Capítulo 43
E
l Encuentro Ciudadano Nacional de William A. Cozzano, que se celebró en Chicago en agosto, fue el equivalente de una convención política. Pero al tratarse de un acto puramente mediático, sin tontos procedimientos para empañar los trabajos, fue mucho más entretenido.
El acto inicial se celebró en el parque Grant, una franja verde que corría por entre el centro elevado de Chicago y el lago. A costa de alienar permanentemente a los votantes partidarios de los derechos de los animales y a los contrarios a los combustibles fósiles, los directores de campaña de Cozzano montaron una enorme barbacoa el domingo por la noche. Los diez mil participantes en el Encuentro Ciudadano llevaban toda la semana llegando a Chicago, registrándose en los hoteles del centro e instalándose en las habitaciones donde pasarían la siguiente semana. La barbacoa del parque Grant era un método informal para que todos se reuniesen e hicieran el tonto antes de que empezasen los actos el lunes por la mañana en el centro de convenciones.
Desde el balcón de su suite en el Congress Plaza, que miraba al corazón del parque Grant, Mary Catherine pudo presenciar el desarrollo de la barbacoa durante casi todo el día. Como a las cinco de la tarde, cuando el calor empezaba a ceder, el humo que se alzaba de todas esas barbacoas empezó a resultarle apetecible, y por tanto se puso un vestido de tirantes. Era bastante remilgado para los estándares de una ciudad playera en un día caluroso de verano, pero bastante atrevido para los estándares de las esposas e hijas de candidatos. Más aún, era tan ligero y suelto que podría jugar al softbol, aunque deslizarse hasta la base no era una opción. Desde su demostración de precisión bateadora en Tuscola el Cuatro de Julio, ser osada y atlética era parte de su trabajo.
Bajó en el ascensor y recorrió el parque. Ahora Mary Catherine podía pasear por cualquier lugar de Chicago, vestida como le diese la gana, en cualquier momento de la noche o el día, porque siempre la seguían agentes del servicio secreto. Había llegado a la conclusión de que los guardias armados eran una maravilla y que todas las chicas deberían tenerlos.
La barbacoa no podía ser una barbacoa normal y corriente. Había que montarla alrededor de algún concepto mediático central. En este caso, la idea era que todas las diversas regiones de Estados Unidos competían por ver dónde se preparaban las mejores barbacoas. Mary Catherine pasó junto a los puestos de Tejas, Carolina del Norte, Kansas y decidió que aparte de ofrecer una rápida cena para llevar, las barbacoas comparativas no le resultaban muy interesantes.
Bandadas de pájaros negros, iguales a los que Mel le había mostrado, volaban alrededor de las zonas de hierba comiéndose los extremos de las patatas fritas. Una de las bandas de rock favoritas de papá, de los años sesenta, tocaba en la zona de bandas del norte, pero a ella sus canciones le parecían apenas mejores que la música de ascensor. Al sur, en Hutchinson Field, se estaban celebrando varios partidos improvisados: fútbol de contacto, frisbi, softbol, voleibol. En ese momento no le apetecía sudar, y se quedó cerca de los senderos, que estaban bordeados por filas dobles de árboles.
Al otro lado de Lakeshore Drive, siguiendo el borde de la cuenca, las cosas estaban más tranquilas y varios grados más frías. La cuenca estaba salpicada con boyas numeradas, blancas y azules, donde podían atarse los botes de recreo. Allí no había playa, sólo un rompeolas de piedra con una o dos plataformas más hundidas donde los botes podían recoger y dejar pasajeros. Un par de grandes barcos de paseo circulaban entre esos puntos y el lago abierto, llevando gratis a la gente para que pudiese apreciar el esplendor del centro histórico de Chicago visto desde el lago Michigan. Parecía agradable y relajante, así que Mary Catherine subió a uno de los barcos, se sentó en una silla de cubierta y retiró el envoltorio a una hamburguesa recién sacada de la barbacoa. Ella y los agentes del servicio secreto fueron las últimas personas en recorrer la pasarela; unos momentos después el barco navegó por una avenida ancha entre las boyas blancas, dirigiéndose a un hueco en el rompeolas.
