Capítulo 6

 

T

an pronto como la doctora Mary Catherine Cozzano entró en el ascensor de bajada, que iba hasta el aparcamiento del garaje, inició el ritual que había desarrollado para superar territorio hostil. Se pasó la correa del bolso por encima de la cabeza de forma que le atravesase diagonalmente el cuerpo, a prueba de tirones. Le colgaba de la cadera derecha para no interferir con el busca, que llevaba sujeto a la izquierda. Abrió el bolso, sacó el llavero y lo agarró con la mano derecha de forma que las llaves sobresaliesen entre los dedos como los pinchos de un arma medieval. Como llevaba las llaves en el bolso, no obedecía a ninguna limitación de tamaño; su llavero era tan descontrolado y ramificado como una arteria coronaria, dividiéndose para incluir una navaja suiza en miniatura, una linterna pequeña, una lupa (todos productos gratuitos de las empresas farmacéuticas) y un silbato policial de acero inoxidable. El silbato colgaba de un trozo grueso de cuerda metálica. Lo colocó entre el pulgar y el índice, listo para su uso. Ya se había asegurado de que llevaba zapatillas deportivas —nada de tacones o botas— y un par de pantalones médicos que daban libertad de movimiento a las piernas. Eso no había que pensarlo mucho, porque eran las únicas ropas que alguien podría tolerar en un turno de treinta horas en un hospital inmenso.

Finalmente, mientras el ascensor atravesaba el piso del vestíbulo y llegaba a los niveles subterráneos de los aparcamientos, metió la mano en el bolso y sacó una caja negra que le encajaba perfectamente en la mano izquierda. Era rectangular con un ángulo cerca de un extremo. El extremo doblado era cóncavo y de él brotaban cuatro dientes metálicos y despuntados, de unos seis milímetros de largo, dándole el aspecto de la mandíbula de una tungiasis tremendamente ampliada. Los dientes estaban dispuestos simétricamente: un par exterior que sobresalía directamente del extremo del dispositivo, y un par interior, más juntos, en ángulo uno hacia el otro al surgir de la concavidad. Cuando Mary Catherine agarró la caja dentro del bolso, le resultó muy natural en la mano, de tal forma que el índice descansaba sobre un botón negro, justo bajo la curva, cerca de los dientes. Mary Catherine la sacó del bolso, la sostuvo alejada del cuerpo y le dio al disparador.

Un rayo en miniatura, una línea de descarga eléctrica de púrpura blanquecino, saltó entre los dos dientes interiores. Creó un zumbido alarmante y crujiente que pareció penetrarle en lo más profundo de la cabeza. La chispa se agitó y saltó en el aire como una línea de ropa tendida atrapada en el viento de noviembre.

Lo probaba todos los días, porque era la hija de William A. Cozzano, y porque su padre era el hijo de John Cozzano, y todos los miembros de la familia aprendían, cuando eran muy jóvenes, a no ser descuidados, a no hacer suposiciones, a no dar nada por sabido.

Luego las puertas del ascensor se abrieron, como las cortinas de apertura de una película barata de terror, y miró una catacumba de techo bajo, llena de una luz institucional verdosa y barata que resultaba dura a los ojos pero que realmente no parecía iluminar nada. Éstas eran las tumbas donde los doctores y enfermeras enterraban los coches mientras trabajaban. La mayoría de los coches eran zombis derrengados, que hacía tiempo se habían convertido en no muertos gracias a las depredaciones de descuartizadores mecánicos móviles que recorrían los aparcamientos día y noche.

Durante esos viajes por las catacumbas, a Mary Catherine le gustaba repetirse que la especialidad que había escogido le daba ventaja en la autodefensa: podía diagnosticar a la gente en la distancia. Por su forma de andar, por las reacciones que se veían en sus caras, podía distinguir a psicópatas en activo de los ladrones cuerdos y normales.

Mary Catherine no era el tipo de mujer que llevaría un arma en el bolso. No estaba segura de qué tipo de mujer podría hacerlo, pero tenía claro que no era ella. Lo hacía de todas formas. Al principio había sido una concesión a su padre. Desde la muerte de su madre, la preocupación de su padre por la seguridad de Mary Catherine se había convertido en obsesión. Cuando se mudó a su apartamento, él se vino desde Tuscola con todas las herramientas y pasó un fin de semana reforzando los cerrojos de seguridad, poniendo barrotes en las ventanas, enjaulándola lejos del mundo exterior. La gente que vivía en el apartamento al otro lado del patio —una familia extendida de inmigrantes brasileños— pasó la mayor parte de ese fin de semana reunida en el salón, casi como si posasen para un retrato familiar, mirando asombrados cómo el gobernador de Illinois con medio cuerpo colgando fuera de una ventana del sexto piso hundía perno tras perno en el marco de ladrillos de la ventana usando un pesado taladro eléctrico de tres cuartos de pulgada que había pedido prestado a uno de sus primos granjeros.

