Capítulo 30
C
uando a Bianca Ramírez le dieron finalmente el alta del centro médico Arapahoe Highlands después de una semana de tratamiento con oxígeno hiperbárico, la esperaban una docena de equipos de televisión, cuatro furgonetas con conexión por satélite, un realizador de documentales ganador de un Oscar, treinta reporteros de periódicos, un centenar de manifestantes dando su apoyo, el alcalde de Denver, personal de todos los senadores y congresistas locales y algunos abogados magros y hambrientos. La única pregunta era si sus padres, Carlos y Anna Ramírez, se presentarían para recogerla.
Su avance desde refugiada anónima hasta estrella mediática se podía comprobar examinando los titulares de los periódicos locales, que desde hacía unos años habían estado deslizándose en dirección al periodismo amarillo, y que se habían vuelto locos del todo por el caso de Bianca Ramírez.
«CAMIONETA DE LA MUERTE»
Había sido el primer titular sobre la familia Ramírez. En un par de noticieros importantes nacionales habían dado un trato ligeramente menos histérico a la noticia, lo que no era raro, la verdad; muchos niños chicanos se asfixiaban en la parte de atrás de las camionetas sin que se les mencionase en los periódicos locales. Pero en esta ocasión, varias organizaciones de hispanos se habían puesto en marcha y habían logrado provocar interés a nivel nacional. El caso de la familia Ramírez quedaba bien en la televisión. La camioneta de la muerte en cuestión estaba aparcada en un camino de entrada de Denver y cualquiera podía ir a grabarla. Había habido una superviviente, que resultaba ser una niñita adorable, y aunque no lo informaron de inmediato, había más, como afirmaba el dicho, en esa historia: un fallo de responsabilidad por parte de un importante y rico hospital privado, y atisbos de un escándalo en potencia implicando a un tal Sam Wyatt, ganadero rico, compañero de golf de senadores y presidentes de empresa.
«¡QUE SE MUERA!»
Fue el titular del día 2. Ray del Valle había filtrado a la prensa la negativa del Highlands a tratar a Bianca. Filtrar era un término engañoso. Una filtración no era más que un diminuto goteo. En este caso, reventón podría ser más exacto. Ray se aseguró de que todo el que tuviese una cámara de vídeo, portátil, bolígrafo o lápiz conociese la historia. Los periodistas más sobrios lo tomaron como otro ejemplo de «vertido», la negativa de algunos hospitales a tratar pacientes indigentes. Si conocían su oficio, era un tema que ya habían tratado. En otras ciudades se producían ejemplos mucho más melodramáticos de la misma situación.
«¡AGUANTA, BIANCA!»
Era el titular del día 3. En cierta forma, carecía de sentido. El día 3 era domingo y no pasaba nada en particular. Y la capacidad de Bianca para aguantar nunca había sido puesta en duda. El hecho de que siguiese respirando cuando la sacaron de la Camioneta de la Muerte, y cuando la ambulancia la llevó a Highlands, donde le habían dicho Que Se Muera, significaba que las zonas de su cerebro que controlaban la respiración y el latido del corazón todavía funcionaban. En otras palabras, estaba estable, aunque en coma. No había nada a lo que aferrarse. Pero era un gran titular, y ofrecía al tabloide (y a los periodistas televisivos que actuaban al mismo nivel periodístico) algo de espacio para operar. Durante un par de días habían estado acumulando una gran masa de material de interés humano y básicamente irrelevante: fotografías de Bianca y sus grandes ojos, testimonios de familiares y compañeros de juego, descripciones de sus comidas y juguetes favoritos. El domingo les ofrecía una oportunidad de descargar todo ese material al público. En cualquier caso, el domingo fue el día en que Bianca se convirtió oficialmente en figura pública, alguien a quien se podía mencionar por su nombre de pila en un tabloide o programa de televisión, como Madonna o Di. Como tal, era una fábrica de dinero para los tabloides; durante las siguientes semanas, cuando necesitaron hinchar sus tiradas se limitaron a imprimir un titular que contenía el nombre de Bianca.
