Capítulo 24
E
l trayecto la llevó lentamente a través de Commerce City y el norte de Denver, el desván del Oeste: kilómetros y kilómetros cuadrados de almacenes, pilas de palés vacíos que debían de haber consumido bosques enteros, manzanas completas de negocios dedicados a embragues de camiones. Eleanor lo había visto tantas veces que no recordaba el número, pero sentada en El Viaje vestida con su único traje decente, de camino al trabajo —trabajo— lo vio todo con una nueva perspectiva, como una reina examinando sus dominios.
El cielo era siempre de un azul zafiro cuando Eleanor alzaba la vista, pero al seguirlo hacia el horizonte se transformaba en un marrón amarillento cálido como si algo lo hubiese chamuscado por los bordes. Eleanor no estaba segura si lo que había en el aire era contaminación o polvo en suspensión, pero normalmente le daba mala impresión. Estaba cansada de poder ver a tanta distancia, y deseaba estar un poco limitada.
El centro de Denver le valía perfectamente. Siempre parecía limpio, porque estaba construido hacia arriba, y no podía ver a la distancia suficiente para apreciar la suciedad del aire. Eleanor se sentó en un banco durante un rato, esperando otro Viaje, y se maravilló del lugar. Cuando te acostumbrabas a los llanos polvorientos junto al arenal, el detalle más insignificante —un buzón GODS recién pintado colocado en una esquina, una joven vestida con medias blancas, un Volvo con gotas de agua sobre el capó tras el lavado— parecía increíblemente limpio y nuevo, como imágenes sacadas de un anuncio de Kodak o Polaroid.
Mucha gente vivía toda su vida en ese mundo. Un mundo en el que Eleanor había vivido muchos años pero que ahora, a sus ojos inyectados en polvo, parecía un planeta extraterrestre, y donde le habían consentido un pequeñísimo agarre.
Pennsylvania Street, bordeada de árboles, iba de norte a sur tras el Capitolio del estado. En algún momento de los primeros años de expansión de Denver, había sido el lugar de moda para que los magnates construyesen sus mansiones, no sólo hogares, sino sedes de influencia política y social. La arquitectura era variada y exuberante acercándose a lo excéntrico, incluyendo grandes hogares Victorianos, estructuras clásicas al estilo de las plantaciones, románticas con arcos y torreones, y en especial una estructura particularmente grande y extravagante, un edificio, con forma de misión, de arenisca roja que recordaba más que pasajeramente al Álamo.
El senador Caleb Roosevelt Marshall empleaba el edificio como oficina central, y lo llamaba el Álamo, lo que no resultaba un chiste muy popular entre los electores mexicano-estadounidenses, pero él era de esos a los que no les importaba.
Como cualquier edificio viejo, confuso y excéntrico, disponía de buenas y malas oficinas. La asignada a Eleanor Richmond era especialmente mala, pero ese hecho no se le pasaría por la cabeza hasta que no llevase trabajando allí un tiempo. Cuando se presentó el primer día como coordinadora de salud y servicios humanos, sólo le importaba que tenía trabajo. Y un trabajo cojonudamente bueno, tal como estaban las cosas.
Vestía su traje para entrevistas. No estaba segura de por qué. Se lo había puesto para todas sus entrevistas de trabajo de los últimos años y no le había servido de nada. La entrevista para el trabajo con el senador Marshall la había hecho con una sudadera de la universidad estatal Towson y unos pantalones del ejército que no hacían juego. Pero ése era el vestido que se había preocupado de cuidar durante todas las turbulencias de su vida. Siempre había creído que no se convertiría realmente en una indigente si poseía un traje decente y limpio. Ahora lo llevaba para trabajar. Cuando empezasen a llegar los cheques de la paga, podría ir al centro comercial Boulevard, en esa ocasión como clienta, y atravesar Nordstrom como el general Sherman cruzando Dixie.
Lo primero que le dijeron fue un efecto sonoro: «Fup-fup-fup.»
Recorría un pasillo vestida con el traje de entrevistas, cargando con una caja llena de fotos y otros objetos personales, mirando cada puerta al pasar, intentando encontrar la que le pertenecía. Y cuando al fin dio con ella, entró en la pequeña habitación sin ventanas (más tarde descubrió que había sido el armario de un baronesa de los ferrocarriles), y lo oyó al dejar la caja sobre la formica agrietada y gastada de su mesa. Se volvió. Había un hombre en el quicio de la puerta. No le cayó bien.
