Capítulo 32

 

E

n una agradable tarde de verano durante la administración Eisenhower, Nimrod T. Tip McLane había visto en una ocasión cómo su tío Purvis daba una paliza a un hombre usando una cadena de motocicleta afilada. Sucedió delante de un bar muy cutre y muy peligroso en el norte de California que servía sobre todo a trabajadores agrícolas, okies.[10]

El abuelo de Nimrod, James McLane, había conseguido una zona de tierra en Oklahoma durante una de las reclamaciones de tierras de finales del siglo XIX. Literalmente en una hora ya había empezado a trabajar esa tierra, cavando tumbas poco profundas a lo largo del río Cimarrón para situar los cuerpos de los anteriores ocupantes, que habían llegado poco antes que él, con caballos más rápidos pero sin tantas armas.

Unas décadas más tarde, la corriente se secó y la zona superficial de terreno salió volando hasta Arkansas. Hacía tiempo que James había muerto, y también su hijo mayor Marvis, que se había metido en un altercado con un nuevo aparato agrícola muy novedoso y había perdido espectacularmente. Los hijos sobrevivientes de James, Elvis y Purvis, abandonaron la tierra y fueron a California, siguiendo un rumor a propósito de trabajos. Elvis se casó con otra okie —en realidad, una arkie [11])— llamada Sheila White, y empezaron a tener hijos. Purvis se unió a la marina y regresó de la Segunda Guerra Mundial repleto de mentiras, licor y metralla. La mitad de su cuerpo estaba recubierta de tatuajes y la otra mitad de quemaduras. Durante los siguientes años de su vida, hasta que descubrió una estupenda carrera nueva en el negocio de la benzedrina, fue saltando entre trabajos cortos y que pagaban poco en el puerto de Oakland y los campos de vegetales del valle. Purvis más tarde consiguió una especie de sinecura, como miembro fundador de los Ángeles del Infierno.

Elvis y Sheila, en contraste, eran gente de quedarse en casa. Elvis se ciñó a la única ocupación para la que tenía talento, que era el trabajo agrícola, y a lo largo de los años, más por ser de fiar que por su seso o habilidades, consiguió alcanzar un puesto de capataz en las empresas Karl Fort.

Karl Fort era también un okie que había ido al Oeste en los años treinta, pero su caso era diferente: venía de Tulsa, y había ido al Oeste con dinero en el bolsillo y contactos en Washington. El dinero le compró tierra. El dinero le dio para mucho porque cuando compró la tierra ésta no valía nada. Sus contactos en Washington sabían que el gobierno federal pronto montaría un enorme proyecto de irrigación en la zona. Tan pronto como el agua llegó a la tierra de Karl Fort, aumentó su valor en cien veces lo que había pagado por ella. Fort montó gulags agrícolas en los que los okies laboraban bajo el ojo vigilante de los guardias de Fort, ganando ocasionalmente un cheque lo suficientemente grande como para mantener a sus familias con vida.

Elvis McLane realmente no tenía dotes para la administración. No comprendía que cuando cortabas y pasabas al nivel superior, dejabas de beber con la gente a la que dabas órdenes, a la que contratabas, a la que despedías. Su hermano Purvis se sentó con él y le habló del asunto. Purvis había estado en el ejército y comprendía el concepto de fraternización y por qué era una mala idea. Pero nunca consiguió hacérselo entender a Elvis, quien (se rumoreaba) había perdido, mientras estaba en el útero, una pelea con su propio cordón umbilical.

Era sólo cuestión de tiempo que Elvis entrase en un bar y se topase con alguien a quien había despedido, gritado o por lo demás humillado, y estallasen los problemas. En realidad, sucedió varias veces, pero el caso más memorable implicó a un recogedor de brócoli arisco y peligroso llamado Odessa Jones. Llevaba el nombre de la ciudad de Tejas donde su madre le había abandonado.

