Capítulo 50

 

A

llí era donde tendría que tener cuidado. Seguía sin tener ni idea de lo que la gente de Ogle Data Research hacía con los sujetos de prueba allá arriba, en el piso once. Si se trataba de cirugía cerebral, entonces Vishniak tendría que abrir fuego antes de que le pudiesen aplicar la anestesia. En caso contrario, se convertiría en uno de los muertos vivientes, en un esclavo robot como Cozzano.

Exteriormente, todo parecía realmente agradable. Tenían un enorme vestíbulo junto a los ascensores. Estaba todo decorado. Una joven agradable, que Vishniak identificó por su reconocimiento anterior, le recibió efusivamente y le llevó más allá de una enorme mesa curva donde se sentaba la recepcionista con sus auriculares de la era espacial. Había dos guardias de seguridad a los lados, cambiando el peso de un pie cansado al otro; uno de ellos tenía como noventa años y el otro estaba obeso. Vishniak consideró encargarse de ellos allí mismo, pero decidió no hacerlo; mientras le siguiesen llevando a las entrañas de ODR, no había ninguna razón para ponerse batallador.

La chica le ofreció café, pero dijo que no; quizá fuese así como durmiesen a la gente. Le llevó hasta una sala con media docena de sillas, todas mirando a un moderno aparato de televisión. Fabricado en Japón, naturalmente. Ya había tres personas sentadas, y Vishniak las reconoció como los paseantes típicos de un centro comercial estadounidense que los agentes de ODR intentaban continuamente reclutar. Un par bebía café, pero no parecía provocar ningún efecto negativo.

Vishniak ocupó un asiento y esperó a que la ujier abandonase la sala. Luego se puso en pie, caminó hasta la puerta y sacó la cabeza al pasillo, intentando hacerse una idea de la disposición. No estaban lejos de la zona de recepción. En la otra dirección, el pasillo iba más allá de una línea de despachos. Todos los despachos tenían grandes ventanales para dejar entrar la luz, así que Vishniak sabía en la distancia qué puertas estaban abiertas y cuáles cerradas. Mirando de nuevo al otro lado vio que el guardia de seguridad gordo le miraba. Se retiró al interior de la sala y fue a las ventanas.

Tenían una vista increíble. Era posible que alguien pudiese ganar dinero, reflexionó Vishniak, alquilando una oficina en ese edificio y cobrándoles a los clientes del centro comercial un cuarto de dólar por subir en el ascensor y mirar por las ventanas. Estaban tan cerca del Pentágono que probablemente pudieses lanzar un escupitajo al patio central. A la izquierda del Pentágono había un enorme cementerio con millones de lápidas blancas. La yuxtaposición tenía mucho sentido porque el Pentágono estaba relacionado con la muerte de personas. Más allá, había un río, y en la otra orilla de ese río, Vishniak miró directamente al corazón de Washington. No la reconoció al principio porque, comparada con Chicago, era una ciudad dispersa y baja, como una granja o un parque.

Una franja larga y estrecha de hierba corría en la distancia y estaba bordeada de edificios blancos. En medio había un objeto alto y espigado. En el otro extremo había una bóveda que Vishniak reconoció como el Capitolio. Aparte de eso, no sabía distinguir un edificio de otro: había como un millón, eran todos blancos, tenían un montón de columnas y algunos incluso una bóveda chata. El otro que le parecía familiar estaba localizado al otro extremo de la franja de hierba, apartado de la línea principal: le parecía que era la Casa Blanca.

Pero no estaba bien. Había visto la Casa Blanca un millón de veces en la tele, siempre con un reportero de televisión justo delante, y había pensado que era una especie de caja de galletas con una veranda sobresaliendo de un lado, pero desde ese punto privilegiado podía ver que el objeto que siempre había considerado como la Casa Blanca no era más que la unidad central de un conjunto disperso y grande. Tenía alas a ambos lados, y las alas tenían anexos a los lados. Era como una casa en forma de caja de galletas a la que el dueño le estuviese añadiendo habitaciones hasta que corrían como locas por todo el solar.

Al verlo, Vishniak se sintió traicionado. Le habían educado para creer que la Casa Blanca era sólo la casa del presidente. Su familia vivía allí y sus hijos buscaban huevos de Pascua en el jardín. Era grande y agradable como casa, pero seguía siendo una casa. Pero ahora podía comprobar que la Casa Blanca no era una verdadera casa. Era una fachada falsa para un complejo laberíntico de añadidos con aspecto siniestro expertamente ocultos tras árboles y arbustos. Y uno tenía que preguntarse qué pasaba en esos añadidos, y qué tipo de gente trabajaba allí, para que fuese necesario que su existencia quedase tan cuidadosamente oculta al público.