En su siguiente cumpleaños, papá le entregó una cajita bien envuelta. Mary Catherine había quedado avergonzada y enrojecida por la gratitud, pensando que era un collar —viniendo de papá, seguro que era formidable—. Pero cuando abrió la caja, resultó ser una pistola eléctrica. Un arma adecuada para una neuróloga.

Papá nunca había aceptado ninguna limitación en su vida. No veía nada de raro en dar por supuesto que algún día sería presidente de Estados Unidos. Siempre había dado por supuesto que Mary Catherine sentiría lo mismo. El siempre le había dicho que ella podía hacer todo lo que quisiese con su vida, y aunque ella nunca lo había dudado, nunca se lo había tomado del todo en serio. Y cuando él fue por primera vez consciente de que ella, como mujer, corría peligros que él no podía imaginar, y que esos peligros limitaban lo que ella podía hacer, quedó profundamente inquieto. Durante mucho tiempo se negó a aceptarlo. Pero empezaba a comprender y buscaba formas de dispensarla de las regulaciones que la sociedad imponía a todas las mujeres. Porque, maldición (podía oírle decirlo), no era justo. Que era la única razón que él precisaba para entrar en acción.

 

Estaba a medio camino del coche cuando el busca detonó, dándole un susto de muerte. Había estado despierta o virtualmente despierta durante treinta y seis horas y se mantenía en pie por una combinación rancia de cafeína y adrenalina. Un reflejo le decía que agarrase el busca y pulsase el botón que lo haría callar. El otro reflejo le decía que le diese al disparador de la pistola eléctrica y que se la clavase en el plexo solar de cualquier tipo malo que pasase por allí. Los reflejos se confundieron un poco y las dos cajitas negras chocaron, la pistola eléctrica y el busca, y ganó la pistola eléctrica; el busca calló.

(a) No era ése el momento de pararse a ver cuál era el problema y (b) su turno había terminado hacía treinta minutos. Había sido un error por parte de la operadora. Había llamado al médico equivocado. Tarde o temprano se darían cuenta, siempre lo hacían. En ese momento, la doctora Cozzano precisaba llegar a casa y dormir.

Cuando llegó a su apartamento, el contestador estaba grabando un mensaje de un hombre cuya voz no reconoció. Sólo escuchó el final mientras atravesaba la puerta:

—... la situación es estable y está bajo los cuidados personales del doctor Sipes, quien es un excelente neurólogo. Gracias. Chao.

Reconoció el nombre Sipes; era profesor en la facultad de Medicina de la Universidad Central de Illinois y asistía a todas sus clases. Aparentemente, la llamada había llegado del campo, donde algún colega tenía una consulta sobre algo. No parecía urgente; llamaría más tarde. Redujo el volumen del contestador, cerró todas las cerraduras que papá le había instalado para protegerla, le dio de comer al gato y fue al baño.

Había un espejo en el cuarto de baño. Mary Catherine llevaba como día y medio sin mirarse en un espejo. Aprovechó la oportunidad de comprobar si todavía se reconocía a sí misma.

Su padre era el gobernador de Illinois, lo que significaba que su cara aparecía en televisión y en los periódicos con algo de regularidad. Tenía que ofrecer una imagen respetable con algo de elegancia. También era médico, por lo que tenía que dar impresión de inteligencia y profesionalidad. Era residente, por lo que no tenía dinero y no podía invertir nada de tiempo en preocuparse por su aspecto. Y era el producto de una pequeña ciudad de Illinois y tenía que regresar cada pocas semanas y no dar impresión de engreída y rara a sus compañeras de Girl Scouts.

Una vez que abandonabas los límites urbanos de Chicago, te encontrabas en Terreno de Pelo Esponjoso. Mary Catherine había sido la única chica de su instituto que había escapado a ese síndrome. Poseía una cabellera italiana extremadamente espesa, negra y exuberante con ondulaciones naturales que, durante los veranos húmedos, se rizaba. Ella hubiese preferido afeitarse la cabeza mientras fuese residente. Papá nunca se mostraba feliz a menos que se lo dejase crecer hasta la cintura. Como compromiso, se había decidido por un corte que se lo dejaba justo por encima de los hombros.

Se duchó y se metió en la cama con el pelo húmedo. Habían llegado algunas cosas en el correo, notas y tarjetas de amigos y familiares de otras partes del país, y las repasó a la luz de la lámpara de la mesilla de noche. Los ojos eran incapaces de seguir la letra, y el contenido sólo penetraba ligeramente en su cerebro. Era una pérdida de tiempo. Alargó la mano para desactivar el timbre del teléfono, pero se dio cuenta de que ya estaba apagado. Probablemente lo hubiese apagado la última vez que intentó dormir algo, fuera cuando fuese eso. Eran las 9:15 p.m. Ajustó los tres despertadores a las cinco en punto de la mañana. Dejó el busca y la pistola eléctrica en la mesilla de noche. El busca ya no respondía cuando le dio al botón de COMPROBAR. Aparentemente la pistola eléctrica lo había dejado frito.