Mientras terminaba de dar cuenta de la hamburguesa, una mujer se apartó de la multitud que ocupaba la barandilla y se le acercó, era de raza negra, vestía con elegancia, y probablemente tuviese unos cuarenta años pero poseía la capacidad de parecer más joven. Se movió con extraña confianza por entre la valla de agentes secretos dispersos, dedicando a cada guardia una sonrisa de complicidad y un asentimiento. Poseía un rostro agradable y una bonita sonrisa.
—Hola —dijo, señalando una silla vacía junto a Mary Catherine—. ¿Está ocupada?
—Adelante —dijo Mary Catherine—. No es usted de por aquí, ¿verdad?
La mujer rió.
—Eleanor Richmond. Encantada de conocerla, señorita Cozzano —dijo, alargando la mano.
—Encantada de conocerla —dijo Mary Catherine, aceptándola—. Lamento no haberla reconocido de inmediato... la he visto varias veces por la tele.
—Varias veces. Bien, es usted una espectadora atenta. No he salido tantas veces.
—Veo regularmente el programa del doctor Lawrence —dijo Mary Catherine—, y a él parece caerle bien.
—Me odia —dijo Eleanor—, pero soy una bendición para sus índices de audiencia. Y, sospecho, para su vida de fantasía.
—Lamenté saber lo del senador Marshall —dijo Mary Catherine.
—Gracias —dijo Eleanor con amabilidad.
Durante la tercera semana de julio, Caleb Roosevelt Marshall había vuelto a su rancho del sudeste de Colorado «para limpiar la maleza». Los doctores, ayudantes y guardaespaldas que viajaban siempre con él se levantaron muy temprano para encontrar su cama vacía. Finalmente le encontraron en lo alto de una mesa rocosa. Había ido hasta allí antes del amanecer, había contemplado cómo se alzaba el sol sobre la llanura y luego se había volado el corazón con una escopeta de dos cañones.
Dejó cartas dirigidas a varias personas: su personal, varios senadores, viejos amigos, viejos enemigos y el presidente. La mayor parte de esas cartas no se hicieron públicas, en parte por ser privadas y en parte porque no se podían imprimir. El presidente leyó su carta —dos líneas garabateadas sobre el papel de carta del senador— la lanzó al fuego y pidió un whisky doble al bar de la Casa Blanca.
La nota de Eleanor decía: «Sabes lo que debes hacer. Caleb. P.S. Toma precauciones.»
Llevaron su cuerpo en avión de vuelta a Rotunda, donde permaneció veinticuatro horas en la capilla ardiente, y luego le llevaron de vuelta a Colorado, donde fue incinerado y sus cenizas esparcidas por su rancho. Siguiendo las instrucciones escritas de Marshall, Eleanor dirigió su oficina durante las siguientes dos semanas, mientras el gobernador de Colorado decidía a quién nombrar para reemplazar a Marshall.
Acabó nombrándose a sí mismo. Las encuestas indicaban que muchos habitantes de Colorado no valoraron bien ese acto, considerándolo una forma clara de oportunismo. Pero su primer acto oficial fue despedir a Eleanor Richmond. Ese anuncio hizo subir por las nubes la valoración del nuevo senador.
—Espero que consiga un buen trabajo —dijo Mary Catherine—, se lo merece.
—Gracias —dijo Eleanor—. Tengo varias ofertas provisionales. No se preocupe por mí.
—¿Sabe?, me educaron como católica y por tanto tengo que ver el suicidio con malos ojos —dijo Mary Catherine—, pero creo que el acto del senador fue increíblemente noble. Es difícil imaginar a alguien en Washington con tanta entereza.
Eleanor sonrió.
—Caleb opinaba lo mismo. Y aparentemente lo dijo en algunas de las cartas que dejó.
Mary Catherine echó la cabeza atrás y rió.
—¿Está de broma? Se mofó de algunos...
—... por no tener el valor de suicidarse —dijo Eleanor—, lo que, para más de uno, sería la única forma decente de salir de D.C.
—¿Está aquí de observadora —dijo Mary Catherine— o como participante?
—Todo esto es tan perfecto que no estoy segura de que haya alguna diferencia —dijo Eleanor.
—Cierto —dijo Mary Catherine.
—Pero para responder a su pregunta, se me invitó para el debate.
