Capítulo 3

 

-M

ire, no es como si esto fuese... —dijo Aaron Green. A continuación, los instintos cautelosos tomaron el control y dejó de hablar. Miraba más allá de las charreteras del guardia de seguridad el enorme cartel rojo que había en la pared: NO HAGA BROMAS O COMENTARIOS SOBRE ARMAS O DISPOSITIVOS EXPLOSIVOS.

—¿Qué no es? —dijo el guardia que Aaron tenía delante, un hombre blanco, mayor y nervudo. Aaron seguía intentando decidir por dónde empezar cuando el guardia pronunció las temibles palabras—: Hágase a un lado, señor.

Aaron siguió al guardia hasta una mesa, justo más allá de la línea de detectores de metal, todavía dentro de la temible zona de seguridad. Más allá se encontraba la sala de espera, una utopía pacifista repleta de ciudadanos desarmados que se dirigían ordenadamente hacia las puertas de embarque. En los bares y restaurantes excesivamente caros se encontraban los viajeros con traje de negocios, bebida en mano, bajo los aparatos de televisión, viendo al presidente dar su discurso sobre el Estado de la Unión.

—¿Qué tiene ahí, señor? —dijo el guardia tras la mesa, el jefe de esta brigada multiétnica de ojos pequeños y brillantes. Era un hombre negro muy ancho y convexo, con voz profunda que intentaba que sonase alegre y abierta de miras. Llevaba una identificación que decía Bristol, Max.

—Es equipo electrónico —dijo Aaron, dejando el maletín sobre la mesa.

—Comprendo. ¿Puede abrirlo y mostrármelo? —dijo Bristol.

La maleta estaba en su mayoría llena de espuma gris. En el centro habían excavado una cavidad rectangular del tamaño de un par de cajas de zapatos. Ocupando la cavidad había una caja blanca de acero con ranuras de ventilación en la parte superior. La caja tenía exactamente el ancho justo para encajar en un armario electrónico estándar.

El plan era que algún día, todo un montón de esas cosas estarían empotradas juntas en armarios, armarios alineados unos junto a otros, cientos en una misma sala. La sala y el equipo serían propiedad de grandes compañías mediáticas de Los Ángeles. Se lo comprarían todo a Green Biophysical Systems, compañía fundada por Aaron Green, director tecnológico, presidente y tesorero.

Con la tapa abierta, era visible la parte superior de la carcasa. No había controles, botones o cualquier otra cosa, sólo un LED solitario con la palabra POWER escrita debajo y, en grandes letras, el logotipo de Green Biophysical Systems y el acrónimo IMIPREM.

El cable de corriente estaba enrollado en un nicho separado de la espuma gris. Otro nicho más contenía un elemento que esperaba que no les llamase la atención: una pulsera. Una estructura de plástico duro recubierta de espuma negra, para resultar cómoda. Se preguntó qué pensarían de eso los guardias.

—Parece interesante —dijo el guardia. La insinceridad era palpable—. ¿Qué es?

Aaron respiró hondo.

—Un dispositivo instantáneo, multiplexador e integrador para la evaluación y control de la respuesta fisiológica.

—¿Qué hace?

No estalla.

—Bien. Se parece un poco a un polígrafo.

—Tengo que verlo en funcionamiento.

—¿Qué?

—Tengo que ver el IMIPREM en funcionamiento —dijo Bristol.

Aaron sacó el IMIPREM del nido de espuma y lo colocó sobre la mesa. Luego desenrolló el cable de corriente, enchufó un extremo en el conector de tres patillas en la parte posterior de la unidad y el otro en un enchufe de pared cerca de la mesa. El pequeño LED se encendió.

—Ahí está —dijo.

Bristol alzó las cejas y se mostró muy sospechoso.

—¿Eso es todo lo que hace?

—Bien, hace mucho más, claro —dijo Aaron—, aunque en sí mismo no tiene interfaz, excepto a través de un ordenador. Verá, si lo pudiese conectar a un ordenador, produciría todo tipo de datos.

—Pero lo único que hace ahora mismo, para mí, es encender esa pequeña luz roja —dijo Bristol.

Aaron buscó una forma diplomática de decir que sí cuando otra persona les interrumpió. Llevaba un ordenador portátil. Sostenía el aparato con los brazos extendidos.

—¡Tic, tic, tic, tic! —decía el hombre. Pero lo pronunciaba «tiuc, tiuc». Era uno de esos sureños que podían añadir sílabas a las palabras y conseguir que sonasen bien—. Y luego en algún punto sobre Newark... ¡BUM! ¡Ja, ja, ja!