Cuando despertó, los relojes de la mesilla de noche indicaban sólo unos minutos tras las 9:45 y alguien golpeaba rítmicamente en la puerta principal usando un objeto pesado. Durante un momento creyó haber dormido de más y que eran las 9:45 de la mañana, pero luego se dio cuenta de que fuera estaba oscuro y que seguía teniendo el pelo húmedo.

Daba la impresión de que alguien intentaba entrar usando una almádena. Se puso los tejanos y una camiseta de ILLINI, fue a la puerta y usó la mirilla.

Era un poli. La lente de la mirilla hacía que el cuerpo pareciese muy grande y la cabeza muy pequeña, amplificando su apariencia de policía. En una mano sostenía una enorme porra en forma de L y pacientemente golpeaba la puerta con la parte de atrás. Detrás del policía se encontraba un hombre vestido con trinchera y las manos en los bolsillos. Era más bajo que el poli, de forma que la lente más bien ampliaba su cabeza en lugar del cuerpo. Era Mel Meyer.

—¡Vale! —gritó—. Estoy levantada. —Sonaba alegre y dispuesta a cualquiera cosa, aunque la verdad era muy diferente. Las mujeres de las praderas no se quejaban, no incordiaban, ni lloriqueaban.

Luego pensó: ¿Qué hace Mel aquí?

Papá tenía tantos abogados como llaves un mecánico. El encarnaba un gran negocio, una fortuna, algunas fundaciones caritativas, y al estado de Illinois, y todas esas cosas implicaban abogados. Siempre andaban cerca. Siempre llamaban a papá, siempre se lo llevaban a cenar, siempre iban a su casa para que firmase papeles. En ocasiones a ella le resultaba difícil distinguir cuáles eran sus amigos, cuáles socios en algún negocio y cuáles le representaban en realidad. Para Mary Catherine, los abogados siempre habían sido tan habituales como el aire, los taxistas, maleteros y conserjes del mundo de los viajes.

Pero si todos esos abogados formaban el ejército de William A. Cozzano, entonces Mel Meyer era el estilete que llevaba pegado al tobillo. Mel era el consejero escatológico del clan Cozzano, redactor de testamentos, ejecutor de herencias, padrino de niños, y si algún día el mundo caía en decadencia y barbarie, la civilización se hundía, y papá quedase atrapado en una colina rodeada de paganos, Mel se pegaría un tiro en la cabeza para que papá pudiese usar su cuerpo como muralla. Era bajito, calvo, arrugado, con aspecto de cansado, con ojos de lagarto, y no hablaba mucho, porque siempre estaba pensándolo todo con doscientos años de adelanto.

Y ahora estaba de pie en el pasillo, con un poli, silencioso e inmóvil como una boca de incendios, las manos en los bolsillos de la trinchera, mirando el papel pintado, pensando.

Abrió las cerraduras y la puerta. El poli entró, dejando un buen espacio entre Mel y Mary Catherine.

—Tu papi te necesita —dijo Mel—. Tengo un helicóptero. Vamos.

 

Springfield Central había empezado como un hospital grande y básico de ladrillo con una torre central flanqueada por dos alas simétricas ligeramente más cortas. Media docena de alas, pasos elevados, rampas de aparcamientos y pabellones nuevos le habían crecido desde entonces, de forma que al mirarlo desde la ventanilla del helicóptero, Mary Catherine pudo comprobar que se trataba del tipo de hospital donde pasabas el tiempo vagando perdida. Los tejados eran en su mayoría de alquitrán o gravilla, totalmente oscuros a esas horas de la noche, aunque en las zonas que se encontraban siempre a la sombra la nieve relucía con un tono azul bajo la luz de las estrellas. Pero un tejado sobre una de las alas originales era una zona de mediodía en un mar de medianoche. Exhibía un cuadrado rojo con una cruz suiza blanca, un H roja en el centro de la cruz, y algunos números blancos en una esquina. A un lado, puertas nuevas —láminas de vidrio movidas eléctricamente— creadas en un lateral de la vieja torre central del edificio.

Le hizo sentirse incómoda. Ése no era el estilo de papá. Como gobernador de uno de los mayores estados de la unión, William A. Cozzano podría haber vivido como un sultán. Pero no lo había hecho. Conducía su propio coche y cambiaba él mismo el aceite, tendido de espaldas en el camino de entrada de su casa de Tuscola en medio del invierno mientras periodistas congelados le fotografiaban.