—¿Debate?
—Sí. El jueves por la noche. Después de Los Simpson y antes de La ley de Los Ángeles. Todos los segundos en potencia van a luchar ahí.
—¿Le están considerando como posible segundo? —preguntó Mary Catherine. Le avergonzaba sentirse tan sorprendida. Eleanor la miraba con complicidad y con indulgencia—. Es decir, no se confunda, lo haría genial —dijo Mary Catherine—. Estaría usted fantástica. Pero no había oído nada.
—Cariño, recuerde cómo va esto —dijo Eleanor—. Ni su padre ni ningún otro candidato va a escoger a una mujer negra como segunda de a bordo... y si lo hiciese, nunca me escogería a mí. Pero ganan algunos puntos por incluirme en la lista. Es por eso que me invitaron.
—Bien, me apetece ver ese debate.
—¿Qué pasa con usted? ¿Cuál es su papel en todo esto? —dijo Eleanor, señalando con la mano el panorama humeante de las barbacoas.
Mary Catherine contempló el panorama y consideró la pregunta. Ahora comprendía por qué había decidido hacer el trayecto en barco: para alejarse, para retroceder, para mirar su vida desde la distancia. Probablemente a muchos de los que estaban a bordo les hubiese dominado el mismo impulso. La conversación con Eleanor era precisamente lo que había estado buscando.
Instintivamente confiaba en Eleanor y quería contarle la verdad: que algo iba mal con su padre. Que durante los últimos dos meses había vigilado todos sus gestos, prestado atención a todas sus palabras, que había empleado hasta su último conocimiento neurológico para montar el puzzle de lo que sucedía en el interior de su cerebro. Que pasaba un par de horas al día con él, en una terapia privada e intensiva, intentando recuperarle. Y cuanto más avanzaba, más sola se sentía, más miedo tenía.
Pero no podía contarlo todavía. Así que tendría que hacerse la tonta.
—¿Quién demonios sabe? —dijo.
Eleanor se llevó una mano a la boca, en un gesto simultáneamente incongruente y encantador en una mujer de mediana edad, y se rió.
Mary Catherine siguió hablando:
—Mi papel consiste en estar guapa, pero no demasiado; en ser inteligente, pero no demasiado; atlética, pero no demasiado. Creo que realmente querían a una buena chica de universidad. Ya sabes, el tipo de chica que va a los campus universitarios con vaqueros y sudadera, se sienta con las piernas cruzadas en el suelo de los dormitorios y canta con sus amigos. En su lugar, tienen a una neuróloga. Y hay un número limitado de bebés con sida a los que puedo besar antes de que el truco pierda efectividad. Así que mi vida está en suspenso mientras las cosas se resuelven.
—Bien, todos pasamos por transiciones —dijo Eleanor—. Este tipo de cosas, una campaña importante, es el tipo de trastorno que puede ser útil.
—¿Útil en qué sentido?
—Lo revuelve todo. Durante un momento todo está en estado de flujo, tienes la posibilidad de cambiar de dirección, de arreglar los viejos problemas de tu vida. Créeme, lo sé.
Mary Catherine sonrió.
—Te creo —dijo.
Desde el comienzo del Encuentro Ciudadano Nacional de William A. Cozzano, el reloj de alta tecnología fijado al brazo de Floyd Wayne Vishniak se había puesto en marcha varias veces al día, enfrentándole a imágenes en directo de los actos que se celebraban a sólo un par de cientos de kilómetros de su casa. Agradecía el entretenimiento gratuito, que le ayudaba a apartar la mente del trabajo estúpido que realizaba.
Llevaba ya bastante tiempo viviendo con un escaso cheque del paro, y hacía tiempo que había renunciado a intentar encontrar trabajo. Pero ahora, Floyd Wayne Vishniak, gracias al reloj PIPER de su brazo, se había convertido, a todos los efectos, en consejero personal del gobernador Cozzano. Era una pesada responsabilidad. No se iba a quedar sentado en su caravana bebiendo cerveza y actuando como un bufón. Iba a educarse. Iba a empezar a prestar atención a la campaña y a aprender sobre los otros candidatos y los temas importantes.