El guardia mayor sonrió y le guió a la mesa.

—Señor —dijo Bristol.

—Holita —dijo el hombre con el ordenador—. Esto es un Compaq... ¡mejor relación calidad precio que un IBM! ¡Ja ja!

Mientras Aaron observaba con incredulidad, Bristol intercambió una mirada amistosa y de complicidad con el enorme sureño.

—Contiene una CPU de última generación, una unidad de un gigabyte y tres libras de explosivo plástico —dijo el sureño.

Poseía una voz suave y como de trombón que se podía oír a kilómetros de distancia. Todos los guardias de los detectores de metales le miraban y reían. Los hombres de negocios que atravesaban los detectores de metales, recogiendo el cambio suelto de los recipientes de plástico, miraban al sureño con miradas apreciativas, agitando la cabeza.

Era alto, probablemente un par de centímetros por encima del metro ochenta, tenía michelines, un traje corriente, una frente alta, el inicio de papada, una cara colorada, cejas alzadas en una expresión perpetua de sorpresa o escepticismo, una boca pequeña y fruncida.

—¡Vaya, parece que tengo competencia! —soltó, mirando al IMIPREM mientras fingía asombro.

Luego su expresión cambió por completo; de pronto sus ojos se entrecerraron y se movieron de un lado a otro, tornándose secreto y conspirativo, dedicando miradas laterales a Bristol, Max.

—¡Abu Jihad! —le susurró a Aaron—. ¡Alabado sea Alá! ¡Hemos perfeccionado un dispositivo nuclear que cabe bajo el asiento de un avión!

El guardia grande y el sureño se unieron en una risa estruendosa.

—Tengo un vaso de bourbon con mi nombre en el bar junto a la puerta —dijo al fin el sureño—, así que deje que se lo arranque y salgamos de aquí. Si no le importa, señor —añadió en dirección a Aaron, todo cortesía.

—En absoluto.

El hombre abrió el ordenador y movió la tapa; para mostrar la pantalla, un monitor plano de alta resolución. Aaron tenía en ese mismo momento otras cosas de las que preocuparse, pero no podía evitar mirar al ordenador del hombre; era uno de los portátiles más potentes y bonitos que se podían comprar, ciertamente uno de los más caros. Sólo llevaban unos meses en el mercado. Ese en particular ya estaba gastado y estropeado por los bordes.

El sureño le dio a un botón, aullando «¡BUM!» con tanta fuerza que incluso Bristol se estremeció un poco. Luego se rió.

La pantalla cobró vida con ventanas e iconos. A distancia, Aaron reconoció la mitad de los iconos. Sabía para qué servía ese software. Estaba claro que el sureño realizaba muchos análisis estadísticos, publicación personal e incluso producción de vídeo.

—Señor, ¿le vale? —decía Bristol.

—¡Eh! —dijo el sureño, golpeando a Aaron con el brazo—. ¡Te habla a ti!

—¿Eh? —dijo Aaron.

—¿Este ordenador es capaz de hablar con su máquina? —dijo Bristol.

—Bien, sí, si tuviese el software adecuado cargado en el disco duro. Que no es el caso.

—Oh, ya veo lo que pasa —dijo el sureño. De pronto le ofreció la mano a Aaron—. Cy Ogle —dijo—. Se pronuncia pero no se escribe igual que mogol.

—Aaron Green.

Cy Ogle rió.

—Vale, tiene que demostrarle a esta gente que su caja no va a estallar cuando alcancemos la altitud de crucero. Y hasta que no la conecte a un ordenador, no hará nada excepto encender esa lucecita roja.

—Exacto.

—Lo que para ellos no significa nada, porque la luz tiene el tamaño de un grano de arroz, y el resto de la caja bien podría estar lleno de pólvora negra y clavos.

—Bien...

—¿Tiene el software a mano? ¿En disquetes? Bien, cárguelo aquí y vamos a probar el cacharro.

Aaron no podía creer que el tipo hablase en serio. Pero así era. Aaron buscó en la cartera los discos con el software de IMIPREM y los metió en la unidad de la máquina de Ogle. Una única orden copió los archivos al disco duro de Ogle.

Mientras tanto, Ogle ya había deducido qué hacer con el cable: lo llevó desde la parte posterior del IMIPREM hasta el puerto correspondiente en su portátil.

—Vale. Listo —dijo Aaron.

Aaron se desabrochó el puño de la camisa. Sacó de la maleta la pulsera de plástico y se la colocó cómodamente alrededor de la muñeca.

De la pulsera colgaba un cable de tres metros. En su mayoría estaba recogido y sostenido por un cablecito. Aaron lo enchufó en la parte posterior del IMIPREM.

