Capítulo 33
-A
hora mismo estaba extendiendo algo de esta exquisita mostaza de gourmet en mi salchicha de Frankfurt —dijo el reverendo doctor Billy Joe Sweigel, sosteniendo un frasco del sabroso condimento para que todos los asistentes al almuerzo pudiesen verlo— cuando me di cuenta de que había pequeños trocitos de material mezclados con la mostaza. Bien, en la parte del país de donde provengo, la mostaza es de un amarillo brillante y es perfectamente homogénea y carece de grumos en su composición. Pero desde mi llegada a California... —Habiendo telegrafiado el chiste, hizo una breve pausa para que aumentasen las risas y luego descendiesen. A continuación, como haría cualquier político, lo contó igualmente—. Digamos que he extendido alguna cosa en mis salchichas de Frankfurt que aquí en el sur de California denominan mostaza, pero que en mi parte del país probablemente hubiesen confiscado y analizado en un laboratorio policial. —La multitud rió obedientemente, por segunda vez, pero el reverendo Sweigel no abandonó el tema—. Hablando tranquilamente con un miembro de mi personal sobre esta mostaza, me informó de que esos fragmentos de material a los que he aludido son, de hecho, semillas reales de la planta de mostaza. Semillas de mostaza.
La multitud guardó silencio, como niños en una escuela dominical que saben que están a punto de contarles que tienen una gran probabilidad de arder en el infierno. Todas las personas presentes en la Coalición Derechista del Sur de California que habían sido educadas como cristianos (la mayoría) sabían lo que se avecinaba. Los no cristianos se sentían ya tan alienados por la gran presencia de cerdo en la comida que tampoco hablaban mucho.
Sweigel siguió:
—Bien, nuestro señor JEEE-súss habló en una ocasión sobre semillas de mostaza. Dijo que lo único necesario para realizar milagros era tener una fe del tamaño de una semilla de mostaza.
»Es una parte de las Escrituras que conozco desde que era niño. Pero hasta hoy no había comprendido realmente lo que quería decir. Verán, en toda mi vida, ésta es la primera vez que he visto realmente una semilla de mostaza. Para mí la mostaza ha sido siempre la sustancia amarillo brillante a la que he aludido antes. Así que no sabía, francamente, si la semilla de mostaza era muy pequeña, como una semilla de amapola, o algo muy grande, como un coco. De modo que cuando leías esas palabras de nuestro señor JEEE-súss, no sabia si decía que nos hacía falta sólo un poquito de fe, o un buen montón de fe.
»Pero hoy el SEÑOR ha considerado adecuado educarme en estas cuestiones y he probado por primera vez una mostaza cara del sur de California y he visto semillas de mostaza. Y puedo informarles de que no son ni extremadamente pequeñas, en lo que se refiere a semillas, ni tampoco extremadamente grandes.
A tres metros del estrado, Nimrod T. Tip McLane estaba sentado con las manos plegadas sobre el regazo, intentando resistirse a la tentación de pedir otro perrito caliente. Sabía exactamente cómo iba a acabar todo eso y tenía que mantener el control.
El reverendo doctor Sweigel era un Odessa. Hacía las cosas siguiendo principios puros y tontos, y por esa razón estaba a punto de golpear en la cabeza de Tip McLane con un poco de JEEE-súss, como llevaba haciendo desde hacía dos semanas, desde que William A. Cozzano había empezado con esas apariciones televisivas.
La prensa había permitido a Sweigel volar sin problemas hasta el Supermartes. Les encantaba tener a un zoquete en la campaña; añadía variedad a sus vidas tediosas y manchadas de tinta. Cuando le fue bien en el Supermartes, se volvieron contra él en Illinois.
McLane también se había vuelto contra él. Como parte de las campañas en Illinois, todos los candidatos habían realizado visitas rituales al lecho de William A. Cozzano, que en ese momento seguía hospitalizado. McLane, al igual que los demás, había quedado conmocionado al comprobar el mal aspecto de Cozzano.
Billy Joe Sweigel se había convertido en un evangelista televisivo rico y poderoso afirmando curar a la gente con el poder de la fe. Cura a cualquiera de cualquier enfermedad a cambio de una contribución de diez dólares. Así que naturalmente había surgido la pregunta: ya que estaba en la misma habitación que él, ¿por qué no había sanado a William A. Cozzano? A Tip McLane le parecía una pregunta más que razonable, y repetidamente había sacado el tema en público, y durante los debates. Parecía muy seguro, como pedirle a Sweigel que sanase los cráteres de la Luna.