—Disculpe, señor —decía alguien. Sintió una mano sobre el brazo y se agitó para rechazarla. Era una de las chicas de ODR—. ¿Le importaría tomar asiento? Estamos a punto de empezar.

—Claro —dijo y tomó asiento, uno desde el que veía bien la puerta. Mientras estaba de pie junto a la ventana analizando la estructura del gobierno de Estados Unidos, otras dos personas habían entrado en la sala, haciendo un total de seis.

Lo que sucedió a continuación fue hasta divertido: pasaron pulseras, una por cliente. Eran como la que Vishniak ya llevaba, sólo que no tenían pantallas de televisión. Haciéndose el tonto, Vishniak observó a la chica que explicaba cómo ponérselas en el brazo, y siguió sus instrucciones con torpeza artificial. Ahora tenía una en cada muñeca.

Luego la chica cerró las persianas, apagó las luces y les mostró unos quince minutos de televisión. En gran parte eran anuncios, pero también había algunas noticias. Todo estaba relacionado, de una forma u otra, con William A. Cozzano. Algunos de los anuncios eran emotivos y sensibles, mostrando acontecimientos pasados de la vida de Cozzano, incluyendo algunos vídeos granulosos de su recuperación de la apoplejía que a Vishniak le provocaron un nudo en la garganta. Algunos de los anuncios eran ataques contra el presidente o contra Tip McLane. Y además había noticias —fragmentos de lo que parecían noticias de las grandes cadenas. Sólo que Vishniak no reconoció a los presentadores. Y las noticias de las que informaban no habían sucedido en realidad.

Mirando al presentador leer las noticias, Vishniak tuvo la impresión de que le resultaba familiar. Pero no como periodista. Como otra cosa. Entonces recordó: el tipo había interpretado a un capitán de nave estelar —no era la Enterprise— en un episodio de Star Trek: La nueva generación. Era un actor. Y la noticia era una ficción. Realmente no había sucedido. Era simplemente una noticia potencial.

—Vaya. Estoy recibiendo reacciones interesantes de nuestro Comesalsa Post-Confederado —dijo Aaron Green. Estaba sentado en la habitación contigua, mirando media docena de monitores. Junto a él estaba Shane Schram.

—¿Qué le pasa? —dijo Shane Schram. Miró el monitor de televisión que mostraba la cara del Comesalsa Post-Confederado, quien miraba fijamente la pantalla, palpitándole los músculos de la mandíbula.

—Increíble actividad en la corteza cerebral —dijo Aaron, examinando las lecturas.

—¿Qué significa eso?

—Significa que sus engranajes mentales están girando a un millón de revoluciones por minuto. Está pensando intensamente en algo.

—No nos lo podemos permitir. Eliminaremos sus resultados —dijo Schram.

La cinta terminó. Schram se puso en pie, fue a la otra puerta y encendió la luz de la sala del grupo de opinión. Luego les ofreció su introducción habitual, que Aaron Green ya había oído un millón de veces.

La puerta se abrió y el señor Salvador entró en la habitación, uniéndose a Aaron. Todos le llamaban señor Salvador porque poseía una especie de pedigrí intercontinental que inspiraba niveles nada norteamericanos de formalidad y porque era el jefe de todos ellos. Incluso el jefe de Ogle. Pero no era una simple figura decorativa que practicaba golf y asistía a las reuniones del consejo. Era un tipo muy implicado. Se pasaba días enteros metido en la habitación donde habían instalado todos los monitores de los 100 PIPER.

—Haremos una emisión PIPER en unos minutos —dijo el señor Salvador—. Me gustaría que vinieses conmigo y me ofrecieses tu análisis.

—¿Qué pasa?

—Cozzano da un discurso en una convención de fanáticos de las armas en Tulsa —dijo Salvador—. Va a ser una declaración importante sobre el control de armas. Tema que parece despertar emociones histéricas en este país.

—Eso puede tenerlo claro.

 

—Estoy harta de esta política de alcantarilla —dijo la señora. Era una mujer de cuerpo sólido con bifocales, con un peinado conservador del Medio Oeste, vestida con un chándal lavanda. Recién llegada de Indiana en bus—. Simplemente no quiero ver más basura.

