Capítulo 42
M
el Meyer entró en Miami, Oklahoma, en su Mercedes 500 SL negro a las 4:30 de una tarde calurosa de mediados de julio. El cielo era de un enfermizo blanco amarillento. Se detuvo en la estación de servicio Texaco para llenar el tanque y comprobar el nivel de aceite. Comprobaba religiosamente el nivel de aceite —aunque no era exactamente lo que usaba su coche— porque treinta años antes los Cozzano se habían reído de él por no saber hacerlo.
También tenía que pedir instrucciones. Al bajar la ventanilla para hablar con el mozo, los 40 grados de temperatura le cayeron encima como agua hirviendo. Pidió la mayor calidad del surtidor Texaco y abrió el capó para comprobar el aceite.
—¿Cuánto queda para Cacher? —preguntó al chico manchado de grasa y cubierto de acné que le frotaba el parabrisas con un trapo que no tenía mejor aspecto.
El chico nunca había visto a nadie como Mel Meyer —pulcro, muy serio, ataviado con un perfecto traje de seda negra— y tampoco muchos 500 SL.
—¿Por qué quiere ir a Cacher? Nadie vive en Cacher, excepto un par de viejos locos —dijo. Fue hasta la parte delantera del coche, no pudo descubrir cómo levantar el capó y miró a Mel con súplica.
A Mel no le caía bien el chico, no le caía bien Miami, Oklahoma y hubiese dado lo que fuese por evitar estar allí. Pero era lo más cercano a una pista que había logrado en cuatro meses de investigar la Red. Podría haber contratado a un investigador privado en Tulsa o Little Rock y hacer que se pasase por allí a echar un vistazo. Pero sabía que fuera lo que fuese esa Red, se le daba muy bien ocultarse. Un investigador privado, que se ganaba la vida vigilando a gente nada sutil cometiendo infidelidades matrimoniales en moteles baratos, no era alguien en quien se pudiese confiar para detectar los rastros casi invisibles de la Red. Al final, Mel tuvo que ir y echar un vistazo en persona. Bien podría acabar rápido.
—¿Por qué crees que la gente de Cacher está loca? —preguntó Mel, pensando para sí que no tenía derecho a plantear la pregunta, sentado con un traje de seda negro dentro de un coche negro en julio y en Oklahoma.
Había hallado muy poco en términos absolutos al seguir una pista tras otra: las raíces institucionales del Instituto Radhakrishnan; el patrón fascinante de ventas de acciones que rodeaban las adquisiciones de Ogle Data Research y Green Biophysical Systems en marzo; los consejos directivos entrelazados de Gale Aerospace, MacIntyre Engineering, Pacific Netware y el Fondo Coover; y el todavía más oscuro grupo de fondos de inversión muy privados que controlaban la mayoría de las acciones en esas empresas.
Incluso había situado interceptores en las líneas y números de varias personas, contratando monitores instalados en furgones estacionados cerca de torres de reemisión de microondas. Nada. Había repasado informes financieros, había recurrido a amigos en el FBI, lo había probado todo, pero no podía encontrar la Red. Había contratado investigadores privados, había contratado a contables. Había empleado todo un mes en tirar de hilos y activar varios contactos para poder echarle las manos encima a algunos datos de Hacienda que creyó que podrían ser prometedores. Todo había sido inútil.
La única pista que tenía era el sobre GODS que Mary Catherine había sacado, la noche del Cuatro de Julio, de la bolsa para quemar de Cozzano. Mary Catherine era la responsable de que él estuviese ahora allí.
El sobre no llevaba nada tan evidente como una dirección de remite. En su lugar, tenía códigos. GODS era una empresa bien dirigida, muy centralizada, y no tenía interés en ayudar a Mel a descifrar esos códigos. Había ofrecido ayuda financiera a un repartidor de GODS con problemas económicos, en Chicago, y finalmente había recibido la información de que el sobre parecía haber sido enviado a través del aeropuerto regional Joplin en el sudoeste de Misuri, donde el estado se unía con Kansas y Oklahoma.
Mel había pasado cuatro días viviendo en un motel Super 8 en Airport Drive en las afueras de Joplin. Afirmaba ser un hombre de negocios de Saint Louis, que trabajaba en un importante proyecto. Gastó varios cientos de dólares enviando varios paquetes vacíos a una dirección de Saint Louis, y pronto se convirtió en figura conocida para las tres personas que trabajaban en la oficina GODS de Joplin.