Luego Cozzano había tenido una recuperación milagrosa.
Sweigel siguió hablando.
—Así que lo que nuestro señor JEEE-súss quería decir era que para mover montañas, no hace falta mucha fe... no hace falta ser ningún parangón... pero una cantidad de fe muy pequeña tampoco vale. Debes poseer una cantidad razonable de fe. Una especie de valor intermedio de fe.
»Bien, algunas personas poseen más fe que otras. No creo que sea injusto decirlo. Y puedo recordar una noche hace un par de meses, en un auditorio en Illinois, cuando uno de mis oponentes no parecía tener mucha fe.
Una conmoción recorrió la multitud. Por el rabillo del ojo, McLane podía ver las lentes girando en su dirección, concentrándose en su cara para captar su reacción.
—Y cierto candidato que permanecerá anónimo expresó escepticismo de que yo pudiese, por medio de los poderes divinos de JEEE-súss, sanar la terrible enfermedad que había caído sobre un ciudadano muy importante de Illinois. Y debo admitir que la noche de ese debate, mi fe era mucho más pequeña que una semilla de mostaza. Regresé a mi hotel y pregunté, al igual que JEEE-súss en la cruz: «Dios, ¿por qué me has abandonado?» Pero comprendí que no era Dios el que me había abandonado, sino al revés. Gradualmente mi fe regresó y aumentó hasta tener el tamaño, no de una semilla de mostaza, sino de una semilla de girasol, o incluso quizá de una nuez de Brasil. Y sólo unas pocas semanas después me asombró encender el televisor y ver al importante ciudadano de Illinois completamente recuperado. ¡Alabado sea Dios!
Unas tres personas entre el público, muy espaciadas, gritaron:
—¡Alabado sea Dios!
Los demás parecían más bien avergonzados.
—Ciertamente el SEÑOR actúa de forma misteriosa —dijo Sweigel.
Eso seguro, se dijo McLane para sí, pensando en Goofy.
Norman Fowler, Jr., el amigo de Goofy en persona, la reencarnación de Marvis, no había sido invitado a esa pequeña reunión, en el patio trasero del tamaño de un campo de fútbol de la mansión Markham en Bel Air. La Coalición Derechista del Sur de California no era el tipo de grupo que permitía a un moderado como Fowler acercarse a sus actos de campaña, o a sus arcas. Tip McLane era un caballo seguro, y el grupo poseía un ala evangélica cristiana lo suficientemente grande como para conseguir una invitación también para Sweigel.
Después de la debacle en Illinois, seguida por una derrota importante en los estados del norte donde los evangelistas televisivos tenían un pequeño problema de imagen, Sweigel había seguido de todas formas en la carrera, como foco para el voto evangélico. Era un vampiro político. Su red de difusión en el Cinturón de la Biblia servía como fuente inagotable de fondos, y en todas las ciudades poseía un grupo de partidarios con los que podía contar para mantener la campaña.
La increíble recuperación de William A. Cozzano había provocado un súbito incremento en la popularidad de Sweigel. Dado el número de personas que creían que Sweigel había curado a Cozzano, sus posibilidades ascendían ya a los dos dígitos, y empezaba a convertirse en una gran molestia para McLane.
Pero no era más que una molestia. Sweigel daba tanto miedo que era su propio peor enemigo, su propio Goofy personal. Cuando subía en las encuestas, empezaba a ocupar más tiempo en televisión, la gente empezaba a tener pesadillas y volvía a hundirse.
Los perritos calientes lo decían todo sobre ese almuerzo. La gente de Hollywood jamás habría servido perritos calientes. Hubiesen servido caviar, buenos vinos, cocina de California y todo eso, para demostrar lo ricos que eran y el buen gusto que tenían. Pero ese almuerzo estaba lleno de gente que había llegado a California y había reclamado tierra antes de la invención de la cámara de cine, lo que significaba que tendían a ser viejos y a estar dotados de un nivel de riqueza que trascendía el plano vulgar de una estrella de cine. La mayor parte de sus fortunas no estaba en forma de valores líquidos; en conjunto, el territorio propiedad de toda la gente presente en el almuerzo probablemente ocupase un área mayor que muchos estados del norte. Pero lo mirara como lo mirases, tenían dinero, y ésa era una invitación que no rechazabas.