—Creo que quiere verla —dijo Schram—. Creo que le fascinan estas cosas. Creo que, cuando va al colmado, deliberadamente se planta en la cola más larga que encuentra para tener tiempo de hojear los tabloides y enterarse de todo. Y luego los vuelve a colocar de nuevo en su sitio. Porque usted no es el tipo de persona que leería prensa amarilla... ¿verdad?

La mujer estaba totalmente pasmada.

—¿Cómo... cómo lo ha sabido? ¿Me ha estado siguiendo o algo?

—¡Deja de trastear con sus ondas cerebrales! —dijo el Comesalsa Post-Confederado. Al contrario de su estereotipo asignado, no tenía acento del sur. Más bien del Medio Oeste.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Schram.

—Te metes en el cerebro de la gente. Sé que lo haces. ¿No ves que estás molestando a la señora?

Schram se encogió de hombros inocentemente y alzó las manos, con las palmas hacia arriba.

—Eh, simplemente charlaba con ella. No sé nada sobre ondas cerebrales.

—Oh, ¿sí? —dijo el hombre, arrancándose la pulsera—. Entonces, ¿qué es esto?

—Ya se lo han explicado —dijo Schram.

—Las explicaciones no son más que mentiras y trampas —dijo el hombre.

—Mire —dijo Schram—, seamos sinceros. Ya hemos terminado con su entrevista, señor. ¿Por qué no se va? Puede recoger sus cincuenta dólares en el mostrador.

—¿Qué hay de los otros?

—Me gustaría hablar con ellos un poco más.

—¿Por qué no quiere hablar conmigo? ¿Mi opinión no es importante?

—Tenemos un problema con el equipo —dijo Schram—. En su caso no funcionó. Así que tenerle aquí más tiempo no tendría sentido. Gracias por venir.

El hombre se puso en pie, mirando la puerta, y luego vaciló. Con la mano izquierda había agarrado el tirador de la cremallera de la cazadora con bandera confederada y la movía nerviosamente de arriba abajo. Parecía estar pensando profundamente.

—¿Señor? Ya tenemos lo necesario —dijo Schram—. Ya puede irse a casa. Gracias por venir.

—Vale —dijo el hombre, cerrando la cremallera hasta arriba—. Vale, creo que me iré a casa. Gracias. Ha sido realmente interesante. Aprendí mucho.

—De nada —dijo Schram.

El hombre avanzó hacia la salida. Empezó a salir música de su cuerpo, como si llevase un transistor en el bolsillo. Se detuvo y se quedó inmóvil durante un momento.

La música sonaba metálica y comprimida, como si surgiese de un altavoz realmente pequeño. Era una tonada patriótica. Shane Schram miraba asombrado.

El hombre sacó las manos de los bolsillos. Una muñeca tenía una venda elástica alrededor. La música ganó potencia. Se arrancó la venda elástica. Ahora se oían sonidos de aplausos desde la muñeca.

 

William A. Cozzano se colocó junto al atril e hizo gestos para acallar los aplausos y los vítores de los asistentes a la Exhibición de Armas y Cuchillos de Tulsa.

—Mi personal del servicio secreto quería darme hoy seguridad adicional —dijo—, porque iba a hablar ante una multitud de propietarios de armas y eso por alguna razón les ponía nerviosos. Bien, tengo algo que decir a los propietarios de armas: si alguno de ustedes quiere pegarme un tiro, ¡aquí estoy!

Cozzano se apartó del atril y abrió bien los brazos. La sala se llenó durante unos momentos de murmullos conmocionados. Luego los dueños de armas estallaron. Vítores, aplausos y golpes con los pies sobrecargaron el sistema de sonido del reloj PIPER.

 

Floyd Wayne Vishniak miraba la cara de Shane Schram, valorándole. Los ojos de Schram saltaban entre el pequeño televisor y su cara.

—Tú eres Gato Atropellado por la Economía —dijo Schram—. ¡Tú eres Floyd Wayne Vishniak!

Floyd Wayne Vishniak bajó la cremallera de la cazadora y metió la mano.

—Ése ha sido un comentario muy estúpido por tu parte —dijo. A continuación sacó la pistola y apuntó a Schram. Los demás presentes en la sala se cayeron de sus sillas.

—Veo que está molesto —dijo Schram.

