Capítulo 28
M
ientras Mary Catherine se abría paso por el campo hasta donde había aparcado el coche tras el Suburban de Morris, un tercer coche llegó por la carretera y se situó en el arcén detrás del suyo. Era el Mercedes de Mel.
Mel puso el freno de mano, salió, la saludó y luego se paseó por el arcén durante un minuto o dos, mirando al infinito, apreciando la vista. Las vistas en esa parte de Illinois no eran muy emocionantes, pero eran vastas, y una persona como Mel, que pasaba gran parte de su tiempo encerrado en una ciudad, podía ir allí y mirar al horizonte de la misma forma que alguien de Nueva York o L.A. podría ir al océano y contemplar su vacío.
Mel había dejado los cigarrillos empleando el truco de pasarse a los puros, que eran tan apestosos que, al igual que armas nucleares, no se podían usar excepto en ambientes remotos y desolados. No los fumaba en el Mercedes, por temor a impartir un olor eterno al cuero y a las alfombrillas. Ahora que estaba fuera, pescó del bolsillo de su trinchera el trozo extinto de un puro grueso y le devolvió la vida con un fósforo de seguridad de madera. Burbujas de humo plateado surgieron de un lado de su boca, alargándose al viento, y se liberaron sobre la pradera, adquiriendo un impulso casi palpable al dirigirse a la frontera con Indiana.
Después de más o menos un minuto, Mel miró la casa que había ayudado a reconstruir. La idea de un judío aprendiendo a usar un martillo de carpintero había sido considerada revolucionaria tanto por los Meyer como por los Cozzano, y había sido recibida con considerable resistencia en ambos grupos. Pero el joven Mel disfrutaba de sus viajes lejos de la ciudad y durante el verano había insistido en tomar el tren al menos una vez por semana y ayudar a clavar los clavos. En la biblioteca de álbumes fotográficos de la familia Cozzano había tres volúmenes dedicados a la reconstrucción de la casa, y Mel aparecía en varias fotos, pálido, delgado, y tan doblado como un plátano pelado, arrodillado sobre las tablas desnudas del nuevo tejado entre Cozzanos fornidos y de tonos cobrizos, clavando las tablillas una a una.
Desde entonces, Mel sentía un interés casi de propietario por la granja Cozzano. Sólo mantenía una relación lejana con los Cozzano que ahora vivían allí, pero le gustaba ir de vez en cuando y mirarla, como hacía ahora. Mary Catherine no sabía si lo hacía por pura nostalgia, por curiosidad por la duración de su obra o ambas cosas. Sí sabía que las fotografías de la casa completa habían circulado ampliamente por la familia Meyer, hasta llegar al mismo Israel, como prueba de las maravillas que podía lograr un Meyer si no tenía miedo a atreverse a entrar en campos desconocidos.
—Cuando clavaba todos esos malditos clavos, pum pum pum, día tras día, sentía el terrible miedo de no saber qué estaba haciendo —dijo Mel, mientras Mary Catherine volvía a saltar la cerca—. Sufría pesadillas en las que todos los clavos que había clavado en esa casa se soltaban de pronto y que todos los clavos de Willy se mantenían en su sitio, y todos me echarían a mí la culpa del derrumbe de la casa.
—Bien, sigue en pie —dijo Mary Catherine.
—Así es —dijo Mel con satisfacción y carácter definitivo, como si él único propósito al venir desde Chicago hubiese sido comprobar si la casa seguía allí.
—¿Has visto a papá?
—Sí. Willy y yo nos vimos —dijo Mel—. Así que el aspecto social de la visita de hoy ya ha sido consumado.
—Oh. ¿No quieres relacionarte socialmente conmigo?
Mel miró a su alrededor. Un camión apareció corriendo por la carretera, lanzando polvo y piedrecillas, inflando durante un momento la trinchera de Mel y el pelo de Mary Catherine. El rojo al extremo del puro de Mel resplandeció de un naranja brillante y le llamó la atención. Lo miró como si estuviese hipnotizado.
—Éste no es lugar —dijo— para relacionarse socialmente con una dama.
Mary Catherine sonrió. Mel tenía edad suficiente, y bondad suficiente, para hablar así sin sonar forzado o siniestro.