Una ventana nueva se materializó en la pantalla del ordenador de Ogle. Contenía un gráfico de barras animado. Media docena de barras de colores, de longitudes diferentes, fluctuaban de arriba abajo. Al pie de cada barra había una indicación:

 

PS RESP TEMP PERSP PULS

GSR NEUR

 

—Ahora mismo está monitorizando mi cuerpo. Verán, las barras indican presión sanguínea, respiración, temperatura corporal y algunas cosas más. Claro está, éste es el modo de funcionamiento más básico, además es capaz de un número increíble de...

La mano de Ogle cayó sobre el hombro de Aaron y le agarró como si fuesen unas tenazas de barbacoa.

—Soy agente secreto de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de fuego —dijo Cy Ogle—. Queda arrestado por conspiración para cometer un acto terrorista a bordo de un avión comercial. ¡No se mueva o le dispararán!

—¿¡Qué!? —gritó Aaron.

—Es una broma —dijo Ogle—. ¡Ja, ja!

—Dice la verdad, mire las barras —dijo el guardia.

La presión sanguínea y prácticamente todo lo demás se había disparado hacia arriba. Mientras miraban, y Aaron se tranquilizaba, las barras descendieron.

—Gracias por la demostración, señor, ha sido muy interesante —dijo el guardia—. Que tenga un buen vuelo.

Luego Bristol se volvió para mirar hacia la sala de espera. Aaron y Ogle también miraban hacia allí; parecía haberse desatado alguna alteración generalizada. Eran los hombres de negocios vestidos con sus trajes, que habían salido en estampida de los bares y restaurantes donde habían visto al presidente en la tele. Corrieron por la sala de espera, golpeando por igual a pasajeros y miembros de las tripulaciones, y empezaron a ocupar los teléfonos públicos disponibles.

Ogle rió indulgente.

—Parece que el presidente dio un buen discurso —dijo—. Quizás a ellos debiéramos enchufarlos a su máquina.

 

Al final, se encontraron en el mismo vuelo, sentados a ambos lados del pasillo en la primera fila de primera clase. La clase turista estaba repleta de abuelitas agitadas y marineros fornidos; la primera clase estaba casi vacía. Ogle trabajó con su ordenador más o menos durante la primera hora, golpeando las teclas a tal velocidad que sonaba como una granizada sobre una bandeja, lanzando de vez en cuando un «mierda» amistoso y volviendo otra vez a teclear.

Aaron sacó del maletín papel cuadriculado en blanco, destapó una pluma y se puso a trabajar hasta encontrarse más o menos sobre Pittsburgh. Para entonces era hora de cenar y lo dejó. Intentaba organizar sus ideas. Pero no tenía ninguna.

Después de la cena, Ogle abandonó el asiento de ventanilla y se situó en el de pasillo, justo al otro lado de Aaron, y luego tomó a Aaron un poco por sorpresa pidiendo bebidas para los dos.

—Una demostración impresionante —dijo Ogle.

Aaron suspiró y asintió.

—Es propietario de una pequeña empresa tecnológica.

—Sí.

—Lo ha desarrollado, ha gastado todo el capital de inversión, probablemente con algo sacado de sus propias tarjetas de crédito, y ahora tiene que obtener algún beneficio, o los inversores le abandonarán.

—Sí, más o menos es así.

—Y el flujo de caja le está matando, porque todas las piezas de esa máquina cuestan dinero, pero a usted no le pagan hasta, digamos, treinta o sesenta días después de la entrega. Si tiene suerte.

—Sí, efectivamente es un problema —dijo Aaron. Sentía que enrojecía. Había empezado siendo interesante, luego se había vuelto extraño y ahora empezaba a incordiarle.

—Por tanto, veamos. Vamos a Los Ángeles. La gran industria de Los Ángeles es el entretenimiento. Dispone de un dispositivo que mide la reacción de la gente a las cosas. Un medidor de gente.

—Yo no lo llamaría un medidor de gente.

—Claro que no. Pero así es como lo llamarán ellos. Sólo que es mucho mejor que el modelo habitual, eso está claro de inmediato. En cualquier caso, va usted a reunirse con un montón de ejecutivos de estudios de cine y televisión, quizá con algunas agencias publicitarias, con la intención de persuadirles de que compren un montón de esas cosas, las conecten a tipos de la calle y les muestren películas y series de televisión para poder probarlas con el público.

—Sí, así es más o menos. Es usted un hombre muy perceptivo, señor Ogle.

—Para eso me pagan —dijo Ogle.