Ir volando en helicóptero no le provocaba ninguna alegría. Simplemente le recordaba Vietnam. Lo llevaba hasta el extremo de que probablemente no hubiese sabido cómo conseguir un helicóptero en caso de que hubiese necesitado uno. Razón por la que tenía gente como Mel, gente que conocía la extensión de todo su poder y cómo emplearlo.

—Disponemos de información limitada —dijo Mel, al bajar—. Sufrió algún tipo de ataque en su despacho, poco después de las ocho. Está bien y sus signos vitales son totalmente estables. Consiguieron sacarle de la sede gubernamental sin llamar demasiada atención, así que si lo hacemos bien puede que podamos superarlo sin ninguna filtración a la prensa.

En otras circunstancias, Mary Catherine puede que se hubiese sentido ofendida de que Mel mencionase las filtraciones a la prensa en un momento como aquél. Pero ése era su trabajo. Y para papá estas cosas eran importantes. Probablemente ahora mismo papá se estuviese preocupando de lo mismo.

Si estaba despierto. Si todavía era capaz de preocuparse.

—No puedo deducir cuál podría ser el problema —dijo Mary Catherine.

—Están considerando una apoplejía —dijo Mel.

—No es lo suficientemente mayor. No está gordo. No es diabético. No fuma. Su nivel de colesterol se ha hundido en el suelo. No hay ninguna razón para que tuviese una apoplejía. —Una vez que se hubo tranquilizado, recordó el final del mensaje que había oído en el contestador, el que mencionaba a Sipes. El neurólogo. Por primera vez se le ocurrió que el mensaje podría referirse a su padre. Sintió un enfermizo impulso de pánico, el deseo claustrofóbico de abrir la puerta del helicóptero y saltar.

Mel se encogió de hombros.

—Podríamos quemar todas las líneas telefónicas obteniendo más información. Pero no nos serviría de nada. Y no haría más que crear más fuentes potenciales de filtraciones. Así que intenta tomártelo con calma, porque en unos minutos saldremos de dudas.

El helicóptero realizó un descenso molestamente lento hacia el tejado del hospital. Mary Catherine disfrutaba por la ventanilla de una bonita vista de la bóveda del Capitolio, pero aquella noche le resultaba malévola, como una antena siniestra alzándose en la pradera para recibir emisiones de fuentes de potencia muy distantes. Era un Capitolio alto, pero no grande. Su pequeñez siempre destacaba, en la mente de Mary Catherine, su concentración anormal de influencia.

A Springfield le gustaba considerarse «La ciudad amada por Lincoln». Mel siempre la llamaba «La ciudad de la que Lincoln se fue».

Mel y Mary Catherine tuvieron que permanecer sentados en el interior durante un momento para permitir que el giro del rotor fuese reduciéndose. Cuando recibió el visto bueno del piloto, Mary Catherine se llevó las manos al pelo y recorrió la cruz blanca con sus zapatillas deportivas. Se había colocado una trinchera sobre la sudadera y los lejanos, y la hebilla se agitaba al final del cinturón; el aire invernal, moviéndose a velocidad de huracán bajo las hojas del rotor, producía una sensación térmica en las proximidades del cero absoluto. No dejó de correr hasta no haber atravesado las amplias puertas automáticas de un rio y haber llegado a la tranquilidad cálida del pasillo que llevaba hasta los ascensores centrales.

Mel iba justo detrás. Ya había un ascensor en el piso, esperándoles, con las puertas abiertas. Era un ascensor de entrada amplia y potencia industrial con espacio suficiente para una camilla y todo un séquito de personal médico. Había un hombre esperando dentro, de mediana edad, vestido con una bata blanca colocada sobre una sudadera de los BEARS. Eso implicaba que lo habían llamado con urgencia al hospital, lira el doctor Sipes, el neurólogo.

Ella estaba acostumbrada a encontrarse en hospitales. Pero de pronto la realidad le impactó.

—Oh, Dios —dijo, y se dejó caer contra la implacable pared de acero inoxidable del ascensor.

—¿Qué está pasando? —dijo Mel, observando la reacción de Mary Catherine, mirando al doctor Sipes con ojos entrecerrados.

—Doctor Sipes —dijo Sipes.

—Mel Meyer. ¿Qué está pasando?

—Soy neurólogo —le explicó Sipes.

Mel miró inquisitivamente el rostro de Mary Catherine durante un momento y se dio cuenta.

—Oh. Pillado.

El llavero de Sipes colgaba del interruptor de llave del panel de control. Sipes alargó la mano.

—Aguarde un segundo —dijo Mel. Desde que había salido del helicóptero había estado moviendo la cabeza de un lado a otro, como si fuese un agente del servicio secreto, comprobando los alrededores.

—Charlemos un momento antes de bajar a algún piso donde doy por supuesto que todo será histeria.

Sipes parpadeó y sonrió sin ganas, más por sorpresa que por diversión, ya que dada situación no esperaba humor de campo de batalla.