Pero el domingo no fue un día de descanso para todos. Un Ray del Valle con ojos legañosos guió una caravana de media docena de vehículos cargados de periodistas a través de la pradera, dirigiéndose a la zona de tierra de pastos del Servicio Forestal donde los niños de los Ramírez habían jugado por última vez al fútbol. La razón para que Ray tuviese los ojos legañosos, a pesar de que la caravana partió a la hora bastante civilizada de las diez de la mañana, era que había pasado toda la noche conduciendo desde Denver hasta ese lugar, y de vuelta. En el viaje de ida, tenía el coche completamente lleno de juguetes y artículos caseros usados, que había comprado por algunos dólares en una tienda Goodwill. En el camino de vuelta a Denver, el coche iba vacío.
Cuando la caravana de periodistas llegó al lugar a mitad de la tarde se les ofreció la visión cegadoramente fotogénica de ganado pastando sobre los restos de un asentamiento de inmigrantes evacuados a toda prisa. Por todas partes había restos de la tragedia humana. Muñecas raídas, cazuelas volcadas, ropa de bebé, una maltratada Barbie Malibú o dos.
Nada de eso había estado allí el día antes; los trabajadores inmigrantes habían tenido tiempo de sobra para recoger sus cosas antes de evacuar el lugar, y no eran tan manirrotos como para dejar por ahí cazuelas y juguetes perfectamente funcionales. Pero el aspecto era genial, sobre todo cuando el guapo Ray del Valle, con su coleta, se agachó sobre la hierba para contemplar una pelota abandonada mientras una gorda pieza de ganado marcado con el Lazy Z pastaba encantada allí cerca. No fue ninguna sorpresa que a la mañana siguiente una fotografía de ese estilo ocupase la mayor parte de las portadas de los tabloides, acompañada del titular:
«WYATT: “¡ECHADLOS A TODOS!”»
Sería eufemismo decir que Sam Wyatt, sus buenos amigos en la oficina del senador Marshall y gran parte de la profesión médica de Denver no estaban, por ahora, encantados con el trato periodístico que recibía el asunto Ramírez. Y aunque Ray del Valle había iniciado la semana con un puñetazo aplastante, luego se convirtió en la Semana de la Reacción. El titular «¡ECHADLOS A TODOS!» llevaba en los quioscos menos de seis horas cuando dos coches llenos de agentes de Inmigración aparcaron delante del hogar de Pilar de la Cruz, Ramírez de soltera, y se llegaron hasta la puerta con la intención de arrestar a Carlos y a Anna Ramírez, que resulta que eran ilegales. Si dichos agentes hubiera estado leyendo los tabloides, ni siquiera hubiesen parado; hubiesen sabido que Carlos y Anna no estaban allí por el hecho de que la CAMIONETA DE LA MUERTE no estaba aparcada en el camino de entrada. Pero cometieron el error, a pesar de todo, de llegar hasta la puerta. Pilar, alertada del hecho de que los agentes de Inmigración iban tras su hermana y su cuñado, telefoneó al centro médico Arapahoe Highlands, donde visitaban a Bianca, y les advirtió. Cortaron la visita, subieron a la Camioneta de la Muerte y desaparecieron de la faz de la Tierra.
«¡MAMI TIENE QUE IRSE, BIANCA!»
Adornaba los quioscos al día siguiente, acompañado de una fotografía de una Anna desecha en lágrimas despidiéndose de su hija, que estaba embotellada en el interior de una gigantesca cámara presurizada donde había estado recibiendo tratamiento. Había un fotógrafo presente en la sala cuando Anna y Carlos recibieron el aviso de Pilar y pudo sacar la fotografía de la apresurada despedida.
Nada de esto había hecho que los Poderes quedasen especialmente bien a los ojos del público. Razón por la que los trabajadores sociales de los servicios de salud y servicios humanos empezaron a prestar atención a Bianca, y se presentó una moción ante los tribunales para que el estado de Colorado se convirtiese en el tutor legal de Bianca. El núcleo del documento legal era que Carlos y Anna Ramírez, al llevar a sus hijos en una camioneta llena de gas mortal y habiendo matado a tres de ellos, habían demostrado que no estaban capacitados para ser padres y que por tanto no se les debería permitir seguir ocupándose de Bianca. El fiscal del distrito hizo saber que su equipo estaba investigando la posibilidad de presentar cargos contra los Ramírez y que, con todas las fibras de su ser, se contenía para no emitir una orden de arresto contra Carlos y Anna. Estaba bien todo eso de pasar anuncios públicos en televisión rogando a la gente que no llevase a sus hijos en la parte posterior de las camionetas, pero lo que realmente pondría fin a todo esto era una acción punitiva legal contra los padres que lo hiciesen. Así que el titular del miércoles por la mañana era
«ESTADO: ¡BIANCA ES NUESTRA!»