—En cualquier caso, no viniste hasta aquí para relacionarte socialmente conmigo.
Mel dio una última calada al puro y luego lo examinó con pena. Lo agarró cuidadosamente entre el pulgar y el índice arqueado, enderezó el brazo, apuntó a la cuneta y clavó el puro en una zona húmeda. Murió con un chisporroteo rápido. Mel permaneció inmóvil durante un momento, mirándolo fijamente y luego expelió por la boca el humo que le quedaba.
—Sube —dijo—. Vayamos a tomar café en el Hogar de Camioneros de Dixie.
Ella sonrió. El Hogar de Camioneros de Dixie estaba en la misma I-57. Mel había pasado por delante un millón de veces pero nunca había entrado; para él era un objeto de fascinación morbosa y enfermiza. Mary Catherine abrió la puerta del pasajero y entró. Normalmente, Mel hubiese dado toda la vuelta para abrírsela, pero hoy tenía la cabeza en otra parte. Como había dado a entender, ésa era una visita de negocios, no social, y no estaba pensando en las amabilidades.
El Mercedes era perfecto para dos, atestado para más. Era ideal para Mel, quien no estaba casado ni tenía hijos y que muchos asumían que era gay. Arrancó el motor, entró en la carretera y le dio al coche un acelerón largo y tremendo que lo hizo pasar de ciento sesenta.
A Mary Catherine se le fundió el corazón. Mel siempre había disfrutado emocionándola a ella y a James con la potencia de sus elegantes coches europeos, desde que eran niños. Ella sabía que cuando Mel apretaba el acelerador y hacía rugir las ruedas en esa carretera comarcal, estaba evocando un recuerdo, tanto para beneficio propio como por Mary Catherine.
—Sabes que la relación entre nuestras familias ha sido fuerte y lo seguirá siendo —dijo Mel—, a pesar de que, con el tiempo, ha adoptado muchas formas diferentes.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
Mel redujo la velocidad y miró de lado a Mary Catherine durante un momento. Parecía un poco sorprendido de su impaciencia.
—Un poco de tranquilidad —dijo él—. Me resulta difícil.
—Vale —dijo ella. Su visión se empañó un poco y empezó a moquearle la nariz. Respiró profundamente y en silencio, y controló el impulso.
—La razón de que nuestras familias se hayan llevado bien es que sus líderes, los patriarcas, siempre han sido hombres sabios que veían las cosas a largo plazo. Y que estaban dispuestos a hacer lo que tenía sentido a largo plazo. Otras personas han observado las estrategias de los Cozzano y los Meyer y se han sentido confundidas, pero siempre hemos tenido una razón para lo que hicimos.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Mary Catherine.
—Willy no lo sabe, porque no quiero estresarle —dijo Mel—, pero la mierda va a empezar a salpicar por lo que hicimos en febrero.
—¿Qué mierda? ¿El qué?
Mel inclinó la cabeza de un lado a otro, sopesando sus ideas.
—Bien, sabes que podríamos haber bajado a Willy por los escalones delanteros del Capitolio y todo el asunto habría aparecido en las noticias de la noche. En lugar de eso, lo hicimos de una forma un poco más antigua. Como cuando FDR estaba en silla de ruedas, pero apenas nadie en Estados Unidos lo sabía porque los medios estaban muy bien manipulados.
—Ocultamos la gravedad de su enfermedad —dijo Mary Catherine.
—Exacto. Y dejamos que su organización controlase el gobierno del estado durante un tiempo en lugar de simplemente abdicar y entregar las cosas a ese bobo, el vicegobernador, como se suponía que debíamos hacer técnicamente. —Mel pronunció la última frase con un tono de voz fastidioso como de Mickey Mouse, como si la cuestión de la sucesión no fuese más que un detalle insignificante sin importancia, un simple punto a debatir—. Bien, podría ser posible afirmar que lo que hicimos, lo que yo hice, no era, hablando estrictamente, ético. O en algunos casos, ni siquiera legal. Y tarde o temprano se acabará sabiendo.
—Deja que te pregunte una cosa —dijo Mary Catherine—. ¿Sabías, cuando lo hacías, que podría acabar sabiéndose?
Mel se mostró dolorido.
