Capítulo 21

 

M

ary Catherine esperaba un coche, no una limusina, así que no se dio cuenta de que el reluciente monstruo negro era para ella hasta que el chofer se bajó, fue al otro lado y le abrió la puerta. Para entonces, la visión de la limusina ya atraía a una multitud; no aparecían muchas así en ese vecindario de Chicago.

Su cita para almorzar le había indicado que le enviaría un coche para recogerla en el hospital. En lugar de eso, le había enviado una limusina. Lo que para Mary Catherine no era muy diferente. Para ella los dos eran vehículos, una forma de moverse por la ciudad. Había visto mundo suficiente para no sentirse anonadada por el gesto. No era más que otro ejercicio en ser la hija de William Cozzano y mantener las cosas en perspectiva.

La limusina disponía de televisión y un pequeño bar. El chofer le ofreció una bebida mezclada a mano. Ella rió y agitó la cabeza para indicar que no. Tendría que volver del almuerzo y seguir trabajando.

Sabía que existía cierto tipo de persona —cierto tipo de hombre, para ser específicos— para la que la parte de atrás de una limusina era como un hábitat natural, que se sentía tan cómoda sentada en esos asientos de piel y bebiendo Chivas en mitad del día como Mary Catherine tras el volante de su coche viejo. Desde que papá era gobernador, había conocido a muchas personas de ese tipo, había aprendido sus ritmos peculiares y su particular visión de la vida. A ella siempre le habían resultado completamente alienígenas, como si fuesen cosmonautas o esquimales.

Luego papá la había declarado su lanzador. Como si su trabajo normal no fuese responsabilidad suficiente. Ahora tenía que salir disparada del ala de neurología, repleta de traficantes de drogas paralizados por las balas y pacientes locos con sida, bajar a toda prisa las escaleras y subirse a la parte posterior de una limusina donde las decisiones eran completamente diferentes: qué tipo de bebida preparar, qué canal poner en la tele.

Tomó un refresco y miró la CNN, que era lo que había en la tele cuando subió. La hora era fortuita: mediodía, el comienzo de un noticiario nuevo. El día siguiente se celebrarían las primarias de Illinois. Las elecciones estaban todavía muy en el aire, en el mundo no pasaban muchas cosas, y por tanto seguían con mucha atención la campaña.

El partido fuera del poder tenía su principal (Norman Fowler, Jr.), su secundario (Nimrod T. Tip McLane) y su valiente perdedor (el reverendo doctor Billy Joel Sweigel). Y para que todo fuese más interesante, también tenían un favorito popular: el gobernador William A. Cozzano, que ni siquiera se presentaba. Pero por todas partes había campañas Cozzano improvisadas y por tanto la prensa tenía que tratarle como un candidato de verdad.

Los tres candidatos legítimos recibían aproximadamente el mismo tiempo: planos de los grandes hombres llegando volando o en coche a un acto prefabricado de campaña, un mitin en un instituto o similar. Estrechaban manos, sonreían y todos hacían algo ligeramente excéntrico, con la esperanza de que eso les hiciese más indelebles a ojos del público televisivo.

Mary Catherine estaba cansada y estresada, y pronto dejó de prestar atención, mirando todo eso sin procesarlo de verdad. Se había hundido por completo en el blando asiento de piel de la limusina, mostrando una postura que hubiese hecho que su fallecida madre se pusiese histérica, y miraba a través de párpados pesados las imágenes coloristas de la pantalla, dejando que entrasen directamente en el cerebro sin estorbo. Que era exactamente la forma en que se suponía que debías ver la tele.

Como si fuese una señal, allí apareció su padre.

La CNN le mostraba una pared de ventanas de vidrio. La cámara apuntaba al interior desde el exterior de un edificio. En algunas habitaciones se podía ver la luz del techo, y muchas de las ventanas estaban bordeadas con globos de mylar, flores y dibujos infantiles. Mary Catherine vio una bolsa intravenosa colgando de un soporte y se dio cuenta de que miraba un hospital. La cámara hizo zoom a una ventana con muchos arreglos florales muy caros. Apenas se apreciaba a un hombre en silla de ruedas mirando por entre los ramos.