—Vale. El gobernador dijo que debía esperar su llegada.

—Oh. Entonces, ¿habla?

Era una pregunta muy simple, y el hecho de que Sipes vacilase antes de responderla le indicó a Mary Catherine tanto como un TAC.

—Está afásico, ¿no? —dijo ella.

—Está afásico —dijo Sipes.

—¿Qué significa en cristiano? —dijo Mel.

—Tiene problemas para hablar.

Mary Catherine se puso la mano sobre el rostro, como si sufriese de un terrible dolor de cabeza, que no era el caso. La cosa iba empeorando. Papá realmente había sufrido una apoplejía. Una grave.

Mel se limitó a procesar la información sin manifestar emociones.

—¿Esos problemas serían evidentes para un profano?

—Yo diría que sí. Tiene problemas para encontrar las palabras adecuadas, y en ocasiones inventa palabras que no existen.

—Un fenómeno común entre los políticos —dijo Mel—, pero no en el caso de Willy. Así que no va a conceder ninguna entrevista pronto.

—Intelectualmente es coherente. Simplemente tiene problemas para expresar sus ideas en palabras.

—Pero le dijo que esperase mi llegada.

—Dijo que una espalda llegaría pronto.

—¿Una espalda?

—Sustitución de palabras. Habitual en los afásicos. —Sipes miró a Mary Catherine—. Doy por supuesto que no tiene una abuela con vida.

—Sus abuelas han muerto. ¿Por qué?

—Dijo que su abuela llegaría pronto, y que era una escúter de Daley. Con lo que se refería a Chicago.

—Por tanto, «abuela» significa «hija» y «escúter»...

—Así llama a todos los médicos —dijo Sipes.

—Oh, que me jodan —dijo Mel—. Esto va a ser un problema.

Mary Catherine poseía cierta habilidad para dejar de lado los problemas de forma que no le afectasen el juicio. Su padre la había entrenado para ello y había sufrido un brutal curso de refresco durante el instituto, cuando su madre había enfermado y había muerto de leucemia. Se puso recta, cuadró los hombros y parpadeó.

—Quiero saberlo todo —dijo—. Esta tortura de agua china me está matando.

—Muy bien —dijo Sipes, y agarró el llavero. El ascensor descendió.

Mary Catherine sabía bien que simplemente había ido al hospital a visitar a un pariente enfermo. El jefe del departamento de neurología no tenía que guiarla personalmente por el hospital. Estaba recibiendo esa cortesía, como sabía perfectamente, porque era la hija del gobernador.

Era una de esas cosas extrañas que te sucedían continuamente cuando eras la hija de William A. Cozzano. Lo importante era no acostumbrarse a ese trato, ni tampoco esperarlo. Recordar que podía desaparecer en cualquier momento. Si podía superar la carrera política de su padre sin olvidarlo, todo iría bien.

Papá tenía habitación privada, en un piso tranquilo lleno de habitaciones privadas, con un patrullero del estado de Illinois haciendo guardia fuera. —Frank —dijo Mel—, ¿cómo va la rodilla?

—Hola, Mel —dijo el patrullero, alargó la mano detrás de su cuerpo y abrió la puerta.

—Ponte ropa civil, ¿vale? —dijo Mel.

Cuando Sipes guió a Mel y a Mary Catherine al interior, papá estaba dormido. Parecía normal, aunque algo desinflado. Sipes ya le había advertido que tenía paralizado el lado izquierdo de la cara, pero no se manifestaba ninguna flacidez visible, todavía.

—Oh, papá —dijo ella en voz baja, y su rostro se arrugó y empezó a llorar. Mel se volvió hacia ella, como si lo hubiese estado esperando y abrió los brazos. Era cinco centímetros más bajito que Mary Catherine. Ella apoyó el rostro sobre la charretera de la trinchera y lloró. Sipes permaneció sin saber qué hacer, incómodo, comprobando la hora una o dos veces.

Mary Catherine dejó que las lágrimas fluyesen durante un par de minutos. Luego se obligó a parar.

—Vaya con superar esta parte —dijo, intentando convertirlo en un chiste. Mel era lo suficientemente caballero como para sonreír y reír a medias. Sipes mantuvo el rostro apartado.

Mary Catherine era una de esas personas que de forma natural caía bien a todo el mundo. Los que la conocían en la facultad de Medicina habían tendido a dar por supuesto que se dedicaría a una especialidad más emotiva como medicina familiar o pediatría. Los había sorprendido a todos escogiendo la neurología. A Mary Catherine le gustaba sorprender a la gente, era otro hábito congénito.