—¡Cuántas veces te tengo que decir —dijo Vishniak— que no leas mis ondas cerebrales! —Luego disparó un único tiro que atravesó la cabeza de Schram por el puente de la nariz y salió por la parte de atrás del cráneo, dejando un agujero que hubiese permitido el paso de una uva.

»No se preocupen —dijo Vishniak a las cinco personas en el suelo, que apenas podían oír lo que les decía porque tenían los oídos resonando por el increíble estruendo de la pistola—. ¡Ya no tienen que preocuparse de estos cabrones!

 

—¿Qué coño ha sido eso? —dijo el señor Salvador. Él y Green estaban en la sala de seguimiento PIPER, viendo cómo Cozzano unía las manos sobre la cabeza, disfrutando de las oleadas de aplausos.

—Nada —dijo Green—. Otro de los experimentos psicológicos de Schram.

—Creía que ya habíamos terminado con la fase de calibración —dijo el señor Salvador.

—Créame —dijo Green—, a veces esto es como Dodge City. Todo es falso.

 

Vishniak metió la cabeza en el pasillo y la retiró antes de que cualquiera pudiese dispararle. Pero la precaución era innecesaria. Allí no había nadie.

Se atrevió a mirar otra vez y vio al guardia de seguridad gordo en el vestíbulo, mirándole sólo un poco preocupado, como si a los altos ejecutivos de ODR les volasen los sesos todos los días. Vishniak volvió a la sala, dando la espalda a la entrada. Agarró la Fleischacker con ambas manos, giró para pasar al pasillo mientras bajaba el arma, afianzó el brazo contra el marco de la puerta durante un segundo y disparó tres veces rápidamente. Los dos primeros disparos acertaron al guardia en el pecho y el último pasó alto.

Ahora tenía que moverse con rapidez. Corrió hacia el vestíbulo, giró para atravesar la puerta y apuntó al guardia viejo, que estaba abriendo su funda. Le disparó dos veces a la cabeza y a la parte superior del cuerpo a una distancia de dos metros. Luego giró hacia la mesa de recepción.

La chica ya había escapado de la mesa y estaba acobardada y gritando al otro lado. Eso estaba bien, ella no era más que un gnomo. La clave era eliminar la centralita. Vishniak disparó media docena de balas hacia el ordenador y la centralita telefónica.

Volvió al pasillo, bajó una mano y abrió los bolsillos. Metió las solapas dentro de los bolsillos, como había practicado tantas veces, para que no interfiriesen cuando quisiese coger uno de los cargadores.

Luego se dio cuenta: aunque era un poco temprano para la acción, estaba haciéndolo increíblemente bien. Había eliminado a la patética seguridad y había convertido en cenizas sus comunicaciones. Ahora podría eliminar al resto del piso once de forma concienzuda y metódica.

 

—En general, buenos resultados hasta ahora —dijo el señor Salvador—. Por supuesto, esto no gustará a los partidarios del control de armas.

—Sí. Pero mire a algunos de los que tienen armas —dijo Green—. Mire a Vishniak.

—¿Quién?

—Gato Atropellado por la Economía —dijo Green, tocando la pantalla que había pasado de pronto a un esmeralda brillante—. Es uno de los míos. Y puede ver lo contento que está por ahora con el discurso.

 

Se había quedado prácticamente sordo por los estruendos de la Fleischacker y apenas podía oír la voz de William A. Cozzano que salía del reloj PIPER.

—... salía al campo con mi padre, cada uno con una escopeta bajo el brazo, y buscábamos faisanes que recorrían los campos cosechados en busca de maíz suelto. Nuestro perdiguero, Lover, nos acompañaba, a menudo quedándose bien atrás, porque había descubierto que el disparo de las escopetas le hacía daño en los oídos.

En este punto Cozzano hizo una pausa en el discurso mientras el público reía indulgente. En realidad, no tenía tanta gracia, pero él lo había contado con la cadencia de un chiste, y sabían cómo reaccionar.

Vishniak abrió una puerta de una patada y no encontró nada excepto una mesa, y las rodillas y codos de un hombre vestido con traje que se ocultaba detrás. No era mucho con lo que trabajar, pero fue capaz de emplear su imaginación para reconstruir la forma y posición aproximadas del propietario de esas rodillas y codos, y lanzó varios disparos a las posiciones probables de sus órganos vitales. Cuando vio en el suelo lo que le pareció una cantidad apropiada de sangre, abandonó el despacho, dejando la puerta entreabierta para recordar que ya había pasado por allí.

