11
El jueves por la mañana, las gemelas me despertaron. Era un cuarto de hora antes de lo habitual, pero, sin hacer caso, me afeité con agua caliente, me tomé el café y me leí, de cabo a rabo, la edición matutina del periódico, cuya tinta parecía que fuera a pegárseme a los dedos.
—Queremos pedirte un favor —dijo una de las gemelas.
—¿Podrías pedir el coche prestado para el domingo? —preguntó la otra.
—Quizá —dije yo—. Pero ¿adónde queréis ir?
—Al pantano.
—¿Al pantano?
Las dos asintieron.
—¿Y qué queréis hacer en el pantano?
—Un funeral.
—¿De quién?
—Del cuadro de distribución.
—¡Ah! Claro —dije. Y continué leyendo el periódico.
El domingo tuvimos la mala suerte de que, desde la mañana, cayera sin parar una fina lluvia. Claro que yo, por mi parte, no hubiera sabido decir qué tiempo era el adecuado para el funeral de un cuadro de distribución. Como las gemelas no hicieron ningún comentario sobre la lluvia, yo tampoco dije nada.
El sábado por la noche le había pedido prestado a mi socio su Volkswagen azul celeste. Me preguntó si me había echado novia. Le respondí con un gruñido. En los asientos traseros del coche, unos manchurrones de chocolate con leche, presumiblemente obra de su hijo, se extendían por toda la tapicería como manchas de sangre después de un tiroteo. Entre las cintas de casete del coche, no había ninguna que valiera la pena, de modo que recorrimos la hora y media de trayecto sin escuchar música, mudos y en silencio. Al compás de la marcha, la lluvia arreciaba y amainaba, arreciaba y amainaba, a intervalos regulares. Era una lluvia que invitaba a bostezar.
Sólo el zumbido de los coches que pasaban a toda velocidad por la carretera asfaltada iba sucediéndose, sin interrupción, monocorde.
Una de las gemelas ocupaba el asiento del copiloto y la otra, con el cuadro de distribución metido en una bolsa y un termo en el regazo, iba sentada detrás. Estaban todo lo solemnes que correspondía a un día de funeral. Yo las imité. A medio camino hicimos una parada, e incluso mientras comíamos unas mazorcas de maíz asadas, nos mantuvimos solemnes. Lo único que rompía el silencio era el sonido de los granos de maíz desprendiéndose de la mazorca. Cuando hubimos arrancado a mordiscos hasta el último grano, dejamos las tres mazorcas atrás y reemprendimos el viaje.
En aquella zona había perros por todas partes: vagaban sin rumbo bajo la lluvia como bancos de medregal de Japón en el acuario. Así que estuve tocando el claxon todo el rato. Los perros no parecían sentir el menor interés ni por la lluvia ni por el coche. La mayoría mostraba una ostensible cara de desagrado al oír el claxon, aunque se apartaban del camino. Claro que la lluvia no podían esquivarla. Estaban empapados hasta el agujero del culo; algunos parecían las nutrias que describe en su novela Balzac; otros, bonzos meditabundos.
Una de las gemelas me puso un cigarrillo entre los labios y me lo encendió. Luego, posó la pequeña palma de su mano en la entrepierna de mis pantalones de algodón y fue deslizándola arriba y abajo. Más que acariciarme, daba la impresión de que estuviese comprobando algo.
Parecía que iba a continuar lloviendo eternamente. En octubre, la lluvia siempre es así. Llueve y llueve sin fin, hasta anegarlo todo. El suelo estaba empapado. Los árboles, la autopista, los campos, los coches, las casas, los perros, todo había absorbido el agua de la lluvia por igual, el mundo estaba irremediablemente gélido.
Poco después, enfilamos un escarpado sendero de montaña y, dejando atrás un camino que discurría a través de un espeso bosque, salimos ante el pantano. Debido a la lluvia, en la orilla no se veía un alma. Hasta donde me alcanzaba la vista, el agua se vertía sobre la faz del lago. La visión del pantano azotado por la lluvia era mucho más patética de lo que había imaginado. Detuvimos el coche en la orilla y, sentados en su interior, nos bebimos el café del termo y comimos las galletas que habían comprado las gemelas. Como había de tres clases —de crema de café, de crema de mantequilla y de jarabe de arce—, para que nadie resultara desfavorecido, las dividimos primero en tres partes y, luego, nos las comimos.
Mientras tanto, el agua siguió derramándose sin pausa sobre el pantano. La lluvia caía en absoluto silencio. El rumor no era mayor que el de unas finas tiras de papel de periódico cayendo sobre una mullida alfombra. Es el tipo de lluvia que suele aparecer en las películas de Claude Lelouch.
Después de comernos las galletas y de tomarnos dos tazas de café cada uno, los tres nos sacudimos las migas de encima de las rodillas como si nos hubiésemos puesto de acuerdo. Nadie pronunció una sola palabra.
—Ya va siendo hora de que lo hagamos —dijo una de las gemelas.
La otra asintió.
Yo apagué el cigarrillo.
Sin abrir siquiera los paraguas, caminamos hasta el extremo del puente que acababa en el saledizo sobre el lago. El pantano había sido construido embalsando artificialmente el curso del río. El nivel del agua dibujaba una curva antinatural lavando la mitad de la ladera. Por el color se adivinaba la siniestra profundidad de las aguas. La lluvia se derramaba dibujando pequeñas ondas concéntricas.
Una de las gemelas sacó el cuadro de distribución de la bolsa y me lo entregó. Bajo la lluvia, tenía un aspecto más mísero todavía que de costumbre.
—Reza alguna oración.
—¿Oración?
—Es un funeral. Las oraciones son necesarias.
—No lo había pensado —dije—. La verdad es que no he preparado nada.
—Cualquier cosa irá bien.
—Es sólo una formalidad.
Busqué las palabras adecuadas mientras la lluvia me empapaba desde la coronilla hasta las uñas de los pies. Preocupadas, las gemelas dirigían los ojos, alternativamente, hacia mí y hacia el cuadro de distribución.
—El deber de la filosofía —dije citando a Kant— es eliminar las ilusiones nacidas de los equívocos… ¡Oh, cuadro de distribución! Descansa en paz en el fondo de las aguas del pantano.
—Arrójalo.
—¿Cómo?
—El cuadro de distribución.
Tomé el mayor impulso posible con el brazo derecho y lo arrojé, con todas mis fuerzas, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. El cuadro de distribución trazó un hermoso arco bajo la lluvia y chocó contra la faz del pantano. Acto seguido, fueron expandiéndose lentamente unas ondas concéntricas que llegaron hasta nuestros pies.
—¡Qué oración más maravillosa!
—¿Te la has inventado tú?
—Pues claro —dije.
Empapados como perros, bien arrimados los tres, contemplamos el pantano.
—¿Qué profundidad debe de tener? —preguntó una.
—Es terriblemente profundo —respondí.
—¿Habrá peces? —preguntó la otra.
—En todos los lagos hay peces.
Vista desde lejos, nuestra silueta debía de parecer un elegante monumento.