Una de ellas informó a Mel de que por entonces era su mejor cliente. Mel siguió incansablemente por ese lado y consiguió que el hombre le dijese que había otro tipo al otro lado, en Oklahoma, que enviaba casi tanto como él. Finalmente, el día anterior por la tarde, Mel había conseguido que le especificasen la ciudad: Cacher, Oklahoma.
Regresó a la realidad calurosa de Miami. El chico de la gasolinera le miraba.
—¿Está bien, señor?
—Sí. ¿Cómo está el aceite?
—Bien. —Luego, siguiendo con su endémica teoría de la locura, dijo—: Es el plomo.
—¿El plomo?
—Sí. Aunque las minas de plomo están cerradas, Cacher está totalmente contaminada por plomo, y como aprendimos en la escuela, eso te vuelve loco.
Mel murmuró con cordialidad, como si esa información fuese fascinante, y le entregó la tarjeta de crédito. El chico se la llevó a la vieja gasolinera y la pasó por el lector. El edificio no era gran cosa, pero tenía lo último en electrónica de punto de venta.
—¿Tienes alguna otra cosa, amigo? —Con una mirada de satisfacción en la cara, agitaba la tarjeta en el aire—. De vez en cuando hay que pagar las facturas... es una broma.
Mel estaba demasiado sorprendido para sentirse avergonzado. Compulsivamente pagaba todas las facturas a las veinticuatro horas de recibirlas, especialmente las nacionales. No dejaba que las facturas se pasasen de fecha. Al contrario que la gente que dirigía Washington, Mel comprendía que una factura sin pagar era una maza que otras personas agitarían sobre tu cabeza.
—Es un error —dijo—, prueba con ésta. —Le pasó al chico otra tarjeta de crédito. Pero una vez más, la rechazaron.
—Mierda, tío, ¿nunca pagas las facturas? ¿Y efectivo?
Mel miró en la cartera. Contenía varios billetes de cien dólares, uno de diez y otro de cinco. La cuenta era de 16,34 dólares.
—¿Tienes cambio de cien? —preguntó Mel, aunque creía conocer la respuesta.
El chico quedó boquiabierto durante un instante.
—No recuerdo la última vez que vi un billete de cien. Nunca tenemos más que algunos dólares en cambio.
Calle abajo, encajado anacrónicamente en la fachada de arenisca de un viejo banco, había un cajero automático con un logotipo conocido. Mel se quitó la chaqueta, recorrió lentamente la calle, intentando no calentarse aún más, y metió la tarjeta en la ranura.
La pantalla de vídeo dijo POR FAVOR, ESPERE.
En el lateral del banco comenzaron a sonar las alarmas.
Una sirena comenzó a sonar en la comisaría de policía situada en el centro de Miami, a dos manzanas de distancia.
Mel regresó por la calle, se metió en el coche y arrancó.
—Alto ahí, tipo importante —dijo el chico. Mel miró y se sorprendió al ver una escopeta entre las manos del chico—. Será mejor que esperes a que llegue Harold.
El coche patrulla de la policía de Miami, un Caprice envejecido, giró la esquina. Mel sabía que podría dejarlo atrás con facilidad. Pero no sería una buena idea. En su lugar, apagó el motor y, como gesto de buena voluntad, sacó las llaves y las tiró sobre el salpicadero, donde se viesen bien. Bajó la ventanilla y colocó ambas manos sobre el volante.
Un poli flaco, pequeño y marcado por la viruela bajó renuentemente del Caprice, se agitó por el calor y caminó hacia Mel, moviéndose con lentitud exagerada.
—Harold, supongo —dijo Mel.
—¿Qué tenemos aquí, muchacho? —le dijo Harold al chico.
—A mí me parece fraude con tarjetas de crédito —dijo el chico.
—Salga fuera, amigo —dijo Harold, dirigiéndole una mirada desagradable y crítica a Mel—. No ponga peor las cosas.
Mel estaba cabreado, habiendo perdido desesperadamente cualquier posibilidad de controlar las cosas. Salió del coche, frustrado, asustado, sintiéndose indefenso por primera vez en años y dijo:
—No sé qué demonios ha pasado.
