Capítulo 61

 

W

illiam A. Cozzano juró el cargo a las doce del mediodía. Mary Catherine sostenía la Biblia. Administraba el juramento el presidente del Tribunal Supremo. Después de un intenso cuarto de hora corriendo y yendo en metro por D.C., los Cozzano habían llegado a la Rotonda con tiempo de sobra y pudieron ir al baño y refrescarse un poco. Tenían un aspecto genial y mostraban pocas señales de las emociones anteriores; en televisión, los espectadores que habían oído rumores de idas y venidas a todo lo largo de Pennsylvania Avenue se consolaron al ver a los Cozzanos tranquilos, relajados y felices.

Sólo había un detalle que parecía fuera de lugar: Cozzano al salir del West Front del Capitolio y caminar por el pasillo en el centro de las sillas, se había movido lentamente y cojeando. Se movía como un anciano, no el atleta ágil que tan famoso había sido durante la campaña. Y al alzar la mano y recitar el juramento, su voz sonaba diferente: más profunda, más lenta, no tan marcada. Se equivocó con algunas palabras, algo que no le había pasado nunca durante la campaña.

Pero no importaba. Tenía un aspecto imponente. Sonrió confiado durante todo el juramento, mostrando un perfil fuerte a la cámara, alzándose sobre el presidente del Tribunal Supremo. Su hija miraba directamente a las cámaras y su rostro mostraba alegría y orgullo. No le molestaba la cojera de su padre, ni su voz; ¿por qué iba a preocuparle a Estados Unidos?

Acabó. El presidente Cozzano dio la mano al presidente del Tribunal Supremo y se inclinó para besar a Mary Catherine en la mejilla.

Luego se acercó al atril presidencial, moviéndose todavía lenta y cuidadosamente. Frente a él, el Mall estaba cubierto de personas, hasta el monumento a Lincoln, y todas aplaudían. El aplauso de los invitados sobre la plataforma, y de los pocos afortunados que estaban abajo, alrededor de la Reflecting Pool del Capitolio, eran claros. Más allá, los aplausos se convertían en un rugido, llegando desde el horizonte.

El presidente Cozzano metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó algunas hojas mecanografiadas y dobladas por la mitad y las desdobló sobre el atril. Aguardó unos momentos, sonriendo a la multitud, mientras los aplausos se apagaban.

—Gracias —dijo—, gracias. —Eso puso fin a los aplausos. Luego comenzó a leer las notas del atril, con calma, pronunciando las palabras con precisión evidente, como un borracho que intentase no sonar borracho.

—Mi primer acto como presidente es declarar la ley marcial en el Distrito de Columbia, y suspender los siguientes organismos constituidos: el servicio secreto, la administración antidrogas, la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de fuego, el servicio de alguaciles de Estados Unidos, la policía de parques y la policía del Capitolio. A la CIA se le recuerda que sus actividades comienzan en la orilla del agua. Cualquier violación de la ley marcial se castigará con la ejecución sumarísima. En su lugar, para mantener el orden entre el ejecutivo y el gobierno, federalizo a la fuerza de policía del Distrito de Columbia durante una semana y la pongo a disposición del Departamento de Justicia.

En ese momento, la mitad de los hombres en la plataforma y alrededores se pusieron en pie y se quitaron las chaquetas y camisas para mostrar camisetas negras marcadas con una estrella blanca en la parte delantera y DPTO. DE JUSTICIA en la espalda. Mientras Cozzano seguía con el discurso, esos hombres convergieron sobre los agentes uniformados de la policía del Capitolio y cualquiera que pareciese un agente del servicio secreto.

Los hombres de las camisetas negras —el Pelotón de Justicia — parecían estar listos para pelear, y así era. Algunos realmente se acabaron peleando. Pero en su mayoría no. Las palabras del presidente no podrían haber sido más claras.

Los hombres del Pelotón no eran muy exigentes. Iban a por cualquiera con uniforme y a por cualquiera que pareciese del servicio secreto: es decir, hombres con auriculares. Por desgracia, eso incluía a un par de periodistas. Los periodistas se resistieron. La resistencia terminó pronto.