Luego comprendió. Se trataba del hospital Burke en Champaign, y hacían zoom hacia la habitación privada de su padre. El equipo de televisión debía de haberse subido al tejado del aparcamiento al otro lado de la calle, a cinco pisos de altura, y había dirigido la cámara directamente a la ventana.

Papá no era más que una silueta. Las ventanas eran todas metálicas y reflectantes; sólo podías ver el interior cuando estaba oscuro fuera. Pero en ocasiones, cuando el cielo estaba muy cubierto en medio del día, era posible mirar hacia esas ventanas y ver sombras difusas bajo el reflejo plateado. Y eso era lo que algún cámara emprendedor había capturado en cinta: papá, sentado en su silla de ruedas, mirando por la ventana.

La imagen era gris y sin detalles, y por tanto era imposible saber que papá estaba, de hecho, atado a la silla de ruedas para impedirle caerse de lado. Lo habían vuelto directamente hacia la ventana, de forma que no se pudiese ver el soporte que se alzaba tras su cabeza para evitar que se tumbase. Estaba iluminado desde atrás, para que no pudieses ver la baba que le caía de la boca y le expresión idiota de su rostro paralizado.

Detrás de él se veían un par de siluetas de pie: una enfermera y un joven esbelto. James. James acercó la silla de ruedas a la ventana para que papá pudiese ver. Luego dejó a papá allí y desapareció del encuadre. La cámara hizo una panorámica de 180 grados.

El aparcamiento cubría media manzana. No era difícil encontrar aparcamiento en la zona, por lo que raramente los coches llegaban hasta el tejado. En ese momento había media docena de vehículos por ahí. El resto del tejado estaba cubierto de personas.

Cientos de personas. Portaban carteles y pancartas. Todas miraban directamente al aire. Directamente hacia papá. Y ahora que había aparecido en la ventana, todos se ponían en pie, elevando los brazos al aire, mostrando sus carteles y pancartas, como si papá pudiese descender y quitárselos de las manos. Pero era una manifestación extrañamente silenciosa.

Claro que sí, estaban delante de un hospital. Tenían que guardar silencio.

La cámara hizo zoom hacia una pancarta larga y tosca, como la que los aficionados mostraban en los partidos: ¡TE QUEREMOS WILLY! De fondo se veían otras: ¡UN GOL PARA COZZANO! ¡MEJORA PRONTO-LUEGO GANA!

Se vieron un par de planos de otros pacientes del hospital, con sus pijamas de franela y sus andadores, mirando por las ventanas y señalando. Luego de nuevo la silueta de papá, apenas visible de pecho para arriba, delante de la ventana.

Saludó.

Lo que no era posible. Tenía paralizado gran parte del cuerpo después de la segunda apoplejía. Pero lo hacía. Saludaba vigorosamente a la multitud.

Había algo raro: su mano y brazo no eran lo suficientemente largos.

Era James. Debía de estar arrodillado junto a papá, oculto bajo la ventana, levantando la mano y saludando por él.

De vuelta a la multitud, agitando histéricamente las pancartas, volviéndose loca.

De vuelta a la ventana. James seguía saludando, fingiendo ser papá. Luego dejó de saludar y la mano se convirtió en un puño. Dos dedos extendidos para formar una V.

Mary Catherine se puso recta de golpe y derramó refresco sobre la moqueta de lana de la limusina.

—Cabrón —dijo.

De vuelta a la multitud. Al final sus miembros olvidaron que estaban delante de un hospital, empezaron a gritar y a vitorear. Los guardias de seguridad del hospital se pusieron en marcha, agitando los brazos, diciéndoles que bajasen el volumen. Y luego pasaron a los estudios centrales, donde el presentador de la tarde lo observaba todo. Pete Ledger. Antiguo jugador profesional de fútbol americano, convertido en comentarista deportivo, transformado en periodista. Un tipo negro de mediana edad con buena reputación, de lengua rápida y afilada que uno de esos días probablemente acabase con su propio programa de entrevistas.

