Capítulo 13
-V
oy a ser realmente sincero contigo —dijo Mel.
—Por alguna razón no me sorprende —dijo Mary Catherine.
Estaban sentados en una esquina de un restaurante italiano familiar y tradicional. El restaurante estaba situado al otro lado de la calle, bajando una esquina, del hospital donde Mary Catherine había pasado la mayor parte de los últimos cuatro años. Cuando las familias acongojadas de los pacientes tenían que comer, se reunían alrededor de las grandes mesas circulares de ese lugar y tristemente hundían los tenedores en hondos y humeantes platos de lasaña, como cirujanos alrededor de la mesa de operaciones.
—Tu papá no está muy contento ahora mismo —siguió diciendo Mel—. Y dentro de una semana o dos será peor, cuando tenga que contar en público que ha sufrido una apoplejía. No sé cómo va a reaccionar.
Ella golpeó la carta contra la mesa y dejó incluso de fingir que la estaba leyendo.
—Basta, basta —dijo—. ¿De qué coño hablas?
—Tu padre preferiría morir a vivir en la situación actual —dijo Mel.
Mary Catherine siguió mirando y prestando atención durante unos segundos, hasta que al fin comprendió que eso era todo. Si Mel hubiese estado hablando de otra persona, «preferiría morir» hubiese sido una figura retórica. Pero no en el caso de papá. Podía imaginárselo, sentado en Tuscola, tomando la decisión ejecutiva de que era hora de morir y luego formulando un plan.
—Es suficiente —dijo Mary Catherine—. Es todo lo que tienes que decir.
Luego cerró los ojos y en silencio dejó que las lágrimas le corriesen por la cara durante medio minuto más o menos.
Abrió los ojos, se frotó la cara con una servilleta y parpadeó para eliminar las últimas lágrimas. Mel permanecía sentado con los brazos cruzados, esperando pacientemente que Mary Catherine terminase. Por el rabillo del ojo, podía ver a una camarera fornida que esperaba con el bloc y el bolígrafo. Allí las camareras sabían lidiar con la pena. La camarera intentaba decidir cuándo sería el mejor momento de acercarse a la mesa.
—Vale, estoy lista para pedir —dijo Mary Catherine, más alto de lo que pretendía.
La camarera se acercó. Mel se apresuró a tomar la carta y empezó a leerla; no estaba listo. Al observarle, Mary Catherine sintió de pronto un gran afecto por el viejo y bueno de Mel, intentando escoger un entrante, el que fuese, sólo porque Mary Catherine estaba lista para pedir.
—Tomaré los fetuchini al pesto y una gaseosa —dijo Mary Catherine.
—Fideos horneados sin nada de carne —dijo Mel.
—¿Lasaña? ¿Manicotti? —dijo la camarera.
Pero a Mel no le importaban los detalles; ni la oyó.
—Y una copa de vino blanco —dijo—. ¿Quieres beber, Mary Catherine?
—No, gracias, estoy trabajando —dijo. Por fin se le había aflojado el nudo de la garganta y se sentía mejor. Respiró hondo un par de veces—. Listo —dijo.
—Lo estás llevando bien —dijo Mel—. Lo estás haciendo bastante bien.
—Supongo que lo tenía todo planeado.
—Sí. El estudio. En algún momento en que no hubiese niños delante de la casa, supongo.
—Probablemente usaría ese enorme fusil de Vietnam, ¿no?
Mel se encogió de hombros.
—Ni idea. No conozco todas sus decisiones.
—¿Sabes?, James y yo siempre nos metíamos en problemas cuando Patricia nos cuidaba de niños. Y mamá y papá volvían a casa para llevarse un buen susto. —Mary Catherine rió en voz alta, eliminando la tensión—. Patricia se portaba tan bien con nosotros, ¿por qué éramos tan desagradables con ella?
Mel rió.
—Así que ahora volveré a casa y haré pasar a papá un mal trago por haber querido pegarse un tiro mientras Patricia cuidaba de él. —Suspiró con fuerza, intentando deshacerse del sentimiento de dolor que tenía instalado en las costillas—. Pero es realmente duro hablar con él cuando está... en la situación en la que está ahora.