—Todavía nada, y no pasará nada, a menos que hagas una estupidez.
—Sólo quiero pagar la gasolina e ir a Cacher.
Harold miró al chico y dijo:
—¿Por qué en el nombre de Dios alguien iba a querer ir a Cacher? —Mel sabía lo que vendría a continuación—. Allí no hay nadie excepto un montón de locos.
Mel dijo:
—Hablemos en serio. —Había pasado tiempo suficiente en el campo tal como para saber que posiblemente ésa fuese la actitud correcta—. No intento hacer nada raro, y no sé por qué no funcionan mis tarjetas. Mire, coja la AMEX, llame al número gratuito y comprobará que tengo crédito, y la de Texaco está pagada, y no sé por qué el cajero se volvió loco.
Harold miró al chico.
—¿Ha violado alguna ley?
—No exactamente.
—Amigo, pareces un tipo decente. Vamos a rescatar tu tarjeta y a sacarte del pueblo.
Caminaron hasta el banco, que había cerrado a las tres. Harold golpeó la puerta y una Chica de Pelo Esponjoso miró por la puerta.
—Honey, tu máquina se ha comido la tarjeta de este señor. ¿Podrías sacarla para que siguiese su camino a —y en este punto Harold no pudo mantener la seriedad— Cacher?
—Cacher —gritó ella—, ¿quién demonios querría ir allí?
A esas alturas Mel ya había todo lo posible sobre las deficiencias de Cacher y se limitó a decir:
—Tengo parientes.
Honey se retiró, abrió la máquina y sacó la tarjeta de Mel.
—Antes de poder entregársela, tengo que asegurarme de que eres quien dices ser —dijo. Se sentó a la mesa, llamó a Chicago, hizo algunas preguntas, silbó y agitó la cabeza asombrada.
—Amigo —le dijo entregándole la tarjeta—, voy a tratarte con bastante más respeto. Eres un tipo rico.
Mel se relajó, comprendiendo por primera vez que probablemente fuese a salir con vida de Miami.
—¿Podría conseguir cambio de cien para pagar al chico maravilla de Texaco?
A Harold no le gustó el comentario.
—Eh, finolis, ten cuidado. Ése es mi sobrino y si insultas a mi familia podrías pasar la noche en la cárcel.
Mel se enfadó ante su propia estupidez, consideró varias respuestas y optó por cerrar la boca.
Honey le entregó el cambio. Mel le dio las gracias y decidió salir de Miami lo más rápidamente posible. Le entregó un billete de veinte al chico maravilla.
—En serio, señor —dijo el chico, dándole el cambio a Mel—, tenga cuidado. Hay gente que va allí y no vuelve nunca. Esos pozos tienen varios kilómetros de profundidad y esos locos no responden ante nadie.
Mel se subió al Mercedes y salió cuidadosamente del pueblo, acompañado por Harold y su pistola radar. Es lo que me hace falta, pensó, caer en una de las trampas de velocidad de Harold. Tan pronto como salió del alcance del radar, viró el coche hacia Cacher y pisó el acelerador.
Mientras conducía, la vegetación empezó a escasear hasta desaparecer, y las ondulantes colinas adoptaron un aspecto inclinado y amenazador. La carretera en sí era de un asfalto agujereado que agitaba la estructura del Mercedes. En la distancia podía ver las puntas malévolas de los montones de restos mineros, con aspecto muy similar a las salidas de carbón de Gales que periódicamente descargaban y convertían los pueblos en valles tristes. No había granjas, ni ranchos, sólo chozas abandonadas y destrozadas por los elementos, un legado de los años treinta. Siguiendo la carretera había una única línea telefónica. No había señales de electricidad. En la carretera había carne aplastada de la región: armadillos, zarigüeyas, algún gato ocasional. A medida que anochecía, la escena hizo que Mel desease dar la vuelta y volver a casa.
Y al acercarse a los edificios dispersos del pueblo, eso fue lo que hizo. Se detuvo a ochocientos metros de Cacher, viró directamente al norte, a otra carretera, y condujo a ciento cincuenta kilómetros por hora, levantando una estela de polvo amarillo saturado de plomo. Mel se enorgullecía de ser un hombre racional. Normalmente eso significaba controlar su miedo. En ese momento significaba entregarse a él.