Tenía los ojos rojos. Alzó la mano durante un instante y se limpió la nariz con la parte posterior del dedo, sorbió audiblemente, respiró profundamente, se obligó a sonreír a la cámara, y anunció, con voz rota, que iban a pasar a la publicidad.

—Dios mío —dijo Mary Catherine en voz alta sin dirigirse a nadie—. Estamos de mierda hasta el cuello.

Se estremeció cuando se abrió la portezuela de la limusina, dejando entrar una luz brillante sin filtrar. El coche se había parado.

Se había perdido, pero algo en la luz le indicó que estaba cerca del centro, encajada entre rascacielos. Estaba en una calle lateral atestada, justo al sur oeste del Mercado, parados delante de un edificio con un restaurante en la planta baja. Un toldo se extendía desde la puerta principal, atravesaba la acera y llegaba hasta el borde. Un portero con uniforme le había abierto la puerta.

Metió una mano y la ayudó a salir, lo que resultaba un gesto elegante aunque superfluo. El era mayor, uno de esos porteros amables de pelo blanco, y mientras la ayudaba a llegar a la acera, le apretó la mano con un poco más de fuerza, hizo un gesto con la cabeza y la miró casi como si la adorase.

Había otro hombre, un tipo vestido con un traje oscuro, sencillo y viejo, de pie bajo el toldo esperándola. Papá le había dicho en una ocasión que se podía estimar la calidad de un restaurante según el número de personas con las que tenías que hablar antes de poder pedir la comida. Ella ni siquiera había atravesado la puerta y ya se había encontrado con dos personas.

—Hola, señorita Cozzano —dijo el hombre—. Soy Cy Ogle.

—Oh, hola. —Le estrechó la mano—. ¿Acaba de llegar?

—No, escogí la mesa —dijo—. Pero supuse que ya que la había arrancado de su trabajo en un día tan desagradable, lo menos que podía hacer era salir y decir hola.

—Bien, es muy considerado —dijo sin comprometerse.

Por ahora, no parecía el hijo de puta cínico y manipulador de la prensa que se suponía que era. Pero era demasiado pronto para sacar conclusiones.

Otro tipo con traje, que claramente trabajaba allí, casi se mata saliendo por la puerta del establecimiento, y la recibió a medio camino de la acera, ofreciéndole una mano, doblando las rodillas al acercarse de forma que para cuando llegó hasta Mary Catherine prácticamente anadeaba. Mary Catherine podía ver en toda su cara y modales que era italiano.

Por amor de Dios, estaba llorando. Le estrechó la mano con fuerza y le agarró el antebrazo con su mano izquierda, como si sólo toda la fuerza de voluntad de su cuerpo le impidiese abrazarla violentamente. El hombre no dijo nada, limitándose a agitar la cabeza. Estaba tan superado por la emoción que no podía hablar.

—Estábamos viendo la CNN en la barra —le explicó Ogle—. Fue increíble.

En el interior había una tremenda conmoción. Ganó en intensidad a medida que Mary Catherine se acercó a la puerta, guiada por el italiano lloroso y seguida de Ogle, y cuando atravesó el umbral, estalló.

La parte posterior del restaurante estaba formada por mesitas tranquilas, pero la parte delantera era un bar de bastante buen tamaño, ahora mismo atestado. Eran todos hombres con trajes. Era un local caro donde la gente del negocio de las materias primas, y los abogados y banqueros que se alimentaban de ellos, se reunían para fortalecerse con martinis y agua mineral de cinco dólares.

Y ahora mismo estaban todos de pie, aullando, aplaudiendo, golpeando con los pies, silbando, como si los Bears hubiesen superado una interceptación para lograr un ensayo. Se estaban volviendo locos.

Y todos miraban a Mary Catherine.