 

—Está resultando un poco excesivo, ¿no te parece? —dijo el señor Salvador—. Tendré que hablarlo con el doctor Schram. Es demasiado tarde en la campaña para estas distracciones.

—Se ha oído una cantidad increíble de disparos —dijo Green, algo nervioso.

En la pantalla de televisión central, Cozzano seguía hablando:

—En uno de mis primeros viajes, después de que Lover hubiese hecho salir a un faisán, giré el arma en su dirección, ya que había practicado en muchas ocasiones con el lanzador automático. Pero de pronto el cañón saltó en el aire y yo no disparé. Mi padre de pronto había alargado la mano y había levantado el cañón, arruinando el tiro, y yo estaba muy molesto.

»Como explicación, señaló la casa de nuestro vecino, que había estado directamente en mi línea de fuego... ¡a casi dos kilómetros de nuestra posición! Protesté que los perdigones no podían llegar tan lejos. “Mejor prevenir que curar”, me dijo.

 

Vishniak pasó a la siguiente habitación. Ésta contenía media docena de monitores de televisión y un número igual de monitores de ordenador. Uno de los monitores de ordenador no mostraba nada y los otros cinco relucían con un rojo brillante. Le disparó a cada uno. Se le acababa el cargador, así que estando en una habitación segura, lo expulsó, se lo metió en un bolsillo del pantalón y metió uno nuevo. La voz de Cozzano seguía surgiendo del reloj.

—Cuando supe por primera vez que había personas en Washington que querían quitarnos nuestras armas, me sentí más asombrado que disgustado. La idea parecía ridícula. Mi padre, y todos los propietarios de armas que conocía, practicaban la seguridad con las armas de fuego, y se aseguraban de enseñar esas prácticas a sus hijos. La idea de que alguien en Washington pudiese ir a Tuscola, Illinois, y quitarnos nuestras armas, porque, desde su punto de vista, no estábamos capacitados para tenerlas, me resultaba totalmente desconcertante. Y todavía lo creo así.

El público rió; una risa que contenía vítores.

 

—Algo definitivamente va mal —dijo Aaron Green—. Voy a atrancar la puerta.

—Buena idea —dijo el señor Salvador, descolgando el teléfono, llevándoselo al oído—. Nada. No hay teléfono.

Aaron casi había llegado a la puerta cuando el pomo giró y la puerta se abrió. Había un hombre armado en el pasillo, mirándole a los ojos.

Los ojos del hombre se sintieron atraídos por los enormes estantes de monitores informáticos que cubrían todas las paredes de la sala, la masa de sistemas informáticos. Dejó caer la mandíbula al apreciarlo. Mientras el hombre estaba boquiabierto, Green tuvo tiempo de reconocerlo: era Floyd Wayne Vishniak con otro corte de pelo.

La vista de Vishniak acabó regresando a la cara de Aaron. Y estuvo claro que la presencia de Aaron Green en esa sala era la pieza final de algún puzzle mental que Vishniak había estado resolviendo en su cabeza.

—Esto es —dijo Vishniak, hablando demasiado alto, como si estuviese sordo—. ¿No?

Nunca discutas con un hombre armado.

—Sí —dijo Green—, esto es. —Se volvió hacia el señor Salvador para lograr su apoyo—. ¿No?

—Sí, esto es —dijo el señor Salvador, levantándose cautelosamente de la silla, manteniendo las manos unidas delante del pecho, puntas con puntas, en una postura a medio camino entre la contemplación y la oración. Tuvo la presencia de ánimo de mirar la pantalla de Vishniak; estaba clara e incolora.

Luego se volvió de un verde brillante.

—¡Tú eres el Gran Jefe de todo esto! —dijo Vishniak. Avanzó, apartó a Aaron, apuntó al señor Salvador y le dio al gatillo. Le dio una y otra vez, y el cañón estallaba como un flash. El señor Salvador retrocedía por la habitación con las manos colgándole inertes a los lados y pronto cayó contra una ventana.

Pero allí ya no había ventana; hacía rato que había saltado del marco, y sólo había una persiana con muchos agujeros, agitándose al viento, dejando ver el cálido sol de Virginia. De pronto, el señor Salvador ya no estaba en la sala.