Esos movimientos tuvieron lugar con un silencio absoluto de fondo. Todos los demás, en un radio de quinientos metros alrededor del presidente Cozzano, estaban completamente inmóviles y guardaban un silencio perfecto. Todos estaban conmocionados. Más allá, en el Mall, era posible oír los murmullos de la multitud, e incluso algunos gritos. Pero a la mayor parte de los que se encontraban cerca del presidente las palabras que salían de su boca les afectaban directa, personal y contundentemente. No querían perderse nada. Sobre todo considerando que un malentendido podía llevar a una ejecución sumarísima.

Cozzano siguió hablando sin pararse:

—El FBI, una de las pocas agencias federales que respeta su juramento de proteger, defender y hacer cumplir la Constitución y las leyes de Estados Unidos, coordinará todos los dispositivos de seguridad a todos los niveles durante el periodo de ley marcial. En este momento nombro a Melvin Israel Meyer como fiscal general y pongo al FBI y a la policía de D.C. bajo su autoridad directa. En mi condición de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, suspendo la autoridad de los jefes del Estado Mayor durante una semana y coloco a todas las fuerzas militares bajo mi mando directo. Ordeno a la Fuerza Aérea y a todas las naves aéreas militares en el territorio continental de Estados Unidos que permanezcan en tierra hasta próximo aviso. Ordeno a la Administración Federal de Aviación que prohíba el tráfico aéreo sobre el Distrito de Columbia, desde este mismo momento, y que cierre el Aeropuerto Nacional hasta próximo aviso. El fiscal general se hará cargo de hacer cumplir la moratoria en el tráfico aéreo.

En el tejado del Capitolio y en otros edificios del Mall habían empezado a aparecer hombres, cargados con maletas largas y voluminosas. Abrieron las maletas y sacaron objetos tubulares de metro veinte de largo con antenas planas que sobresalían de la parte superior: lanzadores de misiles Stinger.

—Garantizo a nuestros aliados y prometo a nuestros adversarios en todo el mundo que ésta es una situación puramente nacional, y que el equilibro militar global no se verá afectado.

»Declaro una semana de cierre en todos los bancos y bolsas. Pido a los líderes financieros que cooperen conmigo para que la calma regrese a los mercados lo más rápidamente posible.

»Finalmente, pido la indulgencia del pueblo estadounidense en este momento de crisis. Aunque los pasos que acabo de dar no tienen precedente y son graves, les aseguro que el peor momento de la crisis ha pasado, y que en horas, o como mucho en días, el gobierno habrá recuperado el rumbo.

»Una explicación completa de lo que me sucedió a mí, a mi familia y al proceso electoral de este país ocuparía un libro muy largo. Ahora mismo no puedo darles información completa. Pero el pueblo merece una explicación, y por tanto, en este mismo momento, un resumen de esos acontecimientos se transmite a todos los servicios de noticias del mundo. La misma información se ofrece a todas las oficinas gubernamentales y bases militares importantes. Cintas de vídeo están llegando a todas las grandes cadenas y emisoras de televisión.

Cozzano hizo por fin una pausa, para tomar aliento y para mover las notas. Finalmente se rompió el silencio, y un murmullo comenzó a recorrer la multitud.

La gente empezó a moverse. La multitud en la plataforma incluía a varios oficiales militares de alta graduación; varios de ellos se pusieron en pie y caminaron por el pasillo que llevaba al Capitolio. Tan pronto como creyeron que las cámaras no les veían, echaron a correr. Varios funcionarios sin uniforme hicieron lo mismo.

Miembros del Pelotón de Justicia llegaron a la primera fila de sillas y se concentraron en cuatro hombres: los secretarios nombrados de Defensa, Estado, Comercio y Tesoro. A todos se les animó firmemente a ponerse en pie y luego se los llevaron. A los miembros de sus familias no se les permitió acompañarlos; algunos estaban demasiado conmocionados para moverse, otros se echaron a llorar y algunos probaron con la lucha física. Un temblor inicial de pánico se propagó por el Mall.

 

Floyd Wayne Vishniak observaba a Cozzano desde la multitud de abajo. La invitación especial de Ogle le había permitido superar varias capas de seguridad. Pero no había llegado hasta la plataforma en sí. La invitación supuestamente le hubiese permitido superar el cordón final. Pero había observado a algunos de los tipos importantes y había visto que la última comprobación era especialmente rigurosa. No quería arriesgarse, y ni siquiera era necesario. Desde abajo podía ver claramente toda la plataforma.