Parecía tener entre veintipocos y vientimuchos años, o quizá fuese un tipo mayor con aspecto juvenil. Vestía un traje con raya diplomática y botas de vaquero. El peine había dejado surcos visibles y paralelos a través de su pelo castaño bien cubierto de fijador, como las señales de los dinosaurios huyendo sobre un flujo volcánico reciente. Poseía unos chispeantes ojos grises y altas cejas picaras que podrían haberle dado aspecto salvaje y divertido, si cambiase el traje y el fijador por, digamos, pantalones cortos y una larga cabellera de hombre de los bosques. Pero en lugar de eso, a Eleanor le resultó peinado de forma poco natural.
Cuando le vio por primera vez, estaba inclinado en la puerta de su despacho, levantando el índice, girando la mano en círculo, diciendo:
—Fup—fup—fup.
—¿Disculpe? —dijo ella.
—Alguien debería instalar una puerta giratoria en este despacho —dijo—. Cada semana tengo vecino nuevo... Hola —dijo, cambiando en medio de la frase, como un presentador de concursos, y convirtiendo el índice giratorio en una mano extendida—. Shad Harper. Tú eres Eleanor.
Eleanor dio medio paso hacia él y empezó a extender la mano derecha. Él se lanzó, atrapó la mano demasiado pronto, agarró la punta de los dedos, los apretó con fuerza y la sostuvo durante unos segundos.
—Eleanor Richmond —dijo, pero no captó en absoluto la indirecta, como ella ya sabía que pasaría.
—Encantado de conocerte, Eleanor.
—¿Está usted en el despacho de enfrente, señor Harper?
—Sí. Pásate cuando quieras mirar al patio —dijo, abriendo los ojos un poquito y mirando directamente a la pared desnuda que había tras la mesa de Eleanor. El despacho de Shad Harper había sido un enorme dormitorio principal o algo así, y Eleanor ya veía que tenía muchas ventanas.
Eran detalles que más tarde le molestarían. En ese momento, nada podía atravesar la emoción de endorfinas que sentía sólo por estar en nómina.
—Gracias —dijo—, es muy amable.
—Te vi en la tele. Fue una buena rabieta la que le dedicaste a Earl Strong.
—¿Y qué hace usted para el senador? —preguntó.
—Oh —dijo él, como si le sorprendiera que no lo supiese ya—. Soy el coordinador de OAT.
—¿OAT?
—Oficina de Administración de Tierras —recitó, con calculada despreocupación.
Mirando por encima del hombre hacia el otro lado del pasillo, Eleanor podía ver un cráneo blanqueado de cuernos largos colgando de una de las pocas partes de la pared de Harper que no tenía ventanas. Eso, y las botas de cowboy, contaban la historia de Shad Harper.
Oficina de Administración de Tierras. Colorado tenía mucho terreno necesitado de administración. Y muchos votantes vivían en esas tierras o cerca de ellas. Cuando la tierra se administraba, era por medio de programas federales. Shad Harper debía de controlar un buen montón de dinero.
Era muy joven. Lo que en sí mismo no era un problema; Eleanor había conocido a muchos jóvenes brillantes que eran encantadores. Pero Shad Harper no parecía comprender que todavía era joven. Debería ir en bicicleta de montaña por Boulder. Era difícil confiar en cualquier hombre de su edad que no estuviese por ahí divirtiéndose.
Él alzó las cejas, demostrando una preocupación exagerada, y formó una O silenciosa con los labios.
—Creo que está sonando el teléfono, Eleanor —dijo.
Eleanor se volvió y miró su teléfono, un modelo complejo, de alta tecnología y muchas líneas con un buen montón de botoncitos. Cada botón tenía justo al lado una luz roja y una luz verde. Algunos botones tenían luces rojas encendidas. Algunos, luces verdes. Algunos, las dos. Algunas de las luces parpadeaban, otras no. Parecían adornos de Navidad.
—Bien, gracias —dijo—, pero no oigo nada.
—Me tomé la libertad de apagar el timbre mientras el despacho estuviese vacío —dijo—. Me estaba volviendo loco. Tengo que irme. Ya nos veremos, Eleanor.
Salió por la puerta, cruzó al otro lado del pasillo y se lanzó a por su teléfono, para luego soltar una bienvenida atronadora, masculina y bienintencionada. Si el interlocutor de Shad Harper hubiese estado presente, Shad le habría dado golpecitos en la espalda e incluso golpes con los nudillos en la cabeza.