Pero esas disputas legales oscurecían una interesante historia médica. Cuando Bianca llegó a la cámara hiperbárica había estado en un coma profundo y no respondía en absoluto. Pero en la foto que acompañaba la historia de «BIANCA ES NUESTRA», un trabajador social del estado se encontraba en el exterior de la cámara hiperbárica, sonriendo y saludando a través de una ventana a prueba de presión a una Bianca invisible en el interior. No tenía mucho sentido sonreír y saludar a un vegetal. Parecía que Bianca había ejecutado una recuperación milagrosa. Estaba lejos de haber recuperado la normalidad, pero estaba despierta, alerta, respondía a la comunicación verbal y murmuraba algunas palabras.
Lo que ofreció al nuevo director de relaciones públicas del centro médico Arapahoe Highlands la munición que precisaba para meterse en la contienda mediática. Su predecesor y antiguo jefe había sido cesado con asombrosa rapidez tan pronto como el titular «¡QUE SE MUERA!» llegó a la calle. El nuevo hombre había invertido los primeros días en ponerse en pie. Para cuando llegó el miércoles, ya estaba preparado. Trajo a un grupo selecto de periodistas para grabar y fotografiar a Bianca a través de la ventana de la cámara; ella respondió sonriendo y saludándoles. Dado que unos días antes la habían dado por vegetal, el efecto en el público sería electrizante.
A lo que siguió una conferencia de prensa en la sala de reuniones del hospital, donde todos los médicos, enfermeras, terapeutas y tutores asignados por el juez de Bianca se pusieron tras el micrófono para transmitir algunos alegres clichés alabando la naturaleza valiente de Bianca y destacando el carácter increíble de su recuperación. Algunos periodistas cínicos intentaron malograr la ocasión haciendo algunas preguntas difíciles, por ejemplo: «¿Bianca sabe que Inmigración intenta deportar a sus padres?» Pero el nuevo director de relaciones públicas se encontraba continuamente junto al micrófono, intentando anticipar cualquier pregunta que pudiese producir otro titular en la línea de « ¡QUE SE MUERA!», y cuando salía un tema como ése comentaba algo sobre proteger la intimidad de la paciente y señalaba a algún otro periodista con menos facultades críticas. En general, el director de relaciones públicas había descubierto que los periodistas de medios impresos, calvos, de mediana edad y marcas de nicotina en los dedos eran problemáticos, y las guapas periodistas televisivas que llegaban al hospital trayendo conejitos de peluche para Bianca era gente a la que valía la pena dar el turno de preguntas. Así que el titular del jueves fue:
«BIANCA: ¡NIÑA MILAGRO!»
Acompañado de una fotografía en la que se la veía sonriendo con algún diente de menos a través de la ventana de la cámara, abrazando un conejito.
Cualquiera que se molestase en leer la noticia de Bianca hasta el final descubriría que el tratamiento estaba esencialmente completo y que el centro médico Arapahoe Elighlands le daría el alta al día siguiente, viernes.
Lo que significaba que para cuando el titular «NIÑA MILAGRO» comenzó a circular el jueves por la mañana, todos los participantes en el asunto Ramírez, desde Denver y el rancho Lazy Z hasta Washington D.C., se preparaban para el minuto final.
La mayor parte del viernes se dedicaría a la logística: llevar a todos los participantes a tiempo al hospital y mantenerse en contacto por teléfono con todos. Así que el jueves era el último día para moverse. Ray del Valle dio el pistoletazo de salida de la última ronda preparando una conferencia de prensa, en una «casa segura» situada en algún lugar del gran Denver, en la que Carlos y Anna Ramírez se presentaron ante el tribunal de la Opinión Pública para defenderse de las acusaciones de ser inmigrantes ilegales y malos padres.