Se detuvo de inmediato, conmocionada e intimidada por el ruido. Ogle casi chocó con ella. Le puso una mano muy suave en el hombro y se inclinó hacia ella:

—Finja que no existen —dijo Ogle, sin gritar, sino proyectando una voz profunda de actor que atravesaba el ruido—. Usted es la reina de Inglaterra y ellos son borrachos de las cloacas.

Mary Catherine dejó de mirarles. Dejó de mirarles a los ojos. Se concentró en la espalda del maître, que atravesaba la multitud de raya diplomática, creando un camino para ella, y le siguió hasta llegar a la zona de restaurante. Ahora la gente del bar cantaba:

—¡Cozzano! ¡Cozzano! ¡Cozzano!

La mitad de la gente que comía en el restaurante se puso en pie al pasar ella. Casi la mitad aplaudió. El maître les llevó directamente a una mesa al fondo del todo, tras una división. Al fin tenían intimidad. Sólo Mary Catherine y Ogle.

—Realmente lo lamento profundamente —dijo Ogle, después de sentarse, tomar las cartas, recibir el agua y el pan de manos de un torbellino de eficientes jóvenes italianos—. Debería haberlo dispuesto para que entrase por la puerta de atrás.

—No hay problema —dijo ella.

—Bien, me siento avergonzado —dijo Ogle—. Comprenda, éste es mi negocio. Fue poco profesional por mi parte. Pero la CNN estaba puesta en la barra y no supuse que fuesen a mostrar esas imágenes justo antes de su entrada.

—Material potente —dijo ella.

—Fue increíble —dijo Ogle. Miró al espacio vacío. La cara se le puso flácida y los ojos se desenfocaron. Permaneció inmóvil durante unos segundos, moviendo apenas los labios, gradualmente comenzando a agitar la cabeza de un lado a otro, reproduciéndolo todo en la grabadora de vídeo que tenía en la mente.

Al final parpadeó, despertó y la miró.

—La puntilla fue ver a Pete Ledger emocionado. Nunca pensé que llegaría a verlo ni en un millón de años.

—Yo tampoco —dijo ella—. Normalmente es demasiado inteligente para algo así.

—Bien —dijo Ogle—, ahora mismo están pasando cosas muy importantes.

Lo que les llevó a una conversación intrascendente sobre la campaña de las primarias, las campañas equivocadas que intentaban añadir el nombre de su padre a las papeletas de varios estados, y finalmente a una discusión sobre la apoplejía de papá y sus consecuencias. Mary Catherine mantuvo la conversación a un nivel tranquilo y sin detalles, y Ogle parecía satisfecho con dejarlo así; cuando la charla se acercaba demasiado al estado médico de papá, o sus posibilidades políticas, el rostro del hombre enrojecía ligeramente y se ponía claramente incómodo, como si esos temas quedasen más allá de los límites de la caballerosidad sureña y no supiese cómo tratarlos.

Rara vez había visto a su padre hacer negocios. Pero sabía que así era como operaba papá: muchas conversaciones sin importancia. Costumbre italiana. Encajaba bastante bien con la aproximación informal y sureña de Ogle.

De hecho, Ogle no parecía tener ningún deseo de hablar de negocios, como si el disturbio del bar le hubiese avergonzado tanto que no pudiese centrarse en el tema. Por tanto, tras una pausa oportuna en el diálogo, Mary Catherine decidió abrir fuego.

—Se gana la vida llevando campañas políticas. Mi padre no se presenta a nada y yo tampoco. ¿Por qué me invita a almorzar?

Ogle cruzó las manos sobre el regazo, apartó la vista y durante unos momentos miró la comida sobre la mesa, como si fuese la primera vez que reparase en ello.

—En mi negocio hay un buen montón de personas. Los más importantes están ahora mismo ocupados llevando las campañas primarias de varios candidatos. Pero yo no. Hasta ahora no me he comprometido con ningún candidato.

—¿Se trata de una estrategia deliberada?