Nimrod McLane, que entre otras distinciones poseía un doctorado en filosofía por la Universidad de Notre Dame, despreciaba a los tipos liberales que siempre estaban quejándose de que Estados Unidos era una sociedad violenta. Esa gente había leído demasiados relatos mal escritos sobre peleas en bares que habían acabado fatal.

El relato periodístico habitual sobre una pelea de bar contenía una suposición muy al fondo: que los participantes en las peleas de bares eran estúpidos. Alguna afrenta menor, como mirar a la chica de otro hombre o saltarse la cola de la mesa de billar, degeneraba en violencia inútil y sin sentido. Los liberales lo leían en el periódico a la mañana siguiente, se frotaban las manos y defendían la educación y el control de armas.

De niño Nimrod McLane había visto muchos altercados. Después de que le cambiase la voz participó en algunos. Comprendía bastante bien cómo empezaba una pelea de bar y por qué el resultado era desagradable. Los norteamericanos participaban en las peleas de bar exactamente por la misma razón por la que se apuntaron, con ganas, a la guerra civil: porque tenían valores y consideraban la violencia y el caos como un pequeño precio a pagar.

Odessa Jones era un buen ejemplo. Era un hombre orgulloso y trabajador al que Elvis McLane había despedido poco más que por un conflicto de personalidad. Así que cuando se acercó a Elvis en un bar y le dio en la cabeza con una jarra de cerveza, no lo hizo porque fuese un borracho estúpido de clase baja. Lo hizo porque habían violado su honor y porque para él el honor era más importante que consideraciones temporales y terrenas tales como conservar todos los dientes y evitar ir a la cárcel. Odessa Jones probablemente tuviese antepasados que, como él, fuesen basura blanca sin raíces, pero que igualmente habían cogido un rifle y habían ido al norte a luchar contra los yanquis, no porque creyesen en la esclavitud sino porque les sacaba de quicio que los norteños se negasen a quedarse en casa ocupándose de sus asuntos. Estaban dispuestos a que les volasen una pierna en Pennsylvania porque, para ellos, los principios eran más importantes que la carne. Eso era lo que convertía a Estados Unidos en una sociedad tan etérea.

Tendido en el suelo del bar, los ojos de Elvis dieron con la parte de debajo de una mesa, y comprendió que probablemente pudiese arrancar una de las patas y usarla como porra. Cosa que hizo; pero Odessa Jones era mucho más grande e igualmente le dio una paliza, o al menos siguió haciéndolo hasta que los echaron a los dos del bar y desafortunadamente acabó encontrándose con la cadena de moto de Purvis McLane.

Años después de ese hecho, cuando Nimrod estudiaba filosofía, pasó mucho tiempo planteándose la siguiente pregunta: si Odessa Jones peleaba por principios, y Elvis McLane peleaba por un reflejo defensivo, entonces ¿de qué iba Purvis McLane?

Purvis McLane pensaba estratégicamente a largo plazo. Actuó con tranquilidad y desapasionadamente. El tío Purvis, veterano de la marina y cofundador de los Ángeles del Infierno, simplemente hizo lo que era necesario para garantizar el bienestar general de la unidad familiar. Nimrod McLane había llegado a la conclusión de que a la gente se la podía clasificar como Odessas, Elvises y Purvises, y él se consideraba un Purvis hasta la médula.

Los valores del congresista Nimrod T. Tip McLane. Iba a la iglesia, estudiaba la Biblia, leía a Aquino. Durante toda la vida había despreciado a los materialistas que sólo pensaban en el dinero. Se había hecho famoso y había aparecido en la portada de Time como El Conservador que Odiaba a los Yuppies. Razón por la que deseaba ser presidente: para poder limpiar Estados Unidos.

 

Tip McLane vio a su principal rival para la candidatura, Norman Fowler, Jr., firmar su propia sentencia de muerte política con una floritura, exactamente a las doce en punto del mediodía del día después del Día de los Caídos. Norman Fowler, como Dan Quayle y algunos otros, pertenecía a una cuarta categoría de la humanidad: era un Marvis.