La parte de inmigrantes ilegales era difícil, más que nada porque, de hecho, eran inmigrantes ilegales. Pero en Estados Unidos, no había ningún hecho tan claro que un abogado con talento no pudiese ofuscar hasta dejarlo irreconocible. Los Ramírez tenían ahora uno de esos abogados: un abogado de San Francisco, famoso en todo el país, de comportamiento inmoderado, al que le gustaba trabajar gratis si había muchas cámaras de televisión delante; insistió en que pronto les conseguiría permisos de residencia.
Lo de ser malos padres era diferente. A los Ramírez se les conocía en su comunidad por ser buenos padres. Carlos era un abstemio que pasaba hasta el último minuto de su tiempo libre con sus hijos, y Anna era una santa doméstica. Ray había hecho que algunos testigos se presentasen en la casa segura y lo declarasen.
El papel de Eleanor Richmond en el minuto final era un asunto diferente. Se coló y registró el despacho de su joven colega, Shad Harper. Era suficiente como para que la despidiesen y posiblemente incluso para que la mandasen a la cárcel. Lo comprendía con toda claridad y ya había escrito una carta de renuncia para el senador Marshall. Llevaba exactamente un mes trabajando y había recibido exactamente un cheque de paga.
Era una locura total que lo estuviese haciendo. Si hubiese estado buscando fragmentos de información que pudiese guardar en secreto y emplear discretamente, hubiese sido diferente. Pero su fin último era encontrar basura que pudiese entregar a la prensa. Eleanor Richmond se había vuelto salvaje. Estaba fuera de control.
Había perdido el control en algún momento del fin de semana. Comprender que Sam Wyatt, el principal valedor de su jefe, había puesto en marcha toda esa cadena de sucesos ya había sido bastante en sí mismo. Durante un día o dos había vacilado, sobre todo distraída por la táctica de Ray de plantar juguetes en la hierba para los fotógrafos. Cuando apareció Inmigración buscando a Carlos y a Anna, se había sentido molesta. Pero cuando el estado había intentado arrebatar a Bianca a sus padres, Eleanor Richmond se había vuelto loca. Eso no era justo. Prefería ser una indigente que una conspiradora en un asunto que implicaba romper una familia.
Así que el jueves, cuando Shad Harper salía de su despacho durante más de diez minutos, Eleanor entraba y se acomodaba. Valdría la pena destruir su propia carrera si encontraba algo con lo que arrastrar también a Shad. Hubiese estado bien encontrar algo contra Sam Wyatt, o contra el ayudante de D.C. que había realizado la fatídica llamada al Servicio Forestal, o incluso contra el propio senador Marshall. Pero se conformaba con lograr la cabeza de Shad Harper en una bandeja.
Para su sorpresa, no la pillaron. Una o dos veces, alguien metió la cabeza en el despacho de Shad mientras ella estaba dentro, y ella explicaba que buscaba una grapadora que Shad le había tomado prestada. La explicación surtía efecto porque Shad siempre pedía cosas prestadas, incluyendo dinero, y no las devolvía. El propio Shad pasó la mayor parte del día fuera de su despacho, muy inmerso en alguna trama a propósito de la familia Ramírez.
Para cuando se alzó el sol el viernes por la mañana iluminando el nuevo titular:
«BIANCA: ¡QUIERO A MI MAMÁ!»
nada había cambiado en realidad. El centro médico Arapahoe Highlands iba a dar el alta a Bianca a las 6:05 p.m. Por asombrosa coincidencia, eso colocaba su alta unos minutos después de que comenzasen los programas de noticias de la tarde, haciendo que fuese una candidata ideal para una retransmisión en directo. El nuevo director de relaciones públicas, que llevaba en su puesto cinco días y ya había recibido un aumento de sueldo y compensaciones, insistía en que no era más que una coincidencia y que la hora del alta se había fijado siguiendo razones puramente médicas.
Merecía el aumento. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, Highlands había empezado la semana con un disparo en las tripas y se había recuperado milagrosamente hasta el punto de que ahora parecían arcángeles con batas blancas, con brazos repletos de encantadores animalitos de peluches. A las 6:05 llevarían a Bianca Ramírez hasta la entrada en forma de herradura donde los aparcacoches uniformados hacían guardia veinticuatro horas al día, y la soltarían al mundo. Lo que estaría bien por dos razones: cimentaría su reputación de genios médicos y liberaría la cámara hiperbárica de forma que algún diabético de mediana edad pudiese ocuparla de nuevo.