Cuanto más rápido conducía, más miedo sentía, y cuando pasaba cruces cada diez kilómetros no miraba a ambos lados. Estaba convencido de que le perseguían, y no redujo la velocidad hasta cruzar la frontera de Kansas. El corazón le latía con fuerza y tenía la frente cargada de sudor, que le fluía por el cuerpo y que el aire acondicionado a toda potencia convertía en una costra sobre la piel.
Cacher estaba compuesta por una vieja escuela de ladrillos de dos pisos inclinada en un ángulo tremendo, socavada por un pozo minero que se acercó demasiado, o un nivel freático que se había secado. No había señales de vida, ni perros, ni gatos, ni luces. Las gasolineras estaban cerradas con tablas. El único edificio habitado era un colmado desastrado, que hacía tiempo había perdido la pintura que cubría la cubierta de madera basta y nudosa. Delante tenía un par de surtidores de gasolina a mano de estilo años treinta, y, como idea posterior, una señal de código postal de la oficina de correos con el emblema de ENTREGAMOS POR USTED.
En el interior de la tienda se estaba tan seco y con tanto calor como una sauna. El calor reforzaba el olor a orina rancia que emanaba de Otho Simpson, que estaba sentado en una vieja mecedora de madera con los bastones rotos. Su hijo, Otis, se encontraba en la entrada sosteniendo una pequeña arma automática de 9 mm con un cargador largo. Era un dispositivo tosco e incómodo, casi tan torpe como el mismo Otis, pero había aprendido a usarlo bien. Se lo llevaba por entre los montones de desechos y disparaba clip tras clip, plomo golpeando plomo. No había nadie para quejarse del ruido. Si Mel Meyer hubiese entrado en Cacher, en segundos el arma habría convertido su Mercedes en chatarra. Otis hubiese empujado el coche por un pozo. Hubiese caído durante un kilómetro o dos y nadie volvería a verlo sobre la Tierra.
—Parece que el pequeño judío se asustó —dijo Otis—. Tenía algo de razón en la cabeza. No nos dará más problemas.
Otho no dijo nada. Un par de décadas antes hubiese suspirado desesperadamente al oír el comentario racista, pero hacía tiempo que se había reconciliado con el hecho de que su hijo era producto de su ambiente y que jamás sería tan cosmopolita como Otho, con su buena educación en la Escuela Lady Wilburdon para Genios Matemáticos en la Isla de Rhum.
—Es bueno —dijo Otho—. Ha llegado más cerca de nosotros que cualquier otro.
Otho se estremecía. Nadie antes había llegado hasta Cacher. El simple hecho de que Otis se encontrase en esa posición —de pie en la puerta de un viejo colmado con una ametralladora, preparada y cargada— era un desastre. Si la Red descubriese que habían quedado reducidos a esos métodos, probablemente les abandonasen, y las responsabilidades de Otho pasarían a otra persona. Otho sabía que había otros —como el señor Salvador— esperando para ocupar su lugar si cometía un error.
—¿Deberíamos matarle? —dijo Otis. Era una pregunta dolorosamente estúpida, pero estaba bien que Otis la plantease. Otis había pasado una cantidad insana de tiempo viendo películas de espías y thrillers en la HBO. Desde que era consciente de la naturaleza de las actividades actuales, había dejado suelta la imaginación, creyendo que se encontraban en medio de una estúpida película de James Bond.
—No se trata de eso —dijo Otho—. No aspiramos a la violencia, hijo. No estamos haciendo la guerra. Tampoco es espionaje. La idea en este caso es hacer que el país vuelva a sus raíces: los contratos, mercados, cumplir tus promesas, aceptar tus responsabilidades. Meyer es un hombre honorable y si le matásemos destrozaríamos nuestra justificación. —Otho hizo una pausa durante un momento y miró a través de una ventana cubierta de polvo—. Si fuésemos asesinos, yo mataría al señor Salvador.
—¿Y eso? —dijo Otis, asombrado—. Pensaba que lo estaba haciendo muy bien.
—Si de verdad lo estuviese haciendo muy bien —dijo Otho—, Mel Meyer jamás habría venido aquí. Ni siquiera habría sabido que algo estaba pasando.