—¡Claro que lo sabía, niña! Pero es como sacar a un hombre de un coche en llamas. Tienes que actuar, no puedes pensar en la posibilidad de que más tarde te demande por romperle el hombro. Hice lo que tenía que hacer. Lo hice bien. —Mel se volvió y la miró, con una sonrisa seca en los labios—. Francamente, fue imponente.
—Bien, ¿adonde quieres llegar?
—¿Conoces a Markene Caldicott?
—¡Claro que sí! —Le sorprendía que Mel le hiciese esa pregunta.
—Oh, cierto. Probablemente eres de las que escuchan continuamente RNA.
Mary Catherine sonrió y agitó la cabeza. La mayoría de la gente consideraba que Radio Norteamérica era la cumbre de la sofisticación periodística, pero Mel la seguía considerando en el mismo grupo que MTV y Arena Football. Él recibía las noticias radiofónicas por onda corta, de la BBC.
—¿Qué pasa con Markene Caldicott? —preguntó.
—Bien, aparentemente es una periodista muy importante —dijo Mel con escepticismo.
—Podría decirse.
—Quiere mi culo. Y no me refiero en el sentido sexual —dijo Mel—. Fía llamado a todas las personas con las que he trabajado. Puedo leer la mente de esa mujer como si fuese una puta caja de cereales.
—¿Qué pretende?
—Le encantaría derribar a tu padre —dijo Mel—, pero no puede, porque Willy carece de máculas, y además lleva un par de meses incapacitado. Por tanto, va a dar ese gran reportaje donde me convertirá en una especie de Richelieu con yarmulke. El poder en la sombra que tiraba de los hilos mientras Cozzano babeaba. Ya sabes.
—El escándalo exagerado básico de año electoral.
—Sí. Probablemente haya deducido que Willy va a entrar en la carrera y quiere ser la primera en dispararle. Así que voy a interceptarla en el pase.
—¿Cómo vas a hacerlo?
—Voy a volver a Daley —dijo Mel. Él y Mary Catherine habían adoptado la costumbre de emplear la jerga postapoplejía de Cozzano—. Y cenaré con Mark McCabe. Un periodista político del Trib. Y se lo voy a contar todo. Se lo voy a explicar todo.
Mary Catherine estaba horrorizada.
—¿Se lo vas a contar todo?
Mel la miró con una expresión a medio camino entre la decepción paterna y la pena.
—¿Estás loca? Claro que no se lo voy a contar todo. Simplemente haré como que se lo cuento todo.
—Oh.
—De esa forma McCabe tendrá una noticia de primera página.
Presentaremos la información de la forma que nos resulte más favorable. Markene Caldicott habrá quedado superada y su historia, si se molesta en emitirla, no tendrá ningún impacto. Y la familia Cozzano y la administración quedarán completamente exoneradas, porque yo, el retaco de abogado judío, recibiré todo el fuego.
—Es muy generoso por tu parte —dijo Mary Catherine.
Mel rió y le dio un golpe al volante.
—¡Ja! Generoso por mi parte. Me gusta. Los del campo me matáis. «Muy generoso por tu parte» —la imitó, no con maldad, y volvió a reír. Mary Catherine podía sentir que su cara emitía calor—. Mira, niña, esto no tiene nada de generoso. No es un acto bueno o malvado, se trata de ser listos y apechugar con las pérdidas de la forma que nos resulte más ventajosa. Es lo que intento hacer.
—Vale.
—Estoy intentando en la medida de lo posible ser inteligente y cerrar todo este asunto de la mejor forma para nosotros —siguió diciendo Mel, ahora empezando a parecer casi molesto—, me mata cuando intentas caracterizarlo como si fuese altruismo de iglesia. Es como si no consiguieras apreciar la maestría artística de lo que hago.
—Lo lamento. Creo que es muy maquiavélico —dijo, ahora sintiéndose ella misma un poco molesta.
—Gracias. Ése es un halago que sé aceptar. Ahora estamos en la misma onda.
—Bien.
—Los dos escuchamos la misma emisora —dijo Mel, extendiendo la metáfora—. Los dos escuchamos la BBC, en lugar de esa mierda de la RNA. —Dijo esa última palabra con un trallazo retumbante y sardónico que hizo reír a los dos, aunque algo nerviosamente—. Por tanto, mantengámonos alejados de esa mierda sentimental y lacrimógena y hagamos lo que es mejor para nuestras familias durante las próximas generaciones —dijo Mel.