Una semana o dos después de ponerse por primera vez el reloj PIPER, en junio, Vishniak se encontraba en el centro de Davenport para ocuparse de un asuntillo, y había visto un montón de máquinas de periódicos en una esquina. Además de los periódicos de las Quad Cities y The Des Moines Register, estaban el Chicago Tribune, USA Today, The New York Times y The Wall Street Journal. Por casualidad, resultó que tenía los bolsillos cargados de monedas de un cuarto de dólar, así que compró un ejemplar de cada, gastándose dos dólares y medio. Se los llevó de vuelta a la caravana y los leyó. Encontró cosas interesantes.
Desde entonces, se había convertido en costumbre. Dos dólares y medio al día, seis días a la semana, eran quince dólares, más cinco dólares adicionales el domingo hacían veinte dólares a la semana. Ochenta dólares al mes. Dado el presupuesto de Floyd Wayne Vishniak, era mucha pasta. Tuvo que recortar el consumo de cerveza, y, a medida que avanzaba el verano y el maíz maduraba, consiguió un trabajo realizando el descope.
El descope era una práctica habitual en Iowa; la castración masiva de las plantas de maíz. La operación la realizaban a mano individuos que recorrían las filas de arriba abajo, sin parar, bajo el caluroso sol de agosto.
Floyd Wayne Vishniak iba a los campos cada mañana y trabajaba un par de horas antes de que el sol cascase de verdad, regresaba a Davenport para meter monedas de un cuarto de dólar en las máquinas de periódicos, leía los periódicos y bebía Mountain Dew durante todo el día, luego regresaba a los campos al fresco de últimas horas de la tarde para seguir trabajando. Durante las primeras dos semanas el turno de tarde/noche había sido bastante aburrido, pero luego la cosa mejoró cuando arrancó el Encuentro Ciudadano Nacional de Cozzano y empezó a recibir imágenes dos o tres horas al día.
El Encuentro Ciudadano le había parecido un poco cutre cuando lo anunciaron, pero en la práctica resultó ser muy impresionante. Por allí pasaban algunas personas muy importantes. Cada noche tenían a un par de las llamadas apariciones sorpresa: estrellas de cine, héroes del fútbol americano, magnates de la industria, e incluso algunos políticos renegados empezaron a aparecer por el Encuentro para demostrar su apoyo a Cozzano.
Para la tercera o cuarta noche, empezó a manifestarse un patrón claro en las imágenes. A las siete de la tarde, el reloj PIPER se encendía, con el logotipo y la música familiares. Durante quince minutos más o menos le mostraba una emisión de los actos en el McCormick Place, el gigantesco centro de convenciones junto al lago en Chicago, la sede del Encuentro Ciudadano Nacional. Luego venían quince minutos de análisis por parte de un equipo de tertulianos, algunos a favor de Cozzano, otros en contra. Luego media hora de material grabado, como, por ejemplo, un discurso de Cozzano de primera hora del día. Luego el programa pasaba a una suite de hotel, un ambiente en plan sala de estar, y Cozzano se sentaba con diversos grupos de norteamericanos que querían quejarse de sus problemas: desempleo, falta de cobertura sanitaria, escuelas públicas de mierda y demás. Cozzano permanecía sentado y les oía desahogarse, tomando notas de vez en cuando, preguntando ocasionalmente, y luego pronunciaba una especie de sermón que tenía como propósito tranquilizarles y hacerles creer que le importaban sus problemas y ciertamente haría algo al respecto cuando ocupase la Casa Blanca.
El reloj PIPER mostraba esas pequeñas imágenes mientras él recorría el vasto maizal plano, completamente solo, el único objeto en movimiento en varios kilómetros a la redonda. Sus manos se agitaban rítmicamente de arriba abajo al ir desplazándose por la fila de dos kilómetros, alzando ambos brazos para arrancar, y cuando en la pantalla aparecía algo especialmente interesante —la aparición sorpresa de una estrella importante— se detenía durante un minuto y permanecía inmóvil, mirándose la muñeca. Al comienzo de esos turnos de tarde/noche, las imágenes de la pequeña pantalla eran pálidas y desvaídas, pero a medida que avanzaba por el campo, y el sol se hundía en el horizonte llano, la luz del reloj ganaba en brillo, los colores se hacían más puros, hasta que finalmente salían la luna y las estrellas y Vishniak recorría el campo a oscuras, las imágenes del Encuentro Ciudadano Nacional radiando colores puros e intensos como si el reloj fuese un brazalete de rubíes, esmeraldas y zafiros.