—Más o menos —dijo Ogle, encogiéndose de hombros—. En ocasiones compensa no comprometerse demasiado pronto. Es posible que acabes respaldando a un perdedor. En ese proceso, pones en tu contra al tipo que acabará con la candidatura, y luego no podrás conseguir trabajo en las elecciones generales, donde se gasta el dinero de verdad.

—Así que se está reservando hasta descubrir quién es probable que sea elegido candidato. Luego intentará conseguirle como cliente.

Ogle frunció el ceño y miró el techo como si algo no estuviese del todo bien.

—Bien, hay más. Llevo años haciendo esto. Y la verdad, empiezo a cansarme.

—¿Se está cansando de su negocio?

—De algunos de sus aspectos, sí.

—¿Qué aspectos?

—El asunto de las campañas.

—No comprendo —dijo Mary Catherine—. Creía que usted era la campaña.

—Me gustaría ser la campaña. En lugar de eso, soy el consultor mediático para la campaña.

—Oh.

—La campaña en sí está compuesta por el comité nacional del partido y toda su jerarquía; los directores de campaña de cada uno de los candidatos y toda su jerarquía, y todos los grupos de presión a los que escuchan, y sus jerarquías.

—Suena complicado.

—Es terriblemente complicado. Si puedo hacer una analogía con su profesión, señorita Cozzano, dirigir una campaña es como ejecutar un transplante de corazón en el cuerpo político. Es un proceso tremendamente difícil y complicado que exige una precisión enorme. No lo puede hacer un comité, menos aún un comité de comités, la mayoría de los cuales se teme y odia mutuamente. Las tonterías políticas que debo superar para producir un único anuncio político de treinta segundos hacen que en comparación la sucesión de los emperadores bizantinos fuese un asunto simple y elegante.

—Me resulta un poco sorprendente —dijo Mary Catherine—. La gente conoce el valor de los medios de comunicación desde el debate entre Kennedy y Nixon.

—Mucho antes —dijo Ogle—. Teddy Roosevelt escenificó la carga de la colina de San Juan para que quedase bien en las cámaras de los noticiarios cinematográficos.

—¿En serio?

—Totalmente. Y FDR manipulaba a la prensa como un loco. Se le daba incluso mejor que a Reagan. Así que hace tiempo que los medios de comunicación son importantes.

—Bien, lo lógico sería pensar que a estas alturas los grandes partidos políticos habrían descubierto cómo usar los medios de comunicación de la forma más eficiente posible.

Ogle se encogió de hombros.

—Dukakis montado en el tanque.

Mary Catherine sonrió, recordando las ridículas imágenes de 1988.

—Los candidatos demócratas del 92, sentados en esos pequeños escritorios, como si fuesen concursantes mientras Brokaw se paseaba de pie, como un héroe.

—Sí, eso resultó bastante tonto.

—La verdad es que —dijo Ogle— los grandes partidos no han aprendido todavía a manejarse con los medios. Y no lo harán jamás.

—¿Por qué no?

—Por la forma en que están constituidos. Los partidos se formaron cuando los medios de comunicación no importaban, y se formaron mal. Ahora son como enormes y antiguos dinosaurios después de la caída del cometa, agitándose sin fuerza en el suelo. Grandes y poderosos, pero patéticos y condenados al mismo tiempo.

—¿Cree que los partidos están condenados?

—Claro que sí —dijo Ogle—. Mire a Ross Perot. Si la gente de operaciones psicológicas de Bush no hubiese descubierto cómo hacerle saltar y actuar como un loco, ahora sería presidente. Su padre tenía a su favor todo lo que tenía Perot... pero ninguno de los aspectos negativos.

—¿Realmente lo cree?

—Después de la recepción que recibió al atravesar esa puerta —dijo Cy Ogle, indicando la entrada—, me sorprende incluso que me haga esa pregunta. Jolín, su padre ya está en la papeleta en el estado de Washington.

Mary Catherine estaba horrorizada.

—¿Está de broma?

—En absoluto. Es el estado más fácil en el que hacerlo. Sólo hacen falta algunos miles de personas.