—¿Trabaja para la industria mediática?

—Sí, es una forma de decirlo —dijo Ogle.

—Parece saber mucho sobre mi trabajo.

—Bien —dijo Ogle. De pronto parecía tranquilo y reflexivo. Pulsó el botón del brazo del asiento y lo reclinó unos centímetros. Recostó la cabeza y cerró los ojos, cerrando una mano alrededor de la bebida—. La alta tecnología tiene sus propios biorritmos.

—¿Biorritmos?

Ogle abrió un ojo, giró un poco la cabeza, miró a Aaron.

—Claro está, probablemente a usted no le guste la palabra porque es usted el señor Alta Tecnología, y a usted le suena a seudociencia de salón.

—Exacto. —Aaron empezaba a pensar que Ogle le conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

—Es justo. Pero en cualquier caso, es legítimo lo que intento decir. Verá, vivimos bajo el capitalismo. El capitalismo se define como la competencia por el capital. Los aspirantes a empresarios, y las empresas existentes que desean expandirse, luchan por el pequeño suministro disponible de capital como chacales hambrientos alrededor de una pata de cebra.

—Es una imagen deprimente.

—Es un país deprimente. No es como en otros países donde la gente ahorra más dinero. Pero aquí, y ahora, es así, porque no tenemos valores que animen al ahorro.

—Vale.

—En consecuencia, andamos hambrientos de capital.

—¡Cierto!

—Usted tuvo que obtener capital de los inversores de riesgo... o buitres capitalistas, como los llamamos nosotros... que son como los buitres que se alimentan de los chacales que están demasiado hambrientos y débiles como para defenderse.

—Bien, no creo que mis inversores estuviesen de acuerdo.

—Probablemente sí —dijo Ogle—, sólo que no lo admitirían delante de usted.

—Vale.

—La inversión es una actividad arriesgada, y por tanto los buitres capitalistas mejoran sus posibilidades formando fondos e invirtiendo al mismo tiempo en varias empresas en embrión... apostando por varios caballos, digamos.

—Evidentemente.

—Pero lo que no te cuentan es que en cierto punto, como a los dos años de su ciclo vital, la empresa en embrión de pronto necesita duplicar o triplicar su capitalización para poder sobrevivir. Para superar esos problemas de caja que se producen cuando los pedidos de pronto pasan de cero a algo más que cero. Y cuando eso sucede, los buitres capitalistas miran a todas sus empresitas, seleccionan los dos tercios más débiles y los dejan morir de hambre. Al resto le dan el capital que precisan para continuar.

Aaron no dijo nada. De pronto se sentía cansado y deprimido.

—Eso es lo que le sucede en este mismo momento a su empresa — dijo Ogle—. Tiene, ¿cuánto?, ¿tres años?

—¿¡Cómo lo sabe!? —dijo Aaron, retorciéndose en su asiento, mirando a Ogle con furia, quien seguía quieto en su enorme asiento. Casi esperaba ver a un equipo de Cámara oculta filmándole desde la cocina.

—Una suposición afortunada. El logotipo —dijo Ogle—, usted mismo diseñó el logotipo.

Una vez más, Aaron volvió a enrojecer. De hecho, lo había diseñado él mismo. Pero había creído que era razonablemente profesional, mucho más que el logotipo casero habitual.

—Sí, ¿y qué? —dijo—. Funciona. Y salió gratis.

»Vale, esto pasa de ridículo —dijo Aaron—. ¿Cómo lo supo?

—Si tuviese edad suficiente para haber superado la criba, si hubiese atravesado la barrera de la capitalización, de inmediato habría contratado a un diseñador profesional para mejorar su imagen corporativa. Los buitres hubiesen insistido.

—Sí, ése iba a ser nuestro siguiente paso —dijo Aaron.

—No hay problema. Habla muy bien de usted, como científico, más que como hombre de negocios —dijo Ogle—. Mucha gente empieza con la imagen y luego intenta desarrollar la sustancia. Pero usted es un tecnólogo y odia toda esa mierda superficial. Se niega a transigir.

—Bien, gracias por su voto de confianza —dijo Aaron, no del todo sarcásticamente.

Llegó la azafata. Volvieron a pedir de beber.

—Parece haberlo comprendido todo —dijo Aaron.

—Oh, no, en absoluto.

—No pretendo sonar resentido —dijo Aaron—. Simplemente me preguntaba...

—¿Sí? —dijo Ogle, alzando mucho las cejas y mirando a Aaron por encima de la copa, que había desplazado por la nariz.

—¿Qué le parece? ¿Cree que tengo posibilidades?