—Vale.
—Lo mejor, ahora mismo, es que yo, Mel Meyer, salga del campo.
—¿Qué quieres decir?
Mel suspiró, algo derrotado, como si hubiese tenido la esperanza de que Mary Catherine simplemente lo comprendiese.
—Dios, niña, esta noche lo haré público. Le diré al mundo entero que hice algo poco ético. Voy a aceptar la responsabilidad por las decisiones que tomé en enero y febrero. Que fueron buenas decisiones... pero tarde o temprano, el karma regresa y te da de lleno. Bien, una vez que me dibuje a mí mismo en el papel del demonio, homúnculo maquinador que soy, ¿cómo es posible que siga siendo consejero y confidente íntimo del clan Cozzano? La idea es que la gente me lance la mierda a mí, que se me quede pegada y que salga corriendo llevándomela conmigo. Si me quedo cerca de vosotros, parte se os acabaría pegando.
Mientras Mel lo explicaba, Mary Catherine comenzó a tener clara toda la situación y la nube de emotividad que había oscurecido el comienzo de la conversación comenzó a disiparse. Se sentía tranquila y relajada.
—¿Hasta dónde vas a llegar corriendo?
—Oh, bastante lejos, al menos durante un tiempo —dijo Mel—. Estoy cortando formalmente mi relación con tu padre, como su abogado, y enviaré sus archivos a Ty Addison en Norton Addison Goldberg Green. Ty cuidará bien de vosotros. Yo estaré en contacto por teléfono, pero ésta será la última vez que muestre la cara en Tuscola durante un tiempo. No hay problema en vernos cuando vayas a Chicago, siempre que sea algo informal, como un almuerzo. Si pasa de ahí, algún periodista se dará cuenta y hará que parezca que sigo en la sombra, tirando de los hilos.
—¿Qué hay del largo plazo del que hablabas?
—A largo plazo, no cambia nada. Esto no es más que un parpadeo en la pantalla de la historia.
Durante la conversación, Mel había estado moviendo el Mercedes aleatoriamente por la rejilla de carreteras que cubría la zona, en ocasiones haciendo zigzag de vuelta hacia la granja Cozzano. El Suburban de Myron Morris se les cruzó y se saludaron. Finalmente, Mel se detuvo junto al coche de Mary Catherine, aparcado en el arcén, y ella se dio cuenta de que pretendía que bajase.
—¿No me toca un abrazo? —preguntó Mary Catherine—. ¿O es demasiado siniestro para Markene Caldicott?
Mel se quedó pasivo, como si de pronto hubiese quedado conmocionado por lo que hacía.
Mary Catherine soltó el cinturón de seguridad, se inclinó sobre el espacio entre los asientos y rodeó el cuello de Mel con los brazos, casi tendiéndose en la parte delantera del coche. Mel pasó los brazos alrededor de su cuerpo y la agarró con fuerza durante al menos un minuto. Luego la soltó, de repente.
—Vale, ahora quiero quedarme solo —dijo.
Mary Catherine le dio un beso fugaz en la mejilla y bajó rápidamente sin mirar atrás. Cerró la portezuela. El coche de Mel ya avanzaba antes de que la portezuela se hubiese cerrado. Las ruedas se liberaron del pavimento, giraron y gimieron, lanzando penachos gemelos de humo azulado, y el Mercedes salió disparado frente a la vieja granja, como en los días de antaño. En las ventanas de la granja aparecieron las caras de jóvenes Cozzano, atraídos por el ruido, para luego alejarse al comprobar que no era más que Mel Meyer, el viejo abogado de Chicago al que le gustaba conducir deprisa.
William A. Cozzano había salido para su paseo matutino: por la puerta de atrás, a través de la entrada y hasta el callejón, media manzana más abajo, a través de un hueco en el seto, y hasta la entrada de los Thorsen. Siguiendo el borde de su jardín lateral, saludando a la señora Thorsen de noventa años, quien invariablemente se encontraba en la ventana de la cocina lavando platos, luego hasta la calle, subiendo otra medida manzana, atravesando un hueco en la verja del parque municipal de Tuscola, y de ahí, adonde quisiese ir. Era la ruta que había estado siguiendo desde que aprendió a caminar por primera vez, y era una de las primeras cosas que había hecho desde que había aprendido a caminar por segunda vez.