Podía haber alcanzado a cualquiera de los tipos importantes sentados allá arriba. Cualquiera de las personas que controlaban la mente de Cozzano. Hubiese sido fácil. Pero no habría tenido ningún sentido. Vishniak había alcanzado una conclusión asombrosa mientras escuchaba el discurso de Cozzano: había llegado demasiado tarde. Cozzano estaba perdido.

Vishniak había destrozado personalmente la sala de control informático desde la que Ogle y los otros manipuladores mediáticos controlaban la mente de Cozzano. Había liberado a Cozzano. Pero Cozzano había arrancado su Presidencia declarando la ley marcial y amenazando con ejecutar a gente por la calle. Cozzano estaba dando un golpe de Estado. Estaba convirtiendo el gran sistema democrático norteamericano en una dictadura. Frente a los ojos de Vishniak.

—Mis conciudadanos, he llegado a vosotros en un momento de gran peligro —dijo Cozzano, intentando emplear la autoridad de su voz para calmar la ansiedad creciente... las peleas desagradables a su espalda, el murmullo que se había convertido en un rugido bajo—. Hemos evitado un desastre por muy poco. Os hablo, ahora, como un hombre libre, por primera vez en un año. Hace exactamente un año, como puede que sepáis, sufrí una apoplejía. Me he ausentado durante un tiempo. Hoy, ¡aquí estoy para deciros que he regresado!

Era lo primero que Cozzano decía en todo el día que sonaba como algo que diría un nuevo presidente triunfante. La multitud quedó muy aliviada. Las conversaciones histéricas y los murmullos nerviosos quedaron ahogados por los vítores que se iniciaron en las gargantas del Pelotón de Justicia y creció explosivamente hasta recorrer todo el Malí.

Y no se apagó; se convirtió en una ovación. Los que escuchaban a Cozzano habían experimentado más ansiedad durante el último par de minutos que desde la crisis de los misiles cubanos o el asesinato de Kennedy. Ahora Cozzano les decía que todo iba a salir bien. Se lo dijo no sólo con palabras, sino con su profunda voz resonante y con su postura, su expresión facial.

Nadie sabía lo que pasaba en realidad. Pero oyendo sus palabras y viendo su cara, supieron algo más allá de toda duda: el presidente Cozzano estaba haciendo aquello para lo que le habían elegido. Por fin había un líder en la Casa Blanca, y estaba liderando.

Las personas de la plataforma fueron las últimas en ponerse en pie y unirse a la ovación.

Cozzano estuvo a punto de retomar el discurso, pero comprendió que no podía superar en volumen a las voces de medio millón de personas. Hizo una pausa, sonrió a la multitud y esperó unos momentos. Los vítores continuaron. Se apartó del atril, situándose un par de pasos delante de su hija, Eleanor Richmond y su familia, y alzó ambos brazos en el aire como si hubiese logrado un ensayo.

La primera bala logró lo que se suponía que debía hacer. El recubrimiento de teflón atravesó sin problemas las siete capas de tejido a prueba de balas en el chaleco antibalas de Cozzano. Después de eso, el impulso y el viejo plomo hicieron el resto. Penetró en su tórax unos centímetros debajo de la tetilla derecha y explotó contra una costilla, esparciendo fragmentos de plomo, hueso y teflón por la cavidad torácica de Cozzano. La mayor parte de su pulmón derecho quedó convertido en carne picada. Se abrieron muchos agujeros en el corazón y en el pulmón izquierdo se le rompió un vaso sanguíneo importante. No salió nada del otro lado del cuerpo de Cozzano; la bala, específicamente diseñada para matar a seres humanos con chalecos antibalas, había sido totalmente eficiente en el proceso de transferir toda su energía a la carne de Cozzano.

Vishniak vio un chorro de humo y sangre surgir de la herida de entrada y supo que Cozzano estaba muerto. Dirigió el arma un par de grados a la derecha y apuntó a Eleanor Richmond. Pero justo cuando apretaba el gatillo, un tipo enorme con camiseta negra saltó para colocarse delante de ella.