La pregunta era: ¿quién se ocuparía de Bianca una vez que la silla de ruedas llegase al bordillo de la acera? El hecho de que nadie conociese la respuesta a esa pregunta convertía la situación en un Drama De la Vida Real y garantizaba una saturación de cobertura mediática.
Colorado seguía intentado conseguir una orden judicial que convirtiese a Bianca en una responsabilidad del estado, pero el abogado de alto nivel de los Ramírez y su equipo de jóvenes ninjas legales habían convertido esa petición en un embrollo legal tal que harían falta semanas para poder desenredarlo. A falta de alguna acción de último minuto por parte del brazo judicial, Carlos y Anna seguirían siendo los tutores legales de Bianca a las 6:05.
Pero Carlos y Anna eran inmigrantes ilegales e Inmigración seguía buscándolos. De hecho, Inmigración estaba en el hospital, y llevaba allí tres días, esperando a que se presentasen. Así que si los padres de Bianca se presentaban a las 6:05 para recoger a su hija, los meterían de inmediato en chirona y alguien más tendría que ocuparse de la niña. Probablemente esa persona fuese la hermana de Anna, Pilar, pero había rumores de que el estado podría usar el arresto de Carlos y Anna como pretexto para quedarse con Bianca, por lo que la prensa podría esperar un lacrimógeno juicio salomónico a tres bandas en la misma puerta del hospital.
Todas las cadenas se presentaron, y a las seis de la madrugada del viernes, doce horas antes del Gran Acontecimiento, el nuevo responsable de relaciones publicas de Highlands ya estaba en la entrada en forma de herradura con una grueso trozo de tiza azul marcando posiciones para las cámaras: ABC, CBS, NBC, CNN, CHAN 4, CHAN 5, CHAN 7, y más.
Como se oyó a un periodista comentar a otro mientras esperaban en la cola de alquiler de coches del aeropuerto Stapleton:
—Esta historia tiene una niña en coma. Una recuperación milagrosa. Padres llorosos. Un senador deshonesto. ¡E incluso tiene un puto cowboy!
En sí misma, la historia ofrecía mucho, pero las cosas mejoraron, si eso era posible, a lo largo del día, cuando comenzaron a circular rumores de que uno de los miembros del personal del senador Marshall tenía documentos que incriminaban a otro miembro del personal en el escándalo de pastos del rancho Lazy Z que había iniciado todo el asunto, y que se presentaría esa tarde, delante de las fuerzas reunidas de la prensa nacional. Y cuando el rumor se embelleció un poco, pues resulta que la mujer en cuestión era la famosa indigente que recientemente le había cortado los huevos a Earl Strong en público, todos los periodistas presentes en Denver tuvieron que dejar un momento sus bebidas y respirar en bolsas de papel.
Eleanor Richmond entró como una pistolera en la herradura a las 5:55 p.m., portando un montón de diez centímetros de material fotocopiado. Antes de decir nada, sostuvo uno de los papeles junto a su cara y permaneció inmóvil durante unos segundos. Lo había aprendido viendo a los profesionales en acción. Así la gente del vídeo tenía oportunidad de ajustar el equilibrio de blancos de las cámaras de forma que ella, y todos los que la siguiesen al centro del remolino, no apareciesen verdes o rosa en televisión. Simultáneamente, era una gran pose para los fotógrafos. Docenas de motores sonaron a la vez, claramente audible en el silencio asombrado que de pronto había caído sobre el anfiteatro tecnológico improvisado.
Si los Cuatro Jinetes del Apocalipsis hubiesen escogido ese momento para pasar a galope por la herradura a lomos de sus monturas, los periodistas los hubieran echado a base de insultos, y posiblemente, una vez pasado todo, les hubieran entrevistado. La única figura que se atrevió a entrar en el encuadre fue un atento periodista del Washington Post que corrió hasta Eleanor, tomó el montón de papel, y lo lanzó a la multitud.
—Mi nombre es Eleanor Richmond. Soy la coordinadora de salud y servicios humanos en Denver para el senador Caleb Roosevelt Marshall. Llevo un mes en el puesto.