El hombre que había invitado a McLane no era otro sino el mismísimo Karl Fort. Fort tenía ya más de noventa años. Hacía tiempo que había vendido sus empresas agrícolas. Esas inversiones originales le habían convertido en un hombre rico, pero sólo producían dividendos mientras Fort estuviese sobre el terreno, enviando personalmente a matones con mangos de hachas. Esa administración a bajo nivel resultaba muy cansada, y por tanto Fort se había pasado a formas de inversión menos terrenales.
Lo que le había dejado con mucho tiempo libre, del cual sólo podía ocupar una parte en el campo de golf. Karl Fort había empezado a interesarse por la política en los años sesenta, apoyando a gente como Caleb Roosevelt Marshall, Goldwater y Wallace. Había llegado a ocupar una posición muy importante en los movimientos conservadores de California en los años setenta y ochenta. Había dado mucho dinero a los tanques de pensamiento conservadores que habían dado sus primeros trabajos a Tip McLane.
Y cuando los Markham empezaron a planear celebrar ese almuerzo, Karl Fort había llamado personalmente a Tip McLane y había hablado con nostalgia de los buenos tiempos de la Depresión, y Tip McLane le había llamado «señor».
Sweigel finalmente acabó el sermón con una oración. Algunas pocas personas unieron las manos e inclinaron fervientemente la cabeza. Los demás se limitaron a parecer inquietos y avergonzados. Y luego le tocó hablar a Tip McLane.
Le aplaudieron con generosidad. El silencio nervioso que había presidido la intervención de Sweigel se había roto al fin. McLane se levantó de la silla en la mesa principal y saludó a la multitud: ciento cincuenta de las personas más ricas del Oeste, sentadas en algunas pocas mesas largas con platos de papel y vasos de plástico. A un lado, los representantes de la prensa estaban acorralados tras una cinta roja de plástico, como animales salvajes.
Iba a ser muy fácil. Esa gente le adoraba; allí nada podía salir mal.
—Muchas gracias. Y gracias al señor y a la señora Markham por permitir el uso del jardín de su magnífico hogar para este acto. Dentro de algunos meses, espero poder devolver la invitación... aunque me temo que tendrán que volar hasta Washington, D.C.
Algunos hombres de la multitud rieron a carcajadas y hubo aplausos.
—Tengo que contarles un pequeño secreto: estoy harto de la campaña. Creo que a estas alturas todo el mundo en Estados Unidos ha oído mi mensaje. La mayor parte de la gente que lo ha oído parece estar de acuerdo con él. No mis oponentes, pero, exceptuando al reverendo Sweigel aquí presente, mis oponentes siempre me han parecido un poco Goofy de más.
Como media docena de personas —los que ya habían visto la imagen Fowler/Goofy en la tele— se rieron con ganas. Los demás se rieron con incertidumbre. La frase no iba dirigida a ellos. El propósito era que apareciese en las noticias de la noche, en el momento apropiado.
—Así que no voy a arengarles con mi discurso habitual. En su lugar, me gustaría hablar, brevemente, sobre algunas de las ideas que pienso poner en práctica una vez que llegue a la Casa Blanca el próximo enero.
En ese punto, McLane hizo una pausa y fingió ordenar las fichas con las notas. Lo hacía porque se había producido una distracción en una de las mesas, y no quería intentar hacerse oír a gritos. Dio por supuesto que era algo sin importancia, como un vaso de limonada que alguien se había tirado por encima. Pero no desapareció. Siguió aumentando.
Varias personas ya se habían puesto en pie. Todos miraban al otro lado, hacia el anciano que se inclinaba en la silla, casi tendido, con un puño contra el esternón. Tenía la boca abierta y luchaba por respirar.
—¿Hay algún médico presente? Ese hombre tiene problemas —dijo McLane.
Algo le llamó la atención: Zeke Zorn, poniéndose en pie, indicándole con ambas manos que se alejase del estrado, como uno de esos tipos en el aeropuerto que dirigen los aviones. Sólo más tarde comprendería que había sido un buen consejo. Había sólo unas pocas cosas que en una situación así se podían decir al micrófono para hacerte parecer que habías manejado la situación presidencialmente. Había muchas formas de joderlo.