Darryl Garfield, un jugador ofensivo de los Skins, recibió la segunda bala en su pesado brazo, que era casi tan grande como la cintura de Eleanor. La bala rebotó en el húmero y acabó destrozando una ventana en el edificio Rayburn, a trescientos metros al sur, donde más tarde la encontraron. Al salir la bala del brazo de Garfield empujó por delante una onda de choque de sangre y tejido muscular pulverizado que salió de su cuerpo siguiendo un patrón toscamente esférico, cubriendo de sangre a Eleanor Richmond.

Vishniak bajó el arma, algo sorprendido por la intervención súbita de Garfield y no se dio cuenta de la precipitada aproximación de Rufus Bell. Bell concentró todo su impulso en la base de su mano derecha, que golpeó el puente de la nariz de Vishniak y hundió la estructura ósea de toda su cara, hundiendo varios pequeños fragmentos de huesos hasta el cerebro de Vishniak. Vishniak era un vegetal al tocar el suelo. Diez minutos más tarde, estaba muerto.

La mayoría de las personas presentes en la plataforma sólo sabía que Darryl Garfield había recibido un disparo, debido a la espectacularidad de la herida. En la confusión posterior, Mary Catherine fue la primera persona en darse cuenta de que el presidente Cozzano estaba sentado tras el atril, con expresión pálida y conmocionada.

Al principio pensaron que estaba conmocionado porque la bala casi le había dado. Pero un vistazo a su cara demostró lo contrario. Una espuma rosa se había concentrado en las comisuras de su boca. Mary Catherine, James Cozzano y Mel convergieron sobre Cozzano al mismo tiempo y le ayudaron a tenderse de espaldas. Unos momentos después estaban rodeados por el Pelotón.

Unos momentos después del tiroteo, Eleanor Richmond había desaparecido, rodeada por completo por enormes miembros del Pelotón que prácticamente la encerraron en chalecos antibalas. Los invitados de la plataforma inaugural regresaron al Capitolio como si hubiesen quitado un tapón y el edificio les estuviese absorbiendo. Eleanor y su escolta fueron con ellos.

Mary Catherine rompió la camisa de Cozzano y descubrió la herida de entrada en el tórax. Le miró a los ojos.

—Estaré bien —dijo Cozzano.

—Han llamado a un helicóptero —dijo Mel—. Aguanta, amigo.

Cozzano no prestó atención a Mel. Miraba a James y a Mary Catherine, arrodillados junto a él, cada uno a un lado.

—Escucha, cariño —dijo el presidente—. James se quedará conmigo. Tú te quedarás con Eleanor.

—¡No! —dijo Mary Catherine.

—No tienen más opción que matar a Eleanor —dijo Cozzano—. Intentarán hacerlo ahora. Causas naturales. ¡Ve! Es una orden del presidente.

Las lágrimas surgieron de los ojos de Mary Catherine y le corrieron por la cara.

—Te quiero más que a nada, cariño —dijo Cozzano.

—Yo también te quiero, papá —dijo Mary Catherine.

—Ahora ve y haz tu trabajo —dijo Cozzano.

Mary Catherine se inclinó y besó la mejilla de su padre. A continuación se puso en pie, se giró y corrió hacia el Capitolio.

 

La Rotonda se había vuelto loca. Varias docenas de miembros de la policía del Capitolio habían sido llevados a una esquina y estaban rodeados por un par de miembros del Pelotón armados con fusiles M-16 con la bayoneta calada. Más hombres de Justicia, y varios hombres ataviados con cazadoras del FBI, se situaban en las entradas, intentando establecer algún control sobre quién entraba y quién salía. Algunas unidades de televisión andaban por allí, incapaces de decidir a qué apuntar las cámaras; algunos reporteros de radio y televisión corrían dando vueltas aleatoriamente, gritando sus monólogos interiores a los micrófonos. No importaba mucho lo que dijesen siempre que lo hiciesen con autoridad.