»Cuando empecé a trabajar para el senador, estaba convencida, guiándome por sus acciones y afirmaciones pasadas, que era un racista. Ahora estoy convencida de que no hay ni un gramo de racismo en todo su cuerpo. Nunca he conocido a nadie más dispuesto a juzgar a las personas por sus méritos individuales, o por la falta de los mismos.
»Aun así, incluso el juez más perceptivo de la naturaleza humana puede ocasionalmente dejarse engañar por personas ambiciosas hábiles en la mentira. Tengo el desagradable deber de informar que varias de esas personas han alcanzado posiciones de influencia dentro del equipo del senador y que, sin que el senador Marshall lo supiese, han abusado del poder de sus puestos para beneficio personal.
»Ir directamente a la prensa no es la mejor forma de manejar esta situación. Primero debería haberme reunido con el senador. He intentado repetidamente ponerme en contacto con él, pero ha sido imposible. Por desgracia, no puedo esperar más para dar a conocer esta información, porque atañe a la situación de Bianca Ramírez, y si, por inacción, causase daño a su familia, nunca podría perdonármelo. Por tanto, ofrezco esta información y al mismo tiempo ofrezco mi renuncia al senador Marshall.
—¡Eleanor! —gritaron todos los periodistas a la vez, alzando las manos.
—Discúlpenme, discúlpenme, pero creo que se me debería dar la oportunidad de hablar —dijo alguien, a espaldas de Eleanor.
Ella se volvió y miró directamente el rostro de Shad Harper.
Y luego vaciló. Ella daba ahora la espalda a la luz y a las cámaras; él miraba directamente, con cada poro de su piel expuesto a la iluminación inmisericorde. Eleanor se sintió como una interrogadora mirándole a la cara, sopesando la situación, intentando decidirse.
No tenía buen aspecto. Después de todo, Shad no era más que un crío, sin demasiada experiencia, y aunque poseía algunas habilidades frente a las cámaras, estaba lejos de ser un maestro. Y ahora mismo, estaba realmente molesto.
Eleanor sabía que si dejaba que Shad hablase, él se colgaría con su propia cuerda. Lo haría porque era un hombre y le habían condicionado, durante toda su vida, para negar sus miedos, para actuar antes de pensar, para hundirse. Una mujer, o un hombre de más edad, hubiese retrocedido, lo hubiese meditado, hubiese escogido el mejor momento. Pero no Shad; Shad tenía que enfrentarse a ella ahora mismo, no podía permitir que Eleanor ganase ni una escaramuza.
—Tú mismo —dijo Eleanor y se apartó del micrófono.
—Me llamo Shad Harper —dijo, con voz rota—. Coordinador OAT del senador Marshall. Y dado que sigo siendo parte de su personal, al contrario que Eleanor, que aparentemente ha renunciado, y si no ha renunciado, lo que no puedo asegurar, ya que no he visto ni tengo conocimiento independiente de ninguna carta por la que pueda haber renunciado, si no ha renunciado entonces probablemente la despidan, y en cualquier caso ya no habla por el senador Marshall, si alguna vez lo hizo... Yo hablo por el senador Marshall y por tanto, ya que parece que se lanzan terribles acusaciones contra él, debo presentarme y hablar.
—Ella no lanza ninguna acusación contra el senador —gritó uno de los periodistas, mirando las páginas—. Hace acusaciones contra usted en persona, señor Harper.
Harper quedó boquiabierto.
—Bien, no he visto esas supuestas acusaciones, pero...
—¿Ésta es su letra? —dijo otra periodista, una mujer del L.A. Times, levantando una página.
Era una fotocopia de una hoja de papel de carta impreso, en lo alto, con las palabras DE LA MESA DE SHAD HARPER. Estaba cubierta de notas escritas a mano.
—Tendría que mirarla mejor...
—Deje que le lea alguna de las cosas y podrá explicarme por qué las apuntaba —dijo la mujer—. «Estado de Washington contra García 1990.» Suena a caso judicial.
—No recuerdo —dijo Shad.
—Lo he buscado —dijo Eleanor—. Fue un caso en el que algunos niños murieron por envenenamiento por monóxido de carbono en la parte posterior de una camioneta y el estado de Washington logró la custodia de los niños supervivientes alegando que los padres habían sido negligentes.
—¿Por qué estudiabas ese caso, Shad? —dijo la mujer del L.A. Times—. ¿Qué relación tiene con tu trabajo como coordinador OAT para el senador?