Nadie había respondido a la petición de un médico. Todas las lentes y micrófonos de la galería de prensa improvisada habían girado para centrarse en el hombre enfermo.
La gente se dedicaba a los primeros auxilios habituales en esos casos. Un par de tipos despejaron una mesa en un instante tirando del mantel, lanzando todos los platos y vasos al suelo, y luego cuatro personas agarraron al hombre afectado y lo colocaron sobre la superficie de la mesa. Le aflojaron la corbata. Alguien le ofreció un vaso de agua. Ninguna de esas acciones beneficiaba a su esperanza de vida, que claramente se medía en segundos o minutos.
El señor Markham se acercó al estrado, cogió el micrófono y habló.
—Me gustaría que todos permaneciesen en sus asientos. Que Karl pueda respirar.
El hombre afectado era Karl Fort.
McLane no podía apartar la vista del hombre. Fort había gobernado la porción de los McLane en California como un rey demoníaco. McLane conocía la cara y el nombre del tipo desde que era niño. Había sido temible y omnipresente para los okies que trabajaban para él, que sufrían las palizas de sus matones y que se preguntaban, cada semana, si Fort firmaría sus cheques de paga. El tío Purvis había jurado, durante un periodo de tres o cuatro décadas, matar a Karl Fort con sus propias manos al menos una vez al día. Y ahora, después de todo eso, Karl Fort estaba muriéndose delante de los ojos de Nimrod McLane. Si al menos Purvis hubiese podido estar presente para verlo.
Se produjo un movimiento súbito a la izquierda de McLane. Alguien había saltado la mesa principal y ahora avanzaba lleno de confianza hacia Karl Fort. Tip miró y vio que era el reverendo doctor William Joseph Sweigel.
Al mismo tiempo todos los periodistas también se dieron cuenta.
El ataque de Karl Fort había sido una coincidencia desafortunada. Pero cuando el reverendo Sweigel intervino para imponer las manos, se convirtió en otra cosa: un acto de campaña. La cinta de plástico se rompió. Fue como si se hubiese roto una presa. Los periodistas cargaron hacia Karl Fort.
Había tres largas filas de mesas. Karl Fort estaba en la fila de en medio. La primera fila era una barrera baja en el camino de los periodistas. La vanguardia —ágiles periodistas de prensa escrita— fue a por la meta. La segunda oleada —retrasada por el peso de las cámaras— simplemente rodó directamente por encima, las rodillas casi doblándosele por el peso al saltar a la hierba al otro lado, y adelantó a los reporteros de medios impresos en el paso estrecho entre la primera y la fila de en medio.
Tres operadores de minicámaras, con su instinto para ocupar la zona superior, se subieron a la fila de en medio. Uno de esos tres plantó el pie en medio de un plato de papel cargado de judías cocidas y resbaló; la bota resbaló a un lado y golpeó el pecho del quinto hombre más rico de California con tanta fuerza que le derribó. El cámara se puso de rodillas y luego en pie, cargándose algunos platos más al intentar acelerar en persecución de los otros dos operadores de minicámara que ahora iban por delante. Sus botas obtuvieron tracción sobre el mantel, pero el mantel se desplazó sobre la mesa, y por tanto, durante los primeros momentos, corrió en el mismo sitio, como un dibujo animado, con sus pies agitándose con locura y el cuerpo inmóvil mientras el mantel, con su carga de platos y vasos, se iba plegando a un extremo de la mesa, depositando un obstáculo deslizante de judías, ketchup, mostaza y cubitos de hielo.
A fin obtuvo tracción y salió en persecución de los otros, que habían dado con un obstáculo propio. Entre ellos y Karl Fort había una escultura de hielo, un cuenco de hielo delicadamente tallado lleno de limonada rosa. El cámara que momentáneamente ocupaba la delantera no se había dado cuenta. Su única preocupación era situar a Karl Fort y a Billy Joe Sweigel en el visor lo más rápido posible, y por tanto corría con un ojo cerrado y el otro apoyado en la pieza de neopreno del visor. Al ver el mundo en una visión túnel desenfocada y en blanco y negro, pasó por completo de la escultura de hielo y chocó contra ella a toda velocidad, atrapándola con ambas rodillas. El impacto le echó las piernas hacia atrás. El peso de la minicámara al hombro hizo que el cuerpo le fuese hacia delante. Giró en el aire, pareció ponerse completamente horizontal y luego cayó directamente sobre la escultura. La mitad de la limonada voló por el aire y luego toda ella estalló de lado y hacia abajo cuando el cuerpo del cámara aplastó la escultura convirtiéndola en fragmentos del tamaño justo para comer. Los asistentes cercanos recibieron directamente en la cara el tsunami de hielo y limonada.
