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Me pasé la semana siguiente sumido en una calma y en una quietud extrañas. El eco de la pinball continuaba resonando en mis oídos, pero aquel zumbido perturbador, similar al batir de alas de una abeja caída en un rayo de sol de invierno, fue apagándose. El otoño avanzaba día a día, y bajo los árboles que rodeaban el campo de golf iban amontonándose las hojas secas en el suelo. Habían encendido hogueras para quemar la hojarasca en diversos puntos de las suaves colinas de las afueras, y desde la ventana de mi apartamento se veían, aquí y allá, delgadas columnas de humo alzándose al cielo como cuerdas mágicas.

Las gemelas se mostraban cada día más calladas y, también, más cariñosas. Juntos, paseábamos, tomábamos café, escuchábamos discos, nos abrazábamos bajo las mantas y dormíamos. El domingo caminamos una hora hasta el jardín botánico, comimos sándwiches de setas shiitake y espinacas en un bosquecillo de robles. Sobre los árboles, unos pájaros de cola negra gorjeaban con voz cristalina.

Como el aire era cada día más frío, les compré un par de camisas de sport nuevas y les di unos jerséis míos viejos. Gracias a ello, ya no fueron la 208 y la 209, sino la del jersey de cuello redondo de color verde oliva y la del cárdigan de color beige, pero ninguna de las dos puso objeción alguna. También les compré calcetines y unas zapatillas deportivas nuevas. Con ello, me sentí como un abuelo dadivoso.

La lluvia de octubre era preciosa. Una lluvia de gotas menudas como cabezas de alfiler, y suave como copos de algodón, regaba toda la superficie del césped, que ya empezaba a secarse, del campo de golf. Y, sin formar charcos, la tierra iba embebiéndola. Después de la lluvia, los bosquecillos olían a hojarasca mojada y algunos rayos de sol del ocaso penetraban a través de los árboles moteando el suelo con manchas de luz. Algunos pájaros cruzaban los senderos que atravesaban los bosquecillos a tanta velocidad que parecía que corrieran.

En la oficina, todos los días eran iguales. El trabajo había empezado a aflojar y yo traducía con calma mientras escuchaba casetes de viejo jazz como Bix Beiderbecke, Woody Herman o Bunny Berigan, fumaba, bebía whisky a cada hora y comía galletas.

Sólo la chica de la oficina permanecía ocupada mirando horarios y haciendo la reserva de vuelos y hoteles; y aún encontró tiempo para zurcirme dos jerséis y sustituir los cierres metálicos de mi blazer. Se cambió de peinado, sustituyó su lápiz de labios por otro de color rosa pálido, se puso un jersey fino que resaltaba la redondez de sus senos. Y todo fue fundiéndose en el aire de otoño.

Todo aquello quedaría eternamente grabado en mi memoria. Fue una semana maravillosa.