Mary Catherine no respondió, quedándose sentada en silencio, mirando al otro lado del restaurante. Llevaba un tiempo observando este asunto político, pero todavía le costaba creer que algunos miles de completos extraños en Seattle hubiesen decidido por su cuenta añadir a su padre a la papeleta.

—Es una discusión tan interesante como abstracta —dijo Mary Catherine—. Es decir, estoy disfrutándola y supongo que estoy aprendiendo mucho. Pero no tengo claro cómo se relaciona con mi padre.

—Va a recibir noticias de cierto importante partido político —dijo Ogle—. Si el estado médico lo permite, intentarán reclutar a su padre en la convención.

—Y si eso sucede, ¿quiere que emplee la influencia que yo pueda tener para que le contraten?

Ogle negó con la cabeza.

—No me contratarán. No trabajan así. Ellos siempre forman su propia agencia interna para que los politicastros, con todas sus ridículas ambiciones e intrigas, puedan ejercer más control sobre la gente de publicidad, que ellos consideran alimañas sin principios.

—Por tanto, aparte de mantener una conversación interesante, ¿de qué me sirve usted? ¿Y de qué le sirvo yo a usted?

Una vez más, Ogle apartó la vista, dejó los cubiertos y miró al infinito, pensando.

—Deje primero que establezca una regla básica —dijo—. Ésta no es una conversación de negocios.

—¿No?

—No. Pero tampoco es un encuentro social, porque no nos conocemos de nada.

—Entonces, ¿qué es, señor Ogle?

—Dos personas hablando.

—¿Y de qué hablamos exactamente?

—De hacer surf.

—¿De hacer surf?

—Los medios de comunicación son como una ola —dijo Ogle—. Potente e incontrolable. Si eres bueno, puedes cabalgarla un poco, obtener algo de impulso. Gary Hart lo consiguió durante algunas semanas de 1984, después de ganarle New Hampshire a Mondale. Pero para cuando llegaron las primarias de Illinois, se había caído de la tabla. La ola le dio de lleno y le anegó. Lo intentó de nuevo en 1988, pero en esa ocasión simplemente se ahogó. Perot cabalgó esa ola durante un mes o dos en el 92, y luego perdió la serenidad.

Ogle giró la silla y se concentró en Mary Catherine.

—Usted y su familia han estado disfrutando de un día de playa. Han estado jugando en las aguas poco profundas donde todo es cálido y seguro. Pero las corrientes son inciertas y de pronto descubren que una misteriosa corriente oculta les ha llevado hasta aguas profundas y tenebrosas. Y ahora, hay grandes olas alzándose sobre sus cabezas. Pueden subirse a ellas y dejarse llevar adonde vayan esas olas, o pueden fingir que no existen. Pueden seguir nadando, en cuyo caso el tsunami les dará de lleno y los arrastrará hasta el fondo.

Mary Catherine mantuvo la boca cerrada y miró el vaso de agua. Sentía simultáneamente varias emociones poderosas y sabía que si abría la boca probablemente lo lamentaría.

Había miedo. Miedo porque sabía que Ogle tenía toda la razón. Resentimiento porque ese extraño tenía la presunción de darle consejo. Y había también una aterradora sensación de vitalidad, de peligro salvaje y emocionante, de potencia casi sexual.

Miedo, resentimiento y vitalidad. Sabía que su hermano, James, experimentaba las mismas sensaciones. Y sabía que él pasaba del miedo, se tragaba el resentimiento y se rendía a la vitalidad. Alzando su mano para formar la V, incitando a la multitud. Era imperdonable. Cien millones de personas iban a verlo.

Miró a Ogle. Ogle la miraba a su vez, un poco de lado, al no desear encararla directamente.

—Hay una tercera posibilidad que no ha mencionado —dijo ella.

—¿Cuál es? —dijo Ogle, sorprendido.

—Empiezas a cabalgar la ola porque simplemente disfrutas de la emoción. Pero no sabes lo que haces. Y acabas estrellándote contra las rocas.

