Capítulo 52
L
a caravana de vehículos de Eleanor cruzó el puente Woodrow Wilson y de inmediato, ya en Maryland, cogió la salida al Inner Loop. A la izquierda quedaba la planta de aguas residuales, la base Bolling de las fuerzas aéreas, la Agenda de Inteligencia de Defensa y el Navy Yards. A la derecha, colinas arboladas, y luego las viviendas, y luego el deterioro del Sudeste, una de las grandes zonas de fuego del Estados Unidos urbano. Eleanor había asistido a tres funerales de amigos y parientes a los que habían matado a tiros allí, y de camino al tercero casi la saca de la carretera una furgoneta de los SWAT.
D.C. era una gran ciudad históricamente negra que había sido colonizada, en algunos puntos, por blancos ricos. A falta de una red tradicional de crimen organizado, se había convertido en campo de batalla por la droga entre grupos competidores: jamaicanos, haitianos, elementos de Nueva York y washingtonianos nativos compitiendo por el lucrativo mercado de cubrir la insaciable demanda de los profesionales de la zona. La policía sólo podía esperar a que «el mercado se corrija por sí mismo», como había dicho un agente. Se creía que una vez que se estableciesen territorios y límites, los asesinatos pararían.
En lugar de eso, la violencia había infestado a toda una generación con la idea de que la vida humana era barata, y el flujo de armas a la región hacía que las semiautomáticas estuviesen disponibles incluso para los niños. Los médicos que se encargaban del servicio de urgencias en el Distrito se habían convertido en algunos de los más importantes expertos mundiales en el tratamiento de las heridas de armas de fuego. Durante la Guerra del Golfo los mandaron directamente al frente, donde se sintieron como en casa.
Esperando a Eleanor se encontraba el Instituto de Heridas de Bala Lady Wilburdon, una estructura fea, nueva y como una fortaleza construida sobre los cimientos derribados de los primeros proyectos de viviendas Guerra Contra la Pobreza. Su arquitectura reflejaba su función, que era tratar a la gente implicada en combates mortales. Se había construido seguro y a prueba de balas para desanimar a los pistoleros a venir a rematar a las víctimas mientras los doctores trabajaban.
Allí sólo disparaban las cámaras. Eleanor bajó de la limusina y siguió a su vanguardia a través de un muro de fotógrafos y cámaras. Llegó, junto con su escolta del servicio secreto, hasta el pequeño auditorio del Instituto. En el estrado ya estaba presente el alcalde de D.C.; el director médico del Instituto, un joven negro veterano de la Guerra del Golfo llamado doctor Cornelius Gary; y la fundadora, una inglesa imponente llamada lady Guenevere Wilburdon. Un asiento vacío esperaba a Eleanor.
—Señora Richmond —dijo lady Wilburdon, extendiendo la mano—, es un placer conocerla. Aguardo impaciente su jura del cargo.
—Muchas gracias, lady Wilburdon, pero primero tenemos que pasar por las elecciones.
—¡Bah! —dijo lady Wilburdon, y agitó la mano como si estuviese espantando moscas.
Eleanor contuvo el deseo de reír. Era justo la actitud que ella misma había demostrado, antes de ser candidata.
No pudieron hablar más antes del comienzo de la ceremonia. Se abrió con una presentación de canciones de los coros reunidos de varias iglesias locales, una larga y compleja perorata medio discurso medio oración por parte del alcalde, y la presentación del doctor Cornelius Gary, el director ejecutivo del instituto. Quien a su vez presentó a lady Wilburdon, que no dijo nada excepto presentar a Eleanor, quien inauguró el Instituto.
—Ha sido agradable conocerla, lady Wilburdon —dijo Eleanor después de acabar.
—No tan rápido, señora Richmond —dijo lady Wilburdon—. Vamos a tener una charla.
—Nada me gustaría más, pero mis compromisos...
—Ya se han tomado las medidas oportunas —dijo lady Wilburdon con firmeza.
De camino a la salida tuvieron que saltar para evitar una camilla que entraba: el primer paciente del Instituto, un chico de trece años a quien habían disparado con un Magnum 357.