—Verás, es perfectamente consciente de la situación. Y es por eso que tomó la decisión.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —dijo—. ¿Se trata de un mensaje oficial de papá?
Mel bufó.
—¿Estás de coña? Me mataría si se enterase de que te lo he contado.
—Oh. Pensé que me concedías una última oportunidad de hablar con él antes de que lo hiciese.
—Para nada. Creo que le pillé en ello. Preparando el tiro —dijo Mel—. Ahora está demasiado avergonzado para intentarlo durante un tiempo.
—Bien... por supuesto que quiero que viva. Pero debo admitir que suicidarse ahora mismo sería más acorde con su naturaleza.
—Completamente —dijo Mel—. Y le ofrecería la oportunidad de darle un último puyazo a Patricia, lo que es de por sí incentivo suficiente.
Mary Catherine rió.
—Pero no va a hacerlo —dijo Mel.
—¿Por qué no? —Se le hacía raro pensar que papá tomase una decisión y luego no la ejecutase.
—Estamos investigando una posibilidad. Una nueva terapia que podría devolverle a la situación que tenía.
—No he oído hablar de nada así —dijo Mary Catherine.
Mel colocó el maletín sobre la mesa y lo abrió. Sacó un sobre grande y se lo pasó a Mary Catherine.
En su interior había como una docena de artículos de investigación, en su mayoría sacados de revistas técnicas. En lo alto había una fotografía en blanco y negro, de veinte por veinticinco, de una estructura de alta tecnología desenfadadamente moderna situada en un risco sobre el océano.
—¿Qué es?
—El Instituto Radhakrishnan. Realizan investigación neurológica de alto nivel. Esos artículos describen parte del trabajo que han realizado.
Mary Catherine dejó a un lado la fotografía y hojeó los artículos.
—Supuse que podría interesarte. Para mí es totalmente incomprensible —dijo Mel.
Mary Catherine frunció el ceño.
—Conozco estos artículos. Los he visto. Todos en los últimos tres años.
—¿Y?
—Bien, lo que se describe es investigación razonablemente básica. Es decir, en este de aquí hablan de una técnica para hacer crecer in vitro células cerebrales de mandril y luego reimplantarlas en un cerebro de mandril.
—¿Y?
—La fecha del artículo es de hace tres meses. Lo que significa que probablemente se escribiese en algún momento del año pasado.
—¿Y? —Mel seguiría haciendo la misma pregunta hasta que nevase en el infierno o comprendiese lo que Mary Catherine pretendía decir.
—Es como si estos tipos hubiesen inventado la rueda el año pasado, y ahora afirmasen ser capaces de construir un coche.
—Afirmas que media un abismo entre meter algunas células nuevas en el cerebro de un mandril y arreglar a tu padre.
—Exacto.
—¿Cuánto tiempo llevaría cubrir esa distancia?
—Bien, no lo sé. Nunca se ha hecho. Pero supongo que llevaría entre cinco o diez años, si todo fuese bien.
—¿Por qué iban ellos a...?
—Son neurocirujanos, Mel. Los cirujanos son los grandes machos alfa del mundo médico. Nadie los aguanta. Su solución para todos los problemas es el frío acero. Pero en realidad nunca pueden hacer nada.
—¿A qué te refieres? Cortar el cerebro de un tipo suena a hacer mucho.
—Pero la mayor parte de los problemas neurológicos no tiene cura. Pueden cortar un tumor o un hematoma. Pero no pueden curar los problemas importantes, y, como son tan machotes, eso les vuelve locos. Está claro que ésa es la motivación tras esta investigación. Y esas afirmaciones exageradas.
Mel reflexionó durante un rato.
Mary Catherine sorbió su gaseosa y observó cómo Mel meditaba. Como siempre, daba la impresión de que el asunto tenía muchas dimensiones que no le había contado. Una luz gris de invierno atravesaba la ventana, destacando los pliegues del rostro de Mel, y de pronto le pareció que la expresión de su rostro era de una seriedad aterradora.
—Es muy difícil —dijo al fin, agitando la cabeza—. Hay mucha mierda emocional de por medio. No puedo pensar bien.
—¿Qué piensas, Mel?
Mel agitó la cabeza.