La neurología era una especialidad curiosa. Al contrario que la neurocirugía, que era todo taladros, sierras y bisturís sangrientos, la neurología era puro trabajo detectivesco. Los neurólogos aprendían a observar pequeños detalles en el comportamiento de los pacientes —cosas que un profano no apreciaría— y mentalmente recorrían las conexiones fallidas hasta llegar al cerebro. Se les daba bien descubrir qué le pasaba a la gente. Pero habitualmente era poco más que un ejercicio teórico, porque la mayoría de los problemas neurológicos no tenía cura. En consecuencia, los neurólogos tendían a ser cínicos, sardónicos, distantes, con cierto aprecio por el humor negro. Sipes era un ejemplo clásico, excepto en que parecía carecer por completo de sentido del humor.

Mary Catherine intentaba convertir en cruzada personal el traer más humanidad a la profesión. Pero encontrarse junto a la cama de su padre enfermo llorando como una loca no era precisamente lo que tenía en mente.

—¿Por qué está tan ido? —dijo Mel.

—Una apoplejía es un gran golpe para el sistema. El cuerpo no está acostumbrado. Además, le hemos administrado varios medicamentos que, en conjunto, le ralentizan, le marean. Ahora mismo le viene bien dormir.

—Mary Catherine me dijo que los tipos de su edad, con buena forma física, no deberían sufrir apoplejías.

—Es correcto —dijo Sipes.

—Entonces, ¿por qué la tuvo?

—Normalmente, la apoplejía se produce cuando eres viejo y las arterias del cerebro están estrechadas por los depósitos. Las arterias de este paciente están en buena forma. Pero un enorme coágulo sanguíneo se liberó en el sistema.

—Maldición —dijo Mary Catherine—, fue el prolapso de la válvula mitral, ¿no?

—Probablemente —dijo Sipes.

—¡Alto, alto! —dijo Mel—, ¿qué es eso? No lo he oído en mi vida.

—No lo ha oído porque es un problema trivial. La mayoría de la gente no sabe que lo tiene y no le importa.

—¿Qué es?

Mary Catherine dijo:

—Es un defecto en la válvula entre el atrio y el ventrículo en el lado izquierdo del corazón. Emite un murmullo. Pero no tiene ningún electo sobre el rendimiento, razón por la que papá pudo unirse a los marines y jugar al fútbol americano.

—Vale —dijo Mel.

—La razón para que emita un murmullo es que crea un patrón de flujo turbulento en el interior del corazón —dijo Sipes—. En algunos casos, ese flujo turbulento puede desarrollar una especie de remanso estancado. Es posible que se formen coágulos sanguíneos. Probablemente fue eso lo que sucedió. Se formó un coágulo en el interior del corazón, acabó lo suficientemente grande como para quedar atrapado en el flujo normal de sangre y recorrió la carótida hasta el cerebro.

—Cristo —dijo Mel. Parecía casi horrorizado de que algo tan prosaico pudiese afectar al gobernador—. ¿Por qué no le sucedió hace veinte años?

—Hubiese podido pasar —dijo Sipes—. Es puramente aleatorio. Un rayo con cielo despejado.

—¿Podría pasar de nuevo?

—Claro. Pero ahora mismo le estamos administrando anticoagulantes, por lo que no podría pasar en este preciso momento.

Mel asentía en dirección a Sipes mientras se lo decía. Luego Mel se quedó asintiendo durante un minuto o más, mirando al espacio vacío.

—Tengo que realizar ochocientos millones de llamadas telefónicas dijo Mel—. Pongámonos a trabajar. Hágame una lista de todos los seres humanos sobre el planeta que conocen la información que acaba de darme. Y no quiero que lo lleven en silla de ruedas por el hospital para que le vea todo el mundo. Se queda en su habitación hasta que tengamos otros planes. ¿Vale?

—Vale, informaré a los demás...

—No se moleste, yo lo haré —dijo Mel.

 

Era como los días de antaño en Tuscola, cuando una tarde caliente y portentosa se volvía de pronto oscura y púrpura, el aire quedaba rasgado por las sirenas de tornado y los coches de policía recorrían las calles advirtiendo a todos que se protegiesen. Papá siempre estaba allí, llevando a los niños y al perro hasta el sótano de tornados, comprobando que la barbacoa, las sillas de jardín y las tapas de los cubos de basura estuviesen a salvo, contando anécdotas divertidas mientras la puerta del sótano se estremecía por los golpes de bolas de granizo del tamaño de pelotas de béisbol. Ahora sucedía algo todavía peor. Y papá estaba pasándolo dormido.

Y mamá ya no estaba. Quedaba su hermano James. Pero no era más que su hermano. James no era más fuerte que ella. Probablemente menos. Mary Catherine estaba al cargo de la familia Cozzano.