—Dios, ¿adonde ha ido? —dijo Vishniak. Avanzó, mirando suspicazmente a su alrededor. Fue hasta la ventana, apartó la persiana con una mano y miró abajo.

Para entonces, Aaron Green ya había llegado al ascensor.

 

La multitud que almorzaba en la zona de comida de Pentagon Plaza había recibido la primera alerta en forma de cascabeleo de vidrio sobre sus cabezas. La intensidad de la conversación en general apagó ese ruido, pero algunos comensales perceptivos alzaron la vista para ver fragmentos de vidrio roto relucir al sol al rebotar en el tejado de invernadero.

Luego el cuerpo fue hacia ellos siguiendo un arco fluido y silencioso, y atravesó el techo sin pérdida apreciable de velocidad. Cuando golpeó el vidrio, perdió su silueta perfectamente definida porque mucho material se vio obligado a seguirle por efecto del impacto. Siguió atravesando el atrio central del centro comercial, ahora convertido más bien en una nube de restos de cadáver libremente organizados, y cayó en cuatro mesas diferentes. Un par de segundos más tarde, el vidrio roto llegó como el granizo.

 

Floyd Wayne Vishniak, señor

Lugar desconocido

Estados Unidos de América

 

Carta al director

Washington Post

Washington, D.C.

 

Estimado señor (o señora, o señorita) director:

Tengo varios problemas con ustedes. Su información sobre mi fiesta de disparos (¡como la describen ustedes, no yo!) fue la noticia más parcial e inexacta que he visto nunca. Durante este año he estado leyendo muchos periódicos (más de 300 dólares gastados hasta ahora) para poder ser un votante bien informado en noviembre. Pero cuando leo basuras como sus artículos del 14, 15 y 16 de septiembre me pregunto si me habré estado informando. ¿0 me he estado llenando la cabeza con la basura que sus periodistas inventan cuando deciden que ir a buscar la Verdad Real es demasiado trabajo?

1. No fue un «baño de sangre», como lo describían una y otra vez. Sólo murieron cinco personas. Y las heridas a las personas de la zona de comida no cuentan porque eso fue un accidente. Hoy mismo han publicado un artículo sobre un accidente de tráfico en el extrarradio donde murieron cinco personas, pero no se les ocurrió decir que fue un baño de sangre.

2. Dijeron que «vagó por las oficina disparando indiscriminadamente». Es totalmente parcial. No vagaba sin rumbo. Y no disparaba indiscriminadamente, o si no, ¿por qué no maté a las cinco personas que estaban conmigo en la sala de lavado de cerebro? Les diré por qué: porque esas cinco personas eran ciudadanos estadounidenses medios a los que intentaba proteger, no matar.

3. La parte sobre el «spray de fuego» realmente me hirvió la sangre. No fue así. Decidía a lo que disparar y le disparaba.

4. A continuación, en el artículo del 16 de septiembre, dijeron que recorrí la oficina tranquila y metódicamente ejecutando gente. Si fui tan tranquilo y metódico, ¿a qué viene escribir todo eso sobre vagar, spray, disparar indiscriminadamente, etc.? Eso sólo demuestra la parcialidad de su información.

5. No soy un solitario alejado del mundo. Como comprenderían si ustedes tuviesen que TRABAJAR para vivir, es más barato vivir en mitad de ninguna parte. Eso no me convierte en solitario, simplemente en trabajador honrado.

6. Finalmente (esto es LO más importante de la carta), hasta la última palabra de sus noticias me convierten en un psicópata. Como si nunca considerasen la idea de que yo ¡PUDIESE TENER RAZÓN!

¡DESPIERTA ESTADOS UNIDOS! La llamada elección del presidente es una FARSA controlada por MANIPULADORES MEDIÁTICOS que han convertido a Cozzano en un robot instalándole un chip EN LA cabeza que recibe transmisiones secretas codificadas de los satélites. Esos mismos manipuladores MEDIÁTICOS también han instalado MONITORES DE ONDAS CEREBRALES en las muñecas de personas normales disfrazados como RELOJES dicktracy.

Un día se me reconocerá como el héroe que soy por descubrir esta conspiración secreta. Entonces, el Washington Post que dará como lo que es: UNA HERRAMIENTA DE LA CONSPIRACIÓN que ayuda a controlar el cerebro de la gente publicando supuestas noticias totalmente parciales.

Estoy seguro de que pronto tendrán más noticias mías.

Sinceramente,

FLOYD WAYNE VISHNIAK