La asistente de Eleanor se lo explicó en la caravana. Las dos siguientes citas de Eleanor habían sido canceladas en el último minuto. Disponía de un par de horas libres. La naturaleza odia el vacío y lady Wilburdon había venido corriendo para llenarlo. Almorzarían en el Willard.
También resultó un almuerzo reducido —sólo Eleanor, lady Wilburdon y su secretaria, la señorita Chapman. Lady Wilburdon empleó tanto la fuerza de su personalidad como su tremendo volumen físico para expulsar de la sala a todas las lapas de Eleanor. Luego se sentaron juntas en una mesa y tomaron diminutos sándwiches.
—Debería explicarle que conocía a Bucky —dijo lady Wilburdon.
—¿Bucky?
—Salvador. El tipo al que el loco disparó al otro lado del río y luego explotó delante de un bar de sushi. Es de mal gusto, lo sé, pero me he acostumbrado.
—Yo no le conocía —dijo Eleanor—. Sólo sé que dirigía una empresa que se encarga del asesoramiento mediático de nuestra campaña, del que ahora se ocupa Cy Ogle.
—Bucky era la personificación de la astucia —dijo lady Wilburdon—. Impresionante de forma superficial. Pero ostentoso. —Pronunció la palabra con la misma entonación que habría empleado de haberle llamado pedófilo—. En cierta forma, es sorprendente que la Red le contratase. Normalmente, nuestros estándares son más altos. Pero vivimos en una época en la que los estándares altos no están de moda.
—¿Red? ¿Trabajaba para uno de los canales de televisión?
Lady Wilburdon hizo un gesto de exasperación.
—Claro que no. Ni siquiera Bucky haría algo así. Debe usted saberlo todo, ya que estará pasando los próximos ocho años, posiblemente los próximos dieciséis, en un puesto de gran responsabilidad.
—Todavía tenemos que ganar las elecciones.
—Lo harán —dijo lady Wilburdon—. Hemos resuelto el problema de las elecciones.
Fue más tarde. Lady Wilburdon había tomado una botella de jerez y había hablado largo y tendido sobre el tema de Bucky, Ogle, Cozzano y la función de los 100 PIPER. Eleanor presto atención cortésmente, lo absorbió todo, y decidió que no sería hasta mucho más tarde cuando intentaría determinar si esa mujer estaba completamente loca o le decía la verdad.
Sería muy fácil considerarla una pirada. Pero sus palabras explicaban muchas cosas. De vez en cuando, Eleanor sentía la conmoción incómoda del reconocimiento cuando una explicación de lady Wilburdon se ajustaba exactamente a lo que ella misma había percibido. Conscientemente mantenía una posición escéptica. Subconscientemente, hacía rato que había decidido que todo lo que lady Wilburdon le contaba era cierto.
—Si lo que dice es cierto —dijo Eleanor—, se ha gastado una cantidad increíble de dinero.
—Todo es relativo —dijo lady Wilburdon—. Todo es parte de una estrategia a largo plazo.
—¿A cuán largo plazo?
—Siglos.
—¿Siglos?
—Sólo hay cinco entidades en el mundo con la sabiduría suficiente para proseguir estrategias consistentes durante periodos de siglos —dijo lady Wilburdon—. Dichas entidades no son nacionales o gubernamentales... incluso los mejores gobiernos son peligrosamente inestables y breves. Una entidad así se preserva a sí misma y se perpetúa por sí misma. Una guerra mundial, el ascenso y caída de un imperio, o una alianza como la URSS o la OTAN no tienen mayor importancia, para la entidad, que un soplo de viento agitando las velas de un clíper.
—¿Qué entidades son ésas? —dijo Eleanor.