—Cinco o diez años. Verás, en realidad todavía no he hablado con nadie. Todo lo que tengo son tanteos. Son tanteos tan sutiles que no sé si realmente existen. Como eso de ahí —señaló la fotografía y los artículos— que llegó en forma de petición de fondos. Querían saber si tu padre deseaba contribuir a la investigación. Pero no es una coincidencia. Eso lo sé con total seguridad.
—¿Se han ofrecido a arreglar el cerebro de papá o no?
—No, en absoluto, y puedes apostar a que jamás lo harán —dijo Mel—. Esperarán a que se lo pidamos. De esa forma, si algo sale mal, la cosa será idea nuestra. Pero tal como actúan, tienes la impresión de que están dispuestos a pasarlo por el bisturí mañana mismo.
—Entonces, aquí tenemos la pregunta del millón de dólares —dijo Mary Catherine—. ¿Papá cree que esa gente puede arreglarle? ¿Lo cree hasta el punto de evitar que se mate?
—Por ahora, sí, definitivamente. No lo hará hoy, o mañana. Pero... —Mel se detuvo en mitad de la frase.
—Pero si abro mi bocaza y digo que se trata de elucubraciones y que podrían pasar cinco o diez años, la cosa será diferente —dijo Mary Catherine.
—No quiero presionarte —dijo Mel—, pero sí, ésa es básicamente la situación. —Alargó la mano al otro lado de la mesa, cogió la fotografía y la alzó—. Esto le mantiene con vida. Es su esperanza. Ahora mismo es todo lo que tiene.
—Vale, eso está bien —dijo Mary Catherine.
Mel le dedicó una mirada penetrante.
—¿En qué sentido está bien?
La pregunta la pilló por sorpresa.
—Le mantiene con vida, como has dicho. E incluso si hacen falta cinco o diez años antes de poder realizar la operación, hasta entonces podemos mantener la esperanza con vida. Y luego, quizás algún día, le tendremos de vuelta.
Mel la miró taciturno.
—Mierda. Tú también la tienes.
—¿Qué tengo?
—La misma mirada en la cara que tenía Willy cuando se lo conté. —Mel golpeó la fotografía boca abajo contra la mesa, miró por la ventana y empezó a frotarse la barbilla.
—¿En qué piensas? —le preguntó Mary Catherine tras unos minutos.
—En lo mismo de siempre. En el poder —dijo Mel—. En el poder y en cómo actúa. —Lanzó un enorme suspiro—. El poder que una organización desconocida llamada Instituto Radhakrishnan blande de pronto sobre los Cozzano. —Lanzó otro enorme suspiro—. Y sobre mí.
—¿Tus emociones empiezan a interferir?
—Sí.
—Entonces, busca una opinión objetiva.
—Es una buena idea. Debería hablar con Sipes, en la universidad.
—No. Sipes es un importante investigador en esos campos.
—Entonces, es el tipo adecuado con el que hablar, ¿no?
—No necesariamente. Tiene teorías propias. Teorías que podrían ser las opuestas a las de Radhakrishnan.
—Buen punto. Una forma muy sinuosa de pensar para lo que es habitual en ti —dijo Mel con cautelosa admiración—. ¿Por qué no lo compruebas tú misma?
Mary Catherine quedó conmocionada. Luego enrojeció un poco.
—Creía que la idea era ser objetivos —dijo.
—La objetividad está bien, es una idea agradable —dijo Mel—, pero no hay nada como la familia, ¿verdad?
—Bien...
—Supongamos que encontramos un doctor supuestamente objetivo que comprueba lo de Radhakrishnan para nosotros. ¿Realmente aceptarías su opinión?
—No —admitió—. Querría ir y verlo por mí misma, antes de que usasen el bisturí con papá.
—Hecho. Te contrataré, por horas, como consejera médica para Beneficencias Cozzano —dijo Mel—. Tu labor consistirá en investigar los fundamentos médicos de los programas de investigación a los que estamos considerando realizar una donación. Y ahora mismo estamos pensando donar al Instituto Radhakrishnan.
—Mel, soy residente, no puedo tomarme tiempo libre.
—Eso —dijo Mel— es un problema político entre Beneficencias Cozzano y el director de tu estupendo hospital. Y se sabe que de vez en cuando me meto en política.