Esa noche, el gobernador Cozzano se reunía con un grupo de personas negras que se habían organizado a partir de la masa uniforme de estadounidenses reunida en el Encuentro Ciudadano Nacional. Se habían reunido y formado su propia pequeña organización que de inmediato se había escindido en grupos más pequeños que se odiaban mutuamente. Ahora, los líderes de las pequeñas facciones se reunían con el gobernador Cozzano durante una agradable cena en la suite del hotel. Comían diminutos pollos en miniatura y bebían vino.
Una de las personas negras empleaba una analogía para explicar por qué la gente negra no se convertía en ejecutivos de éxito en la cantidad suficiente. En el juego del fútbol americano, comentó, a los negros a menudo se les valorada como receptores abiertos y corredores, pero los entrenadores se resistían a convertirlos en quarterbacks. El gobernador William A. Cozzano prestó atención seria y pensativa a esa analogía, masticando un bocado del pollo en miniatura y asintiendo de vez en cuando, sin apartar en ningún momento la vista de la cara del hombre que hablaba. Cuando el hombre hubo terminado, Cozzano se recostó en su silla, dio un sorbo al vino y dio un paseo por la avenida de los recuerdos.
—¿Sabe?, eso de los quarterbacks me ha impactado especialmente. Recuerdo que en 1963 pertenecía al equipo de Illinois y fuimos a Iowa City a jugar contra los Hawkeyes. Tenían un lanzador inicial y otros dos en el banquillo, todos blancos, y también disponían de algunos jugadores negros reclutados en la orilla opuesta del río, aquí en Illinois. En especial, tenían a un joven llamado Lucullus Campbell, que había sido el lanzador inicial de su equipo de instituto en Quincy, Illinois, una ciudad ribereña. Era un puesto que se le había dado de maravilla... un pasador increíble que también podía correr con la pelota. Bien, antes de que el partido empezase, el lanzador inicial de los Hawkeyes quedó fuera por la gripe estomacal. Pusieron al segundo lanzador y en algún momento del segundo cuarto del partido, recibió un golpe grave y cayó con una rodilla lesionada que le sacó del partido. Y por tanto sacaron al tercero.
»Y deje que les diga que ese joven, con todo el respeto para él, no era un buen lanzador. Dejaba caer la pelota. Lanzaba interceptaciones. Intentaba pasar la pelota a personas que no estaban donde él creía. —Cozzano hizo una pausa durante un momento y se tocó la boca con la servilleta mientras la gente alrededor de la mesa reía—. Vale, yo era un jugador ofensivo y, por tanto, cuando la parte ofensiva de su equipo estaba en el terreno de juego, mientras ese pobre tipo cometía todos esos errores, yo me quedaba de lado, mirando directamente al pobre Lucullus Campbell. Él miraba a ese tercer lanzador con incredulidad. Podía ver claramente la frustración manifestándose en su cara. Al fin, se puso en pie, se acercó al entrenador y habló con él. No pude oír lo que le dijo, pero sí que sabía lo que decía. Era una petición universal: «Sáqueme, entrenador. Puedo hacerlo.» ¿Y saben qué? El entrenador ni le miró. Ni siquiera se molestó en mirar a Lucullus Campbell a los ojos. Hizo un gesto de negativa con la cabeza y siguió mirando sus papeles. Y recuerdo haber pensando que era lo más injusto que había visto nunca. Le busqué tras el partido y se lo dije, y me gusta creer que mis palabras le causaron cierto consuelo. —Cozzano había empezado a contar la historia con cierto tono de humor irónico, luego pasó a triste. Pero en este punto se enfureció con el recuerdo, se sentó recto y comenzó a golpear la mesa con el índice. Sus invitados estaban sentados absortos. Cozzano, cabreado, era una presencia formidable—. Desde ese día, me ha resultado angustioso ver a gente negra con talento y ambición, personas capaces y dispuestas a competir en cualquier campo, retenidos por viejos blancos que no quieren darles una oportunidad. Y les prometo que no me convertiré en uno de esos viejos blancos... y tampoco permitiré que ninguno de ellos trabaje para mí.