—Sin ningún orden en particular, una es la Iglesia Católica. Otra es Japón... que no es más que un grupo de zaibatsus, o importantes uniones industriales. La tercera es una red dispersa de shtetls. Después de la expulsión de España en 1492, comprendieron a la fuerza la importancia de planear a largo plazo, y a lo largo de los años han acumulado fondos formidables. De la cuarta no sabemos mucho; parece conectar muchas de las culturas recalcitrantemente tradicionales del tercer y cuarto mundo y tener el cuartel general en algún lugar de Asia central. Y la quinta es la Red. Es una alianza de grandes inversores, tanto individuales como institucionales, predominantemente europeos y norteamericanos. Podría considerarla como el legado, el residuo, de la Compañía de las Indias Orientales, la Compañía de la Bahía del Hudson, las empresas ferroviarias norteamericanas, la Standard Oil y los imperios tecnológicos de nuestro tiempo. Es la más descentralizada de las cinco entidades... en realidad, simplemente es un esfuerzo para realizar inversiones, y algunas otras actividades, de forma coordinada. Antes de la guerra, sus fondos los administraba un encantador caballero escocés que vivía en un viejo castillo cerca de Chichester. Después, la administración se trasladó al interior de Estados Unidos y pasó a manos de un tipo norteamericano, un prodigio matemático que asistió a la Escuela de Genios Lady Wilburdon en la isla de Rhum.
—¿La Red es propietaria de Ogle Data Research?
—Sí.
—Y por tanto, ¿de Cozzano?
—Sí.
—Por tanto, ¿está diciendo que la Red va a tomar el control de Estados Unidos?
—La Red no lo querría —dijo Lady Wilburdon—. Los gobiernos, como ya he dicho, son complicados. Lo único que desea la Red es estabilizar los beneficios de su inversión en la deuda nacional.
—Espere un minuto. ¿Me está diciendo que la Red pondría en marcha esta conspiración increíble sólo para subir unos puntos el préstamo?
La idea no parecía incomodar a lady Wilburdon. Parecía un poco sorprendida de que Eleanor no la aceptase.
—Mi querida señora —dijo—, ¿tiene alguna idea de la cantidad de dinero que su gobierno ha tomado prestado?
—Mucho —dijo Eleanor—. Diez billones de dólares. —Era una cifra que tenía que citar regularmente durante los debates de campaña.
—Bien, ciertamente no se puede esperar tomar prestado todo ese dinero sin incurrir en ciertas obligaciones, ¿no? —dijo lady Wilburdon, como si fuese perfectamente evidente. Y la verdad es que, de hecho, era perfectamente evidente.
—Claro que no —dijo Eleanor—, tiene razón.
—Cuando un negocio toma dinero prestado de un banco, y lo hace irresponsablemente, y resulta despilfarrador e incompetente, ¿qué sucede?
—Va a la quiebra. El banco toma el control.
—Sí. El banco simplemente quiere lo mejor para el negocio. Se deshace de la madera muerta, despide a los tontos que arruinaron el negocio, lo limpia y lo endereza, de forma que el negocio pueda una vez más cumplir con sus obligaciones.
—Y yo soy una de las personas que se supone deben enderezar las cosas.
—Usted y el señor Cozzano, sí. Y estoy segura de que lo hará genial.
—¿Lo está? ¿Está de broma?
—Claro que no. He estado siguiendo su carrera, señorita Richmond. Todo lo que ha estado diciendo durante el último año sobre los fallos de la política estadounidense es correcto —dijo lady Wilburdon—. Sin visitarlos uno a uno y hablar con ellos personalmente, me atrevo a afirmar que la mayoría de la gente de la Red la considera una especie de heroína popular.
La mente de Eleanor le daba vueltas, y no sólo por haberse tomado dos copas de jerez. Tenía que hablar con Mary Catherine. Y providencialmente, uno de sus ayudantes entró y le indicó que era hora de irse. Eleanor había estado escuchando con tal atención que ni siquiera se había movido en una hora. Se le había dormido una pierna, y el jerez también había reducido su coordinación. Quedó claro al ponerse en pie.
—Tiene que hacer algunos estiramientos —dijo lady Wilburdon—. Fíese de mí... viajo incluso más que un candidato presidencial.
—Lo tendré en mente, lady Wilburdon. Gracias por una charla tan reveladora.
—El placer ha sido mío, se lo aseguro —dijo lady Wilburdon, acompañándola hasta el ascensor. Ahora Eleanor estaba rodeada por el personal de campaña.
»Adiós —dijo lady Wilburdon cuando llegaba el ascensor—. Disfrutaría mucho de una visita al Observatorio Naval, si me lo permite. Me encantan los telescopios.