Ahora, claro, normalmente le acompañaba media docena de personas de apoyo. A la señora Thorsen no parecía importarle que toda esa gente atravesase su jardín. Ahora vivía sola. Era un misterio cómo podía tener tantos platos por lavar, pero siempre los estaba fregando.
El camino al parque era un proceso delicado y sinuoso que el séquito de Cozzano tenía que realizar en fila india. Una vez que llegaban a las extensiones del parque, podían extenderse y caminar como grupo. Normalmente el séquito estaba compuesto por un par de enfermeras, el equipo de grabación de Myron Morris y alguien del Instituto Radhakrishnan, conectado a la casa por medio de un enlace de radio. Ese día en particular, Zeldo le acompañaba en el paseo.
—Está caminando. Está hablando. Felicidades —dijo.
—Gracias. Es agradable —dijo Cozzano.
—Si sigue mejorando de esta forma, para mediados de junio esencialmente habrá recuperado la normalidad.
—Excelente.
—Me gustaría saber si estaría interesado en desarrollar algunas capacidades que mejoran la normalidad.
Era una propuesta grotesca y Zeldo lo sabía; se mostró visiblemente nervioso al decirlo. Observó atentamente la reacción del rostro de Cozzano.
Durante un buen rato, Cozzano no reaccionó en absoluto. Siguió caminando como si no le hubiese oído. Pero ya no miraba a su alrededor. Miraba la hierba que tenía delante de los pies, intentando grabar un hueco en la tierra usando los ojos.
Después de un minuto, más o menos, pareció llegar a una conclusión. Volvió a alzar la vista. Pero siguió sin hablar durante otro minuto más o menos. Aparentemente estaba formulando una respuesta. Finalmente miró a Zeldo y dijo, despreocupadamente:
—Siempre he sido un firme creyente en la mejora personal.
—Veo a mi tía Mary sacando un pastel de manzana del horno —dijo Cozzano—. Es el Día de Acción de Gracias de 1954 alas 2:15 p.m. En la televisión de la habitación de al lado hay un partido de fútbol americano. Mi padre y algunos tíos y primos lo están mirando. Todos fuman en pipa y el humo me pica en la nariz. Los Lions tienen el balón en su treinta y cinco, faltan unos segundos y quedan cuatro yardas. Pero yo me concentro en el pastel.
—Vale, eso está bien —dijo Zeldo, tecleando furiosamente toda esa información en el ordenador—. Bien, ¿qué sucede cuando estimulo este enlace? —Se giró hacia otro teclado y entró una orden en otro ordenador.
Cozzano entrecerró los ojos. Miraba al infinito, sin enfocar nada.
—Sólo una imagen muy fugaz de Christina a los treinta y cinco —dijo Cozzano—. Está en el cuarto de estar, vestida de amarillo. No puedo recordar nada más. Ahora se desvanece.
—Vale, ¿qué hay de esto? —dijo Zeldo, tecleando otra orden.
Cozzano respiró profundamente por la nariz y empezó a restallar los labios y a tragar.
—Un olor muy intenso. Algún tipo de olor químico al que me vi expuesto en la planta. Posiblemente un pesticida.
—¿Pero no hay nada visual?
—Nada en absoluto.
—Vale, ¿y esto?
—¡Dios! —gritó Cozzano. En su rostro se manifestaban un miedo y un asombro genuinos. Se medio deslizó, medio rodó por la silla y cayó en el suelo del dormitorio, aterrizando sobre el vientre, y se arrastró apoyándose en los codos hasta quedar medio oculto bajo la cama.
—Déjeme adivinar —dijo Zeldo—. Algo de Vietnam.
Cozzano quedó flácido y dejó caer la cabeza entre los brazos, mirando directamente al piso. Su espalda y hombros subían y bajaban y el sudor era visible en la frente.
—Lo lamento —dijo Zeldo.