—¿En Los Ángeles?

—Sí.

—¿Con los grandes empresarios del entretenimiento?

—Sí.

—No. No tiene ni una posibilidad.

Aaron lanzó un tremendo suspiro, cerró los ojos y tomó un trago. Acababa de conocer a Ogle, pero sabía instintivamente que todo lo que Ogle había dicho, durante toda la noche, era absolutamente cierto.

—Lo que no quiere decir que su empresa no tenga ninguna posibilidad.

—¿No?

—Claro que no. Tiene un buen producto. Simplemente no sabe venderlo.

—Cree que debería conseguir un logotipo más llamativo.

—Oh, no, no digo eso en absoluto. Creo que su logotipo está bien. Simplemente su estrategia de marketing descansa sobre una idea falsa.

—¿Cómo es eso?

—Se dirige a la gente equivocada —dijo Ogle, así de simple y claro, como si le molestase que Aaron no se hubiese dado cuenta por sí solo.

—¿A quién si no podría dirigir un producto así?

Ogle volvió a darle al brazo del asiento, se inclinó hacia delante, permitió que el respaldo se pusiese en posición vertical. Dejó la bebida sobre la mesita y se sentó recto, como si fuese a ponerse a trabajar.

—Tiene razón al pensar que las empresas del entretenimiento tienen que hacer eso de medir a la gente —dijo—. El problema es que el tipo de persona que dirige las empresas de entretenimiento no va a comprar su producto.

—¿Por qué no? Es el mejor de su clase. Está a años por delante.

Ogle le interrumpió con un gesto desdeñoso de la mano.

—No importa —dijo claramente, y agitó la cabeza—. No importa.

—¿No importa lo bueno que sea un producto?

—Exacto. Para esa gente no. Porque le vende a gente del entretenimiento. Y esas personas son matones, idiotas o comadrejas. No ha tenido mucho trato con gente del mundo del entretenimiento, ¿verdad?

—Muy poco.

—Se nota. Porque no tiene usted esa pátina molesta y superficial que la gente adquiere cuando se gana la vida tratando con matones, idiotas y comadrejas. Es usted serio y sincero, y está entregado a ciertos principios, como científico, y eso es algo que no comprenden los malones, idiotas y comadrejas. Y cuando les explique lo genial que es su máquina, los pondrá en su contra.

—He pasado muchísimo tiempo buscando formas de explicar este dispositivo en términos que casi cualquiera pueda entender —dijo Aaron.

—No importa. No le servirá de nada. Porque al final, independientemente de cómo lo explique, todo se reduce a pequeños detalles técnicos. Eso no le gusta a la industria del entretenimiento. Le gusta la idea gigantesca y fabulosa. —Ogle pronunció «fabuloso» imitando el acento de Hollywood.

Aaron rió bastante acalorado. Había visto a suficiente gente del mundo del espectáculo como para saber que era cierto.

—Si vas a alguien del entretenimiento porque quieres hacer una miniserie sobre la Guerra Civil, Shakespeare o la vida de J. S. Bach, se te reiría en la cara. Porque nadie quiere ver eso. Ya sabe, cosas inteligentes. Los espectadores quieren lucha profesional. Las personas de la industria del entretenimiento que intentan hacer Shakespeare son despedidas o se arruinan. Los que sobrevivieron el tiempo suficiente como para acabar hablando con usted son los que escogieron la lucha profesional. Y cuando usted vaya a contarles los pequeños detalles de su gran tecnología, les hará pensar en Shakespeare y Leonardo da Vinci, a los que temen y odian.

—Por tanto, estoy muerto.

—Si insiste en venderle a esa gente, está muerto.

—Pero ¿quién precisa de un dispositivo como éste aparte de la gente de la industria del entretenimiento?

—Bien —dijo Ogle dulcemente, sonando casi sorprendido, como si la idea no se le hubiese ocurrido hasta ese momento—. Bien, la verdad, a mí me vendría bien. Quizá.

—Dijo que usted era del entretenimiento —dijo Aaron.

Ogle alzó un dedo.

—No exactamente. Dije que trabajaba en la industria mediática. Pero en realidad, no soy persona de la industria.

—¿Qué es usted?

—Un científico.

—¿Y qué campo estudia?

—Usted, Aaron, es biofísico. Usted estudia las leyes que determinan el funcionamiento del cuerpo. Bien, yo soy biofísico político. Estudio las leyes que gobiernan el cuerpo político.

—Oh. ¿Podría ser algo más específico?

—La gente me llama encuestador —dijo Ogle—. Que sería como decir que usted se dedica a leer la palma de la mano.