—Ante todo, estoy al servicio del pueblo —dijo Shad. Los manifestantes reunidos a un lado aullaron sus burlas. El sonido desequilibró a Shad y se detuvo un momento—. Eh, tengo el derecho a buscar casos judiciales en la intimidad de mi despacho.
—Intentabas reunir material con el que chantajear a Anna y Carlos Ramírez —dijo Eleanor—. Amenazándoles con la pérdida de su hija, podrías obligarles a guardar silencio y reducir la intensidad de la luz pública sobre tu cómodo acuerdo con Sam Wyatt... acuerdo que jamás llamó la atención de nadie hasta que un accidente lo llevó a la luz pública.
—Eso no es más, no es más... lo que dices es terrible.
—Lo que es terrible es vivir en una época en la que decir cosas se considera peor que hacerlas —dijo Eleanor.
—¡Pareces olvidar que la gente de este estado, y en este país, está harta de esas madres desempleadas de beneficencia, inmigrantes ilegales, que vienen al país a causar problemas!
—¿Por qué no los llamas hispanitos y espaldas mojadas como haces cuando hablas por teléfono con Sam Wyatt?
—¡Esa es una afirmación totalmente indemostrable! —gritó Shad. Parecía conmocionado, horrorizado, de oír esas palabras en público, como si él y Sam Wyatt las hubiesen inventado para su uso personal—. Escuchen. No tengo ningún problema étnico o racista. Limito mi preocupación a esas personas, de cualquier grupo étnico, que se aprovechan del sistema. Que son como parásitos sobre el próspero sistema económico que hemos construido a lo largo de los años con el trabajo productivo de ciudadanos como Sam Wyatt.
—Sam Wyatt —dijo Eleanor—. Sam Wyatt, que pone a pastar su ganado en tierras del gobierno. Tierras que ocupaban los nativos americanos hasta que el gobierno pagó a los soldados para venir a matarlos. Sam Wyatt, que riega su rancho con agua de una presa construida por el gobierno. ¿Y tú crees que Anna Ramírez es una reina de la beneficencia? Tengo noticias para ti, cowboy. Todos los que vivimos en el estado de Colorado somos reinas de la beneficencia. Todos vivimos y nos alimentados del exceso de los contribuyentes en otras partes del país. Simplemente, algunos, como Sam Wyatt, llevan aquí más tiempo que otros, y han tenido más tiempo para acumular cheques de beneficencia del gobierno en sus cuentas bancarias y canalizar mayor parte de su dinero a las contribuciones de campaña. Así que no te presentes aquí en Denver, una metrópoli construida sobre un arroyuelo, la capital de Colorado, un estado que se secaría y se convertiría de nuevo en pradera sin la ayuda continua del gobierno, y vociferes sobre las malas cualidades morales de las reinas de beneficencia. Porque puede que esa gente que atraviesa la frontera para venir al norte no traiga gomina en el pelo y no lleven botas de cowboy de avestruz, pero, al contrario que tú, tienen algo mucho más importante. Tienen valores.
Las puertas del hospital se abrieron y Bianca Ramírez salió en silla de ruedas, empujada por una enfermera sonriente, escoltada por todo su equipo médico.
Una alteración recorrió a los manifestantes y de pronto Carlos y Anna Ramírez surgieron de la multitud, con sonrisas en el rostro y lágrimas en las mejillas. Atravesaron la herradura, sin ser molestados por periodistas, agentes de Inmigración, Shad Harper o cualquier otro, y rodearon a su hija en sus brazos. Y ellos a su vez quedaron rodeados por cientos de simpatizantes.
La situación fue mucho más cálida y tranquila de lo que cualquiera hubiese esperado. La única alteración real se producía a un lado, donde una furgoneta de Inmigración, un furgón de arresto con rejillas de metal sobre todas las ventanillas, había empezado a agitarse de un lado a otro. El conductor salió de un lado, dejando la furgoneta vacía, y de pronto apareció un amplio espacio despejado en la multitud. Luego una docena de hombres, con hombros y espaldas musculosas por agacharse para trabajar en las pequeñas granjas del valle de Arkansas, le dieron la vuelta por completo y la dejaron allí como una tortuga boca arriba abandonada en la autopista.