Pero la mayoría de los presentes en la Rotonda eran invitados que habían estado sentados en las filas de sillas de la plataforma inaugural. Era fácil distinguirlos. Los hombres vestían prendas muy formales y las mujeres estaban vestidas, peinadas y enjoyadas como nunca. Esa gente había formado corrillos dispersos por el suelo de la Rotonda. Cada corrillo estaba compuesto por algunas personas mirando hacia dentro, boquiabiertas por la conmoción, parloteando entre sí, y algunas personas, en general hombres, moviendo constantemente los cuellos en todas direcciones, con los ojos bien abiertos y mirando, intentando hacerse una idea de lo que estaba pasando. Uno o dos hombres golpeaban teléfonos móviles con dedos rígidos, gritándoles, sin obtener nada más que estática. Un hombre con corbata negra y chaqué lanzó el móvil al suelo por frustración y el aparato se deslizó sobre la piedra pulida como si fuese un disco de hockey.

Mary Catherine no veía a Eleanor por ninguna parte. Un miembro del Pelotón pasó delante de ella con una camiseta negra de Justicia. Mary Catherine dio un salto y le puso la mano en el hombro.

—¿Dónde está Eleanor? —dijo.

Tan pronto como la reconoció, respondió.

—Fue al baño de señoras a limpiarse. Tenía sangre encima.

—¿Quién está con ella?

—No sé —dijo el hombre—, no tenemos a ninguna ayudante mujer.

—¿Dónde está el baño? —dijo Mary Catherine, quitándose los zapatos.

El hombre se lo señaló. Mary Catherine corrió por el suelo de la Rotonda, ganando velocidad.

No fue difícil encontrar el baño de Eleanor: la entrada estaba casi oscurecida por un corrillo de miembros del Pelotón con camisetas negras. Mary Catherine simplemente apuntó a la puerta y confió en que la reconociesen, y que se apartasen.

Lo hicieron, pero tuvo que perder velocidad y simplemente andar con rapidez. Entró en la antesala de señoras. Lo primero que vio fue el vestido de Eleanor sobre un sofá cerca de la entrada, manchado de sangre.

Giró una esquina y vio una fila de lavamanos. Eleanor estaba inclinada sobre uno de ellos, del que salía agua caliente. Se había quedado en ropa interior. Estaba inclinada sobre el lavabo echándose agua a la cara; todavía tenía algunas manchitas de sangre en el pelo.

Había otra mujer en el baño: por su apariencia era evidentemente una invitada. Mary Catherine había pasado tiempo suficiente con gente de clase alta para reconocerla cuando la veía.

Incluso la reconoció. Era Althea Coover. La nieta de DeWayne Coover. Ella y Mary Catherine había ido juntas a Stanford y habían ido a muchas de las mismas fiestas. Debido al apoyo de Coover al Instituto Radhakrishnan, su familia había logrado muchas invitaciones a la toma de posesión.

Althea Coover estaba en el lavabo contiguo al de Eleanor. Había colocado algunos pequeños contenedores cosméticos en el estante bajo el espejo, como si hubiese ido a corregirse el maquillaje. Pero justo cuando Mary Catherine giraba la esquina, Althea sacaba algo más de su bolso: una hipodérmica.

Mary Catherine fue directamente a por ella.

Althea vio a Mary Catherine y se sobresaltó. Sus ojos pasaron a la hipodérmica, luego a Eleanor, luego a la cara de Mary Catherine. Retiró la tapa, dejando libre la aguja fina como un pelo y la alzó como un dardo, apuntando al hombro expuesto de Eleanor.

Luego Mary Catherine pegó la pistola eléctrica a un lado del cuello de Althea Coover y le dio al disparador.

Althea dejó caer la aguja, cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra el piso de mármol con un golpe escandaloso. Eleanor se envaró, parpadeó para eliminar el agua de los ojos y saltó para ver a Mary Catherine de pronto allí de pie con el rayo en la mano, y Althea Coover desaparecida.

 

Cuando Mary Catherine y Eleanor regresaron a la Rotonda, ahora rodeadas de hombres con camisetas negras muy nerviosos y con el dedo en el gatillo, descubrieron que el presidente del Tribunal Supremo no había tenido tanta suerte. Se había derrumbado sobre el suelo de mármol, inconsciente e insensible. Inmediatamente antes de su derrumbe había estado hablando con otros invitados que se habían ido apresuradamente; más tarde, encontraron una jeringuilla hipodérmica abandonada en un cenicero junto a la puerta. El presidente del Tribunal Supremo había recibido la asistencia de varios médicos ancianos y distinguidos que habían encontrado un hueco en la lista de invitados. Algunos miembros del Pelotón lo levantaron y lo llevaron a la enfermería del Capitolio.