Eleanor colocó la caja de cosas sobre la mesa, fue al otro lado y miró el teléfono que sonaba en silencio. Quería sentarse, pero en el despacho no había silla, sólo una mesa.
Sabía de qué iba a la cosa. Shad Harper, al ser un chico, había deducido cómo desactivar el timbre del teléfono. Y ella, al ser una chica, se suponía que debía sentarse indefensa durante un rato y luego ir al otro lado del pasillo para pedirle sumisamente que se lo volviese a conectar. No llevaría ni diez minutos trabajando y ya le debería un favor.
Tenía claro que preferiría clavarse en el ojo un lápiz recién afilado que pedirle un favor a Shad Harper. Cogió el teléfono, fijando el auricular con el pulgar, y lo giró, mirando todos los pequeños conmutadores y conectores. Le llevó algo de tiempo y algo de experimentación, pero al final dio con él. Cambió un conmutador. El teléfono sonó.
Lo descolgó. Pero antes siquiera de llevárselo a la oreja pudo oír una conversación ya en marcha. Era Shad Harper escuchando cómo un viejo ranchero malhumorado se quejaba de las deficiencias culturales y genéticas de la raza mexicana. Lo hacía destacando, desde su punto de vista, todos los aspectos en los que eran similares a los «negrazos». Después de que el hombre hiciese cada comentario, Shad Harper decía «ajá» con un tono de voz risueño e indulgente.
Su teléfono seguía sonando. Pulsó otro botón.
Era el propio senador Marshall, ahora en D.C., hablando con alguien sobre las encuestas. Su teléfono seguía sonando; pulsó otro botón.
Era una joven negra que aparentemente trabajaba en esa oficina, cotilleando con otra joven negra que aparentemente trabajaba en otra oficina. Su teléfono seguía sonando; pulsó otro botón.
—¿Hola? —dijo una voz. Mujer blanca. Niños chillando de fondo.
—Hola, oficina del senador Marshall —dijo Eleanor.
—Ya sé que he llamado a la puta oficina del senador Marshall —dijo la mujer—, ¿pero con quién hablo?
—Señora Richmond. Coordinadora de salud y servicios humanos.
—Al fin. Dios, me han tenido esperando un cuarto de hora y mis chicos me están volviendo loca. ¿Los oye?
El ruido de los niños se hizo más intenso durante unos momentos y Eleanor comprendió que le mujer debía de estar sosteniendo el teléfono hacia la fuente, agitándolo en la habitación de motel o en la caravana repleta de mocosos peleándose y gritando como si fuese una estrella del rock apuntando el micrófono a la multitud. Otra residente de Commerce City, sin duda.
—Sí, creo que sí, señora —dijo Eleanor—. ¿En qué puedo ayudarla?
Un breve momento de silencio atónito al otro extremo de la línea.
—Bien, ¿no lo he explicado ya tres veces? —Luego, con voz más alejada—. ¡Brittany! ¡Ashley! ¡Dejad en paz a vuestros hermanos u os pondré el culo rojo!
—No sabría decirle, señora —dijo Eleanor—, a mí no me lo ha explicado.
—Bien, se lo expliqué a la otra chica.
—Bien, señora, no estoy del todo segura de saber quién es la otra chica. Pero estaré encantada de escucharle si tiene la amabilidad de volver a explicármelo.
Otro silencio. Eleanor no pudo deducir por qué la mujer se mantenía tan en silencio hasta que la voz regresó, y quedó claro que había estado llorando.
—Bien, ¡no voy a repetirlo todo de nuevo! Pero deje que le diga, zorra, que si no lo arreglan hoy, yo...
—¿Usted qué, señora?
—¡Buscaré dónde se supone que debo registrarme, me registraré para votar y la próxima vez que se presente a la reelección votaré contra ese viejo cabrón para el que trabajas! ¡Zorra! —Luego colgó el teléfono.
El teléfono volvió a sonar de inmediato. Eleanor empezaba a entender cómo funcionaba; pulsó el botón que tenía una luz parpadeante al lado.
—Hola, oficina del senador Marshall —dijo.
—¡Al fin! —dijo alguien. Mujer negra. Luego, lejos del teléfono—: ¡Eh, al final me han respondido! —Luego, de vuelta al teléfono—: ¿Tiene idea del tiempo que llevo esperando?
—¿Un cuarto de hora más o menos?