McLane llegaba tarde a un almuerzo en Bel Air y se había parado en su suite de hotel en el centro de L.A. para cambiarse de ropa cuando se dio cuenta de que el reloj digital cambiaba a las 12:00. Por reflejo, encendió la tele, que ya estaba prefijada a una de las afiliadas locales de las grandes cadenas, y disfrutó de la visión que jamás olvidaría de Norman, Fowler, Jr., en Disneyland, dándole la mano a Goofy.

—Dios mío —dijo el asesor mediático Ezekiel Zeke Zorn.

—¿Está sacado de Saturday Night Live? —preguntó el director de campaña Marcus Drasher.

—Es hombre muerto —fue el único comentario de Tip McLane.

—Dios, ese tío vale miles de millones —dijo Drasher—. Puede permitirse contratar al mejor. ¿Y qué hacen? Le mandan a Disneyland. ¡Y dejan que Goofy le dé la mano!

—Esto tiene que ser cosa de Cy Ogle. Goofy es un fetiche de Ogle. Todo el mundo lo sabe —dijo Zorn con suspicacia.

—¿Estás loco? —dijo Tip McLane.

Zeke Zorn era un tipo de alta intensidad. Era un Elvis; reaccionaba pero no pensaba demasiado. Por todo eso, poseía una personalidad básicamente alegre, abierta y californiana, y era poco habitual oírle expresar esas paranoias. Era la tercera vez que sacaba el tema de Cy Ogle, sin ninguna razón, en la última semana.

—Apostaría dinero —dijo Zorn mirando suspicazmente la pantalla—, a que el hombre dentro de ese traje de Goofy es el mismísimo Cy Ogle. Sería propio de él.

—Estás como una cabra —dijo McLane.

—Bien, déjame decir que si esta campaña alguna vez fuese a Disneyland, cosa que jamás sucederá, yo haría que media docena de francotiradores te siguiesen para volar la cabeza de Goofy si se acercase a menos de medio kilómetro. Porque precisamente es una de esas cosas que se le ocurriría tramar a Ogle.

Drasher contempló esa asombrosa representación y luego empezó a reír. Drasher era un Purvis. Como McLane, había crecido pobre y se había convertido en un conservador con mucha educación. Era negro y había crecido en Misisipí; pero él y McLane tenían más en común entre sí que con Zeke Zorn, un hombre que vestía tan bien que ellos ni siquiera conocían los nombres de muchas de las prendas que Zorn se ponía cada día.

—Lo dices en serio —dijo Drasher con asombro—. Crees que Cy Ogle envío a Goofy a golpear políticamente a Fowler.

—Es demasiado perfecto —dijo Zorn—. Cuando estas cosas perfectas pasan, tienes que buscar la mano conductora. Es como Dukakis y su casco de tanque en el 88. Supongo que crees que eso simplemente pasó. —Zorn lo dijo casi con desprecio—. Alguien se dio cuenta de que Dukakis se parecía a Snoopy. Alguien le puso el casco de Snoopy entre las manos. Mira lo que te digo: en algún lugar hay un personaje de cómic con tu nombre escrito, Nimrod McLane.

—Yosemite Sam —propuso Drasher.

—Me suena paranoico —dijo McLane.

—Eh —dijo Zorn, alzando las manos—, una vez que Norman Fowler le ha dado la mano a Goofy, no hay fuerza en el universo que pueda detenernos. Pero —lanzó un dedo acusador contra el televisor— una vez que empiece la campaña presidencial, éste es el tipo de cosas para las que tenemos que prepararnos.

—No nos pongamos chulos —dijo Drasher—. Todavía queda una fuerza en el universo que nos puede impedir lograr la candidatura.

—¿Cuál es? —dijo McLane.

Drasher alzó de pronto la voz hasta un barítono pulido con el acento de un blanco sureño, ofreciendo una imitación perfecta del reverendo doctor William Joseph Sweigel.

—¡El poder de JEEE... súss! —dijo.

—Buena apreciación —dijo Zorn—. Vamos a llegarnos a ese maldito picnic.