Ahora el Pelotón consideraba con extrema suspicacia a cualquiera que llevase una corbata blanca o un vestido formal. Mary Catherine y Eleanor se encontraron en el mismo centro de la Rotonda, rodeadas de miembros del Pelotón mirando hacia fuera, mientras sacaban al resto de los invitados fuera de esa zona.

Entre el corrillo en el centro y la gente acumulada en los extremos, había una amplia zona vacía en forma de rosquilla, en ese momento ocupada por tres personas: un cámara de la CNN, el encargado de sonido y un tipo de mediana edad y calvo ataviado con una larga túnica negra. La túnica estaba fabricada con material sintético y daba la impresión de que había estado formando una bola durante varios días. Estaba abierta para mostrar un chaleco antibalas; debajo del chaleco, se podía ver una camiseta negra. Era un miembro del Pelotón.

En la mano derecha llevaba un grueso libro negro con las palabras SANTA BIBLIA en la tapa, escritas en letras doradas. Había una única hoja de papel mecanografiado unida a la tapa.

—Discúlpenme —dijo el hombre de la túnica negra, poniéndose de puntillas intentando mirar por encima de los hombros de los guardaespaldas—, pero no he podido evitar darme cuenta de que el presidente del Tribunal Supremo ha quedado incapacitado. ¿Puedo ser de ayuda?

—¿Quién es usted? —dijo Mary Catherine, mirándole entre los hombros de los guardaespaldas.

—Stanley Kotlarsky, juez del Fifth Circuit, condado de Cook, Illinois —dijo el hombre—. Mel me pidió que andase por aquí en caso de que le pasase algo al presidente del Tribunal Supremo. ¿Están preparadas para los honores o nos vamos a quedar aquí de pie todo el día?

El círculo de guardaespaldas se abrió para permitir la entrada al juez Kotlarsky y al equipo de televisión. El juez Kotlarsky sacó de la Biblia la hoja de papel y luego le entregó la Biblia a Mary Catherine.

—Ya sabe lo que hay que hacer —dijo.

Sí lo sabía. Lo había hecho quince minutos antes. Ahora, llena de lágrimas, manchada de sangre, descalza y despeinada, lo volvió a hacer: alzó la Biblia ante la próxima presidenta. Eleanor Richmond no vaciló. Puso una mano sobre la Biblia y alzó la otra.

El juez Kotlarsky miró al cámara.

—¿Listo?

—En directo al planeta Tierra —dijo el cámara.

El juez Kotlarsky comenzó a leer la hoja:

—Repita conmigo...

En medio del juramento, Eleanor y el juez tuvieron que alzar la voz; casi las ahogaba el estruendo del helicóptero médico que aterrizaba delante para, en unos pocos segundos, volver a elevarse.

Mary Catherine no prestó mucha atención al juramento. Miraba por las ventanas, viendo cómo el helicóptero se llevaba a su padre. Lo primero que oyó fue la voz de la presidenta dando su primera orden:

—Evacuen y sellen la Rotonda.

Luego, la presidenta Richmond se inclinó, sacó un sobre negro del bolso y lo rompió para abrirlo.

 

William A. Cozzano llegó al Instituto Lady Wilburdon de Heridas de Bala en helicóptero, unos quince minutos después de que la bala hubiese entrado en su cuerpo. Para entonces, había perdido como la mitad de su sangre. Lo llevaron directamente a la sala de trauma, donde el doctor Cornelius Gary le abrió el pecho. El presidente estaba en buenas manos: entre su servicio en la Guerra del Golfo y los hospitales de D.C., el doctor Gary había tratado personalmente más heridas de bala que cualquier otro médico de Estados Unidos.

Antes de que le aplicasen la anestesia, las últimas palabras de Cozzano a su hijo James fueron:

—Ahora eres libre, hijo. Ve y sé un buen hombre.

El doctor Gary trabajó arreglando los órganos destrozados de Cozzano durante treinta minutos. William A. Cozzano murió sobre la mesa de operaciones a las 12:58 p.m., habiendo sido presidente durante algo menos de una hora.