—Fue increíblemente realista —dijo Cozzano—. Dios mío, llegué a oír el sonido de una bala pasándome al lado de la cabeza. —Se sentó y alzó una mano, justo al lado de la sien derecha—. Era de un AK-47. Vino de ahí, directamente de la jungla, y me pasó al lado. No me alcanzó por unos centímetros, diría yo.
—¿Es un recuerdo concreto de algo que le pasó? —dijo Zeldo.
—Es difícil de saber. Es difícil de saber.
—Cuando vio el pastel de manzana parecía muy concreto.
—Era concreto. Sucedió en realidad. Esto fue más bien como entrever fugazmente. Casi como la reconstrucción de un tipo genérico de suceso.
—Interesante —dijo Zeldo—. ¿Le gustaría tomarse un descanso?
—Sí, no me importaría —dijo Cozzano—. Este último realmente me ha dejado alterado. ¿Cuántos más nos quedan?
Zeldo rió.
—Hasta ahora hemos hecho una docena —dijo—, y potencialmente podríamos llegar a un par de miles. Es decisión suya.
Al final del día, Zeldo había estimulado más de cien conexiones diferentes del cerebro de Cozzano. Cada una provocó una respuesta completamente diferente.
TODO UN PÁRRAFO DE MARK TWAIN SE MATERIALIZÓ EN SU CABEZA.
OLIÓ EL SILO SUBTERRÁNEO DE UNA VIEJA GRANJA EN LAS AFUERAS.
SINTIÓ UNA SENSACIÓN APLASTANTE DE PENA Y PÉRDIDA, SIN NINGUNA RAZÓN.
UNA FRÍA PELOTA DE RUGBY LE CAYÓ ENTRE LAS MANOS DURANTE UN ENCUENTRO EN CHAMPAIGN.
MORDIÓ UN PASTEL DE CHOCOLATE MUY HELADO.
UN B-52 PASÓ POR ENCIMA.
VIO UNA PÁGINA COMPLETA DE SU AGENDA SEMANAL, 25-31 DE MARZO, 1991.
SACÓ LA LENGUA PARA ATRAPAR COPOS DE NIEVE QUE SE FUNDIERON.
SE EXCITÓ SEXUALMENTE SIN NINGUNA RAZÓN APARENTE. OYÓ EN LA CABEZA UNA VIEJA CANCIÓN DE BARRY MANILOW.
SU COCHE DERRAPÓ EN UNA CARRETERA HELADA EN EL INVIERNO DE 1960 Y CHOCÓ CONTRA UN POSTE DE TELÉFONO; SU FRENTE DIO CONTRA EL PARABRISAS Y LO ROMPIÓ.
EL SONIDO TINTINEANTE DE LOS CUBITOS DE HIELO EN UNA JARRA DE CRISTAL O EL TÉ HELADO SIENDO AGITADO POR UNA DE SUS TÍAS.
SE CORTÓ LAS UÑAS EN UN HOTEL DE TOKIO.
MARY CATHERINE HIZO ALGO QUE LE PUSO MUY FURIOSO; NO ESTABA SEGURO DE QUÉ HABÍA SIDO.
—Tengo que dejarlo —dijo Zeldo—. Ya no puedo teclear más. Se me han muerto los dedos.
—Quiero seguir —dijo Cozzano—. Esto es increíble.
Zeldo pensó.
—Es increíble. Pero no estoy seguro de que sea útil.
—¿Útil para qué?
—La idea de este ejercicio era encontrar una forma de emplear el chip de su cabeza para la comunicación —dijo Zeldo.
Cozzano rió.
—Tienes razón. Lo había olvidado.
—No estoy seguro de cómo usar todo eso para comunicarse —dijo Zeldo—. No son más que impresiones. Nada racional.
—Bien —dijo Cozzano—, es un nuevo medio de comunicación. Es necesario desarrollar una gramática y una sintaxis.
Zeldo rió y agitó la cabeza.
—Me he perdido.
—Es como el cine —dijo Cozzano—. Cuando se inventó el cine, nadie sabía cómo usarlo. Pero gradualmente, se desarrolló una gramática visual. Los espectadores empezaron a entender cómo se empleaba la gramática para comunicar ciertas cosas. Nosotros tenemos que hacer lo mismo.
—Debería juntarle con Ogle para hablar —dijo Zeldo.
—Tú deberías haber estudiado más humanidades —dijo Cozzano.