Los invitados de la cena estallaron en aplausos espontáneos. A Floyd Wayne Vishniak, de pie en un campo de maíz a trescientos kilómetros, a quien no le podían importar menos los negros, se le quedó el corazón en un puño.
Al día siguiente, después de haber comprado todos sus periódicos y haberlos leído junto con una taza de café inagotable en una cafetería, fue a la biblioteca pública y, con algo de ayuda de un bibliotecario, buscó los microfilmes de The Des Moines Register del otoño de 1963. Buscó de la primera a la última página, las páginas fotografiadas pasando por la pantalla del lector de microfilmes, hasta dar con el reportaje sobre el partido Illini-Hawkeye.
Una hora más tarde, estaba con su camioneta en la carretera, dirigiéndose al sur por el río, en dirección a Quincy.
Después de volver de su trabajo nocturno de descope, se sentó a la mesa de la cocina acompañado por una cerveza y una hoja de papel y comunicó los resultados de sus indagaciones al hombre que mejor podía aprovechar esa información.
Floyd Wayne Vishniak
R.R. 6 Box 895
Davenport, Iowa
Aarón Green
Ogle Data Research
Pentagon Towers
Arlington, Virginia
Estimado señor Green:
Ayer noche, su amigo y el mío, el gobernador Cozzano contó una interesante historia durante la cena, sobre el partido Illini-Hawkeye del año 1963 y un tal Lucullus Campbell. Esa historia me llegó al corazón, por lo que me dirigí a la biblioteca pública para saber más sobre el asunto, como a menudo nos animan a hacer al final de los programas importantes de televisión.
Imagine mi sorpresa a! descubrir que el joven William A. Cozzano ni siquiera participó en el partido de 1963 porque sufría una gripe estomacal. Ese día ni siquiera pisó Iowa city.
Quizá se equivocase de año. Vale, comprobé 1962, 1961 y 1960. En 1960 y 1962 el partido se celebró en Champaign. En 1961 fue en Iowa City. Cozzano estaba allí, efectivamente, pero según el Des Moines Register, el lanzador inicial jugó durante todo el partido.
¿Quizá pasó en Champaign? Bien, en 1960 el lanzador inicial de los Hawkeye se lesionó y el segundo lanzador jugó muy bien durante todo el partido. Y en 1963 el lanzador inicial jugó todo el partido.
Ningún Lucullus Campbell ha jugado jamás para Iowa.
Me di un paseo hasta Quincyy descubrí que hubo un Lucullus Campbell que jugó para el equipo de su instituto y que participó en el equipo All-Star de Illinois en 1959. Fue el mismo año en que Cozzano estuvo en el All-Star. Era halfback. Nunca jugó un partido universitario porque murió en un accidente de coche la noche de su graduación del instituto.
Así que alguien podría tener la idea de que William A. Cozzano se inventa mentiras. Que es un político fraudulento como cualquier otro.
Pero yo no estoy de acuerdo porque creo en Cozzano y en su rostro pude ver las emociones al contar la historia. Sin duda, él cree en la sinceridad de sus propias palabras.
Entonces, ¿cómo explicarlo? ¿Cozzano está loco?
No, no lo creo. Pero es un hecho sobradamente conocido que Cozzano sufrió una apoplejía a principios de año y que su abogado judío lo tapó y secretamente dirigió el estado de Illinois durante un tiempo.
Luego Cozzano se hizo una operación especial de alta tecnología y mejoró. O ESO DICEN. Pero quizá las cosas no estén del todo bien dentro de su cabeza. Quizá los bancos de memoria de su cerebro estén alterados. ¡Quizás ese nuevo chip o lo que sea que usaron para arreglar su cerebro esté trasteando con su memoria!
Confío en que transmita esta información al gobernador Cozzano lo antes posible para que pueda hacer que corrijan el problema antes de que se convierta en presidente y empiece a dirigir el país con su cerebro defectuoso. Es una cuestión muy importante.
Ya no puedo dormir.
Estoy seguro de que pronto tendrán más noticias mías.
Sinceramente,
FLOYD WAYNE VISHNIAK