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Por último, hablaré de nuevo sobre Derek Heartfield.

Heartfield nació en 1909 en un pequeño pueblo del estado de Ohio, el mismo donde se crió. Su padre era un callado telegrafista, y su madre, una rolliza señora experta en astrología y en la elaboración de galletas. Antes de acabar el bachillerato, Heartfield era un muchacho de carácter sombrío al que no se le conocía ningún amigo y cuyas aficiones consistían en leer todos los cómics y revistas baratas que pillaba y comer las galletas que hacía su madre. Después del bachillerato empezó a trabajar en la oficina de Correos local, pero no conservó el empleo mucho tiempo. Fue en aquella época cuando se convenció de que su único camino era el de ser escritor.

Vendió su quinta recopilación de cuentos a Weird Tales en 1930 por veinte dólares. Durante el año siguiente escribió cada mes un manuscrito de setenta mil palabras; al otro, el ritmo aumentó a cien mil palabras; y el año de su muerte, ya se habían convertido en ciento cincuenta mil. Persiste la leyenda de que adquiría una máquina de escribir Remington nueva cada medio año.

Casi todos sus libros son novelas de aventuras o fantásticas, y la serie Waldo el aventurero, donde logró aunar hábilmente ambos géneros, se convirtió en su mayor éxito y alcanzó un total de cuarenta y dos entregas. A lo largo de la serie, Waldo muere tres veces, mata a cinco mil enemigos y mantiene relaciones sexuales con trescientas setenta y cinco mujeres, marcianas incluidas. Parte de su obra puede leerse traducida.

Heartfield odiaba un gran número de cosas. Correos, el instituto, las editoriales, las zanahorias, las mujeres, los perros… Si empezáramos a contarlas todas, no acabaríamos. Sólo le gustaban tres. Las armas, los gatos y las galletas que hacía su madre. Con la excepción de la colección de los estudios Paramount y de la del centro de investigación del FBI, probablemente su colección de armas de fuego fuese la más completa de Estados Unidos. Dejando de lado los cañones antitanque y las baterías antiaéreas, tenía de todo. Su mayor orgullo era un revólver de calibre 38 mm, con perlas incrustadas en la culata, que sólo podía efectuar un único disparo. Una de sus frases favoritas era: «Un día de éstos, voy a utilizar este revólver contra mí».

Sin embargo, en 1938, el año en que murió su madre, fue a Nueva York, subió al Empire State Building, saltó desde la azotea y murió aplastado como una rana.

En la lápida sobre su tumba, según sus últimas disposiciones, figuran las siguientes palabras de Nietzsche.

¿ACASO PUEDE COMPRENDER LA CLARIDAD DEL DÍA

LA PROFUNDIDAD DE LAS TINIEBLAS DE LA NOCHE?

Heartfield de nuevo… (pasamos al final del epílogo).

No llegaré a afirmar que, de no haber conocido a Heartfield, jamás hubiera escrito una sola novela. Sin embargo, sí tengo la certeza de que habría recorrido un camino completamente distinto.

Cuando estudiaba bachillerato, compré una vez, de una tacada, en una librería de viejo de Kobe, varios libros en rústica de Heartfield que debía de haber dejado allí algún marino extranjero. Cada uno me costó cincuenta yenes. Si no se hubiese tratado de una librería de viejo, a duras penas habría podido adivinar que aquellos despojos fuesen libros. Las llamativas cubiertas estaban prácticamente arrancadas, las páginas habían adquirido un color anaranjado. Cabe suponer que aquellos libros llegaron a mi escritorio desde algún lugar remoto en el tiempo, desde la cama de algún marino subalterno de algún buque mercante o de algún destructor.

* * *

Unos años después fui a América. Fue un viaje corto, sólo para visitar la tumba de Heartfield. El emplazamiento me lo había indicado por carta Thomas McClure, apasionado (y único) estudioso de Heartfield. «Es una tumba pequeña como un tacón de aguja. Tenga cuidado de que no le pase desapercibida», me había escrito.

En Nueva York cogí un autobús Greyhound, parecido a un enorme ataúd, y llegué al pequeño pueblo de Ohio a las siete de la mañana. Aparte de mí, no se apeó ningún otro pasajero. En las afueras, tras cruzar unos prados, estaba el cementerio. Un cementerio mayor que el pueblo. Sobre mi cabeza, unas alondras volaban en círculo entre trinos.

Invertí una hora entera en encontrar la tumba de Heartfield. Tras depositar en ella un ramo de polvorientas rosas silvestres que había cogido en los prados de los alrededores, uní mis manos ante su tumba y, luego, me senté y me fumé un cigarrillo. Bajo los tibios rayos del sol de mayo, la vida y la muerte gozaban de la misma paz. Me tumbé boca arriba, cerré los ojos y me quedé horas y horas escuchando el canto de las alondras.

Esta novela empezó allí. Hasta dónde ha llegado, eso ya no lo sé.

«Comparado con la complejidad del universo», dice Heartfield, «nuestro mundo parece el seso de una lombriz».

Ojalá sea así. También yo lo deseo de todo corazón.

* * *

Para terminar, en los párrafos sobre la vida y obra de Heartfield, he incluido varias citas de La leyenda de las estrellas estériles, un trabajo fruto del esfuerzo del señor Thomas McClure, a quien he mencionado anteriormente. (Thomas McClure, The Legend of the Sterile Stars, 1968). Deseo expresarle mi agradecimiento por ello.

Mayo de 1979