El segundo cámara sólo iba a un paso o dos detrás del primero. Intentó parar, los pies se le fueron por delante del cuerpo y aterrizó de culo en medio de la tormenta de hielo, deslizándose hasta detenerse y luego yéndose hasta el borde de la mesa y aterrizando largo cual era en los regazos de tres asistentes consecutivos.
El tercer cámara, que también sufría de visión túnel en vídeo, plantó un pie en la parte de abajo de la espalda del cámara. Esa pierna falló. Soportó todo su peso con la otra pierna, saltó sobre ella tres veces como un receptor intentando no salirse, plantó ese pie en algo de hielo y se deslizó sobre una pierna rígida durante casi un metro, con aspecto de ser la imagen perfecta de un patinador. Finalmente bajó el otro pie en el borde de una bandeja, catapultando una docena de hamburguesas recién asadas al pecho de un importante comediante convertido en magnate de los bienes raíces.
Momento en que comprendió, al fin, que estaba a punto de pasar por encima del cuerpo de Karl Fort. Plantó los dos pies simultáneamente y una vez más creó un efecto acordeón en el mantel. Eso le hizo avanzar hasta llegar al borde de la mesa de Fort, donde sus botas con suela de goma entraron en contacto con formica seca, sólida y limpia, y se detuvo de inmediato. Lo que le obligó a caer de rodillas, posición perfecta: se detuvo de rodillas con la lente de la cámara como a un metro de Karl Fort, apuntando directamente a su cuerpo.
Por desgracia, desde un punto de vista estrictamente periodístico, el rostro de Fort no era visible; la visión quedaba bloqueada por los gruesos brazos de un joven, posiblemente un guardia de seguridad, que tenía la base de ambas manos en medio del esternón desnudo de Fort y lo empujaba rítmicamente, comprimiendo todo el pecho, haciendo que su tórax huesudo se hinchase por los lados como un globo pisado. Incluso si el hombre no hubiese estado allí, el rostro de Fort seguiría estando oscurecido por otro hombre que agarraba la barbilla de Fort con una mano y las sienes con la otra, manteniéndole la boca abierta, inclinándose para pegar su boca a la de Fort.
El reverendo acababa de llegar junto a Fort; a pesar de los obstáculos antes mencionados, la mayor parte de los miembros de la prensa le había ganado la carrera a Sweigel para llegar a la escena de la acción.
—Por favor, a un lado, por favor, dejen sitio —decía Sweigel, en una entonación creciente, como el cántico de un predicador citando las Escrituras. Dado que muchos de ellos eran periodistas que habían venido especialmente a ver qué haría Sweigel, le obedecieron de buena gana.
Sweigel se situó frente a la mesa, a sólo unos centímetros de Fort, y unió las manos durante un momento, rezando con sus ojos fuertemente cerrados. Luego alargó ambas manos, con las palmas hacia abajo, y las depositó suavemente sobre la piel desnuda de Fort: una sobre el hombro, otra en el vientre, donde no interfería con la reanimación cardiopulmonar. Billy Joe Sweigel sabía cómo asegurar las apuestas.
A seis metros de allí, Tip McLane estaba conmocionado por el horror.
Llevaba casi un año luchando en las primarias. Se había parecido mucho a una pelea de bar de okies: hombres desesperados blandiendo nudillos metálicos, picahielos y botellas rotas en patios traseros oscuros. En Iowa, New Hampshire, Supermartes, Nueva York, se había enfrentado a todos. No se había ganado muchos amigos, pero con Drasher ofreciendo la estrategia y Zorn ofreciendo los golpes en los medios había convertido a todos sus adversarios en masas de carne inerte y sanguinolenta. Norman Fowler había aguantado hasta California para luego suicidarse políticamente. Y ahora había ido allí, a un terreno seguro y cómodo, para celebrar la victoria.
