasmó y empezó a golpear frenéticamente. Por fin arrojó el extintor al suelo, abollado y rayado.

Se volvió hacia Ogle con expresión triunfante en la cara y dijo algo más. Luego se acercó. Metió la mano en el bolsillo de Ogle y sacó la invitación personal. Se la guardó en su propio bolsillo. A continuación, Floyd Wayne Vishniak salió para siempre de la vida de Cy Ogle.