Ogle asintió.

—Sí, el mundo está lleno de gente que no sabe hacer surf.

—Mi hermano, James, no sabe hacer surf. De veras se le da fatal hacer surf —dijo Mary Catherine—, pero cree que se le da bien. Y parece haber dado con una ola realmente grande.

Ogle asintió.

—Bien, sigo sin tener ni idea de qué quiere, o qué me propone, o qué cree que va a conseguir —dijo Mary Catherine—. Pero una cosa puedo decirle. James es un problema. Mi padre, su abogado Mel y yo estaríamos de acuerdo. Y sin comprometerme a mí misma o a mi familia en ninguna transacción financiera, digamos que si puede ofrecerme algún consejo para lidiar con ese problema, no lo olvidaré.

 

—¿¡Hiciste qué!? —dijo Mel.

Mary Catherine sabía lo que Mel iba a decir.

—Le pedí consejo —respondió. Estaba otra vez en la limusina, volviendo al hospital.

—No deberías haberlo hecho —dijo Mel—. Ni siquiera deberías haberte reunido con él sin que yo estuviese presente.

—Estuvo muy bien. No soy la bobalicona que crees, Mel. No llegué a ningún tipo de acuerdo financiero. No éramos más que dos personas almorzando, hablando. Y le pedí consejo.

—¿Sobre qué?

—Sobre James.

Mel sonaba decepcionado, herido.

—Mary Catherine. ¿Por qué ibas a pedirle consejo aun extraño sobre cómo tratar con tu propia sangre?

—Porque la mitad de mi familia está muerta, o casi muerta, tú estás lejos por negocios, y James se está portando como un completo gilipollas.

—¿A qué te refieres? ¿Qué ha estado haciendo James?

Se lo explicó: la ola, el signo de la V, los vítores de la multitud, la reacción histérica de los hombres de negocios en el bar.

Pero Mel no lo entendió. Escuchó, comprendió, pero no lo había visto. No había visto la emoción en los rostros de la gente. No comprendía la fuerza de lo que estaba pasando. Para él no era más que televisión, como los Pitufos, y no podía tomársela en serio. No lo entendía.

Se alegraba de haber hablado con Cy Ogle, quien definitivamente entendía.

—¿Qué dijo ese tipo? —preguntó Mel.

—Se llama Cy Ogle —dijo Mary Catherine—, y dijo que se lo pensaría.

—¿Qué clase de nombre es Ogle?

—Eso no tiene importancia. Pero dijo que originalmente era Oglethorpe, un apellido importante en Georgia. Pero por el camino alguien tuvo un bastardo, que acabó con el apellido Ogle, y él desciende de esa persona.

—Así que desciende de una larga serie de bastardos.

—¡Mel!

—No uses así mi nombre. Te encandiló con alguna mierda sureña, ¿no es así? Puedo olería desde Nueva York. Te contó un montón de historias excéntricas sobre su pintoresca familia allá en la tierra del algodón, comportándose como el tío más agradable del mundo.

—Mel. Sé sincero. No sabes nada sobre medios de comunicación. ¿Verdad?

—Resulta que sé muchas cosas.

—Entonces, ¿cómo pasó lo de hoy? ¿Lo de James? Si se te da tan bien tratar con los medios, entonces ¿por qué todo el país tiene hoy la impresión de que papá está presentándose a presidente?

Mel no dijo nada. Mary Catherine sabía que le había pillado.

—Debido a lo que ha sucedido hoy, tenemos que tener a alguien encargado de los medios de comunicación —dijo Mary Catherine—. No tiene que ser Cy Ogle. Pero dependiendo de lo que haga con James, bien podría serlo.

Mel sonó abatido.

—Odio a la prensa.

—Sé que la odias, Mel —dijo ella—. Por ahora estamos metidos en la mierda hasta el cuello. Nos hace falta alguien que adore a los medios. Y te aseguro que, independientemente de cualquier imperfección que pueda poseer, Cy Ogle definitivamente adora su trabajo.