 

Sipes y Catherine acabaron en una sala oscura y tranquila delante de un sistema informático Calyx de alta potencia con dos inmensos monitores, uno en color y otro en blanco y negro. Era un sistema para ver imágenes médicas de todo tipo, rayos X, TAC y todo lo demás. El hospital ya tenía esos sistemas desde hacía varios años. El hospital donde trabajaba Mary Catherine probablemente no tendría algo así hasta la siguiente década. Mary Catherine los había usado antes, por lo que en cuanto el doctor Sipes le dio privilegios de acceso, se puso en marcha.

Después de un rato, Mel de alguna forma se las arregló para localizarla y se sentó a su lado sin decir nada. Había algo en la oscuridad de la estancia que obligaba a la gente a guardar silencio.

Mary Catherine empleó un trackball y un conjunto de menús y ventanas de control para abrir en pantalla una gran ventana en color.

—Le metieron la cabeza en un imán y le cortaron el cerebro como si fuese mortadela —dijo ella.

—¿Repite? —dijo Mel. Era divertido verle perplejo.

—Realizaron una serie de TAC. Las imágenes están integradas para crear una imagen tridimensional del melón de papá, lo que hace que sea mucho más fácil localizar la parte del cerebro que se jodió.

Se materializó un cerebro en la ventana de la pantalla del ordenador, en tres dimensiones, representado en tonos de gris.

—¿Así es como hablan los médicos? —dijo Mel, fascinado.

—Sí —dijo Mary Catherine—, es decir, cuando no hay abogados presentes. Deja que cambie la paleta; podemos emplear falso color para destacar las partes malas —dijo, dándole a otro menú.

De pronto el cerebro se llenó de colores. En su mayoría era ahora tonos de rojo y rosa, difuminándose hasta el blanco, pero algunas pequeñas porciones aparecían en azul.

—Cuando hay abogados y familiares presentes —dijo Mary Catherine—, decimos que las zonas azules sufrieron daño durante la apoplejía y que tienen pocas posibilidades de recuperar la funcionalidad normal.

—¿Y entre colegas médico?

—Decimos que esas partes del cerebro están jodidas. Diñadas. Finiquitadas. No van a volver.

—Comprendo —dijo Mel.

—He estado dando un paseo por la calle de los recuerdos —dijo Mary Catherine—. Mira esto. —Durante un momento jugó con los menús y se abrió otra ventana, una enorme ocupando gran parte de la pantalla en blanco y negro. Era una radiografía de pecho—. ¿Ves eso? —dijo ella, siguiendo con el dedo una costilla torcida.

—Bears-Packers, 1972 —dijo Mel—. Recuerdo cuando lo sacaron del campo. Perdí mil dólares en ese puto partido.

Mary Catherine rió.

—Te está bien empleado —dijo. Cerró la ventana con la radiografía. Luego empleó el trackball para rotar la imagen del cerebro de un lado a otro, de formas diferentes, para mostrar áreas seleccionadas—. Esta zona de daño explica la parálisis y esta zona pequeña de aquí es la responsable de la afasia. Antiguamente, teníamos que deducir esas cosas hablando con el paciente y viéndole moverse.

—Detecto por tu tono que crees que todo esto es básicamente una mierda superficial —dijo Mel.

Mary Catherine se volvió hacia él y sonrió un poquito.

—A mí también me gustan los videojuegos —dijo Mel—, pero hablemos en serio durante un momento.

—Papá es dominante mixto, lo que es bueno —dijo Mary Catherine.

—¿Lo que significa?

—Hace algunas cosas con la mano derecha y otras con la izquierda. Ninguno de los lados del cerebro predomina. Este tipo de personas se recupera mejor de una apoplejía.

Mel alzó las cejas.

—Eso son buenas noticias.

—Es extremadamente difícil predecir cómo va a ser la recuperación de este tipo de ataques. La mayoría de la gente apenas mejora. Algunos se recuperan muy bien. Puede que durante el próximo par de semanas veamos cambios que nos indiquen su evolución futura.

—Un par de semanas —dijo Mel. Estaba claro que le aliviaba tener un número específico, una escala temporal con la que tratar—. De acuerdo.

 

—Adivinen —dijo Mel a los Cozzano la mañana siguiente a la apoplejía. Eran las seis a.m. Ninguno de ellos había dormido, excepto el gobernador, que sufría la influencia de varias medicaciones. James Cozzano había llegado poco después de la medianoche, conduciendo en su Miata desde South Bend, Indiana, donde era estudiante graduado en el departamento de ciencias políticas. Él y Mary Catherine habían pasado la noche sentados en la mansión ejecutiva, que era agradable, aunque no era exactamente un hogar. Mary Catherine había intentado dormir en la cama y no había podido. Se había vestido, se había sentado en un sillón para hablar con James y se había quedado profundamente dormida durante cuatro horas. James simplemente se había quedado viendo la tele. Mel había pasado ese periodo en otro lugar, al teléfono, despertando a mucha gente.

Ahora estaban todos juntos en la misma habitación. El gobernador tenía los ojos abiertos, pero no hablaba demasiado. Cuando intentaba hablar, lo que salían no eran las palabras correctas, y se ponía furioso.