Y en ese momento le estaban destripando vivo. Sweigel iba a darle justo entre los ojos.
Si la reanimación surtía efecto, si la ambulancia llegaba a tiempo, si los médicos llegaban para administrar sus milagrosas medicinas para disolver coágulos, Sweigel haría pleno en la televisión nacional: primero Cozzano y ahora Karl Fort.
Entre sus recuerdos del Fort de antaño, y la posibilidad de que el viejo hijo de puta, al sobrevivir, torpedease ahora su carrera política, Tip McLane nunca había deseado tanto la muerte de alguien.
—Es fingido —dijo Zorn, muy cerca de él y murmurándole al oído—. Fort realmente no está sufriendo un ataque al corazón. Cy Ogle lo montó todo.
—Eres un lunático —dijo McLane. Pero de todas formas las palabras de Zorn le habían puesto nervioso.
—Señor, escucha nuestra plegaria —dijo Sweigel—. Este hombre está enfermo. Rogamos que, en nombre de JEEE-súss, se recupere y vuelva a caminar entre nosotros.
Luego rezó en silencio, mientras los dos hombres seguían con la recuperación y el boca a boca, hasta que llegó la ambulancia y los sanitarios se ocuparon.
McLane estaba un poco sorprendido. Había esperado que los sanitarios cogieran a Fort y lo cargaran en la ambulancia lo más rápidamente posible. Pero en su lugar, montaron algunos equipos y trabajaron en él durante unos minutos, allí en la mesa, haciendo reanimación cardiopulmonar con una especie de objeto largo como un émbolo y metiéndole aire en los pulmones con un resucitador.
La atención de los invitados, la prensa y especialmente Billy Joe Sweigel no podría haber estado más centrada en Karl Fort. De pie en la periferia de la multitud, Tip McLane comprendió que, por una vez, nadie le prestaba ni la más mínima atención.
Desde el punto de vista de la prensa, era como Giges, antepasado de Creso, que podía hacerse invisible. Era una historia que aparecía en La República de Platón. Giges invisible podía ir a cualquier sitio. Si usaba su poder para el mal, pero nadie le veía, y se le consideraba un hombre justo, entonces ¿sufría por sus crímenes? Tip McLane decidió meditar esa cuestión dando un paseíto por la hacienda Markham.
Estaba en el jardín trasero, encajado entre la pared rocosa de un acantilado a un lado y la mansión Markham casi igual de gigantesca al otro. A ambos lados de la mansión había jardines exquisitamente cuidados, senderos perfectos serpenteando entre espalderas de rosas. La señora Markham adoraba sus rosas. Tip McLane penetró en esa selva olorosa y colorista, despacio al principio, luego con pasos largos al comprobar que nadie se había dado cuenta de su partida.
En pocos segundos había bordeado la casa y había llegado a la fachada. Se detuvo un momento, enmarcado en una espaldera arqueada cargada de rosas color melocotón, y miró toda la amplitud de la zona de entrada en forma de herradura, que estaba pavimentada con pequeñas piezas geométricas entrelazadas.
Unos minutos antes, la entrada había estado atestada de limusinas y furgonetas de la prensa. Cuando llamaron a la ambulancia, todos los chóferes se habían retirado de la herradura, habían recorrido el largo camino de entrada, habían atravesado la puerta de cuatro metros de alto y habían aparcado en la carretera. Ahora, la fachada de la casa estaba vacía excepto por la ambulancia, colocada en medio de la herradura, con las puertas abiertas, el motor en marcha.
El congresista Nimrod T. Tip McLane fue del jardín de rosas hasta la herradura, intentando aparentar ser un hombre que simplemente iba de paseo, que intentaba aclarar la cabeza y alejarse del caos. Miró cuidadosamente en todas direcciones: el jardín, las ventanas de la mansión, el asiento delantero de la propia ambulancia. Todos estaban atrás.
Tenía uno o dos hábitos increíbles que había adoptado cuando sólo era un niño, trabajando en los campos de brécol, y que habían permanecido inalterados a través de años de educación provinciana, doctorado, teorización conservadora en diversos tanques de pensamiento, cenas en la Casa Blanca y servicio en el Congreso. Un hábito era llevar siempre encima una navaja. Era asombroso lo útil que a menudo resultaba una navaja.
