10
Era una noche terriblemente calurosa, en la que hubiesen podido cocerse unos huevos pasados por agua.
Tras abrir empujando de espaldas, como siempre, la pesada puerta del Jay’s Bar, aspiré el frescor del aire acondicionado. La atmósfera estaba fuertemente impregnada de olor a tabaco, a whisky, a patatas fritas, a sobaco y a desagüe, olores bien superpuestos, uno sobre otro, como las capas de un Baumkuchen.
Me senté, como de costumbre, en un taburete del extremo de la barra y, recostado en la pared, barrí el interior del bar con los ojos. Había tres marineros franceses uniformados a los que no había visto nunca, dos mujeres que los acompañaban y una pareja de veinteañeros. Sólo eso. Ni rastro del Rata.
Tras pedir una cerveza y un sándwich de carne de vaca en conserva, saqué un libro y me dispuse a esperar tranquilamente al Rata.
Más o menos diez minutos después, una mujer de unos treinta años, con unos pechos como pomelos y un llamativo vestido, entró en el bar, se sentó a mi lado y, tras echar una mirada alrededor, tal como había hecho yo, pidió un gimlet. Después de tomar un sorbo se levantó, realizó una interminable llamada telefónica y, al acabar, se metió el bolso bajo el brazo y entró en el lavabo. En cuarenta minutos repitió tres veces lo mismo. Un sorbo de gimlet, una larga llamada telefónica, el bolso, el lavabo.
Jay, el barman, se me plantó delante y me dijo con cara de fastidio:
—A ésa se le va a gastar el culo.
Es chino, pero habla el japonés mejor que yo.
Al regresar del lavabo por tercera vez, tras lanzar un vistazo a su alrededor, se deslizó en el asiento contiguo al mío y me dijo en voz baja:
—Oye, perdona, ¿tienes suelto?
Asentí, saqué todas las monedas pequeñas que llevaba en el bolsillo y las deposité sobre la barra. En total eran trece monedas de diez yenes.
—Gracias. Me haces un gran favor. Si le pido al del bar que me dé más cambio, me pondrá mala cara.
—De nada. Gracias a eso, ahora peso menos.
Ella asintió sonriendo, recogió las monedas deprisa y desapareció en dirección al teléfono.
Abandoné la idea de seguir leyendo, le pedí a Jay que pusiera el televisor portátil sobre la barra y me dispuse a ver la retransmisión del partido de béisbol mientras me tomaba la cerveza. El partido valía la pena. En sólo cuatro vueltas, dos lanzadores marcaron dos home runs, encajaron seis golpes, un jugador del perímetro de campo sufrió una lipotimia debido al esfuerzo, y, durante el relevo de los lanzadores, pusieron seis anuncios. De cerveza, de seguros de vida, de vitaminas, de una compañía aérea, de patatas fritas, de compresas.
Uno de los marineros franceses, que al parecer se había quedado sin pareja, se acercó con el vaso de cerveza en la mano, se puso a mis espaldas y me preguntó en francés qué estaba mirando.
—Béisbol —le respondí en inglés.
—¿Béisbol?
Le expliqué las reglas del juego en cuatro palabras. Aquel hombre lanza la pelota, éste la golpea con el bate, dan una vuelta corriendo y ganan un punto. El marinero permaneció unos cinco minutos con los ojos fijos en el televisor, pero, al empezar los anuncios, me preguntó por qué no había ninguna canción de Johnny Hallyday en la máquina de discos.
—Porque no es conocido —le dije.
—¿Y qué cantantes franceses son conocidos aquí?
—Adamo.
—Ése es belga.
—Michel Polnareff.
—Merde!
Tras decir eso, el marinero volvió a su mesa.
Ya había empezado la quinta vuelta cuando, finalmente, regresó la mujer.
—Gracias. Déjame invitarte a algo.
—No se preocupe.
—Es que yo soy de una manera que, si no devuelvo los favores, no me quedo tranquila. Para bien o para mal.
Intenté sonreír sin conseguirlo, de modo que me limité a asentir en silencio. La mujer llamó a Jay moviendo un solo dedo y le dijo que a mí me sirviera una cerveza y, a ella, otro gimlet. Jay asintió exactamente tres veces con la cabeza y desapareció por un extremo de la barra.
—«Quien espera desespera», ¿eh? ¿Y tú?
—Eso parece.
—¿Esperas a una chica?
—A un hombre.
—¡Vaya! Igual que yo. Veo que coincidimos.
Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Oye, ¿cuántos años me echas?
—Veintiocho.
—¡Qué mentiroso!
—Veintiséis.
La mujer rió.
—Pero no me lo tomaré a mal. ¿Dirías que estoy soltera o casada?
—¿Hay premio?
—Puede.
—Estás casada.
—¡Hum!… Has acertado a medias. Me divorcié el mes pasado. ¿Habías hablado antes con una mujer divorciada?
—No. Pero he visto una vaca loca.
—¿Dónde?
—En el laboratorio de la universidad. Hicieron falta cinco personas para meterla dentro.
La mujer se rió, divertida.
—¿Vas a la universidad?
—Sí.
—Yo también fui. A principios de los sesenta. Aquélla fue una buena época, ¿sabes?
—¿En qué sentido?
En vez de responder, la mujer soltó una risita, tomó un sorbo de gimlet y, de repente, miró su reloj de pulsera.
—Tengo que telefonear otra vez —dijo y se levantó con el bolso en la mano.
Cuando desapareció, mi pregunta permaneció unos instantes, sin responder, flotando en el aire.
Tras beber media cerveza, llamé a Jay y pagué la cuenta.
—¿Sales huyendo? —preguntó Jay.
—Sí.
—¿No te gustan las mujeres mayores que tú?
—La edad no tiene nada que ver. En todo caso, si viene el Rata, salúdalo de mi parte.
Mientras yo salía del bar, la mujer acababa de colgar y se disponía a meterse en el lavabo por cuarta vez.
De vuelta a casa, estuve silbando todo el rato. Era una melodía que había oído en alguna parte, pero no lograba recordar, de ninguna de las maneras, cómo se llamaba. Era una canción de hacía muchísimo tiempo. Detuve el coche en el paseo marítimo y, mientras contemplaba el mar, me esforcé en recordar el título. Era La canción del club de Mickey Mouse. Creo que la letra decía lo siguiente:
«Ven y canta una canción, únete a la fiesta
MIC-KEY-MOUSE».
Sin duda, aquélla fue una buena época.