—¿Qué? —dijo al fin Mary Catherine.

Mel miró a William A. Cozzano a los ojos.

—Te presentas a presidente.

Cozzano puso los ojos en blanco.

—Tu janquenco putter —dijo.

Mary Catherine le dedicó a Mel una mirada desconfiada y astuta, y esperó la explicación.

James se agitó.

—¿Estás loco? Éste no es momento para lanzar una campaña. ¿Por qué no me había enterado?

Su padre le miraba por el rabillo del ojo.

—No chapotees —dijo—, es una potra de un millón de dólares. ¡Maldición!

—He pasado toda la noche montando un comité de campaña —dijo Mel.

—Mientes —dijo Cozzano.

—Vale —admitió Mel—. Hace mucho tiempo que monté un comité de campaña, por si cambiabas de opinión y decidías presentarte. Anoche me limité a despertar a los miembros y cabrearles.

—¿Cuál es el truco? —dijo Mary Catherine.

Mel se chupó los dientes y miró con indulgencia a Mary Catherine.

—Sabes, «truco»[2] no es más que la pronunciación yiddish de «scheme»... una palabra mucho más noble que significa «plan». Así que no seamos injustos. Vamos a llamarlo plan.

—Mel —dijo Mary Catherine—, ¿cuál es el truco?

Cozzano y Mel se miraron sobriamente y luego se partieron de risa.

—Si enciendes la tele dentro de un par de horas —dijo Mel—, verás al secretario de prensa del gobernador haciendo una declaración, que anoche redacté en mi portátil en el vestíbulo de este mismo hospital y le envié por fax hace una hora. En resumen, dice lo siguiente: en vista de las declaraciones extremadamente graves y, desde el punto de vista del gobernador, irresponsables del presidente la pasada noche, el gobernador ha decidido reconsiderar la idea de presentarse a presidente... porque está claro que el país se ha desviado de su curso y necesita un nuevo líder. Así que va a encerrarse en Tuscola, con sus consejeros, para formular un plan que le lance a ese cuadrilátero.

—Así que la prensa irá en masa a Tuscola —dijo James.

—Eso supongo —dijo Mel.

—Pero papá no está en Tuscola.

Mel se encogió de hombros como si eso no fuese más que una molestia menor.

—Sipes dice que se puede mover. Usaremos el helicóptero. Más privado y presidencial imposible.

Cozzano rió.

—Buen espaldarazo —dijo—. Iremos a la buckybola.

—¿Qué sentido tiene? —dijo James. En realidad lo gritó. De pronto se había disgustado—. Papá sufrió una apoplejía. ¿No lo ves? Está enfermo. ¿Cuánto tiempo crees que podrás ocultarlo?

—Un par de semanas —dijo Mel.

—¿Por qué tomarse la molestia? —dijo James—. ¿Todo este subterfugio tiene algún propósito? ¿O sólo lo haces por la emoción de jugar a este juego?

—La gente de mi edad se emociona cuando el tránsito intestinal les va bien, no jugando a nada —dijo Mel—. Lo hago porque todavía no conocemos el alcance total de los daños. No sabemos hasta qué punto Willy se recuperará durante las próximas dos semanas.

—Pero tarde o temprano...

—Tarde o temprano tendremos que hacer público que sufrió una apoplejía —dijo Mel—, y que la candidatura presidencial queda abortada. Pero es mejor sufrir una pequeña apoplejía planificada en casa, mientras intentas dirigir el país, que una grande y sorprendente mientras te metes el dedo en la nariz en la sede estatal, ¿no te parece?

—No sé —dijo James, encogiéndose de hombros—. ¿Lo es?

Mel giró la cabeza para mirar directamente a James. Su rostro mostraba una expresión de sorpresa. Logró enmascarar sus emociones antes de que se transformasen en decepción o desprecio.

Todo el mundo había asumido siempre que algún día James dejaría de ser un chico brillante y se convertiría en un hombre sabio, pero eso todavía no había pasado. Al igual que muchos hombres grandiosos y poderosos, James seguía atrapado en la fase de larva. De no haber sido el hijo del gobernador, probablemente se hubiese convertido en uno de esos tipos de provincias que siguen la ley al pie de la letra y que a Mel le resultaban tan cansinos.

Pero era el hijo del gobernador. Mel lo aceptaba. No dijo lo que pensaba: James, no seas bobo.

—James —dijo Mary Catherine, hablando en voz tan baja que apenas se la oía al otro lado de la habitación—, no seas bobo.

James se volvió y le dedicó a Mary Catherine la mirada de furia e indefensión de un hermano pequeño al que su hermana mayor se la ha jugado.

Mel y el gobernador se miraron a lo largo del espacio de la colcha.

—¡Choza uno! —dijo Cozzano.