—Mierda, llevo todo el día esperando.
—Pero sólo son las 9:13... Lamento el retraso, señora. ¿En qué puedo ayudarla?
—Llevé a mis hijas a una guardería sin licencia en casa de mi vecina calle abajo y cuando volví a casa de trabajar, su novio había venido durante el día y había abusado de ellas, y quiero saber si puedo obligarle a hacerse las pruebas del sida.
—¿Ha llamado a la policía?
—Mierda, no. ¿Por qué iba a llamarles?
—Porque se ha cometido un crimen grave.
—Mierda. Te he llamado para que me des un consejo serio, chica.
—Y se lo estoy dando. Llame a la policía. Cuénteles lo sucedido. Mande al cabrón a la cárcel.
—El tipo ya me ha dicho que si llamo a la policía me matará.
—Señora, ¿cómo podría ser peor morir a dejar que violen a sus hijas?
Silencio pasmado.
—¿Qué actitud es ésa?
—Una actitud razonable. El tipo de actitud que debería tener cualquier padre.
—Bien, ¿quién me lo dice?
—Soy una mujer bien criada por sus padres y que ha intentado criar bien a dos hijos.
—¿Quiere decir que a mí no me criaron bien?
—Exacto, eso es lo que quiero decir, si esas dos hijas preciosas le importan tan poco como para no intentar que se haga justicia en su nombre. Si violasen a algún miembro de mi familia, nadie podría dormir hasta que los culpables estuviesen muertos o en la cárcel.
—Bien, no llamé para que me insultase.
—Cariño —dijo Eleanor—, ahora voy a decir algo realmente importante y será mejor que prestes atención.
—Te escucho —dijo la mujer. Ahora sonaba acobardada y sumisa.
—Lo que te estoy diciendo no es insultante. Es la verdad. Simplemente, en ocasiones la verdad es tan dura que cuando la gente la oye, suena a insulto. Y uno de los problemas de este país, no sólo entre los de raza negra sino para todos, es que nos ofendemos con tanta facilidad que nadie está dispuesto a decir la verdad. Bien, acabo de decirte lo que debes hacer. Ve y hazlo. Y si tienes que salir y conseguir una pistola para protegerte de ese hijo de puta que violó a tus hijas, será mejor que lo hagas, porque ésa es tu responsabilidad, y si no puedes aceptarla, entonces no mereces tener a esos dos preciosos ángeles que son un regalo de Dios.
Eleanor colgó el teléfono de golpe. Empezó a sonar de inmediato.
—Oficina del senador Marshall.
La voz rota de un anciano dijo:
—¡Ayuda! ¡Me he caído y no puedo levantarme!
—Buenos días, senador Marshall, ¿cómo está usted?
—Completamente despierto y totalmente inspirado, ¡después de oír eso!
—¿Después de oír qué?
—Su discurso de motivación para esa joven. ¡Bien hecho!
—¿Estaba escuchando?
—Siempre escucho lo que dicen mis coordinadores —dijo el senador Marshall—. Es parte esencial de mi trabajo. Y si hubiese podido hablar con usted antes de que empezase a actuar, se lo habría advertido de antemano. Pero ahora ya lo sabe.
—Bien, normalmente no digo esas cosas a estas horas de la mañana, pero...
—No dijo nada inapropiado. Lo hizo muy bien. Todas esas personas quieren más cheques de beneficencia cuando realmente lo que necesitan es que alguien como usted les meta algo de sentido común en la sesera.
—No estoy necesariamente de acuerdo —dijo Eleanor, avergonzada.
—En cualquier caso, me alegra comprobar que cambió de punto de vista sobre el control de armas. ¡Va usted a encajar de maravilla en el Álamo!
—¿Quién ha dicho nada sobre control de armas?
—Usted —dijo el senador Marshall—. Estaba a favor del control de armas, ¿no?
—En teoría, sí —dijo Eleanor—, pero tengo una pistola y sé usarla.
—Bien, dígame una cosa. Si esa mujer con la que hablaba tuviese que rellenar un montón de formularios y obtener un permiso del gobierno para tener un arma, no podría seguir el consejo que le ha dado, ¿no?
Eleanor agitó la cabeza por la exasperación.
—Es usted un hombre retorcido, ¿no?
—No, simplemente me gusta una buena discusión, eso es todo.
—Tengo gente importante con la que hablar —dijo Eleanor, y le colgó el teléfono. Volvió a sonar de inmediato.