Se agachó contra la rueda delantera izquierda de la ambulancia, abrió la pequeña hoja de la navaja, que siempre mantenía afilada como un escalpelo, y se detuvo un momento a considerar su siguiente paso.
Como había indicado Sócrates, la mayor injusticia era, como Giges, ser considerado justo cuando no lo eras. Karl Fort era Giges. Iba a las cenas de la Casa Blanca, donaba dinero para caridad, pasaba la mitad de su vida en diversas cenas testimoniales donde los hombres más importantes del país hacían cola para deshacerse en elogios sobre lo gran hombre que era. Nadie nombraba jamás los mangos de hachas.
¿Pero eso justificaba cortar las ruedas de su ambulancia? McLane siguió recorriendo mentalmente La República de Platón, buscando una guía.
Platón defendía dividir la república en tres categorías: gobernantes, guerreros y comerciantes. A los comerciantes se les permitía enriquecerse. Los gobernantes y los guerreros debían vivir con simplicidad y recibir la mejor educación posible, con la esperanza de producir reyes filósofos.
Tip McLane era un rey filósofo. Karl Fort era un comerciante. Y según Platón, la peor forma de injusticia se producía cuando alguien intentaba forzar su paso a una clase a la que no pertenecía; por ejemplo, cuando los guerreros intentaban tomar el poder político (el golpe soviético), o los políticos se inmiscuían en campañas militares (la guerra de Vietnam), o en los asuntos de la empresa privada (pesadas regulaciones gubernamentales).
O cuando los comerciantes intentaban usar su riqueza para lograr poder político, lo que podía conducir a una forma degenerada de gobierno conocido como oligarquía.
El congresista Nimrod T. Tip McLane insertó con fuerza la hoja en la rueda. La goma era dura, pero también lo era Tip McLane, y finalmente la goma cedió y sintió cómo la hoja penetraba en la cámara. Luego no tuvo más que dar un giro y el aire empezó a salir, sintiéndolo frío y húmedo en la mano.
La ambulancia se agitó, casi como si fuese a caérsele encima. Le tomó por sorpresa un estallido que surgió de la rueda flácida al soltarse de la llanta. Era un buen extra; haría que fuese mucho más difícil volver a hinchar la rueda.
Retiró la navaja, la volvió a plegar y se la guardó, y luego recorrió las rosas de vuelta al jardín trasero.
Los sanitarios colocaron a Karl Fort en una camilla y le llevaron por el patio, atravesaron la casa de los Markham y salieron a la ambulancia, perseguidos durante todo el camino por los periodistas que iban dejando un rastro de judías sobre los suelos de granito y las alfombras orientales. La ambulancia viajó unos tres metros frente a la entrada, virando incontrolablemente a la izquierda, y luego se detuvo.
Alguien corrió al interior y llamó a otra ambulancia. Dos de los sanitarios salieron y empezaron a cambiar la rueda. Disparando a través de las ventanillas traseras, la prensa pudo obtener hermosas imágenes de otro sanitario, de rodillas junto a Fort, sosteniendo las palas eléctricas, preparándose para administrar el sacramento de la desfibrilación.
Karl Fort persistió en el hospital durante cinco días. Según las encuestas de seguimiento pedidas por la campaña de McLane, el apoyo al reverendo Sweigel subió hasta el 20% cuando el estado de Fort pasó de crítico a grave. Pero cuando los riñones de Fort cedieron, el sábado antes de la gran votación, los votantes comenzaron a manifestar desilusión, y cuando finalmente murió el domingo por la noche, justo a tiempo para las noticias de las once, el apoyo del reverendo se hundió como un globo pinchado.
Tip McLane y su equipo ya habían recibido la noticia, a través de canales privados. Él, Zorn y Drasher bajaron al bar del hotel para echar un trago, y vieron la información sobre la muerte de Fort y luego los acontecimientos de campaña del día. Se les unieron un par de redactores de importantes periódicos de la Costa Este, hombres que seguían la campaña de McLane desde hacía unos meses y a los que habían llegado a conocer bien. Se invitaron mutuamente y hablaron off the récord durante toda la noche. Aunque nadie lo dijo abiertamente, todos sabían que la campaña de las primarias había terminado.